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sábado, 7 de diciembre de 2024

Chaves Nogales: "A Sangre y Fuego" (Prólogo y un relato: "Consejo Obrero")


PRIMERA EDICIÓN DE "A SANGRE Y FUEGO"

CONSEJO OBRERO

Por Manuel Chaves Nogales (a Sangre y Fuego)

 

Se levantó furioso y dijo:

—Pido la palabra.

—No hay palabra —respondió el presidente.

—¡Camarada presidente, pido la palabra! —insistió.

—He dicho que no hay palabra.

—¡Por última vez, camarada presidente, te pido la palabra! —gritó con tono amenazador.

—Tu asunto está bastante discutido. ¿Para qué quieres la palabra, vamos a ver? —dijo el presidente transigiendo—. ¡Habla!

Y él, con una rabia feroz revestida de un gran énfasis tribunicio, comenzó:

—He pedido la palabra ante el consejo obrero, primero, para mentarle la madre al camarada presidente, que es un hijo de perra, y después...

Allí acabó la sesión del consejo. Salieron a relucir las pistolas y todos se precipitaron manoteando sobre el provocador que, acorralado, les miraba de uno en uno con los ojos centelleantes. Llovieron sobre él los insultos.

—¡Fascista!

—¡Traidor!

—¡Amarillo!

—¡Lacayo!

Daniel, con la espalda contra la pared, acechaba dispuesto a saltarle al cuello al primero que le pusiese la mano encima. Su torso recio, su cara congestionada y sus manazas encallecidas infundieron respeto. No le tocaron. Fue reculando sin perder la cara a sus enemigos, ganó la puerta y salió.

Al llegar a la verja de la fábrica se volvió y escupió:

—¡Hijos de perra!

Echó a andar con las manos en los bolsillos. Al pasar junto a la tabernita de la esquina se le unió discretamente Bartolo y juntos siguieron caminando sin cambiar palabra. Al cabo de un rato, Bartolo, que lo miraba de hito en hito a través de los cristales gordos de sus gafas, se aventuró a preguntarle:

—¿Qué? ¿Qué han dicho?

—¡Los guarros! —gruñó Daniel—. No han querido oírme. ¡Y han hecho bien, porque si me dejan hablar...!

—Entonces... El sábado, a la calle. ¿No es eso?

—¡A la calle, a la calle! ¿Pero es que ahora se puede estar en la calle? ¿Crees tú que es como antes? ¡Que se enteren tus vecinos de que te han despedido de la fábrica por fascista y verás lo que tardan las milicias en echarte mano y darte un paseo!

—¿Qué hacemos entonces?

—¡No sé...! Seguir yendo al trabajo mientras nos dejen, volver al consejo obrero, discutir, patalear y, en último caso, partirle la cara a uno de esos canallas de delegados. Todo, menos consentir que nos tiren como ratas muertas. ¿No ves que si un consejo obrero te expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al revolver una esquina!

—¿Crees tú que no me paso yo el día entero esperando de hora en hora que las milicias me quiten del torno y me saquen del taller para matarme?

—¡Asesinos!

—Desengáñate, Daniel. Quizá sea más peligroso quedarse en el taller. Ellos necesitan las plazas para los parados del sindicato, para los suyos, para sus protegidos. Y a lo mejor te matan sólo para que haya una vacante. Más vale dejarla por las buenas y salvar el pellejo.

—¡Pero a mí por qué me van a matar! —vociferaba frenético Daniel.

—Porque eres un lacayo de la burguesía. ¿No te lo han

dicho? —¿Porque soy un lacayo de la burguesía o porque no he

sido un lacayo de ellos?

—Es igual. ¿Por qué les echó a ellos el patrón cuando fracasó la revolución de octubre? ¿Por qué mató la guardia civil a todos los que los patrones quisieron? Porque no estaban del otro lado, porque no se sometían, porque no se humillaban. Pues lo mismo te exigen ahora los del sindicato para no matarte: que te sometas, que te humilles. —¿Pero yo no gano mi jornal trabajando? —¡El trabajo! ¡Bah! ¡Hay demasiados hombres que trabajen! El trabajo lo daban antes como una limosna los patrones; ahora lo dan como un premio los sindicatos. Teníamos que haber hecho méritos revolucionarios. ¡Si aún nos diesen tiempo para hacerlos!

—No; no nos quieren. ¿No has visto que el consejo obrero no me ha dejado siquiera defenderme?

—Sólo hay un medio para salvarse, Daniel, y yo voy a intentarlo. —¿Cuál?

—Los delegados del consejo obrero, socialistas y comunistas casi todos, no consienten que vivan y trabajen más que los obreros revolucionarios, y ni tú ni yo lo somos; al contrario, nos acusan de fascistas...

—Yo no lo he sido nunca.

—Es lo mismo. Estabas sometido al patrón, reconocías su autoridad, acatabas su derecho, te plegabas a sus caprichos, obedecías... No te van a aceptar nunca los socialistas ni los comunistas...

—Y entonces...

—Es muy sencillo...

Hizo una pausa y agregó:

—Hazte anarquista.

—¡Yo anarquista!

—Tú y yo anarquistas, sí. No tenemos otra salida. Mira, Daniel, los anarquistas son tan revolucionarios como los marxistas del consejo obrero o más; son fuertes, tienen armas, se hacen respetar, defienden a los suyos. Hoy, el obrero que no tenga su carné de un sindicato revolucionario es un paria al que cualquier miliciano puede matar como a un perro. Los comunistas no nos van a dar el carné. Nos lo darán los anarquistas, que necesitan obreros de verdad en sus sindicatos. Tan revolucionarios como los de la UGT seremos con nuestro carné de la CNT en el bolsillo. ¡Vamos por él!

