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sábado, 7 de diciembre de 2024

Chaves Nogales: "A Sangre y Fuego" (Prólogo y un relato: "Consejo Obrero")


PRIMERA EDICIÓN DE "A SANGRE Y FUEGO"

CONSEJO OBRERO

Por Manuel Chaves Nogales (a Sangre y Fuego)

 

Se levantó furioso y dijo:

—Pido la palabra.

—No hay palabra —respondió el presidente.

—¡Camarada presidente, pido la palabra! —insistió.

—He dicho que no hay palabra.

—¡Por última vez, camarada presidente, te pido la palabra! —gritó con tono amenazador.

—Tu asunto está bastante discutido. ¿Para qué quieres la palabra, vamos a ver? —dijo el presidente transigiendo—. ¡Habla!

Y él, con una rabia feroz revestida de un gran énfasis tribunicio, comenzó:

—He pedido la palabra ante el consejo obrero, primero, para mentarle la madre al camarada presidente, que es un hijo de perra, y después...

Allí acabó la sesión del consejo. Salieron a relucir las pistolas y todos se precipitaron manoteando sobre el provocador que, acorralado, les miraba de uno en uno con los ojos centelleantes. Llovieron sobre él los insultos.

—¡Fascista!

—¡Traidor!

—¡Amarillo!

—¡Lacayo!

Daniel, con la espalda contra la pared, acechaba dispuesto a saltarle al cuello al primero que le pusiese la mano encima. Su torso recio, su cara congestionada y sus manazas encallecidas infundieron respeto. No le tocaron. Fue reculando sin perder la cara a sus enemigos, ganó la puerta y salió.

Al llegar a la verja de la fábrica se volvió y escupió:

—¡Hijos de perra!

Echó a andar con las manos en los bolsillos. Al pasar junto a la tabernita de la esquina se le unió discretamente Bartolo y juntos siguieron caminando sin cambiar palabra. Al cabo de un rato, Bartolo, que lo miraba de hito en hito a través de los cristales gordos de sus gafas, se aventuró a preguntarle:

—¿Qué? ¿Qué han dicho?

—¡Los guarros! —gruñó Daniel—. No han querido oírme. ¡Y han hecho bien, porque si me dejan hablar...!

—Entonces... El sábado, a la calle. ¿No es eso?

—¡A la calle, a la calle! ¿Pero es que ahora se puede estar en la calle? ¿Crees tú que es como antes? ¡Que se enteren tus vecinos de que te han despedido de la fábrica por fascista y verás lo que tardan las milicias en echarte mano y darte un paseo!

—¿Qué hacemos entonces?

—¡No sé...! Seguir yendo al trabajo mientras nos dejen, volver al consejo obrero, discutir, patalear y, en último caso, partirle la cara a uno de esos canallas de delegados. Todo, menos consentir que nos tiren como ratas muertas. ¿No ves que si un consejo obrero te expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al revolver una esquina!

—¿Crees tú que no me paso yo el día entero esperando de hora en hora que las milicias me quiten del torno y me saquen del taller para matarme?

—¡Asesinos!

—Desengáñate, Daniel. Quizá sea más peligroso quedarse en el taller. Ellos necesitan las plazas para los parados del sindicato, para los suyos, para sus protegidos. Y a lo mejor te matan sólo para que haya una vacante. Más vale dejarla por las buenas y salvar el pellejo.

—¡Pero a mí por qué me van a matar! —vociferaba frenético Daniel.

—Porque eres un lacayo de la burguesía. ¿No te lo han

dicho? —¿Porque soy un lacayo de la burguesía o porque no he

sido un lacayo de ellos?

—Es igual. ¿Por qué les echó a ellos el patrón cuando fracasó la revolución de octubre? ¿Por qué mató la guardia civil a todos los que los patrones quisieron? Porque no estaban del otro lado, porque no se sometían, porque no se humillaban. Pues lo mismo te exigen ahora los del sindicato para no matarte: que te sometas, que te humilles. —¿Pero yo no gano mi jornal trabajando? —¡El trabajo! ¡Bah! ¡Hay demasiados hombres que trabajen! El trabajo lo daban antes como una limosna los patrones; ahora lo dan como un premio los sindicatos. Teníamos que haber hecho méritos revolucionarios. ¡Si aún nos diesen tiempo para hacerlos!

—No; no nos quieren. ¿No has visto que el consejo obrero no me ha dejado siquiera defenderme?

—Sólo hay un medio para salvarse, Daniel, y yo voy a intentarlo. —¿Cuál?

—Los delegados del consejo obrero, socialistas y comunistas casi todos, no consienten que vivan y trabajen más que los obreros revolucionarios, y ni tú ni yo lo somos; al contrario, nos acusan de fascistas...

—Yo no lo he sido nunca.

—Es lo mismo. Estabas sometido al patrón, reconocías su autoridad, acatabas su derecho, te plegabas a sus caprichos, obedecías... No te van a aceptar nunca los socialistas ni los comunistas...

—Y entonces...

—Es muy sencillo...

Hizo una pausa y agregó:

—Hazte anarquista.

—¡Yo anarquista!

—Tú y yo anarquistas, sí. No tenemos otra salida. Mira, Daniel, los anarquistas son tan revolucionarios como los marxistas del consejo obrero o más; son fuertes, tienen armas, se hacen respetar, defienden a los suyos. Hoy, el obrero que no tenga su carné de un sindicato revolucionario es un paria al que cualquier miliciano puede matar como a un perro. Los comunistas no nos van a dar el carné. Nos lo darán los anarquistas, que necesitan obreros de verdad en sus sindicatos. Tan revolucionarios como los de la UGT seremos con nuestro carné de la CNT en el bolsillo. ¡Vamos por él!