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sábado, 23 de mayo de 2009

El dinero es uno de los mayores instrumentos de libertad que jamás haya inventado el ser humano ("El origen del dinero" - ensayo completo por Carl Menger)

El dinero es uno de los mayores instrumentos de libertad que jamás haya inventado el ser humano (Hayek).

El dinero es un medio de intercambio indirecto y un depósito de valor. Si todas las remuneraciones en vez de ser ofrecidas en dinero, se ofrecieran de otro modo, por ejemplo, en forma de alimentos, alojamiento, viajes, educación, sanidad, distinciones públicas, privilegios, tiempo para ocio, situaciones de poder… etc.; ello supondría que al perceptor de la remuneración se le esfuma la capacidad de elegir. El pagador o remunerador sería el que determinase la forma en que habrían de disfrutarse. El móvil económico no es más que un medio para la consecución de los fines de cada ser humano, es decir, estrictamente, en realidad no hay móvil económico, sino, factores económicos que condicionan el alcance de nuestros fines. Para hacernos una idea de que realmente el dinero es un formidable instrumento de libertad solo hemos de imaginar que todas las remuneraciones se pagaran en “vales de tiempo”, como sucedería en una sociedad que se organizara totalmente como en el siguiente enlace referido a los bancos de tiempo actuales:
http://txistorradigital.blogspot.com/2009/05/banco-del-tiempo-en-el-casco-viejo.html.






A continuación reproduzco este imprescindible ensayo de Carl Menger
(1871):
EL ORIGEN DEL DINERO
por Carl Menger

I. El problema
Existe un fenómeno que desde hace mucho tiempo y de manera muy peculiar ha atraído la atención de los filósofos sociales y de los economistas prácticos; se trata del hecho de que ciertas mercancías (que en las civilizaciones desarrolladas adoptaron la forma de piezas acuñadas de oro y plata, junto con documentos que, con posterioridad, representaron a esas monedas) se convirtieron en medios de cambio universalmente aceptables. Es evidente, aun para la inteligencia más común, que la mercancía debe ser entregada por su propietario a cambio de otra que le será de mayor utilidad. Pero el hecho de que cada hombre económico, en cualquier país, acepte cambiar sus bienes por pequeños discos metálicos aparentemente carentes de utilidad como tales, o por documentos que los representen, es un procedimiento tan opuesto al curso normal de los acontecimientos que no puede parecernos sorprendente que hasta un pensador tan distinguido como Savigny lo encuentre claramente “misterioso”
No debe suponerse que la forma de la moneda, o del documento empleado como moneda corriente, constituye el enigma de este fenómeno. Podemos alejarnos de estas formas y retrotraernos a las primeras etapas del desarrollo económico, o en realidad a lo que todavía prevalece en algunos países, en los que encontramos que los metales preciosos sin forma de moneda aún sirven como medio de cambio, al igual que ciertos productos tales como ganado, pieles, te, barras de sal, conchas de ciprea, etc.; a pesar de ello seguimos enfrentándonos al fenómeno, aun nos resta explicar por qué el hombre económico acepta cierto tipo de mercancía, aun cuando no la necesite, o aunque la necesidad que tenga de ella ya haya sido satisfecha, a cambio de todos los bienes que ha puesto en el mercado, mientras que, cualesquiera que sean sus necesidades, en primer lugar consulta con respecto a los productos que intenta adquirir durante sus transacciones.
Y a partir de esto se sucede, desde los primeros ensayos acerca de los fenómenos sociales hasta nuestra época, una ininterrumpida cadena de disquisiciones con respecto a la naturaleza y cualidades específicas del dinero en su relación con todo lo que constituye el comercio. Filósofos, juristas e historiadores, al igual que economistas, e incluso naturalistas y matemáticos, se han ocupado de este notable problema, y no hay pueblo civilizado que no haya aportado su cuota en la abundante bibliografía que sobre él existe. ¿Cuál es la naturaleza de esos pequeños discos o documentos que en sí mismos no parecen servir a ningún propósito útil y que, sin embargo, en oposición al resto de la experiencia, pasan de mano en mano a cambio de mercancías más útiles, más aun, por los cuales todos están tan ansiosamente dispuestos a entregar sus productos? ¿Es el dinero un miembro orgánico del mundo de las mercancías o es una anomalía económica? ¿Debemos atribuir su vigencia comercial y su valor en el comercio a las mismas causas que condicionan los de otros productos o son ellos el producto preciso de la convención y la autoridad?
II. Intentos realizados hasta ahora para hallar una solución
Hasta ahora los resultados de la investigación del problema que nos ocupa no parecen guardar debida proporción con el gran desarrollo de los estudios históricos en general ni con el tiempo y los esfuerzos dedicados a la búsqueda de una solución. El enigmático fenómeno del dinero carece, incluso en el presente, de una explicación adecuada; ni siquiera se ha llegado a un acuerdo sobre las cuestiones fundamentales de su naturaleza y sus funciones. Hasta hoy no contamos con una satisfactoria teoría del dinero.
