PRIMERA EDICIÓN DE "A SANGRE Y FUEGO" |
CONSEJO OBRERO
Por Manuel Chaves Nogales (a Sangre y Fuego)
Se levantó furioso y dijo:
—Pido la palabra.
—No hay palabra —respondió el
presidente.
—¡Camarada presidente, pido la
palabra! —insistió.
—He dicho que no hay palabra.
—¡Por última vez, camarada
presidente, te pido la palabra! —gritó con tono amenazador.
—Tu asunto está bastante
discutido. ¿Para qué quieres la palabra, vamos a ver? —dijo el presidente
transigiendo—. ¡Habla!
Y él, con una rabia feroz
revestida de un gran énfasis tribunicio, comenzó:
—He pedido la palabra ante el
consejo obrero, primero, para mentarle la madre al camarada presidente, que es
un hijo de perra, y después...
Allí acabó la sesión del consejo.
Salieron a relucir las pistolas y todos se precipitaron manoteando sobre el
provocador que, acorralado, les miraba de uno en uno con los ojos
centelleantes. Llovieron sobre él los insultos.
—¡Fascista!
—¡Traidor!
—¡Amarillo!
—¡Lacayo!
Daniel, con la espalda contra la
pared, acechaba dispuesto a saltarle al cuello al primero que le pusiese la
mano encima. Su torso recio, su cara congestionada y sus manazas encallecidas
infundieron respeto. No le tocaron. Fue reculando sin perder la cara a sus
enemigos, ganó la puerta y salió.
Al llegar a la verja de la
fábrica se volvió y escupió:
—¡Hijos de perra!
Echó a andar con las manos en los
bolsillos. Al pasar junto a la tabernita de la esquina se le unió discretamente
Bartolo y juntos siguieron caminando sin cambiar palabra. Al cabo de un rato,
Bartolo, que lo miraba de hito en hito a través de los cristales gordos de sus
gafas, se aventuró a preguntarle:
—¿Qué? ¿Qué han dicho?
—¡Los guarros! —gruñó Daniel—. No
han querido oírme. ¡Y han hecho bien, porque si me dejan hablar...!
—Entonces... El sábado, a la
calle. ¿No es eso?
—¡A la calle, a la calle! ¿Pero
es que ahora se puede estar en la calle? ¿Crees tú que es como antes? ¡Que se
enteren tus vecinos de que te han despedido de la fábrica por fascista y verás
lo que tardan las milicias en echarte mano y darte un paseo!
—¿Qué hacemos entonces?
—¡No sé...! Seguir yendo al
trabajo mientras nos dejen, volver al consejo obrero, discutir, patalear y, en
último caso, partirle la cara a uno de esos canallas de delegados. Todo, menos
consentir que nos tiren como ratas muertas. ¿No ves que si un consejo obrero te
expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al
revolver una esquina!
—¿Crees tú que no me paso yo el
día entero esperando de hora en hora que las milicias me quiten del torno y me
saquen del taller para matarme?
—¡Asesinos!
—Desengáñate, Daniel. Quizá sea
más peligroso quedarse en el taller. Ellos necesitan las plazas para los
parados del sindicato, para los suyos, para sus protegidos. Y a lo mejor te
matan sólo para que haya una vacante. Más vale dejarla por las buenas y salvar
el pellejo.
—¡Pero a mí por qué me van a
matar! —vociferaba frenético Daniel.
—Porque eres un lacayo de la
burguesía. ¿No te lo han
dicho? —¿Porque soy un lacayo de
la burguesía o porque no he
sido un lacayo de ellos?
—Es igual. ¿Por qué les echó a
ellos el patrón cuando fracasó la revolución de octubre? ¿Por qué mató la
guardia civil a todos los que los patrones quisieron? Porque no estaban del
otro lado, porque no se sometían, porque no se humillaban. Pues lo mismo te
exigen ahora los del sindicato para no matarte: que te sometas, que te
humilles. —¿Pero yo no gano mi jornal trabajando? —¡El trabajo! ¡Bah! ¡Hay
demasiados hombres que trabajen! El trabajo lo daban antes como una limosna los
patrones; ahora lo dan como un premio los sindicatos. Teníamos que haber hecho
méritos revolucionarios. ¡Si aún nos diesen tiempo para hacerlos!
—No; no nos quieren. ¿No has
visto que el consejo obrero no me ha dejado siquiera defenderme?
—Sólo hay un medio para salvarse,
Daniel, y yo voy a intentarlo. —¿Cuál?
—Los delegados del consejo
obrero, socialistas y comunistas casi todos, no consienten que vivan y trabajen
más que los obreros revolucionarios, y ni tú ni yo lo somos; al contrario, nos
acusan de fascistas...
—Yo no lo he sido nunca.
—Es lo mismo. Estabas sometido al
patrón, reconocías su autoridad, acatabas su derecho, te plegabas a sus
caprichos, obedecías... No te van a aceptar nunca los socialistas ni los
comunistas...
—Y entonces...
—Es muy sencillo...
Hizo una pausa y agregó:
—Hazte anarquista.
—¡Yo anarquista!
—Tú y yo anarquistas, sí. No tenemos otra salida. Mira, Daniel, los anarquistas son tan revolucionarios como los marxistas del consejo obrero o más; son fuertes, tienen armas, se hacen respetar, defienden a los suyos. Hoy, el obrero que no tenga su carné de un sindicato revolucionario es un paria al que cualquier miliciano puede matar como a un perro. Los comunistas no nos van a dar el carné. Nos lo darán los anarquistas, que necesitan obreros de verdad en sus sindicatos. Tan revolucionarios como los de la UGT seremos con nuestro carné de la CNT en el bolsillo. ¡Vamos por él!
—¿Tú crees que nos lo darán?
—Creo que sí. Yo tengo algunos
amigos anarquistas. No son mala gente. Mejores desde luego que todos esos jesuitas
hipócritas del comunismo. Con ellos es posible entenderse. Basta con hablarles
al corazón. Nos sermonearán, nos asustarán un poco, pero, si se emocionan, si
nos creen capaces de redención, nos abrirán los brazos. A los anarquistas les
gusta mucho redimir a la gente. ¿Tú sabes los centenares de señoritos fascistas
que llevan ya redimidos? —dijo Bartolo guiñando un ojo. Y en voz baja añadió—:
Redención a metálico, ¿sabes?