—¿Tú crees que nos lo darán?

—Creo que sí. Yo tengo algunos amigos anarquistas. No son mala gente. Mejores desde luego que todos esos jesuitas hipócritas del comunismo. Con ellos es posible entenderse. Basta con hablarles al corazón. Nos sermonearán, nos asustarán un poco, pero, si se emocionan, si nos creen capaces de redención, nos abrirán los brazos. A los anarquistas les gusta mucho redimir a la gente. ¿Tú sabes los centenares de señoritos fascistas que llevan ya redimidos? —dijo Bartolo guiñando un ojo. Y en voz baja añadió—: Redención a metálico, ¿sabes?

—Total, que son unos granujas.

—Hay de todo, granujas y místicos. Sinvergüenzas capaces de matar a su padre por quitarle un paquete de tabaco y locos que se hacen matar por ideales. ¿Pero, a nosotros, qué nos importa? Lo que necesitamos es salvar el pellejo y si es posible el jornal. ¿Vamos?

Daniel se dejó llevar al sindicato anarquista, donde se entrevistaron con un amigo de Bartolo, el viejo Felipe, anarquista de toda la vida, a ratos ladrón y a ratos apóstol de la Idea por mesones aldeanos y patios de presidio. Era un hombrezuelo seco, amojamado, con los ojos negros muy hundidos en las cuencas amoratadas, el pelo ralo y ceniciento aplastado sobre la frente, unas cuerdas muy tirantes en el cuello delgado que sostenía difícilmente la cabezota y un tórax hundido de tuberculoso. Acogió a Bartolo bromeando: —¿Qué te trae por aquí, reaccionario? ¿Vienes a que te demos los cuatro tiros por la espalda que te mereces?

Bartolo siguió la broma condescendiente y procuró congraciarse con él.

—Creí que estarías en el frente, Felipe. Hombres como tú son los que hacen falta allí...

—En el frente de la Sierra estuve desde el primer momento, pero me dieron un balazo y luego tuve una pulmonía. Aún estoy convaleciente. —¡Bah! Tú eres fuerte. El hombrecillo se estiró complacido. —No creas, no creas. El corazón no marcha bien. Está viejo. Ha sufrido mucho. Cuando tuve la pulmonía creyó el médico que no la resistía. Por eso me han quitado del frente y me han destinado a los servicios de retaguardia.

—¡Vamos, Felipe, un enchufito! ¡A comer jamones incautados! ¿No es eso?

—¡Sí, sí! ¡Qué idea tenéis los reaccionarios de la revolución! No puedo ir a la Sierra, a la lucha, porque mi corazón no resiste la altura ni las marchas penosas, pero aquí tengo encomendado un servicio que se las trae. Menos mal que el esfuerzo físico es poco.

Y bajando la voz agregó:

—No lo digas a nadie. Estoy en el pelotón de ejecuciones de la cárcel Modelo.

Daniel no pudo dominar una exclamación.

—¿Y está usted enfermo del corazón, camarada? —preguntó.

—Los anarquistas somos la hostia, compañero. Sabemos retorcernos el corazón, si hace falta, para cumplir nuestro deber revolucionario. Lo que esos jovencitos comunistas que presumen de coraje no se atreven a hacer, aquí está el viejo Felipe, anarquista, dispuesto a hacerlo en bien de nuestros sagrados ideales. Aunque el corazón se me salga por la boca.

Daniel tuvo una sensación aguda de malestar. Su sana y fuerte vitalidad repugnaba el contacto con aquel ser patológicamente débil y morbosamente cruel. Bartolo, contemporizador, llevó la conversación adonde a ellos les convenía. El viejo Felipe se dejó convencer fácilmente y les llevó a la secretaría, donde otro camarada les hizo llenar unas fichas y les dijo que tenían que aguardar la decisión del responsable.

Éste vino tarde. Los responsables anarcosindicalistas llegaban siempre tarde a todas partes. Felipe se marchó dejando a Daniel y Bartolo recomendados. Él les garantizaba. El responsable acogió severamente a los dos obreros, escuchó la pretensión que llevaban, frunció el entrecejo y después de echarles un discurso terrorífico consintió en aceptarles provisionalmente si daban «su palabra» de no ser fascistas.

La dieron. Daniel, abiertamente. Bartolo, con ciertas sutilidades y salvedades sobre su pasado.

—El pasado no nos importa —dijo solemnemente el responsable—; todos los hombres se pueden redimir. Por incultura o por hambre es posible haberlo sido todo, hasta criminal, hasta fascista... Lo importante es que la conciencia proletaria se despierte algún día...

Salieron con sus carnés de sindicalistas en el bolsillo. Por primera vez desde que comenzó la guerra civil pudieron caminar sin miedo por las calles oscuras. Cuando un miliciano, cegándoles con el resplandor de su linterna eléctrica, les dio el alto respondieron altivamente:

—¡CNT!

—¡Salud, camaradas! —dijo el centinela dejándoles el paso franco.

Daniel y Bartolo respiraron a sus anchas. Volvían a ser hombres. Se fueron cada uno a su casa pensando que al fin iban a poder dormir tranquilos.

Cuando los pasos de Daniel resonaron en la escalera, Manuela, su mujer, que había estado durante tres horas detrás de la puerta al acecho de su marido y pensando a cada instante que ya se lo habrían matado, se dejó caer extenuada por la angustia:

—¡Al fin! —dijo cuando le vio aparecer. Y, tiritando, le colocó sobre la mesa el pucherillo y se metió en la cama.