La idea que intentó aportar, en primer término, una explicación a la función específica del dinero como medio de cambio corriente y universal, fue la de someterlo a una convención general, una disposición legal. El problema, que la ciencia aún debe resolver, consiste en explicar un curso de acción, homogéneo y general, que los seres humanos adoptan cuando practican el comercio y que, si se lo considera en forma concreta, se realiza incuestionablemente en favor del interés general, aunque, sin embargo, parece poner en conflicto los intereses más cercanos e inmediatos de las partes contratantes. En tales circunstancias, ¿no sería lo más acertado atribuir el procedimiento precedente a causas ajenas a la esfera de las consideraciones individuales? Suponer que ciertas mercancías, los metales preciosos en particular, habían sido promovidas como medio de cambio por una convención o ley general, en interés del bien público, solucionó la dificultad, y lo hizo aparentemente con gran facilidad y naturalidad porque la forma de las monedas pareció ser un signo de regulación por parte del estado. Ésta es la opinión de Platón, Aristóteles y los juristas romanos, seguidos muy de cerca por los escritores medievales. Ni siquiera los mayores avances modernos en cuanto a la teoría del dinero han ido, en esencia, más allá de este punto de vista.[1]
Examinada con más minuciosidad, la suposición que sustenta esta teoría dio lugar a serias dudas. Seguramente, un acontecimiento de significación tan importante y universal y de notoriedad tan inevitable como lo es el establecimiento, a través de un convenio o ley general, de un medio de cambio universal, habría quedado grabado en la memoria del hombre, y más seguramente debería haber sido así porque tendría que haberse ejecutado en gran número de lugares.
Sin embargo, ningún monumento histórico nos da noticias confiables sobre transacciones que confieran un claro reconocimiento a los medios de cambio que ya se estaban utilizando ni referentes a su adopción por parte de pueblos con culturas relativamente recientes; tampoco existen, en absoluto, testimonios acerca de la iniciación, en las primeras épocas de la civilización económica, en el uso del dinero.
En realidad, la mayoría de los teóricos que se ocupan de este tema no se detienen ante la explicación del dinero tal como se la mencionó anteriormente. La peculiar adaptabilidad de los metales preciosos para servir a los fines de la divisa y el acuñamiento fue observada por Aristóteles, Jenofonte y Plinio, y en mucho mayor medida por John Law, Adam Smith y sus discípulos, quienes buscaron en sus cualidades especiales otra explicación para su elección como medio de cambio. Sin embargo, es claro que la elección de los metales preciosos mediante una ley o convenio, aunque fuera la consecuencia de su peculiar adaptación a los fines monetarios, presupone el origen pragmático del dinero y de la selección de esos metales, y esa presuposición no es histórica. Los teóricos a que nos referimos ni siquiera logran enfrentar con honestidad el problema que deben resolver, es decir, cómo se promovió el uso de algunas mercancías (los metales preciosos en ciertas etapas de la cultura) entre la gran masa de todas las otras mercancías y se las aceptó como medio de cambio generalmente reconocido. Es una cuestión que no sólo concierne al origen del dinero sino también a su naturaleza y a su posición en relación con todas las otras mercancías.
III. La teoría de la liquidez de las mercancías
En el comercio primitivo el hombre económico toma conciencia, aunque en forma muy gradual, de las ventajas económicas que se obtendrían si se explotaran las oportunidades de cambio existentes. Los objetivos de este hombre están dirigidos, primera y principalmente, de acuerdo con la simplicidad de toda cultura primitiva, a lo que está al alcance de la mano. Y sólo en esa proporción entra en el juego de sus negocios el valor de uso de las mercancías que busca adquirir. En tales condiciones, cada hombre intenta conseguir por medio del intercambio sólo aquellos productos que directamente necesita y rechaza los que no necesita o ya posee de manera suficiente. Es evidente que en esas circunstancias la cantidad de acuerdos comerciales realmente concretados se halla dentro de limites muy estrechos, Consideremos con qué poca frecuencia nos encontramos con una mercancía que es propiedad de cierta persona y que tiene menos valor en uso que otra mercancía propiedad de otra persona, dándose para esta última la situación inversa. ¡Mucho más extraño aun es el caso en el cual estos dos individuos se encuentran! Pensemos, en realidad, en las peculiares dificultades que obstaculizan el trueque inmediato de productos en esos casos, en los que la oferta y la demanda cuantitativamente no coinciden: en los cuales, por ejemplo, una mercancía indivisible debe ser intercambiada por una variedad de productos que son posesión de diferentes personas o por mercancías tales que sólo se las demanda en determinadas oportunidades y que únicamente pueden ser suministradas por ciertas personas. Incluso en el caso relativamente simple y a menudo recurrente en el que una unidad económica A requiere una mercancía que posee B y B necesita una que posee C mientras que C quiere una que es propiedad de A, aun aquí, conforme a una regla de simple trueque, el intercambio de los bienes en cuestión, como regla general y por necesidad, no se realizaría.
Estas dificultades se habrían convertido en obstáculos insuperables para el progreso del comercio, y al mismo tiempo para la producción de bienes que no requirieran una venta regular, si no se hubiese hallado una solución en la naturaleza misma de las cosas, es decir, los diferentes grados de liquidez (Absatzfähigkeit) de los productos. La diferencia que existe en este sentido entre los artículos de comercio tiene enorme importancia para la teoría del dinero y del mercado en general. Y el no haber tomado en cuenta adecuadamente este hecho para explicar los fenómenos del comercio no sólo constituye una brecha lamentable en nuestra ciencia sino también una de las causas esenciales del estado de retraso de la eoría monetaria. La teoría del dinero necesariamente presupone la existencia de una teoría de liquidez de los bienes. Si logramos aprehender esto podremos entender cómo la suprema liquidez del dinero es sólo un caso especial -que únicamente presenta una diferencia de matiz- de un fenómeno genérico de la vida económica, es decir, la diferencia en la liquidez de las mercancías en general.