—Total, que son unos granujas.
—Hay de todo, granujas y
místicos. Sinvergüenzas capaces de matar a su padre por quitarle un paquete de
tabaco y locos que se hacen matar por ideales. ¿Pero, a nosotros, qué nos
importa? Lo que necesitamos es salvar el pellejo y si es posible el jornal.
¿Vamos?
Daniel se dejó llevar al
sindicato anarquista, donde se entrevistaron con un amigo de Bartolo, el viejo
Felipe, anarquista de toda la vida, a ratos ladrón y a ratos apóstol de la Idea
por mesones aldeanos y patios de presidio. Era un hombrezuelo seco, amojamado,
con los ojos negros muy hundidos en las cuencas amoratadas, el pelo ralo y
ceniciento aplastado sobre la frente, unas cuerdas muy tirantes en el cuello
delgado que sostenía difícilmente la cabezota y un tórax hundido de
tuberculoso. Acogió a Bartolo bromeando: —¿Qué te trae por aquí, reaccionario? ¿Vienes
a que te demos los cuatro tiros por la espalda que te mereces?
Bartolo siguió la broma
condescendiente y procuró congraciarse con él.
—Creí que estarías en el frente,
Felipe. Hombres como tú son los que hacen falta allí...
—En el frente de la Sierra estuve
desde el primer momento, pero me dieron un balazo y luego tuve una pulmonía.
Aún estoy convaleciente. —¡Bah! Tú eres fuerte. El hombrecillo se estiró
complacido. —No creas, no creas. El corazón no marcha bien. Está viejo. Ha
sufrido mucho. Cuando tuve la pulmonía creyó el médico que no la resistía. Por
eso me han quitado del frente y me han destinado a los servicios de
retaguardia.
—¡Vamos, Felipe, un enchufito! ¡A
comer jamones incautados! ¿No es eso?
—¡Sí, sí! ¡Qué idea tenéis los
reaccionarios de la revolución! No puedo ir a la Sierra, a la lucha, porque mi
corazón no resiste la altura ni las marchas penosas, pero aquí tengo encomendado
un servicio que se las trae. Menos mal que el esfuerzo físico es poco.
Y bajando la voz agregó:
—No lo digas a nadie. Estoy en el
pelotón de ejecuciones de la cárcel Modelo.
Daniel no pudo dominar una
exclamación.
—¿Y está usted enfermo del
corazón, camarada? —preguntó.
—Los anarquistas somos la hostia,
compañero. Sabemos retorcernos el corazón, si hace falta, para cumplir nuestro
deber revolucionario. Lo que esos jovencitos comunistas que presumen de coraje
no se atreven a hacer, aquí está el viejo Felipe, anarquista, dispuesto a
hacerlo en bien de nuestros sagrados ideales. Aunque el corazón se me salga por
la boca.
Daniel tuvo una sensación aguda
de malestar. Su sana y fuerte vitalidad repugnaba el contacto con aquel ser
patológicamente débil y morbosamente cruel. Bartolo, contemporizador, llevó la
conversación adonde a ellos les convenía. El viejo Felipe se dejó convencer
fácilmente y les llevó a la secretaría, donde otro camarada les hizo llenar
unas fichas y les dijo que tenían que aguardar la decisión del responsable.
Éste vino tarde. Los responsables
anarcosindicalistas llegaban siempre tarde a todas partes. Felipe se marchó
dejando a Daniel y Bartolo recomendados. Él les garantizaba. El responsable
acogió severamente a los dos obreros, escuchó la pretensión que llevaban,
frunció el entrecejo y después de echarles un discurso terrorífico consintió en
aceptarles provisionalmente si daban «su palabra» de no ser fascistas.
La dieron. Daniel, abiertamente.
Bartolo, con ciertas sutilidades y salvedades sobre su pasado.
—El pasado no nos importa —dijo
solemnemente el responsable—; todos los hombres se pueden redimir. Por
incultura o por hambre es posible haberlo sido todo, hasta criminal, hasta
fascista... Lo importante es que la conciencia proletaria se despierte algún
día...
Salieron con sus carnés de
sindicalistas en el bolsillo. Por primera vez desde que comenzó la guerra civil
pudieron caminar sin miedo por las calles oscuras. Cuando un miliciano,
cegándoles con el resplandor de su linterna eléctrica, les dio el alto
respondieron altivamente:
—¡CNT!
—¡Salud, camaradas! —dijo el
centinela dejándoles el paso franco.
Daniel y Bartolo respiraron a sus
anchas. Volvían a ser hombres. Se fueron cada uno a su casa pensando que al fin
iban a poder dormir tranquilos.
Cuando los pasos de Daniel
resonaron en la escalera, Manuela, su mujer, que había estado durante tres
horas detrás de la puerta al acecho de su marido y pensando a cada instante que
ya se lo habrían matado, se dejó caer extenuada por la angustia:
—¡Al fin! —dijo cuando le vio
aparecer. Y, tiritando, le colocó sobre la mesa el pucherillo y se metió en la
cama.
Daniel apartó la comida con desgana, sacó su flamante carné de sindicalista y allí, bajo la luz de la lámpara familiar, con sus pueriles flecos de cristal, estuvo considerándolo complacido. Luego cogió un lápiz y un plieguecillo de papel y mascándose la lengua se puso a escribir lentamente: «Al consejo obrero de la Metalúrgica Madrileña, S.A.: Reclamación del obrero tornero Daniel López, afiliado a la CNT, al que se ha despedido injustamente...».
***
—¿Y se nos van a escabullir esos
dos canallas?
El camarada Carlos, secretario
del comité ejecutivo del consejo obrero, tiró con rabia sobre la mesa de la
gerencia la reclamación del tornero Daniel.
—¿Qué dice? —preguntó Esteban,
otro miembro del consejo.
—¡Pse! Que no ha sido nunca
fascista, que no se le puede acusar más que de haber defendido su jornal...
—¡Traicionando a sus compañeros!