Daniel apartó la comida con desgana, sacó su flamante carné de sindicalista y allí, bajo la luz de la lámpara familiar, con sus pueriles flecos de cristal, estuvo considerándolo complacido. Luego cogió un lápiz y un plieguecillo de papel y mascándose la lengua se puso a escribir lentamente: «Al consejo obrero de la Metalúrgica Madrileña, S.A.: Reclamación del obrero tornero Daniel López, afiliado a la CNT, al que se ha despedido injustamente...».

***

—¿Y se nos van a escabullir esos dos canallas?

El camarada Carlos, secretario del comité ejecutivo del consejo obrero, tiró con rabia sobre la mesa de la gerencia la reclamación del tornero Daniel.

—¿Qué dice? —preguntó Esteban, otro miembro del consejo.

—¡Pse! Que no ha sido nunca fascista, que no se le puede acusar más que de haber defendido su jornal...

—¡Traicionando a sus compañeros!

—... para dar de comer a sus hijos...

—¡Yo también tengo hijos y se han quedado sin comer!

—... que si él ha hecho traición en alguna huelga, todos los delegados del consejo obrero han hecho también traiciones...

—¡Yo no!

—... como puedo demostrar caso por caso...

—¡Es un canalla!

—Y que, ¡agárrate!, se halla afiliado al sindicato metalúrgico de la CNT, que defenderá su derecho de proletario. ¿Qué te parece?

—A ese tío hay que darle un paseo esta misma noche.

—¡Despacio! ¡Despacio! Primero hay que «desmontar su plataforma». Aquí denuncia que todos los miembros del consejo obrero han hecho traiciones a la causa del proletariado y afirma que está dispuesto a probarlo. Esto no podemos dejarlo así. ¡Qué más quisieran los anarcosindicalistas! No hay más remedio que dejarle hablar, destruir una por una sus acusaciones, concretar bien los cargos que existen contra él, y luego, que las milicias de retaguardia le echen mano. Lo primero es completar su ficha. Descuida que tiene méritos bastantes para el paseo.

—Y el otro, ¿Bartolo?

—Ése es más zorro y tiene más miedo. Comunica al consejo que, no obstante hallarse afiliado a un sindicato revolucionario, la CNT, naturalmente está dispuesto a ceder su plaza en el taller a otro compañero más cualificado por su actuación sindical. Pide sólo que si se le despide se le dé un certificado firmado por el consejo obrero que le permita buscar trabajo en otra fábrica. Se bate en retirada, vamos. —¡Hay que echarlos! ¡A los dos! —Descuida. Vamos a utilizar nuestro servicio de información para completar sus fichas y poder apabullar a los de la CNT, que procurarán defenderlos. Lo mejor sería poder demostrarles que eran militantes activos del fascismo. Como sabes, han caído en nuestras manos los ficheros secretos de los afiliados de la Falange. Vamos a ver...

El camarada Carlos, secretario del comité ejecutivo, verdadero dictador del consejo obrero y hombre de confianza del Partido Comunista, puso en movimiento el flamante «aparato policíaco» de la revolución con una simple llamada telefónica.

Mientras desde el suntuoso despacho de la gerencia los nuevos amos, mejor servidos que los antiguos, lanzaban el «alalí» a sus sabuesos y los azuzaban a la caza del hombre, se veía a través del amplio ventanal que iluminaba la confortable estancia el desfile silencioso de los obreros que entraban al relevo. Ni la guerra ni la revolución habían traído para ellos grandes mudanzas. Daniel y Bartolo, solos, huraños, atravesaban la verja de la fábrica y, sin cambiar palabra con sus compañeros, entraban en el taller y se ponían afanosamente al trabajo. En la secretaría, contigua a la gerencia, tecleaban como siempre las mecanógrafas inutilizando muchos plieguecillos porque, distraídas, en vez de encabezar las cartas poniendo «camarada», como se les había ordenado, seguían escribiendo «muy señor mío» y porque se obstinaban en estrechar las manos de los clientes, en vez de enviarles saludos proletarios. La revolución tenía también su etiqueta. A la puerta de la dirección se mantenía inconmovible el ordenanza del director, el viejo Tudela, impecable siempre dentro de su librea, que no había habido manera de arrancarle ni de desabotonarle siquiera. Muy celoso de su menester y haciendo uso del derecho que le concedía su carné de antiguo sindicado, el fiel ordenanza del director había querido seguir en su puesto y se obstinaba en desempeñar cerca del camarada Carlos la misma función solícita de viejo criado que durante largos años había ejercido con el patrón burgués. Siempre correcto y ceremonioso, el viejo Tudela seguía guardando respetuosamente las distancias cuando se hallaba en presencia de los delegados del consejo obrero, del mismo modo que antes las guardaba con los accionistas de la compañía, y para las bromas groseras del camarada Carlos tenía la misma condescendiente benevolencia que para los accesos de ira y de soberbia del antiguo director. Su larga vida de servidumbre le había enseñado a comprender y aun a disculpar mejor que nadie las intemperancias y las injusticias del que manda. Tudela, con sus cincuenta y tantos años de domesticidad, sabía que el jefe es siempre arbitrario, violento e ininteligente. Desde el primer día hizo extensiva al camarada Carlos la misma solícita y benévola afección que había tenido por su antiguo señor. El nuevo amo le parecía más duro, pero más razonable. En el fondo de su alma de criado tenía tan lamentable concepto de uno y otro, que podía permitirse el lujo de disculpar a ambos. A veces el camarada Carlos estaba de buen humor y embromaba al viejo servidor.

—¿Qué hay, camarada Tudela? ¿Sabes que tus correligionarios, los fascistas, se han llevado ayer una paliza formidable en la Sierra?

—Yo no soy fascista.

—Bueno, carlista, es igual.

—Perdone, no es igual. Yo fui carlista en mi juventud, cuando la otra guerra, hace sesenta años.

—¿Y erais ya entonces tan criminales como ahora?