IV. El margen entre el precio ofrecido y el precio solicitado
En economía resulta un error, tan generalizado como evidente, suponer que, en un momento determinado y en un mercado dado, todas las mercancías guardan una definida relación de intercambio recíproco, en otras palabras, que pueden ser mutuamente intercambiadas a voluntad en cantidades definidas. No es cierto que en cualquier mercado dado 10 quintales de un artículo = 2 quintales de otro = 3 libras de un tercer artículo, y así sucesivamente. Aun la observación más superficial de los fenómenos del mercado nos enseña que no tenemos la posibilidad, cuando hemos comprado un articulo por un precio determinado, de volver a venderlo inmediatamente por el mismo precio. Si sólo tratáramos de desprendernos de una prenda de vestir, un libro o una obra de arte que acabáramos de comprar, en ese mismo mercado, aun cuando lo hiciéramos de inmediato pero antes de que se hubiera modificado la misma coyuntura de condiciones, nos convenceríamos fácilmente del carácter falaz de esa suposición. El precio al cual podemos comprar voluntariamente una mercancía en un mercado determinado y en un momento dado y el precio al cual podemos desprendernos voluntariamente de ella son dos magnitudes esencialmente diferentes.
Esto es aplicable tanto a los precios mayoristas como a los minoristas. Incluso hasta productos tan comercializables como el maíz, el algodón o el arrabio no pueden venderse voluntariamente al mismo precio al cual los hemos comprado. El comercio y la especulación serían las cosas más sencillas del mundo si la teoría del “equivalente objetivo en los bienes” fuese correcta, si fuera cierto que las mercancías pudiesen mutuamente convertirse a voluntad en relaciones cuantitativas definidas, en un mercado y en un momento dados, en síntesis, si pudieran venderse, a cierto precio, con la misma facilidad con la que fueron adquiridas, De todos modos, no existe en este sentido una comercialización general de productos. Lo cierto es que aun en los mercados mejor organizados, aunque podamos comprar lo que deseamos y en el momento en que lo deseamos a un precio determinado, o sea, el precio solicitado, sólo podemos desprendernos de ello cuando y como queramos a pérdida, es decir, a un precio ofrecido inferior. Cuanto menor sea el margen, es decir, la diferencia entre el precio solicitado y el precio ofrecido de una mercancía, mayor tiende a ser su grado de comercialización.
El margen, o la pérdida que sufre quien se ve obligado a deshacerse de un artículo en un momento dado al precio ofrecido y no al solicitado, representa una cantidad muy variable, tal como veremos si observamos el comercio y los mercados de mercancías determinadas. Si se va a vender el maíz o el algodón mediante un intercambio organizado, el vendedor estará en posición de hacerlo prácticamente por cualquier cantidad, en el momento en que lo desee, con una pérdida muy pequeña. Si la cuestión fuera desprenderse de grandes cantidades de tela o seda a voluntad el vendedor por lo general deberá contentarse con un considerable porcentaje de disminución en el precio. Peor seria el caso de aquel que en cierto momento debe deshacerse de instrumentos astronómicos, preparados anatómicos, manuscritos en sánscrito u otros artículos tan poco comercializables.
Si denominamos los productos o artículos más o menos líquidos de acuerdo con la mayor o menor facilidad con que se los puede vender en un mercado en el momento conveniente, a los precios solicitados actuales, o con una mayor o menor disminución en éstos, podemos ver, por lo que hemos dicho, que existe una diferencia evidente entre las mercancías. Sin embargo, y a pesar de la gran importancia práctica de este fenómeno, la ciencia económica no parece haberlo tomado muy en cuenta. Esto se debe en parte a la circunstancia de que la investigación de estos fenómenos de precio ha estado dirigida casi exclusivamente a las cantidades de las mercancías intercambiadas y no al mayor o menor grado de facilidad con que se puede disponer de ellas a precios normales; y, también en parte, se debe al riguroso método abstracto con el cual se ha tratado la liquidez de los productos, sin tomar en consideración todas las circunstancias del caso.
El hombre que va al mercado con sus productos, en general intenta desprenderse de ellos pero de ningún modo a un precio cualquiera, sino a aquel que se corresponda con la situación económica general. Si hemos de indagar los diferentes grados de liquidez de los bienes de modo tal de demostrar el peso que tienen en la vida práctica, sólo podemos hacerlo estudiando la mayor o menor facilidad con la que resulta posible desprenderse de ellos a precios económicos.[2] Una mercancía es más o menos liquida si podemos, con mayor o menorque se correspondan con la situación económica general, es decir, a precios perspectiva de éxito, desprendernos de ella a precios compatibles con la situación económica general, a precios económicos.
Además, el intervalo de tiempo dentro del cual puede considerarse la venta de un producto a un precio económico, resulta de gran importancia al analizar su liquidez. Lo que interesa no es si la demanda de una mercancía es pequeña o si, en otros aspectos, su liquidez es inferior; si su propietario -sólo puede esperar el momento oportuno, finalmente, y a la larga, podrá desprenderse de ella a precios económicos. Sin embargo, y como resultado de que esta condición no se da a menudo en el curso real de los negocios, surge, a los fines prácticos, una importante diferencia entre dos tipos de mercancías: por un lado, aquellas de las que esperamos poder desprendernos en un momento determinado, a precios económicos, o por lo menos aproximadamente económicos; por el otro, aquellas que no tienen esa perspectiva, o por lo menos no la tienen en el mismo grado, por lo cual su propietario prevé que para poder desprenderse de ellas a precios económicos será necesario esperar durante cierto tiempo, que puede ser largo o corto, o bien soportar una reducción más o menos sensible en el precio.
Una vez más, se debe tomar en cuenta el factor cuantitativo en la liquidez de las mercancías. Algunas, como consecuencia del desarrollo de los mercados y de la especulación, pueden, en determinado momento, venderse en prácticamente cualquier cantidad a precios económicos o aproximadamente económicos. Otras sólo pueden venderse a precios económicos en cantidades menores, en proporción con el crecimiento gradual de una demanda efectiva, alcanzando un precio relativamente reducido en el caso de una mayor oferta.