—... para dar de comer a sus
hijos...
—¡Yo también tengo hijos y se han
quedado sin comer!
—... que si él ha hecho traición
en alguna huelga, todos los delegados del consejo obrero han hecho también
traiciones...
—¡Yo no!
—... como puedo demostrar caso
por caso...
—¡Es un canalla!
—Y que, ¡agárrate!, se halla
afiliado al sindicato metalúrgico de la CNT, que defenderá su derecho de
proletario. ¿Qué te parece?
—A ese tío hay que darle un paseo
esta misma noche.
—¡Despacio! ¡Despacio! Primero
hay que «desmontar su plataforma». Aquí denuncia que todos los miembros del
consejo obrero han hecho traiciones a la causa del proletariado y afirma que
está dispuesto a probarlo. Esto no podemos dejarlo así. ¡Qué más quisieran los
anarcosindicalistas! No hay más remedio que dejarle hablar, destruir una por
una sus acusaciones, concretar bien los cargos que existen contra él, y luego,
que las milicias de retaguardia le echen mano. Lo primero es completar su
ficha. Descuida que tiene méritos bastantes para el paseo.
—Y el otro, ¿Bartolo?
—Ése es más zorro y tiene más
miedo. Comunica al consejo que, no obstante hallarse afiliado a un sindicato
revolucionario, la CNT, naturalmente está dispuesto a ceder su plaza en el
taller a otro compañero más cualificado por su actuación sindical. Pide sólo
que si se le despide se le dé un certificado firmado por el consejo obrero que
le permita buscar trabajo en otra fábrica. Se bate en retirada, vamos. —¡Hay
que echarlos! ¡A los dos! —Descuida. Vamos a utilizar nuestro servicio de
información para completar sus fichas y poder apabullar a los de la CNT, que
procurarán defenderlos. Lo mejor sería poder demostrarles que eran militantes
activos del fascismo. Como sabes, han caído en nuestras manos los ficheros
secretos de los afiliados de la Falange. Vamos a ver...
El camarada Carlos, secretario
del comité ejecutivo, verdadero dictador del consejo obrero y hombre de
confianza del Partido Comunista, puso en movimiento el flamante «aparato
policíaco» de la revolución con una simple llamada telefónica.
Mientras desde el suntuoso
despacho de la gerencia los nuevos amos, mejor servidos que los antiguos,
lanzaban el «alalí» a sus sabuesos y los azuzaban a la caza del hombre, se veía
a través del amplio ventanal que iluminaba la confortable estancia el desfile
silencioso de los obreros que entraban al relevo. Ni la guerra ni la revolución
habían traído para ellos grandes mudanzas. Daniel y Bartolo, solos, huraños,
atravesaban la verja de la fábrica y, sin cambiar palabra con sus compañeros,
entraban en el taller y se ponían afanosamente al trabajo. En la secretaría,
contigua a la gerencia, tecleaban como siempre las mecanógrafas inutilizando
muchos plieguecillos porque, distraídas, en vez de encabezar las cartas
poniendo «camarada», como se les había ordenado, seguían escribiendo «muy señor
mío» y porque se obstinaban en estrechar las manos de los clientes, en vez de
enviarles saludos proletarios. La revolución tenía también su etiqueta. A la
puerta de la dirección se mantenía inconmovible el ordenanza del director, el
viejo Tudela, impecable siempre dentro de su librea, que no había habido manera
de arrancarle ni de desabotonarle siquiera. Muy celoso de su menester y
haciendo uso del derecho que le concedía su carné de antiguo sindicado, el fiel
ordenanza del director había querido seguir en su puesto y se obstinaba en
desempeñar cerca del camarada Carlos la misma función solícita de viejo criado
que durante largos años había ejercido con el patrón burgués. Siempre correcto
y ceremonioso, el viejo Tudela seguía guardando respetuosamente las distancias
cuando se hallaba en presencia de los delegados del consejo obrero, del mismo
modo que antes las guardaba con los accionistas de la compañía, y para las
bromas groseras del camarada Carlos tenía la misma condescendiente benevolencia
que para los accesos de ira y de soberbia del antiguo director. Su larga vida
de servidumbre le había enseñado a comprender y aun a disculpar mejor que nadie
las intemperancias y las injusticias del que manda. Tudela, con sus cincuenta y
tantos años de domesticidad, sabía que el jefe es siempre arbitrario, violento
e ininteligente. Desde el primer día hizo extensiva al camarada Carlos la misma
solícita y benévola afección que había tenido por su antiguo señor. El nuevo
amo le parecía más duro, pero más razonable. En el fondo de su alma de criado
tenía tan lamentable concepto de uno y otro, que podía permitirse el lujo de
disculpar a ambos. A veces el camarada Carlos estaba de buen humor y embromaba
al viejo servidor.
—¿Qué hay, camarada Tudela?
¿Sabes que tus correligionarios, los fascistas, se han llevado ayer una paliza
formidable en la Sierra?
—Yo no soy fascista.
—Bueno, carlista, es igual.
—Perdone, no es igual. Yo fui
carlista en mi juventud, cuando la otra guerra, hace sesenta años.
—¿Y erais ya entonces tan
criminales como ahora?
Tudela cabeceaba disgustado y
respondía:
—Entonces nos batíamos hombre
contra hombre, lealmente. Entonces no había aviones como esos que han asesinado
a mi nietecillo en su cuna. Entonces...
El viejo Tudela se exaltaba con
el recuerdo.
—... entonces, el cabecilla
Cucala, cuando íbamos a entrar en batalla contra los cristinos, nos daba a cada
uno de los muchachos de su partida tres balas, sólo tres balas, y nos advertía:
«Cuando termine el combate tenéis que devolverme una». Ésa era la guerra que
hacíamos los carlistas de entonces: dos disparos y a buscar cara a cara al
enemigo. Ahora... ahora no son los carlistas los que hacen esa guerra. Los
carlistas no hemos hecho nunca la guerra como los militares de profesión, que
se encarnizan contra el enemigo, aunque sea de su propia sangre. ¡Todos
nuestros generales habían salido del pueblo! —decía el viejo Tudela, orgulloso
de encontrar un resquicio demagógico en el viejo carlismo.