Tudela cabeceaba disgustado y respondía:

—Entonces nos batíamos hombre contra hombre, lealmente. Entonces no había aviones como esos que han asesinado a mi nietecillo en su cuna. Entonces...

El viejo Tudela se exaltaba con el recuerdo.

—... entonces, el cabecilla Cucala, cuando íbamos a entrar en batalla contra los cristinos, nos daba a cada uno de los muchachos de su partida tres balas, sólo tres balas, y nos advertía: «Cuando termine el combate tenéis que devolverme una». Ésa era la guerra que hacíamos los carlistas de entonces: dos disparos y a buscar cara a cara al enemigo. Ahora... ahora no son los carlistas los que hacen esa guerra. Los carlistas no hemos hecho nunca la guerra como los militares de profesión, que se encarnizan contra el enemigo, aunque sea de su propia sangre. ¡Todos nuestros generales habían salido del pueblo! —decía el viejo Tudela, orgulloso de encontrar un resquicio demagógico en el viejo carlismo.

—Es decir, que erais unos revolucionarios o poco menos —replicaba riendo Carlos.

—No; peleábamos por nuestro Dios, nuestra Patria y nuestro Rey, pero no matábamos por matar ni trajimos a España extranjeros que asesinaran a los españoles.

Hizo una pausa. Carlos le escuchaba distraído, pensando en otra cosa.

—Hoy —siguió diciendo Tudela— se mata a los hombres como si fuesen ganado.

Y bajando la voz añadió:

—Aquí como allí; los míos como los suyos, compañero Carlos; en todas partes andan sueltos los asesinos y...

—¡Alto, Tudela! ¡Alto! Si no quiere que le denuncie a las escuadrillas de retaguardia —cortó Carlos violentamente.

Fue a salir. Tudela, que se había retirado a una respetuosa distancia, se adelantó a abrirle la puerta. Carlos, irritado, le empujó hacia delante.

—¡Vamos! No sea usted lacayo, Tudela —le dijo.

Salió. En la penumbra del pasillo un hombre que le estaba esperando se le acercó tímidamente.

***

Aquel hombre, Valentín el contramaestre, era como un alma en pena que vagaba por los pasillos de la fábrica desde que comenzó la guerra, convertido en el espectro de sí mismo. Día y noche iba y venía por las naves desiertas o pobladas de trabajadores con la cabeza baja, la mirada huidiza y atravesada, sin encontrar en aquel mundo hostil que le rodeaba el asidero de una frase amable o de una mirada afectuosa. A su paso los obreros se apartaban de él como si estuviese apestado, cesaban las conversaciones y una atmósfera de vacío y hostilidad le mantenía aislado. A veces oía decir a su espalda:

—¿Pero a ese tío canalla cuándo lo matan de una vez?

Valentín bajaba más aún la cabeza y seguía adelante buscando inútilmente un rostro amigo ante el que ensayar una sonrisa humilde y forzada. Sus ojos claros tenían la misma expresión temerosa que los de un perro ante el amo irritado. A veces, él mismo, incapaz de soportar aquel tormento, se preguntaba:

—¿Cuándo me matarán de una vez?

No le mataban. Las milicias habían ido a buscarle al día siguiente de la revolución, como fueron a buscar a todos los contramaestres de la fábrica para hacerles pagar con un balazo en la nuca su servidumbre al capitalismo y su crueldad para con los obreros. Fue providencial que en los primeros momentos no le encontrasen a él, que era al que con más ahínco buscaban, porque había sido el hombre de confianza del capitalista, el ejecutor de sus venganzas, el delator, el «rompehuelgas», el «cuchillo de los trabajadores», como le llamaban. Consiguió esconderse en los sótanos y desvanes de la fábrica, que conocía mejor que nadie, y escondido estuvo mientras las milicias cazaban y ponían junto a la pared a los demás capataces, que con muchos menos motivos que él fueron implacablemente ejecutados. Cuando al fin dieron con él, se planteó un grave problema. Valentín era ya el único jefe de talleres que quedaba vivo. Si le mataban también, huidos los ingenieros y el director, era casi seguro que el trabajo tuviera que interrumpirse. Sólo él conocía la técnica de determinadas labores y poseía los secretos de la fabricación. Las fórmulas de ligas y aleaciones y las clases de la instalación. El problema se puso a debate en el pleno del consejo obrero. En el fondo de la cuestión todos estaban conformes. Valentín, traidor cien veces a la causa del proletariado, merecía ser librado inmediatamente a la justicia de las milicias de retaguardia. La necesidad de asegurar la continuidad de la producción merecía, sin embargo, que se reflexionase sobre el caso. Los delegados más exaltados, los que habían llevado a los butacones del salón del consejo un odio feroz, votaban por la entrega inmediata de Valentín a las milicias; pasase lo que pasase. Otros, más prudentes, ya que no más piadosos, se mostraban partidarios del aplazamiento. El camarada Carlos, el «ojo de Moscú», dio la fórmula. Valentín no sería entregado de momento a las milicias, quedaría en la fábrica controlado por dos camaradas de confianza que, además de la misión de vigilarle, tendrían la de ir imponiéndose de sus funciones, adiestrándose en ellas y apoderándose poco a poco de los resortes y secretos de la fabricación, hasta que pudiesen sustituirle. Entonces Valentín sería entregado a las milicias. Para que éstas no se lo llevasen antes de tiempo, se tomó la precaución de que el cuitado no saliese de la fábrica, y allí comía y dormía como una alimaña acosada que se esconde en su agujero. Se había comprometido a imponer de los secretos y dificultades de su cometido a los dos hombres de confianza del consejo obrero, y cada día que pasaba aquellos dos hombres, hábilmente escogidos, estaban más diestros. «Pronto no necesitarán de mí —pensaba—, y entonces me matarán».