V. Las causas de los diferentes grados de liquidez
El grado al cual se considera, de acuerdo con la experiencia, que una mercancía logra venderse, en un mercado dado, a precios compatibles con la situación económica (precios económicos), depende de las siguientes circunstancias.
l. Del número de personas que aún necesitan la mercancía en cuestión y de la medida y la intensidad de esa necesidad, que no ha sido satisfecha o que es constante.
2. Del poder adquisitivo de esas personas.
3. De la cantidad de mercancía disponible en relación con la necesidad (total), no satisfecha todavía, que se tiene de ella.
4. De la divisibilidad de la mercancía, y de cualquier otro modo por el cual se la pueda ajustar a las necesidades de cada uno de los clientes.
5. Del desarrollo del mercado y, en especial, de la especulación; y por último,
6. Del número y de la naturaleza de las limitaciones que, social y políticamente, se han impuesto al intercambio y al consumo con respecto a la mercancía en cuestión.
Podemos proceder ahora, del mismo modo como consideramos la liquidez de las mercancías en mercados definidos y en momentos dados, a determinar los limites espaciales y temporales de su liquidez. En este sentido, observamos también en nuestros mercados algunas mercancías cuya liquidez es casi ilimitada en el espacio o el tiempo y otras cuya liquidez es más o menos limitada.
Los limites espaciales de la liquidez de los productos están principalmente condicionados por:
1. El grado hasta el cual se distribuye en el espacio la necesidad de estas mercancías.
2. El grado hasta el cual los productos se prestan para ser transportados y los gastos de transporte en los que se ha incurrido en proporción con su valor.
3. La medida en la cual se han desarrollado, en general, los medios de transporte y de comercio con respecto a las diferentes clases de productos.
4. La extensión local de los mercados organizados y su intercomunicación a través del arbitraje.
5. Las diferencias existentes en las restricciones impuestas a la intercomunicación comercial con respecto a diferentes productos, en el comercio interlocal y, especialmente, en el comercio internacional.
Las limitaciones de tiempo a la liquidez de los productos están principalmente condicionadas por:
1. La permanencia de la necesidad que de ellos se tiene (la independencia de su fluctuación en ella).
2. Su durabilidad, es decir, su capacidad de preservación.
3. El costo que implican su preservación y almacenamiento.
4. La tasa de interés.
5. La periodicidad de un mercado para la tasa de interés.
6. El desarrollo de la especulación y, en particular, los acuerdos de tiempo en relación con ella.
7. Las restricciones políticas y socialmente impuestas a su transferencia de un periodo de tiempo a otro.
Todas estas circunstancias, de las cuales depende el diferente grado y los -diferentes limites locales y temporales de la liquidez de los productos, explican la razón por la cual es posible desprenderse de ciertas mercancías con facilidad y seguridad en mercados definidos, es decir, dentro de limites temporales y locales, en cualquier momento y prácticamente en toda cantidad posible, a precios compatibles con la situación económica general, mientras que la liquidez de otros productos se ve confinada a limites espaciales reducidos y también a limites temporales; e incluso dentro de ellos resulta difícil desprenderse de los productos en cuestión, y si no se puede esperar la demanda, la venta no podrá realizarse sin una disminución más o menos sensible en el precio.
VI. La génesis de los medios de intercambio[3]
Durante mucho tiempo ha sido tema de observaciones universales en los centros de intercambio el hecho de que para ciertas mercancías existía una demanda mayor, más constante y más efectiva que la que se daba para otras menos deseables en algún sentido; los primeras eran aquellas compatibles con la necesidad de quienes estaban en condiciones de comerciar y deseaban hacerlo; este deseo es al mismo tiempo universal y, a causa de la relativa escasez de los productos en cuestión, siempre imperfectamente satisfecho. También se ha observado que la persona que desea adquirir ciertos productos determinados a cambio de los propios se halla en una posición más ventajosa, si trae al mercado esa clase de mercancías, que la de aquel que visita los mercados con productos que no pueden exhibir esas ventajas o, por lo menos, que no pueden hacerlo en el mismo grado. Así equipado, tiene la perspectiva de adquirir los productos que finalmente desea obtener, no sólo con mayor facilidad y seguridad sino también, y a causa de la demanda más firme y prevaleciente que existe por sus propios productos, a precios compatibles con la situación económica general, o sea, a precios económicos. En tales circunstancias, cuándo alguien ha traído al mercado productos que no son altamente líquidos la idea más importante que tiene en mente es la de intercambiarlos, no sólo por aquellos que por casualidad necesite sino, si esto no puede realizarse directamente, por otros productos que, aunque no tenga necesidad de ellos, son, de todas maneras, más líquidos que los suyos. Al hacerlo, es evidente que no logra de inmediato el objetivo final de su comercio, es decir, la adquisición de productos que en realidad él mismo necesita; sin embargo, de esta manera se va acercando a ese objetivo. Por el tortuoso camino de un intercambio mediato gana las perspectivas de alcanzar su propósito más económica y seguramente que si se hubiera visto limitado al intercambio directo. Ahora bien, en realidad éste parece ser el caso que se ha dado en todas partes. Los hombres se han visto llevados, con creciente conocimiento de sus intereses individuales, cada uno por sus propios intereses económicos, sin convenio, sin obligación legal, es decir, sin tomar en cuenta siquiera el interés común, a intercambiar bienes destinados al intercambio (sus “productos”) por otras mercancías igualmente destinadas al intercambio, pero más liquidas. A medida que el comercio se extendía en el espacio y las previsiones para la satisfacción de necesidades materiales podían hacerse por períodos cada vez más prolongados, cada individuo iba aprendiendo, a partir de sus propios intereses económicos, a darse cuenta de que trocaba sus productos menos líquidos por aquellas mercancías especiales que habían exhibido, además de la atracción de ser altamente comercializables en una localidad determinada, un amplio espectro de comercialización tanto en el tiempo como en el espacio. Estos productos serian clasificados por su carácter costoso, por la facilidad de su transporte y su posibilidad de preservación (en relación con la circunstancia de su compatibilidad con una demanda estable y ampliamente distribuida), de modo tal de asegurar a su poseedor un poder, no sólo “aquí” y “ahora”, sino casi ilimitado en tiempo y espacio, sobre todos los otros productos del mercado, a precios económicos.