—Es decir, que erais unos
revolucionarios o poco menos —replicaba riendo Carlos.
—No; peleábamos por nuestro Dios,
nuestra Patria y nuestro Rey, pero no matábamos por matar ni trajimos a España
extranjeros que asesinaran a los españoles.
Hizo una pausa. Carlos le
escuchaba distraído, pensando en otra cosa.
—Hoy —siguió diciendo Tudela— se
mata a los hombres como si fuesen ganado.
Y bajando la voz añadió:
—Aquí como allí; los míos como
los suyos, compañero Carlos; en todas partes andan sueltos los asesinos y...
—¡Alto, Tudela! ¡Alto! Si no
quiere que le denuncie a las escuadrillas de retaguardia —cortó Carlos
violentamente.
Fue a salir. Tudela, que se había
retirado a una respetuosa distancia, se adelantó a abrirle la puerta. Carlos,
irritado, le empujó hacia delante.
—¡Vamos! No sea usted lacayo,
Tudela —le dijo.
Salió. En la penumbra del pasillo un hombre que le estaba esperando se le acercó tímidamente.
***
Aquel hombre, Valentín el
contramaestre, era como un alma en pena que vagaba por los pasillos de la
fábrica desde que comenzó la guerra, convertido en el espectro de sí mismo. Día
y noche iba y venía por las naves desiertas o pobladas de trabajadores con la
cabeza baja, la mirada huidiza y atravesada, sin encontrar en aquel mundo
hostil que le rodeaba el asidero de una frase amable o de una mirada afectuosa.
A su paso los obreros se apartaban de él como si estuviese apestado, cesaban
las conversaciones y una atmósfera de vacío y hostilidad le mantenía aislado. A
veces oía decir a su espalda:
—¿Pero a ese tío canalla cuándo
lo matan de una vez?
Valentín bajaba más aún la cabeza
y seguía adelante buscando inútilmente un rostro amigo ante el que ensayar una
sonrisa humilde y forzada. Sus ojos claros tenían la misma expresión temerosa
que los de un perro ante el amo irritado. A veces, él mismo, incapaz de
soportar aquel tormento, se preguntaba:
—¿Cuándo me matarán de una vez?
No le mataban. Las milicias
habían ido a buscarle al día siguiente de la revolución, como fueron a buscar a
todos los contramaestres de la fábrica para hacerles pagar con un balazo en la
nuca su servidumbre al capitalismo y su crueldad para con los obreros. Fue
providencial que en los primeros momentos no le encontrasen a él, que era al
que con más ahínco buscaban, porque había sido el hombre de confianza del
capitalista, el ejecutor de sus venganzas, el delator, el «rompehuelgas», el
«cuchillo de los trabajadores», como le llamaban. Consiguió esconderse en los
sótanos y desvanes de la fábrica, que conocía mejor que nadie, y escondido
estuvo mientras las milicias cazaban y ponían junto a la pared a los demás
capataces, que con muchos menos motivos que él fueron implacablemente
ejecutados. Cuando al fin dieron con él, se planteó un grave problema. Valentín
era ya el único jefe de talleres que quedaba vivo. Si le mataban también,
huidos los ingenieros y el director, era casi seguro que el trabajo tuviera que
interrumpirse. Sólo él conocía la técnica de determinadas labores y poseía los
secretos de la fabricación. Las fórmulas de ligas y aleaciones y las clases de
la instalación. El problema se puso a debate en el pleno del consejo obrero. En
el fondo de la cuestión todos estaban conformes. Valentín, traidor cien veces a
la causa del proletariado, merecía ser librado inmediatamente a la justicia de
las milicias de retaguardia. La necesidad de asegurar la continuidad de la
producción merecía, sin embargo, que se reflexionase sobre el caso. Los delegados
más exaltados, los que habían llevado a los butacones del salón del consejo un
odio feroz, votaban por la entrega inmediata de Valentín a las milicias; pasase
lo que pasase. Otros, más prudentes, ya que no más piadosos, se mostraban
partidarios del aplazamiento. El camarada Carlos, el «ojo de Moscú», dio la
fórmula. Valentín no sería entregado de momento a las milicias, quedaría en la
fábrica controlado por dos camaradas de confianza que, además de la misión de
vigilarle, tendrían la de ir imponiéndose de sus funciones, adiestrándose en
ellas y apoderándose poco a poco de los resortes y secretos de la fabricación,
hasta que pudiesen sustituirle. Entonces Valentín sería entregado a las
milicias. Para que éstas no se lo llevasen antes de tiempo, se tomó la
precaución de que el cuitado no saliese de la fábrica, y allí comía y dormía
como una alimaña acosada que se esconde en su agujero. Se había comprometido a
imponer de los secretos y dificultades de su cometido a los dos hombres de
confianza del consejo obrero, y cada día que pasaba aquellos dos hombres,
hábilmente escogidos, estaban más diestros. «Pronto no necesitarán de mí
—pensaba—, y entonces me matarán».
Y temiendo que le matasen si no
se prestaba a adiestrar a los que habían de sustituirle, y sabiendo que le
matarían también cuando les hubiese adiestrado, vivía en una creciente ansiedad
y una angustia terrible que le hacían andar día y noche como un alma en pena
por los pasillos de la fábrica esperando y a veces deseando que las milicias
fuesen de una vez por él y le librasen de aquel tormento.
Transcurridas ya varias semanas,
había empezado a hacerse ilusiones. «Les he servido lealmente —pensaba—; quizá
me indulten...». Pero el odio que le tenían era inextinguible. En la última
reunión del consejo, el delegado del taller de laminación, Benito, planteó la
cuestión brutalmente.
—¿Se puede saber cuándo va a ser
expulsado del taller y entregado a las milicias ese canalla del contramaestre?
Benito era uno de los caudillos
revolucionarios de la fábrica. Hombre fuerte, rebelde y violento, había sido en
otro tiempo el cabecilla de las huelgas movidas contra la empresa capitalista.
Expulsado por ésta, había vuelto al taller merced a la revolución y se
obstinaba en mantener ciegamente en el consejo obrero el espíritu de revancha y
el ansia vengativa.