Y temiendo que le matasen si no se prestaba a adiestrar a los que habían de sustituirle, y sabiendo que le matarían también cuando les hubiese adiestrado, vivía en una creciente ansiedad y una angustia terrible que le hacían andar día y noche como un alma en pena por los pasillos de la fábrica esperando y a veces deseando que las milicias fuesen de una vez por él y le librasen de aquel tormento.

Transcurridas ya varias semanas, había empezado a hacerse ilusiones. «Les he servido lealmente —pensaba—; quizá me indulten...». Pero el odio que le tenían era inextinguible. En la última reunión del consejo, el delegado del taller de laminación, Benito, planteó la cuestión brutalmente.

—¿Se puede saber cuándo va a ser expulsado del taller y entregado a las milicias ese canalla del contramaestre?

Benito era uno de los caudillos revolucionarios de la fábrica. Hombre fuerte, rebelde y violento, había sido en otro tiempo el cabecilla de las huelgas movidas contra la empresa capitalista. Expulsado por ésta, había vuelto al taller merced a la revolución y se obstinaba en mantener ciegamente en el consejo obrero el espíritu de revancha y el ansia vengativa.

—¿Cuándo acabamos con ese enemigo a muerte de los proletarios? —apremiaba.

El camarada Carlos, impasible, replicaba fríamente:

—Cuando podamos; cuando nos convenga. No vamos a poner en peligro el funcionamiento de la industria por la impaciencia del camarada Benito.

—Es que yo me niego a convivir con ese miserable. Prefiero que se cierre la fábrica a seguir soportándole en ella.

Carlos sonreía imperturbable.

—¡Y si no se le expulsa hoy mismo, me voy del consejo!

—Nada de amenazas, camarada. A ti te necesitamos menos que al contramaestre, por muy revolucionario que seas. ¿Te enteras? —replicó Carlos.

Benito saltó furioso.

—A quienes no necesitamos es a los jesuitas que se dedican a proteger fascistas y a salvarles la vida. ¡Estaría bueno! La revolución ha triunfado para que yo, ¡yo!, pueda vengarme de esa canalla. Esto es lo único que me importa. Si se cierra la fábrica, que se cierre. Si para que la revolución siga adelante tengo que soportarlo, prefiero que se pierda la revolución.

Se levantó iracundo y, encaminándose a la puerta, anunció:

—¡Ya os enseñarán a hacer justicia revolucionaria!

Dio un portazo y se fue.

Por eso Valentín, a quien un alma piadosa le había contado la escena, estaba en el pasillo aguardando pacientemente al camarada Carlos.

—Vengo a darle las gracias —le dijo con voz entrecortada— porque sé que me ha defendido usted en el consejo.

Carlos, seco y hostil, replicó:

—Le han engañado. Yo no defiendo traidores. Defiendo la fábrica.

Y le volvió la espalda.

Aquella misma madrugada una patrulla de milicianos se presentó en la fábrica. Aprovechándose de que no había en ella más que un viejo guardián asustado, los milicianos entraron en el edificio y estuvieron registrándolo hasta que sacaron entre los cañones de sus pistolas al contramaestre Valentín. Le metieron en un auto que partió hacia los desmontes de las afueras.

No volvió a saberse más de él. Benito había cumplido su amenaza.

Carlos, al día siguiente, cuando se enteró, no hizo más que decir, rechinando los dientes:

—¡Idiota! A ese imbécil de Benito, ya que no lo fusilaron los burgueses como debían, vamos a tener que fusilarlo nosotros.

Y siguió trabajando.

El sudor que le caía a chorros por la cara se lo enjugaba pasándose por la frente la manga sucia de su blusa de taller. Y seguía. Le faltaban las palabras, vacilaba, sufría penosos silencios, volvía a decir lo mismo que ya había dicho, pero seguía. Sus jueces le miraban impasibles. Aquel silencio glacial le desconcertaba. Pero hacía un esfuerzo y seguía.

—¿No tienes nada más que decir, camarada? —le preguntó el presidente en una de aquellas pausas en las que el orador parecía detenerse ante un abismo.

—¡Sí, sí! Tengo que decir mucho más. ¡Es... que no me sale!

Lo que Daniel quería decir a toda costa y no sabía era la indignación que a borbotones sentía hervir en su pecho contra aquella inhumana «justicia de la revolución» que querían hacer con él.

—Yo no he sido nunca revolucionario —decía—, pero tampoco tenía obligación de serlo. Nadie me puede llamar traidor a la revolución porque nunca me había comprometido a hacerla ni ayudarla. Yo ganaba mi jornal trabajando honradamente. No era mal compañero. Creo yo. Servía al patrón...

Una sonrisilla delgada de uno de los consejeros le exasperó:

—¡Como le servíais todos vosotros, cochinos!

Estalló una tempestad de protestas.

—¡Todos, todos! —vociferaba Daniel—. ¡Cuando perdíais las huelgas veníais humillados a lamer la mano al patrón para que os diese trabajo!

El presidente cortó el tumulto.

—Procura justificarte sin injuriar a los camaradas si quieres que te escuchen con paciencia.

Daniel bajó el tono.

—Yo servía al patrón... La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo me había resignado a obedecer. Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más, sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses!

Daniel se detuvo asustado de su propia elocuencia. Miró en torno suyo. Las caras de los consejeros seguían impasibles. Únicamente desde un rincón penumbroso del salón llegó hasta sus ojos el relámpago de una mirada amiga que le animaba a seguir. Don Jorgito, el viejo administrador de la fábrica, incorporado al consejo obrero en calidad de técnico, sin voz ni voto, le enviaba el aliento de su simpatía.