Y por esa razón ha sucedido que, a medida que el hombre se fue familiarizando con estas ventajas económicas, sobre todo a través de una percepción que se ha hecho tradicional y del hábito del accionar económico, esas mercancías, relativamente más líquidas en cuanto a tiempo y espacio, se han convertido en cada mercado en los productos que no sólo se aceptan en nombre del interés de cada uno a cambio de los propios productos menos líquidos sino que, en verdad, se aceptan con rapidez. Y su liquidez superior sólo depende de la comercialización relativamente menor de cualquier otro tipo de producto, razón por la cual han podido convertirse en medios de cambio generalmente aceptados. Es obvio que el hábito constituye un factor muy significativo en la génesis de esos medios de cambio de utilidad general. Es el interés económico de cada individuo que comercia lo que le permite cambiar productos menos líquidos por otros más líquidos. Pero la aceptación voluntaria del medio de cambio presupone la existencia previa de un conocimiento de estos intereses por parte de aquellos sujetos económicos de quienes se espera que acepten a cambio de sus productos una mercancía que en sí misma y por sí misma es, quizá, totalmente inútil para ellos. Es cierto que este conocimiento nunca aparece en todas partes en una nación a un mismo tiempo. En primera instancia, sólo un numero limitado de sujetos económicos reconocerá las ventajas de ese procedimiento, ventajas que, en sí mismas y por sí mismas, son independientes del reconocimiento general de un producto como medio de intercambio, en tanto ese intercambio, siempre y en todas las circunstancias, acerque más a su meta al hombre económico, es decir, lo aproxime a la adquisición de cosas útiles que realmente necesite. Pero se admite que no hay mejor método para ilustrar a alguien sobre sus propios intereses económicos que hacerle ver el éxito económico de aquellos que utilizaron el medio correcto para asegurar sus intereses particulares. Por lo tanto, resulta evidente que nada pudo haber sido más favorable para el surgimiento de un medio de intercambio que la aceptación, por parte de los sujetos económicos más perspicaces e inteligentes, para su propio beneficio económico y durante un periodo considerable de tiempo de productos eminentemente líquidos en lugar de todos los demás. De esta forma, la práctica y el hábito han contribuido mucho, por cierto, para hacer que los productos, que eran más líquidos en un momento determinado, sean aceptados no sólo por muchos sino, en definitiva, por todos los sujetos económicos a cambio de sus productos menos líquidos: y no sólo para eso, sino para que sean aceptados desde un principio con la intención de volver a intercambiarlos. Los productos que, de esta manera, se tornaron medios de cambio generalmente aceptables, fueron denominados Geld por los alemanes, palabra qué proviene de Gelten y que significa pagar, realizar; otras naciones denominaron al dinero teniendo en cuenta principalmente la sustancia utilizada,[4] la forma de la moneda[5] o, incluso, ciertos tipos de moneda.[6]
No es imposible que los medios de cambio, sirviendo como lo hacen al bien común, en el sentido más absoluto del término, sean instituidos a través de la legislación, tal como ocurre con otras instituciones sociales. Pero ésta no es la única ni la principal modalidad que ha dado origen al dinero. Su génesis deberá buscarse detenidamente en el proceso que hemos descripto, a pesar de que la naturaleza de ese proceso sólo sería explicada de manera incompleta si tuviéramos que denominarlo “orgánica’, o señalar al dinero como algo “primordial”, de “crecimiento primitivo”, y así sucesivamente. Dejando de lado premisas poco sólidas desde el punto de vista histórico, sólo podemos entender el origen del dinero si aprendemos a considerar el establecimiento del procedimiento social del cual nos estamos ocupando como un resultado espontáneo, como la consecuencia no prevista de los esfuerzos individuales y especiales de los miembros de una sociedad que poco a poco fue hallando su camino hacia una discriminación de los diferentes grados de liquidez de los productos.[7]
VII. Ensanchamiento del abismo que separa a los productos que se han convertido en medios de cambio del resto de las mercancías
Cuando los productos relativamente más líquidos se convirtieron en “dinero”, el acontecimiento tuvo, en primer lugar, el efecto de aumentar de manera sustancial su liquidez originalmente alta. Todo sujeto económico que trae productos menos líquidos al mercado, con el fin de adquirir bienes de otro tipo, ha tenido desde entonces un mayor interés por convertir lo que tiene en primera instancia en aquellos productos que se han convertido en dinero. Porque esas personas a través del intercambio de sus productos menos líquidos por aquellos que, por ser dinero, tienen mayor liquidez, logran no solamente, y tal como había ocurrido hasta ese momento, una mayor probabilidad sino la certeza de poder adquirir en forma inmediata cantidades adecuadas de todo otro tipo de producto que pueda tenerse en el mercado. Y el control que tienen sobre ellos depende simplemente de su voluntad y de su elección. Pecuniam habens, habet omnem rem quem vult habere (tener dinero significa tener todo lo que valga la pena tener). Por otra parte, aquel que trae al mercado productos que no sean dinero se encuentra, en mayor o menor grado, en desventaja. para poder lograr el mismo dominio sobre lo que el mercado produce deberá convertir primero en dinero sus productos intercambiables. La naturaleza de su incapacidad económica queda demostrada por el hecho de que se ve obligado a superar una dificultad antes de alcanzar su propósito, dificultad que no existe, es decir, ya ha sido superada, para el hombre que posee un stock de dinero.