—¿Cuándo acabamos con ese enemigo
a muerte de los proletarios? —apremiaba.
El camarada Carlos, impasible,
replicaba fríamente:
—Cuando podamos; cuando nos
convenga. No vamos a poner en peligro el funcionamiento de la industria por la
impaciencia del camarada Benito.
—Es que yo me niego a convivir
con ese miserable. Prefiero que se cierre la fábrica a seguir soportándole en
ella.
Carlos sonreía imperturbable.
—¡Y si no se le expulsa hoy
mismo, me voy del consejo!
—Nada de amenazas, camarada. A ti
te necesitamos menos que al contramaestre, por muy revolucionario que seas. ¿Te
enteras? —replicó Carlos.
Benito saltó furioso.
—A quienes no necesitamos es a
los jesuitas que se dedican a proteger fascistas y a salvarles la vida.
¡Estaría bueno! La revolución ha triunfado para que yo, ¡yo!, pueda vengarme de
esa canalla. Esto es lo único que me importa. Si se cierra la fábrica, que se
cierre. Si para que la revolución siga adelante tengo que soportarlo, prefiero
que se pierda la revolución.
Se levantó iracundo y,
encaminándose a la puerta, anunció:
—¡Ya os enseñarán a hacer
justicia revolucionaria!
Dio un portazo y se fue.
Por eso Valentín, a quien un alma
piadosa le había contado la escena, estaba en el pasillo aguardando pacientemente
al camarada Carlos.
—Vengo a darle las gracias —le
dijo con voz entrecortada— porque sé que me ha defendido usted en el consejo.
Carlos, seco y hostil, replicó:
—Le han engañado. Yo no defiendo
traidores. Defiendo la fábrica.
Y le volvió la espalda.
Aquella misma madrugada una
patrulla de milicianos se presentó en la fábrica. Aprovechándose de que no
había en ella más que un viejo guardián asustado, los milicianos entraron en el
edificio y estuvieron registrándolo hasta que sacaron entre los cañones de sus
pistolas al contramaestre Valentín. Le metieron en un auto que partió hacia los
desmontes de las afueras.
No volvió a saberse más de él.
Benito había cumplido su amenaza.
Carlos, al día siguiente, cuando
se enteró, no hizo más que decir, rechinando los dientes:
—¡Idiota! A ese imbécil de
Benito, ya que no lo fusilaron los burgueses como debían, vamos a tener que
fusilarlo nosotros.
Y siguió trabajando.
El sudor que le caía a chorros
por la cara se lo enjugaba pasándose por la frente la manga sucia de su blusa
de taller. Y seguía. Le faltaban las palabras, vacilaba, sufría penosos
silencios, volvía a decir lo mismo que ya había dicho, pero seguía. Sus jueces
le miraban impasibles. Aquel silencio glacial le desconcertaba. Pero hacía un
esfuerzo y seguía.
—¿No tienes nada más que decir,
camarada? —le preguntó el presidente en una de aquellas pausas en las que el
orador parecía detenerse ante un abismo.
—¡Sí, sí! Tengo que decir mucho
más. ¡Es... que no me sale!
Lo que Daniel quería decir a toda
costa y no sabía era la indignación que a borbotones sentía hervir en su pecho
contra aquella inhumana «justicia de la revolución» que querían hacer con él.
—Yo no he sido nunca revolucionario
—decía—, pero tampoco tenía obligación de serlo. Nadie me puede llamar traidor
a la revolución porque nunca me había comprometido a hacerla ni ayudarla. Yo
ganaba mi jornal trabajando honradamente. No era mal compañero. Creo yo. Servía
al patrón...
Una sonrisilla delgada de uno de
los consejeros le exasperó:
—¡Como le servíais todos
vosotros, cochinos!
Estalló una tempestad de
protestas.
—¡Todos, todos! —vociferaba
Daniel—. ¡Cuando perdíais las huelgas veníais humillados a lamer la mano al patrón
para que os diese trabajo!
El presidente cortó el tumulto.
—Procura justificarte sin
injuriar a los camaradas si quieres que te escuchen con paciencia.
Daniel bajó el tono.
—Yo servía al patrón... La
fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba
estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo
me había resignado a obedecer. Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica;
yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más, sino
que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la
victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en
vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser
peores que los burgueses!
Daniel se detuvo asustado de su
propia elocuencia. Miró en torno suyo. Las caras de los consejeros seguían
impasibles. Únicamente desde un rincón penumbroso del salón llegó hasta sus
ojos el relámpago de una mirada amiga que le animaba a seguir. Don Jorgito, el
viejo administrador de la fábrica, incorporado al consejo obrero en calidad de
técnico, sin voz ni voto, le enviaba el aliento de su simpatía.
—Yo —terminó Daniel— he estado
siempre solo. Solo, en medio de la calle, luchando con el hambre y la miseria,
me hice hombre; solo aprendí mi oficio y solo tuve que defenderme contra los
patrones que me explotaban. ¡A nadie debo nada! ¿Qué me pedís? ¿De qué me
acusáis ahora?
Hubo un largo silencio.
—¿Tienes algo más que añadir,
camarada? —le preguntaron.
—No.
—Puedes retirarte. El consejo
deliberará sobre tu asunto y se te comunicará la resolución.
Hicieron pasar luego a Bartolo,
que compareció ante el tribunal asustado, medroso, mirando de través a los
consejeros. Balbuceó unas excusas torpes, pidió perdón y prometió ser en
adelante leal a la revolución. Como prueba de adhesión a la causa exhibió su
flamante carné de sindicalista.
Los delegados socialistas y
comunistas se le rieron en su cara cuando invocó aquella patente sucia, y el
delegado anarquista protestó y salió en defensa de Bartolo.
—¿Has pertenecido o no a los
sindicatos amarillos que dirigían los patronos? —le preguntaron para cortar el
incidente.
—Sí; no tuve más remedio..., me
obligaban... —se vio forzado a reconocer.
—Eso no importa —dijo el delegado
anarquista—. El obrero cuando se ve acosado puede claudicar por hambre.
—¿Eres fascista?
Bartolo sabía que se jugaba la
vida en aquel instante.
—¡No! —dijo.