—Yo —terminó Daniel— he estado siempre solo. Solo, en medio de la calle, luchando con el hambre y la miseria, me hice hombre; solo aprendí mi oficio y solo tuve que defenderme contra los patrones que me explotaban. ¡A nadie debo nada! ¿Qué me pedís? ¿De qué me acusáis ahora?

Hubo un largo silencio.

—¿Tienes algo más que añadir, camarada? —le preguntaron.

—No.

—Puedes retirarte. El consejo deliberará sobre tu asunto y se te comunicará la resolución.

Hicieron pasar luego a Bartolo, que compareció ante el tribunal asustado, medroso, mirando de través a los consejeros. Balbuceó unas excusas torpes, pidió perdón y prometió ser en adelante leal a la revolución. Como prueba de adhesión a la causa exhibió su flamante carné de sindicalista.

Los delegados socialistas y comunistas se le rieron en su cara cuando invocó aquella patente sucia, y el delegado anarquista protestó y salió en defensa de Bartolo.

—¿Has pertenecido o no a los sindicatos amarillos que dirigían los patronos? —le preguntaron para cortar el incidente.

—Sí; no tuve más remedio..., me obligaban... —se vio forzado a reconocer.

—Eso no importa —dijo el delegado anarquista—. El obrero cuando se ve acosado puede claudicar por hambre.

—¿Eres fascista?

Bartolo sabía que se jugaba la vida en aquel instante.

—¡No! —dijo.

—¿No estabas inscrito en las listas de la Falange Española?

—¡No! —repitió.

—Basta. Puedes retirarte.

Cuando hubo salido, el delegado anarquista protestó violentamente contra la sistemática persecución por parte de los comunistas de los obreros que pertenecían a la CNT.

—Si no aceptaseis a los fascistas, no desconfiaríamos.

—¡Nosotros no aceptamos fascistas!

—¡Ése lo es! Y debía estar ya fusilado. Pero no te preocupes. Nuestras milicias no tardarán en echarle el guante.

—A ése no se le toca el pelo de la ropa porque mi sindicato no lo consiente. Es un obrero nuestro cuya vida y cuyo trabajo defenderemos con nuestras pistolas. ¿Estamos?

—¿Aun siendo fascista?

—¡No! Si es fascista, si nos ha engañado, no esperaremos que le matéis vosotros. Los anarquistas sabemos cortar por lo sano y hacer justicia más dura aún con los enemigos emboscados a nuestro alrededor que con los que tenemos enfrente. ¡Lo que no sabéis hacer vosotros!

—¿Y si yo te demuestro que Bartolo os traiciona, que era fascista y sigue siéndolo? —le replicó Carlos desafiándolo.

—Demuestrámelo y le mato yo mismo como a un perro. Pero hay que demostrármelo. ¡Antes no se le toca ni un cabello!

—Yo te lo demostraré. Y basta —concluyó Carlos—. Vamos ahora a estudiar el problema de la permanencia en el taller de estos dos obreros enemigos de la causa del proletariado. Después las milicias serán las que se encarguen de ellos.

Sobre Bartolo no había duda. Era un miserable lacayo de la burguesía que tenía sobre su conciencia infinitas traiciones a la causa del proletariado. Con la única protesta del delegado anarquista, que se reservó el derecho de pedir la revisión del asunto, se tomó el acuerdo de expulsar a Bartolo del taller.

—No le denunciaréis a las milicias ni le pasará nada mientras nuestro sindicato no ponga en claro sus antecedentes y su conducta, ¿eh? —aclaró el delegado de la CNT.

—Compañero —le dijeron—, nosotros no tenemos nada que ver con eso. Allá él con las milicias. Si algo debe, ya se lo harán pagar.

En cambio, sobre Daniel hubo un arduo debate. En el fondo, ninguno de los delegados le quería. Le odiaban tanto o más que al traidor Bartolo. En último caso siempre era más peligroso aquel tipo fuerte y entero que cualquier pobre diablo de los que estaban cayendo a diario. Un hombre como Daniel era el peor enemigo de la revolución y de la dictadura del proletariado. Había que acabar con él. Les detenía el escrúpulo de que no se le había podido encontrar por ninguna parte rastro alguno de actividad contrarrevolucionaria. Ni había sido fascista, ni había pertenecido jamás a ningún sindicato amarillo. Se había limitado a desconocer y desacatar las organizaciones proletarias de la lucha de clases, a no secundar las huelgas y a procurarse mejoras económicas trabajando a destajo o en horas extraordinarias, contrariando los acuerdos e intereses sindicales. Daniel había sido siempre el enemigo de la organización. Su rebeldía contra la disciplina proletaria y su desdén por los líderes obreristas estaban bien probados. Pero, a pesar de todo, era indiscutiblemente un obrero, un proletario ciento por ciento; ni un «cuchillo para los trabajadores» ni un «lacayo de la burguesía». ¿Tenían derecho a condenarle quienes en nombre del proletariado hacían la revolución y administraban la justicia revolucionaria?

Todos, en el fondo de su conciencia, sabían que no.

Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad.

Antes de que terminase la jornada, cuando ya oscurecía, se presentaron en la fábrica seis u ocho milicianos. En cuanto los vio aparecer en el taller, Bartolo, que estaba sobre aviso, se deslizó hábilmente antes que lo advirtieran y huyó. ¿Adonde? La entrada de la fábrica estaba tomada por otros milicianos que no dejaban salir a nadie. ¿En dónde refugiarse? Con el corazón palpitante recorrió los pasillos del vasto edificio, subió a las oficinas, pasó de largo ante la gerencia, donde no había de encontrar amparo, y se halló al final acorralado ante la puerta del despacho del administrador. La abrió y se precipitó sobre don Jorgito.