Todo esto tiene un gran significado para la vida práctica, en tanto la superación de esta dificultad no está del todo dentro del alcance de aquel que trae productos menos líquidos al mercado sino que depende, en parte, de circunstancias sobre las cuales el negociador, como individuo, no tiene control alguno. Cuanto menos líquidos sean sus productos más seguro estará de que deberá sufrir una reducción en el precio económico o bien contentarse con aguardar el momento propicio en el que le resulte posible realizar una conversión a precios económicos. Aquel que en una época de economía monetaria desea intercambiar productos, de cualquier naturaleza que fueren, que no sean dinero, por otros productos que el mercado brinda, no puede tener la certeza de que logrará este resultado de inmediato, o dentro de un intervalo de tiempo predeterminado, a precios económicos. Y cuanto menos líquidos sean los productos que un sujeto económico trae al mercado, más desfavorable será su situación económica, para sus propios fines, si se la compara con la de los que traen -dinero al mercado. Consideremos, por ejemplo, el caso del propietario de un stock de instrumentos quirúrgicos que se ve obligado, como consecuencia de un apuro súbito o de la presión de sus acreedores, a convertirlo en dinero. Los precios que obtendrá serán sumamente accidentales, es decir que, al tener los productos una liquidez tan limitada serán bastante poco calculables. Esto se aplica a todos los tipos de conversiones que, en relación con el tiempo, son ventas forzadas.[8] Diferente es el caso de quien desea convertir inmediatamente en el mercado el producto que se ha convertido en dinero en otros productos que el mercado brinda. Alcanzará su propósito no sólo con certeza, sino también a un precio compatible con la situación económica general. Es decir, el hábito de la acción económica nos ha tornado tan seguros de poder adquirir, a cambio del dinero, cualquier producto del mercado, en el momento en que lo queramos y a precios compatibles con la situación económica, que en general no somos conscientes de la cantidad de compras que diariamente nos proponemos hacer y que son forzadas en relación con nuestros deseos y con el momento en que las concretamos. Por otra parte, las ventas forzadas, como consecuencia de la desventaja económica que, por lo general, encierran, llaman la atención de las partes involucradas de manera inconfundible. Por lo tanto, lo que constituye la peculiaridad de un producto que se ha convertido en dinero es el hecho de que su posesión nos brinda en un momento dado, es decir, en el momento que consideremos oportuno, un control seguro sobre todo producto que pueda tenerse en el mercado y, en general, a precios ajustados a la situación económica del momento: por otra parte, el control conferido por otro tipo de mercancías sobre los productos del mercado es relativo, si no absolutamente incierto, en relación con el tiempo y, en parte también, con el precio.
De esta manera, el efecto que han producido los bienes cuya liquidez relativa les permite convertirse en dinero ha sido el de ensanchar el abismo que existe entre su liquidez y la de todos los otros productos. Y esta diferencia de liquidez deja de ser totalmente gradual y debe ser considerada, en cierto sentido, como algo absoluto. La práctica de la vida diaria, y también la jurisprudencia, que en su mayor parte apoya las nociones predominantes en la vida diaria, distinguen la existencia de dos categorías en los requisitos del comercio: la de los productos que se han convertido en dinero y la de los que no lo han hecho. Y encontramos que el fundamento de esta distinción se halla, en esencia, en la diferencia de liquidez de los productos que hemos mencionado anteriormente, una diferencia muy significativa para la vida práctica y que más tarde se ve acentuada por la intervención del estado. Además, esta distinción halla su expresión en el lenguaje, en la diferencia entre los términos “dinero” y “bienes”, y ”compra” e “intercambio”, o en el significado que se les da. Pero brinda también la principal explicación de la superioridad del comprador sobre el vendedor, sobre la cual se han hecho múltiples consideraciones pero que, hasta ahora, no ha sido adecuadamente explicada.
VIII. Cómo los metales preciosos se convirtieron en dinero
Los productos que en relaciones locales y de tiempo dadas son más líquidos se han ido convirtiendo en dinero entre las mismas naciones, en momentos diferentes, y entre naciones diferentes a un mismo tiempo, y son de clases diversas. Los metales preciosos se han convertido en el medio corriente de intercambio más generalizado entre los pueblos de civilización económica avanzada por su liquidez altamente superior en relación con la de todos los otros productos y, al mismo tiempo, porque se los ha considerado especialmente aptos para las funciones concomitantes y subsidiarias del dinero.
No hay pueblo alguno que en los comienzos mismos de la civilización no haya llegado a desear profundamente y a codiciar con vehemencia los metales preciosos, en épocas primitivas por su utilidad y belleza, por ser en sí mismos decorativos, y más tarde por ser los materiales más apreciados para la decoración plástica y arquitectónica y, especialmente, para adornos y vasijas de todo tipo. A pesar de su escasez natural están geográficamente bien distribuidos y, si se los compara con la mayoría de los otros metales, son fáciles de extraer y elaborar. Las personas que desean adquirirlos son, a causa de las peculiares necesidades que su posesión satisface, aquellos miembros de la comunidad que pueden realizar el trueque con mayor eficacia y, por lo tanto, su deseo por los metales preciosos es generalmente más efectivo. Sin embargo, los limites del deseo efectivo por estos bienes también se extienden a aquellos estratos de población cuyas posibilidades de trueque son menores, a causa de la gran divisibilidad de los metales preciosos y del placer que se alcanza usándolos, aunque sea en muy pequeñas cantidades, en la economía individual. Deben considerarse además los amplios límites en tiempo y espacio que tiene la comercialización de los metales preciosos; éstos son consecuencia, por un lado, de la distribución casi ilimitada en el espacio de las necesidades que de ellos se tienen, junto con su bajo costo de transporte en comparación con su valor y, por el otro, de su ilimitada durabilidad y del costo relativamente pequeño de su atesoramiento. En ninguna economía nacional que haya superado las primeras etapas de desarrollo hay productos cuya comercialización sea tan poco restringida en muchos sentidos -personal, cuantitativa, espacial, y temporalmente- que puedan compararse con pos metales preciosos. No hay duda de que mucho antes de su conversión en medios de cambio generalmente reconocidos ya satisfacían, entre muchos pueblos, una demanda positiva y efectiva en todo lugar y oportunidad y prácticamente en cualquier cantidad que se llevase al mercado.