—¿No estabas inscrito en las
listas de la Falange Española?
—¡No! —repitió.
—Basta. Puedes retirarte.
Cuando hubo salido, el delegado
anarquista protestó violentamente contra la sistemática persecución por parte
de los comunistas de los obreros que pertenecían a la CNT.
—Si no aceptaseis a los
fascistas, no desconfiaríamos.
—¡Nosotros no aceptamos
fascistas!
—¡Ése lo es! Y debía estar ya
fusilado. Pero no te preocupes. Nuestras milicias no tardarán en echarle el
guante.
—A ése no se le toca el pelo de
la ropa porque mi sindicato no lo consiente. Es un obrero nuestro cuya vida y
cuyo trabajo defenderemos con nuestras pistolas. ¿Estamos?
—¿Aun siendo fascista?
—¡No! Si es fascista, si nos ha
engañado, no esperaremos que le matéis vosotros. Los anarquistas sabemos cortar
por lo sano y hacer justicia más dura aún con los enemigos emboscados a nuestro
alrededor que con los que tenemos enfrente. ¡Lo que no sabéis hacer vosotros!
—¿Y si yo te demuestro que
Bartolo os traiciona, que era fascista y sigue siéndolo? —le replicó Carlos
desafiándolo.
—Demuestrámelo y le mato yo mismo
como a un perro. Pero hay que demostrármelo. ¡Antes no se le toca ni un
cabello!
—Yo te lo demostraré. Y basta
—concluyó Carlos—. Vamos ahora a estudiar el problema de la permanencia en el
taller de estos dos obreros enemigos de la causa del proletariado. Después las
milicias serán las que se encarguen de ellos.
Sobre Bartolo no había duda. Era
un miserable lacayo de la burguesía que tenía sobre su conciencia infinitas
traiciones a la causa del proletariado. Con la única protesta del delegado
anarquista, que se reservó el derecho de pedir la revisión del asunto, se tomó
el acuerdo de expulsar a Bartolo del taller.
—No le denunciaréis a las
milicias ni le pasará nada mientras nuestro sindicato no ponga en claro sus
antecedentes y su conducta, ¿eh? —aclaró el delegado de la CNT.
—Compañero —le dijeron—, nosotros
no tenemos nada que ver con eso. Allá él con las milicias. Si algo debe, ya se
lo harán pagar.
En cambio, sobre Daniel hubo un
arduo debate. En el fondo, ninguno de los delegados le quería. Le odiaban tanto
o más que al traidor Bartolo. En último caso siempre era más peligroso aquel
tipo fuerte y entero que cualquier pobre diablo de los que estaban cayendo a
diario. Un hombre como Daniel era el peor enemigo de la revolución y de la
dictadura del proletariado. Había que acabar con él. Les detenía el escrúpulo
de que no se le había podido encontrar por ninguna parte rastro alguno de
actividad contrarrevolucionaria. Ni había sido fascista, ni había pertenecido
jamás a ningún sindicato amarillo. Se había limitado a desconocer y desacatar
las organizaciones proletarias de la lucha de clases, a no secundar las huelgas
y a procurarse mejoras económicas trabajando a destajo o en horas extraordinarias,
contrariando los acuerdos e intereses sindicales. Daniel había sido siempre el
enemigo de la organización. Su rebeldía contra la disciplina proletaria y su
desdén por los líderes obreristas estaban bien probados. Pero, a pesar de todo,
era indiscutiblemente un obrero, un proletario ciento por ciento; ni un
«cuchillo para los trabajadores» ni un «lacayo de la burguesía». ¿Tenían
derecho a condenarle quienes en nombre del proletariado hacían la revolución y
administraban la justicia revolucionaria?
Todos, en el fondo de su
conciencia, sabían que no.
Le condenaron, sin embargo. ¿Por
qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la
libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue
una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero
tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército
sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones
italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del
pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de
una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de
haber defendido su libertad.
Antes de que terminase la
jornada, cuando ya oscurecía, se presentaron en la fábrica seis u ocho
milicianos. En cuanto los vio aparecer en el taller, Bartolo, que estaba sobre
aviso, se deslizó hábilmente antes que lo advirtieran y huyó. ¿Adonde? La
entrada de la fábrica estaba tomada por otros milicianos que no dejaban salir a
nadie. ¿En dónde refugiarse? Con el corazón palpitante recorrió los pasillos
del vasto edificio, subió a las oficinas, pasó de largo ante la gerencia, donde
no había de encontrar amparo, y se halló al final acorralado ante la puerta del
despacho del administrador. La abrió y se precipitó sobre don Jorgito.
—¡Sálveme! ¡Vienen a buscarme!
¡Me matan! ¡Me matan!
Don Jorgito, consternado, se
desplomó en un sillón.
—¿Y qué puedo hacer yo, hijo? ¡Me
matarán a mí también!
—¡Sálveme! ¡Déjeme telefonear!
El viejo administrador, aterrado,
le señaló el teléfono que estaba sobre su mesa. Bartolo marcó un número que
tenía bien grabado en la memoria. Mientras esperaba la respuesta, su cara
pálida, en la que se había cuajado una mueca inexpresiva, daba una impresión
repelente de figura de cera. ¡No contestaban! ¡Ay, qué angustia! ¡Sí! ¡Al fin!
Con palabras atropelladas y
patéticas, Bartolo avisaba al sindicato anarquista que una patrulla de
milicianos comunistas se lo quería llevar para matarle y pedía que lo protegiesen.
—¡Venid, compañeros! ¡Venid ahora
mismo! ¡Que me matan! ¡Que me matan!
Estuvo repitiéndolo
desesperadamente sobre la bocina del teléfono hasta que sintió que la puerta
del despacho se abría y un miliciano con la pistola en la mano le amenazaba. Don
Jorgito se incorporó y se interpuso heroicamente.
—¡Alto! ¿Qué vienen ustedes
buscando aquí?
—A ese canalla.
—Es un obrero de la fábrica al
que yo no entregaré sin una orden del consejo obrero.
El jefe de la patrulla se fue
hacia el viejo don Jorgito rechinando los dientes.
—Ése se viene con nosotros y tú
también, viejo, si intentas oponerte.