—¡Sálveme! ¡Vienen a buscarme! ¡Me matan! ¡Me matan!

Don Jorgito, consternado, se desplomó en un sillón.

—¿Y qué puedo hacer yo, hijo? ¡Me matarán a mí también!

—¡Sálveme! ¡Déjeme telefonear!

El viejo administrador, aterrado, le señaló el teléfono que estaba sobre su mesa. Bartolo marcó un número que tenía bien grabado en la memoria. Mientras esperaba la respuesta, su cara pálida, en la que se había cuajado una mueca inexpresiva, daba una impresión repelente de figura de cera. ¡No contestaban! ¡Ay, qué angustia! ¡Sí! ¡Al fin!

Con palabras atropelladas y patéticas, Bartolo avisaba al sindicato anarquista que una patrulla de milicianos comunistas se lo quería llevar para matarle y pedía que lo protegiesen.

—¡Venid, compañeros! ¡Venid ahora mismo! ¡Que me matan! ¡Que me matan!

Estuvo repitiéndolo desesperadamente sobre la bocina del teléfono hasta que sintió que la puerta del despacho se abría y un miliciano con la pistola en la mano le amenazaba. Don Jorgito se incorporó y se interpuso heroicamente.

—¡Alto! ¿Qué vienen ustedes buscando aquí?

—A ese canalla.

—Es un obrero de la fábrica al que yo no entregaré sin una orden del consejo obrero.

El jefe de la patrulla se fue hacia el viejo don Jorgito rechinando los dientes.

—Ése se viene con nosotros y tú también, viejo, si intentas oponerte.

El viejo temblaba, y temblando y todo quería sacar fuerzas de flaqueza para oponerse. Le dieron de lado y, encañonando a Bartolo, le dijeron con tono que no admitía réplica:

—Vamos.

Bartolo avanzó silencioso. Don Jorgito, al ver que se lo llevaban, reaccionó desesperado y quiso interponerse otra vez.

—¡Dadme a lo menos vuestra palabra de que no le pasará nada! ¡Si no es así, no le entrego! —decía consternado.

Le sentaron de un manotazo. Cuando después de un momento de estupor miró en derredor suyo y tuvo la certidumbre de lo irreparable, de que se lo habían llevado, le entró una congoja mortal. ¿Cómo no había sabido impedirlo? ¿Pero era que se podía matar así a los hombres? Impotente, aterrorizado, sentía cómo el tiempo pasaba, un instante tras otro, minuto por minuto, hora por hora, toda una eternidad.

Era ya noche cerrada cuando se abrió de nuevo la puerta de su despacho. Sus ojos espantados vieron asomar la cara lívida de Bartolo, que se le acercó diciéndole con un júbilo que daba miedo:

—¡No me han matado, don Jorge, no me han matado! ¡Me ha salvado usted! —y le cogía las manos y se las besaba.

Contó, como pudo, la aventura. Los milicianos comunistas que se lo habían llevado le condujeron a un pabelloncito que había en la Casa de Campo, donde lo sometieron a un interrogatorio sumario.

—Creí que no lo contaba. A poca distancia de aquel pabelloncito es donde fusilan a la gente. Ya me daba por muerto cuando se presentó una patrulla de milicianos anarquistas. Los de mi sindicato, prevenidos por el aviso telefónico que les di desde aquí, iban a rescatarme. Y, quieras que no, me arrancaron de las garras de los comunistas. Antes de discutir siquiera se echaron los fusiles a la cara y dijeron: «Este obrero es de nuestro sindicato y se va ahora mismo en libertad. ¿Hay quién se atreva a oponerse?». Luego se encararon conmigo y me dijeron: «Estás libre, compañero. Largo de aquí». No me lo hice repetir, y aquí estoy, don Jorge. Allí se quedaron anarquistas y comunistas discutiendo, pero yo he salvado ya el pellejo.

Don Jorgito alzó los brazos al cielo. La resurrección de aquel hombre le había vuelto a la vida; estaba convencido de que, si le hubiesen matado, su pobre corazón de viejo y su conciencia escrupulosa no habrían sabido soportarlo. Cogió las manos de Bartolo y las estrechó con ansia. Aquellas manos tenían aún un sudor frío que le produjo espanto. Poco a poco se fueron serenando ambos. Bartolo, pasado el trance, cobraba ánimos y empezaba a sentirse seguro.

—¡Estoy vivo, don Jorge, estoy vivo!

Se despidió para irse a su casa, donde le esperaban con angustia.

—¡Ten cuidado, hijo!

—¡Ya no hay cuidado, don Jorge!

Salió a la calle con el corazón estremecido y respiró a pleno pulmón. La ciudad a oscuras y sin ruido no le infundía ya pavor. Las zozobras, las angustias de aquellos días se alejaban. El gran riesgo estaba ya pasado. Le parecía que ya no había guerra ni revolución. Caminó, contento de sentirse vivir como nunca lo había estado. Al llegar a la esquina de su calle divisó unos bultos apostados junto a su portal y el corazón le dio un vuelco. Aquellas sombras avanzaron hacia él y cuando lo tuvieron cerca le cegaron con el hacecillo de luz de una linterna. Intentó sacar su carné de sindicalista, pero una voz conocida que le heló la sangre en las venas le dijo fríamente:

—No hace falta. Ven con nosotros.

Sólo anduvieron unos pasos. Allí cerca había un jardincillo municipal en el que durante el día jugaban los niños y hacían calceta las viejas, y allí se detuvieron.

Aquella voz del delegado del sindicato anarquista que Bartolo conocía bien volvió a sonar:

—Nos has engañado. Te admitimos en nuestro sindicato porque nos dijiste que estabas a nuestro lado; negaste en el consejo obrero que fueses fascista, te creímos y hemos ido a arrancarte de las manos de los comunistas; ahora resulta que eres un traidor, un fascista canalla que se infiltraba en nuestras líneas para vendernos y vas a pagar tu traición con la vida.