Surgió aquí un hecho que necesariamente resultó de especial importancia para su conversión a dinero. Para quienquiera que estuviese en esas condiciones y que tuviera a su disposición alguno de los metales preciosos no sólo existía la perspectiva razonablede poder convertirlos en todos los mercados, en cualquier momento y prácticamente en todas las cantidades posibles sino, además -y éste es, después de todo, el criterio de la liquidez-, la perspectiva de poder convertirlos a precios compatibles, en cualquier oportunidad, con la situación económica general, a precios económicos. La intensidad, persistencia y omnipresencia del deseo de metales preciosos por parte de los negociadores más efectivos ha permitido excluir los precios del momento, de emergencia o accidentales, en el caso de estos bienes más que en el de cualquier otro, especialmente porque en razón de su carácter costoso, durabilidad y fácil preservación se han convertido en el medio más popular de atesoramiento y también en los productos más favorecidos para el intercambio.
En tales circunstancias, la idea predominante en las mentes de los negociadores más inteligentes primero y en las de todos más tarde, cuando la situación fue comprendida a nivel general, fue la de que el stock de productos destinados al intercambio por otros productos debía expresarse, en primera instancia, en metales preciosos o bien convertirse en ellos, aunque el agente en cuestión no los necesitara directamente o, incluso, cuando ya hubiese satisfecho sus necesidades en ese sentido. Pero, en y por esta función, los metales preciosos ya se han convertido en el medio corriente de intercambio. En otras palabras, por esa vía funcionan como mercancías por las cuales todos buscan cambiar sus productos del mercado, en general, no con el fin de destinarlos al consumo sino debido a su suprema liquidez, con la intención de poder cambiarlos más tarde por otros productos que les resulten directamente útiles. Ningún accidente, ni la consecuencia de la compulsión del estado ni el convenio voluntario de los comerciantes pudo cambiar esto. Fue el hecho de entender simplemente cuáles eran los propios intereses individuales lo que hizo que todas las naciones económicamente más avanzadas aceptaran los metales preciosos como dinero ni bien se logró reunir e introducir en el comercio una provisión suficiente de ellos. El avance de elementos de dinero menos costosos a otros más costosos depende de causas análogas.
Este desarrollo se vio materialmente apoyado por la relación de intercambio existente entre los metales preciosos y otros productos que sufren fluctuaciones más o menos pequeñas que las que ocurren entre la mayoría de los otros productos; esta estabilidad se debe a las circunstancias peculiares que afectan la producción, el consumo y el intercambio de metales preciosos y, de esta manera, se halla conectada con los así llamados fundamentos intrínsecos que determinan su valor de cambio. Ésta es otra razón más por la cual cada hombre, en primera instancia (es decir, hasta que invierte en productos que le resultan directamente útiles) debe proveerse de un stock de intercambio disponible en metales preciosos u convertir en éstos los bienes que posee. Además, la homogeneidad de los metales preciosos y la consiguiente facilidad con que pueden servir como res fungibiles en relaciones de obligación han llevado a formas de contratos por las cuales se ha facilitado el comercio; esto también ha impulsado su liquidez y, por ese medio, su adaptación como dinero. Por último, estos metales, como consecuencia de la peculiaridad de su color, de su sonido y, en parte, también de su peso específico, no son difíciles de reconocer con la práctica y al adoptar una marca durable pueden ser fácilmente controlados en cuanto a localidad y el peso; esto también ha llevado a aumentar materialmente su liquidez y a alentar su adopción y difusión como dinero.
IX. La influencia del gobierno
El dinero no ha sido generado por la ley. En sus orígenes es una institución social y no estatal. La sanción por parte de la autoridad del estado constituye una noción que le es ajena. Por otra parte, sin embargo, a través del reconocimiento del estado y de la regulación por parte del gobierno esta institución social del dinero se ha perfeccionado y ha sido adaptada a las múltiples y variadas necesidades de la evolución del comercio, así como los derechos que son resultado de la costumbre se vieron perfeccionados y adaptados a través de la ley. Aunque originalmente se comerció con ellos, al igual que con otros productos, según el peso, los metales preciosos fueron más tarde acuñados e intercambiados por su número. Al adoptar la forma de monedas, experimentaron un aumento material. El libre acuñamiento y el mantenimiento de la confianza pública en él, para impedir la falsificación, han sido reconocidos en todas partes como importantes funciones del gobierno.
Las dificultades experimentadas en el comercio como resultado de la acción competitiva de diversos productos que servían como divisa, produciendo una múltiple inseguridad en la actividad comercial y haciendo necesarias variadas conversiones de los medios circulantes, han llevado a que se reconociera legalmente a ciertos productos como dinero (a normas monetarias).
Todas estas medidas han perfeccionado el funcionamiento de los metales preciosos como dinero pero, con seguridad, no han sido responsables de que éstos se convirtieran en dinero.
Sólo se puede entender verdaderamente el origen del dinero si aprendemos a considerarlo como una institución social, como el resultado espontáneo, el producto no planificado de los esfuerzos específicamente individuales de los miembros de la sociedad.