El viejo temblaba, y temblando y
todo quería sacar fuerzas de flaqueza para oponerse. Le dieron de lado y,
encañonando a Bartolo, le dijeron con tono que no admitía réplica:
—Vamos.
Bartolo avanzó silencioso. Don
Jorgito, al ver que se lo llevaban, reaccionó desesperado y quiso interponerse
otra vez.
—¡Dadme a lo menos vuestra
palabra de que no le pasará nada! ¡Si no es así, no le entrego! —decía
consternado.
Le sentaron de un manotazo.
Cuando después de un momento de estupor miró en derredor suyo y tuvo la
certidumbre de lo irreparable, de que se lo habían llevado, le entró una
congoja mortal. ¿Cómo no había sabido impedirlo? ¿Pero era que se podía matar
así a los hombres? Impotente, aterrorizado, sentía cómo el tiempo pasaba, un
instante tras otro, minuto por minuto, hora por hora, toda una eternidad.
Era ya noche cerrada cuando se
abrió de nuevo la puerta de su despacho. Sus ojos espantados vieron asomar la
cara lívida de Bartolo, que se le acercó diciéndole con un júbilo que daba
miedo:
—¡No me han matado, don Jorge, no
me han matado! ¡Me ha salvado usted! —y le cogía las manos y se las besaba.
Contó, como pudo, la aventura.
Los milicianos comunistas que se lo habían llevado le condujeron a un
pabelloncito que había en la Casa de Campo, donde lo sometieron a un
interrogatorio sumario.
—Creí que no lo contaba. A poca
distancia de aquel pabelloncito es donde fusilan a la gente. Ya me daba por
muerto cuando se presentó una patrulla de milicianos anarquistas. Los de mi
sindicato, prevenidos por el aviso telefónico que les di desde aquí, iban a
rescatarme. Y, quieras que no, me arrancaron de las garras de los comunistas.
Antes de discutir siquiera se echaron los fusiles a la cara y dijeron: «Este
obrero es de nuestro sindicato y se va ahora mismo en libertad. ¿Hay quién se
atreva a oponerse?». Luego se encararon conmigo y me dijeron: «Estás libre,
compañero. Largo de aquí». No me lo hice repetir, y aquí estoy, don Jorge. Allí
se quedaron anarquistas y comunistas discutiendo, pero yo he salvado ya el
pellejo.
Don Jorgito alzó los brazos al
cielo. La resurrección de aquel hombre le había vuelto a la vida; estaba
convencido de que, si le hubiesen matado, su pobre corazón de viejo y su
conciencia escrupulosa no habrían sabido soportarlo. Cogió las manos de Bartolo
y las estrechó con ansia. Aquellas manos tenían aún un sudor frío que le
produjo espanto. Poco a poco se fueron serenando ambos. Bartolo, pasado el
trance, cobraba ánimos y empezaba a sentirse seguro.
—¡Estoy vivo, don Jorge, estoy
vivo!
Se despidió para irse a su casa,
donde le esperaban con angustia.
—¡Ten cuidado, hijo!
—¡Ya no hay cuidado, don Jorge!
Salió a la calle con el corazón
estremecido y respiró a pleno pulmón. La ciudad a oscuras y sin ruido no le
infundía ya pavor. Las zozobras, las angustias de aquellos días se alejaban. El
gran riesgo estaba ya pasado. Le parecía que ya no había guerra ni revolución.
Caminó, contento de sentirse vivir como nunca lo había estado. Al llegar a la
esquina de su calle divisó unos bultos apostados junto a su portal y el corazón
le dio un vuelco. Aquellas sombras avanzaron hacia él y cuando lo tuvieron
cerca le cegaron con el hacecillo de luz de una linterna. Intentó sacar su carné
de sindicalista, pero una voz conocida que le heló la sangre en las venas le
dijo fríamente:
—No hace falta. Ven con nosotros.
Sólo anduvieron unos pasos. Allí
cerca había un jardincillo municipal en el que durante el día jugaban los niños
y hacían calceta las viejas, y allí se detuvieron.
Aquella voz del delegado del
sindicato anarquista que Bartolo conocía bien volvió a sonar:
—Nos has engañado. Te admitimos
en nuestro sindicato porque nos dijiste que estabas a nuestro lado; negaste en
el consejo obrero que fueses fascista, te creímos y hemos ido a arrancarte de
las manos de los comunistas; ahora resulta que eres un traidor, un fascista
canalla que se infiltraba en nuestras líneas para vendernos y vas a pagar tu
traición con la vida.
—¡Yo no soy fascista!
—Mira.
Le puso ante los ojos un trozo de
cartulina.
—Tu ficha sacada de los ficheros
de la Falange Española. ¿Eres tú ése?
Bartolo fijó en ella los ojos y
permaneció unos momentos anonadado. Sintió en la nuca un contacto frío y casi
simultáneamente un latigazo en los sesos que le hizo saltar en chiribitas su
pobre vida de miserias, trabajos, anhelos y traiciones.
Allí quedó con la cara sobre el
césped húmedo.
Don Jorgito, en su alcoba, al
meterse entre las sábanas, sentía el halago de su conciencia satisfecha que le
arrullaba el sueño.
Daniel, expulsado del taller por
«inorganizado», vagabundeaba por la ciudad asediada en busca de un pedazo de
pan para sus hijos. Durante unos días creyó que le esperaba el mismo fin que a
Bartolo y a los contramaestres de la fábrica. Estaba resignado a la idea de que
le matarían, y teniéndola descontada, sólo pensó en llevarse por delante al que
pudiese de sus enemigos. Morir, bueno. Pero morir matando. Se procuró una
pistola y durante varias semanas vagó al azar con ella en el bolsillo y el dedo
puesto en el disparador. En cualquier instante podría sobrevenir el desenlace
inevitable. A veces se cruzaba en la calle con un grupo de milicianos. Apenas
les veía venir los encañonaba sin sacar el arma del bolsillo. Un movimiento
sospechoso de cualquiera de ellos y hubiese disparado. Se sentía en medio de la
ciudad como si estuviese en un bosque, y era sobre las aceras y las plataformas
de los tranvías como una fiera acosada y perdida en el laberinto de la selva
virgen. Receloso y hambriento, pasaba a veces por delante de los cuarteles de
las milicias y de los ateneos libertarios, en los que veía con rabia y envidia
a los hombres de la revolución bien armados y equipados ante los grandes
calderos donde hervía abundante y apetitosa la comida. Empujado por el hambre,
merodeaba en torno a aquellos nuevos hogares del pueblo improvisados por la
revolución, de los que se sentía proscrito como un apestado. ¿Por qué? ¿No era
él también hijo del pueblo?