—¡Yo no soy fascista!

—Mira.

Le puso ante los ojos un trozo de cartulina.

—Tu ficha sacada de los ficheros de la Falange Española. ¿Eres tú ése?

Bartolo fijó en ella los ojos y permaneció unos momentos anonadado. Sintió en la nuca un contacto frío y casi simultáneamente un latigazo en los sesos que le hizo saltar en chiribitas su pobre vida de miserias, trabajos, anhelos y traiciones.

Allí quedó con la cara sobre el césped húmedo.

Don Jorgito, en su alcoba, al meterse entre las sábanas, sentía el halago de su conciencia satisfecha que le arrullaba el sueño.

Daniel, expulsado del taller por «inorganizado», vagabundeaba por la ciudad asediada en busca de un pedazo de pan para sus hijos. Durante unos días creyó que le esperaba el mismo fin que a Bartolo y a los contramaestres de la fábrica. Estaba resignado a la idea de que le matarían, y teniéndola descontada, sólo pensó en llevarse por delante al que pudiese de sus enemigos. Morir, bueno. Pero morir matando. Se procuró una pistola y durante varias semanas vagó al azar con ella en el bolsillo y el dedo puesto en el disparador. En cualquier instante podría sobrevenir el desenlace inevitable. A veces se cruzaba en la calle con un grupo de milicianos. Apenas les veía venir los encañonaba sin sacar el arma del bolsillo. Un movimiento sospechoso de cualquiera de ellos y hubiese disparado. Se sentía en medio de la ciudad como si estuviese en un bosque, y era sobre las aceras y las plataformas de los tranvías como una fiera acosada y perdida en el laberinto de la selva virgen. Receloso y hambriento, pasaba a veces por delante de los cuarteles de las milicias y de los ateneos libertarios, en los que veía con rabia y envidia a los hombres de la revolución bien armados y equipados ante los grandes calderos donde hervía abundante y apetitosa la comida. Empujado por el hambre, merodeaba en torno a aquellos nuevos hogares del pueblo improvisados por la revolución, de los que se sentía proscrito como un apestado. ¿Por qué? ¿No era él también hijo del pueblo?

Un día, vencido al fin por el hambre, aflojó la mano que tenía crispada sobre la pistola y entró en uno de aquellos cuarteles a pedir un pedazo de pan.

—El pan —le dijo enfáticamente un comisario comunista— es para los hombres que luchan por la revolución.

—Yo soy un proletario dispuesto a luchar por el pan y por la libertad.

El comunista le miró receloso. ¿Todavía un fascista emboscado? ¡Bah!, un pobre diablo sin conciencia revolucionaria, concluyó. Para ir a morir al frente servía, sin embargo. Le pusieron en una mano un plato de comida y en la otra un fusil.

Daniel, convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.

Y murió batiéndose heroicamente por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese.



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PROLOGO

Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.

Con los linotipistas del 'Heraldo de Madrid'

Si, como me ocurría a veces, el capitalismo no prestaba de buen grado sus grandes rotativas y sus toneladas de papel para que yo dijese lo que quería decir, me resignaba a decirlo en el café, en la mesa de la redacción o en la humilde tribuna de un ateneo provinciano, sin el temor de que nadie viniese a ponerme la mano en la boca y sin miedo a policías que me encarcelasen, ni a encamisados que me hiciesen purgar atrozmente mis errores. Antifascista y antirrevoluciona-rio por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario.

En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo.

Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.

De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.

Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «cama-rada director», y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.





Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo.

Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio. No me acusa la conciencia de ninguna apostasía. Cuando no estuve conforme con ellos, me dejaron ir en paz.

Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.

Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.

Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. Pero, la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguis de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.

Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.

El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes —según la imagen clásica— va a mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos, a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar en que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.

El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo.

No habrá más que una diferencia, un matiz. El de que el nuevo Estado español cuente con la confianza de un grupo de potencias europeas y sea sencillamente tolerado por otro, o viceversa. No habrá más. Ni colonia fascista ni avanzada del comunismo. Ni tiranía aristocrática ni dictadura del proletariado. En lo interior, un gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra. Rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano. En lo exterior, un Estado fuerte, colocado bajo la protección de unas naciones y la vigilancia de otras. Que sean éstas o aquéllas, esta mínima cosa que se decidirá al fin en torno de una mesa y que dependerá en gran parte de la inteligencia de los negociadores, habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía haber sido más barato.

Cuando llegué a esta conclusión abandoné mi puesto en la lucha. Hombre de un solo oficio, anduve errante por la España gubernamental confundido con aquellas masas de pobres gentes arrancadas de su hogar y su labor por el ventarrón de la guerra. Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.


Manuel Chaves Nogales revisa los resultados de los bombardeos alemanes sobre
Londres junto a su secretaria, Frances Kaye, y al arzobispo de Canterbury


Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de la vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos..., gente toda con un aire triste y un carácter agrio que se afana por conseguir lo inasequible: una patria de elección, una nueva ciudadanía. No quiero sumarme a esta legión triste de los «desarraigados» y, aunque sienta como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.

Para librarme de esta congoja de la expatriación y ganar mi vida, me he puesto otra vez a escribir y poco a poco he ido tomando el gusto de nuevo a mi viejo oficio de narrador. España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.

Y luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y la revolución que presuntuosamente hubiese querido colocar sub specie ceternitatis. No creo haberlo conseguido.

Y quizá sea mejor así.

Manuel Chaves Nogales

 Montrouge (Seine), enero-mayo de 1937.






















 

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