Bibliografía
Trabajos de Carl Menger sobre moneda
Grundsätze der Volkswirkshaftlehre, 1871, edición inglesa: Principles of Economics (en castellano), New York, N.Y.U. Press, 1981; cap. VII, La teoría del producto [Web], pp. 286-256; cap. VIII, La teoría del dinero [Web], pp. 257-885; Apéndice J: Historia de las teorías sobre el origen del dinero, pp. 815-820.
Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenschaften und der politischen Oekmomie insbesondere, 1683; edición inglesa: Problems of Economics and Sociology, Urbana, University of Illinois Press, 1983, Libro 8, cap. 2. El entendimiento teórico de aquellos fenómenos sociales que no son producto de un acuerdo o de una legislación positiva sino los resultados espontáneos del desarrollo histórico, (a) El origen del dinero, pp, 152-155.
Schriften über Geldtheorie und Währungspolitik (Papers on Monetary Theory and Monetary Policy), Nº 20, en el volumen IV de la Recopilación de Obras de Carl Menger, publicada por la London School of Economics and Political Science. Series of Reprints of Scarce Tracts in Economics and Political Science, Londres, 1886.
Die Kaufkraft des Guldens östesrreichischer Währung (El poder adquisitivo del florín austríaco), 1889.
Geld (Dinero), 1909.
Beiträge zur Währungsfrage in Österreich-Ungarn (Contribuciones a la discusión monetaria austro-húngara), 1892.
Der Übergang zur Goldwährung (Transición al patrón oro), 1392.
Aussagen in der Valutaenquete (Testimonio ante la Comisión Monetaria), 1882.
Von unserer Valuta (Sobre nuestra divisa), 1882.
Das Goldagio und der heutige Stand der Valutareform (El premio sobre el oro y la reforma monetaria actual), 1888.
On the Origin of Money, [WEB] The Economic Journal, junio de 1882, pp. 289-266.
Autores que han escrito sobre Carl Menger y sus teorías monetarias (Ordenados según la fecha de su publicación original)
1910 – Karl Menger, Robert Zuckerkandl, Zeitschrift für Volkwirtschaft, Sozialpolitik und Verwaltung, vol. l0, pp. 251-264.
1921 – Karl Menger: 1840-1921, Joseph A. Schumpeter, Zeitschrift für Volkswirtschaft und Sozialpolitik, New Series, vol. 1. Reimpresa en inglés con el título de Ten Great Economists from Marx to Keynes, New York, Oxford University Press, 1951, pp. 80-90.
1928 – Karl Menger, Friedrich Wieser, Neue österreichische Biographie: 1816-1918, Viena, Wiener Drucke, vol. 1, pp. 84.82.
1984 – Carl Menger, F. A. Hayek, Economica, New Series, vol. 4, pp. 398-420, reimpreso como Introducción a Principles of Economics, de Carl Menger.
1937 – The Economics of Carl Menger, George J. Stigler, Journal of Political Economy (abril de 1937), pp. 228-250; reimpreso en Production and Distribution, The Formative Period, New York, The Macmillan Co., 1941, pp. 184-157.
1940 – Carl Menger: The Founder of the Austrian School, Henri S. Bloch, Journal of Political Economy, vol. 8, pp. 428-423.
1954 – The methodology of Henry George and Carl Menger, Leland B. Yeager, American Journal of Economics and Sociology, vol. 13, pp. 233-238.
1960 – The Rise of the Marginal Utility School: 1870-1889, Richard K. Howey, Lawrence, University of Kansas Press.
1965 – The History of Marginal Utility Theory, Emil Kauder, Princeton, Princeton University Press.
1969 – The Historical Setting of the Austrian School of Economics [WEB], Ludwig von Mises, New York, Arlington House.
1973 – Menger’s Theory of Money and Uncertainty – A modern Interpretation, de E. Streissler, en Carl Menger and the Austrian School of Economics, editado por J. R. Hicks y W. Weber, Oxford, Clarendon Press, pp. 164-189.
1983 – The Monetary Writings of Carl Menger [WEB], Hans F. Sennholz, The Ludwig von Mises Institute, Auburn University.
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NOTAS:
[1] Véase Roscher, System der Volkswirtschaft, I, 116; mis Principles of Economics (en castellano), New York, 1981, Apéndice J, P. 315 y ss.; M. Block, Les Progrès de la Science Économique depuis A. Smith, 1890, II, p. 59 y ss.
[2] La alta liquidez de un producto no es revelada por el hecho de que sea posible desprenderse de él a cualquier precio, incluso el que sea el resultado de una desgracia a accidente. En este sentido todos las productos son bien e igualmente comercializables. Depende de que resulte posible desprenderse de él con facilidad y seguridad, en cualquier momento y a un precio que se corresponda, o que por lo menos no sea incompatible, con la situación económica general, es decir, al precio económico o aproximadamente económico.
[3] Véase mi artículo Geld en el Handwörterbuch der Staatwissenschaften, Jena, 1981, vol. 3, p. 370 y ss.
[4] La palabra hebrea keseph, la griega , la latina argentum, la francesa argent, etcétera.
[5] La palabra inglesa money, la española moneda, la portuguesa moeda, la francesa monaie, la hebrea maoth, la árabe fulus, la griega etcétera.
[6] La palabra italiana danaro, la rusa dengi, la polaca pienondze, la bohemia y eslavonia penize, la danesa penge, la sueca penninger, la húngara péuz, etc. (es decir, denare = Pfennige = Penny).
[7] Sobre este punto, consúltese mis Principles of Economics (en castellano), New York, 1881, pp. 261—262.
[8] Se halla aquí la explicación de la razón por la cual las ventas forzadas y los casos de embargo en especial generalmente implican la ruina económica de las personas sobre cuyos bienes se realizan, y de que en mayor grado, los productos en cuestión son menos líquidos. El correcto discernimiento del carácter no económico de estos procesos llevará necesariamente a una reforma del mecanismo legal existente.

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