Un día, vencido al fin por el
hambre, aflojó la mano que tenía crispada sobre la pistola y entró en uno de
aquellos cuarteles a pedir un pedazo de pan.
—El pan —le dijo enfáticamente un
comisario comunista— es para los hombres que luchan por la revolución.
—Yo soy un proletario dispuesto a
luchar por el pan y por la libertad.
El comunista le miró receloso.
¿Todavía un fascista emboscado? ¡Bah!, un pobre diablo sin conciencia
revolucionaria, concluyó. Para ir a morir al frente servía, sin embargo. Le
pusieron en una mano un plato de comida y en la otra un fusil.
Daniel, convertido en miliciano
de la revolución, luchó como los buenos.
Y murió batiéndose heroicamente
por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España
quien la defendiese.
Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués
liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador
intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista
heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había
monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen
los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura
confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos
y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis
compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro
tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal
y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me
felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de
Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del
italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón
no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen
periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios
y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano
de una república democrática y parlamentaria.
Con los linotipistas del 'Heraldo de Madrid' |
Si, como me ocurría a veces, el capitalismo no prestaba de
buen grado sus grandes rotativas y sus toneladas de papel para que yo dijese lo
que quería decir, me resignaba a decirlo en el café, en la mesa de la redacción
o en la humilde tribuna de un ateneo provinciano, sin el temor de que nadie
viniese a ponerme la mano en la boca y sin miedo a policías que me
encarcelasen, ni a encamisados que me hiciesen purgar atrozmente mis errores.
Antifascista y antirrevoluciona-rio por temperamento, me negaba
sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y
aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución.
Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan
pernicioso como cualquier reaccionario.
En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y
humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi
artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi
única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad;
es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado
contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo.
Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España.
¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste,
germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de
Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o
nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió
ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo
pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales.
Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita
en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni
blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han
producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que
se partieran España.
De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un
hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes
para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias
fidedignas que, aun antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista
de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a
mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra
el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los
revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era
perfectamente fusilable.
Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto
cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de
los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo
trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida
revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me
encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los
obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir,
siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción
revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del
proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra
el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «cama-rada director»,
y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente
de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la
prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario,
ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.
Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos
reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La
guerra y el miedo lo justificaban todo.
Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era,
luché contra el fascismo con el arma de mi oficio. No me acusa la conciencia de
ninguna apostasía. Cuando no estuve conforme con ellos, me dejaron ir en paz.
Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba
perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la
sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada
por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que
vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o
más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los
asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.
Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta
repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es
posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del
que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia
de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no
tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un
lujo excesivo.
Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la
Patria. Pero, la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a
lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguis de Occidente, como
quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los
bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos
queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas
nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped
indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su
existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que
en mi propia casa.
Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se
marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después.
Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a
menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de
los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo
heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si
sucumben, es el porvenir de España.
El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado.
No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de
un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el
triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de
mi país y con el cuchillo entre los dientes —según la imagen clásica— va a
mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir
indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes
o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este
gran cataclismo de España. A ésos, a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya
la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que nos hemos
apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar en que
las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de
ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente
la guerra.
El hombre que encarnará la España superviviente surgirá
merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir
a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente.
Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera
providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con
el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será
un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno
u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única
fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea
posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la
normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan
hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo.
No habrá más que una diferencia, un matiz. El de que el
nuevo Estado español cuente con la confianza de un grupo de potencias europeas
y sea sencillamente tolerado por otro, o viceversa. No habrá más. Ni colonia
fascista ni avanzada del comunismo. Ni tiranía aristocrática ni dictadura del
proletariado. En lo interior, un gobierno dictatorial que con las armas en la
mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin
rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra. Rojo o
blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista,
probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos
hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e
inhumano. En lo exterior, un Estado fuerte, colocado bajo la protección de unas
naciones y la vigilancia de otras. Que sean éstas o aquéllas, esta mínima cosa
que se decidirá al fin en torno de una mesa y que dependerá en gran parte de la
inteligencia de los negociadores, habrá costado a España más de medio millón de
muertos. Podía haber sido más barato.
Cuando llegué a esta conclusión abandoné mi puesto en la
lucha. Hombre de un solo oficio, anduve errante por la España gubernamental
confundido con aquellas masas de pobres gentes arrancadas de su hogar y su
labor por el ventarrón de la guerra. Me expatrié cuando me convencí de que nada
que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.
Manuel Chaves Nogales revisa los resultados de los bombardeos alemanes sobre Londres junto a su secretaria, Frances Kaye, y al arzobispo de Canterbury |
Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen
todos los residuos de humanidad que la monstruosa edificación de los Estados
totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal
parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de la
vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos..., gente
toda con un aire triste y un carácter agrio que se afana por conseguir lo
inasequible: una patria de elección, una nueva ciudadanía. No quiero sumarme a
esta legión triste de los «desarraigados» y, aunque sienta como una afrenta el
hecho de ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente
espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.
Para librarme de esta congoja de la expatriación y ganar mi
vida, me he puesto otra vez a escribir y poco a poco he ido tomando el gusto de
nuevo a mi viejo oficio de narrador. España y la guerra, tan próximas, tan
actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el
sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más
fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a
mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la
máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos,
diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.
Y luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer
distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y la revolución
que presuntuosamente hubiese querido colocar sub specie ceternitatis. No creo
haberlo conseguido.
Y quizá sea mejor así.
Manuel Chaves Nogales
Montrouge (Seine), enero-mayo
de 1937.
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