| PRIMERA EDICIÓN DE "A SANGRE Y FUEGO" |
CONSEJO OBRERO
Por Manuel Chaves Nogales (a Sangre y Fuego)
Se levantó furioso y dijo:
—Pido la palabra.
—No hay palabra —respondió el
presidente.
—¡Camarada presidente, pido la
palabra! —insistió.
—He dicho que no hay palabra.
—¡Por última vez, camarada
presidente, te pido la palabra! —gritó con tono amenazador.
—Tu asunto está bastante
discutido. ¿Para qué quieres la palabra, vamos a ver? —dijo el presidente
transigiendo—. ¡Habla!
Y él, con una rabia feroz
revestida de un gran énfasis tribunicio, comenzó:
—He pedido la palabra ante el
consejo obrero, primero, para mentarle la madre al camarada presidente, que es
un hijo de perra, y después...
Allí acabó la sesión del consejo.
Salieron a relucir las pistolas y todos se precipitaron manoteando sobre el
provocador que, acorralado, les miraba de uno en uno con los ojos
centelleantes. Llovieron sobre él los insultos.
—¡Fascista!
—¡Traidor!
—¡Amarillo!
—¡Lacayo!
Daniel, con la espalda contra la
pared, acechaba dispuesto a saltarle al cuello al primero que le pusiese la
mano encima. Su torso recio, su cara congestionada y sus manazas encallecidas
infundieron respeto. No le tocaron. Fue reculando sin perder la cara a sus
enemigos, ganó la puerta y salió.
Al llegar a la verja de la
fábrica se volvió y escupió:
—¡Hijos de perra!
Echó a andar con las manos en los
bolsillos. Al pasar junto a la tabernita de la esquina se le unió discretamente
Bartolo y juntos siguieron caminando sin cambiar palabra. Al cabo de un rato,
Bartolo, que lo miraba de hito en hito a través de los cristales gordos de sus
gafas, se aventuró a preguntarle:
—¿Qué? ¿Qué han dicho?
—¡Los guarros! —gruñó Daniel—. No
han querido oírme. ¡Y han hecho bien, porque si me dejan hablar...!
—Entonces... El sábado, a la
calle. ¿No es eso?
—¡A la calle, a la calle! ¿Pero
es que ahora se puede estar en la calle? ¿Crees tú que es como antes? ¡Que se
enteren tus vecinos de que te han despedido de la fábrica por fascista y verás
lo que tardan las milicias en echarte mano y darte un paseo!
—¿Qué hacemos entonces?
—¡No sé...! Seguir yendo al
trabajo mientras nos dejen, volver al consejo obrero, discutir, patalear y, en
último caso, partirle la cara a uno de esos canallas de delegados. Todo, menos
consentir que nos tiren como ratas muertas. ¿No ves que si un consejo obrero te
expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al
revolver una esquina!
—¿Crees tú que no me paso yo el
día entero esperando de hora en hora que las milicias me quiten del torno y me
saquen del taller para matarme?
—¡Asesinos!
—Desengáñate, Daniel. Quizá sea
más peligroso quedarse en el taller. Ellos necesitan las plazas para los
parados del sindicato, para los suyos, para sus protegidos. Y a lo mejor te
matan sólo para que haya una vacante. Más vale dejarla por las buenas y salvar
el pellejo.
—¡Pero a mí por qué me van a
matar! —vociferaba frenético Daniel.
—Porque eres un lacayo de la
burguesía. ¿No te lo han
dicho? —¿Porque soy un lacayo de
la burguesía o porque no he
sido un lacayo de ellos?
—Es igual. ¿Por qué les echó a
ellos el patrón cuando fracasó la revolución de octubre? ¿Por qué mató la
guardia civil a todos los que los patrones quisieron? Porque no estaban del
otro lado, porque no se sometían, porque no se humillaban. Pues lo mismo te
exigen ahora los del sindicato para no matarte: que te sometas, que te
humilles. —¿Pero yo no gano mi jornal trabajando? —¡El trabajo! ¡Bah! ¡Hay
demasiados hombres que trabajen! El trabajo lo daban antes como una limosna los
patrones; ahora lo dan como un premio los sindicatos. Teníamos que haber hecho
méritos revolucionarios. ¡Si aún nos diesen tiempo para hacerlos!
—No; no nos quieren. ¿No has
visto que el consejo obrero no me ha dejado siquiera defenderme?
—Sólo hay un medio para salvarse,
Daniel, y yo voy a intentarlo. —¿Cuál?
—Los delegados del consejo
obrero, socialistas y comunistas casi todos, no consienten que vivan y trabajen
más que los obreros revolucionarios, y ni tú ni yo lo somos; al contrario, nos
acusan de fascistas...
—Yo no lo he sido nunca.
—Es lo mismo. Estabas sometido al
patrón, reconocías su autoridad, acatabas su derecho, te plegabas a sus
caprichos, obedecías... No te van a aceptar nunca los socialistas ni los
comunistas...
—Y entonces...
—Es muy sencillo...
Hizo una pausa y agregó:
—Hazte anarquista.
—¡Yo anarquista!
—Tú y yo anarquistas, sí. No tenemos otra salida. Mira, Daniel, los anarquistas son tan revolucionarios como los marxistas del consejo obrero o más; son fuertes, tienen armas, se hacen respetar, defienden a los suyos. Hoy, el obrero que no tenga su carné de un sindicato revolucionario es un paria al que cualquier miliciano puede matar como a un perro. Los comunistas no nos van a dar el carné. Nos lo darán los anarquistas, que necesitan obreros de verdad en sus sindicatos. Tan revolucionarios como los de la UGT seremos con nuestro carné de la CNT en el bolsillo. ¡Vamos por él!