LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA VISTA POR UNA REPUBLICANA
POR CLARA CAMPOAMOR
CAPÍTULO I.
EL HORIZONTE EN JULIO DE 1936
Uno de los primeros días de julio de 1936 charlaba yo con un
político del partido del Sr. Martínez Barrio[10], presidente del Congreso de
los Diputados y jefe de la Unión Republicana, vinculada al Frente Popular[11].
—Martínez Barrio —me decía— está muy preocupado. El gobierno
se espera una rebelión de los partidos de derecha y ese gobierno, que en
distintas ocasiones ha demostrado su impotencia, está decidido esta vez, en
caso de sublevación, a armar a la población civil para defenderse. Vd. se
imagina lo que eso supondría: desde los primeros días, diez o doce incendios
estallarán en Madrid...
—¡Pero qué locura! Eso supondría desencadenar la anarquía.
Hay que evitarlo a toda costa.
—Sí, ¿pero cómo? Es difícil. Le digo que el gobierno está
decidido.
—Sin embargo su partido también está representado en el
gobierno. Tendrán Vds. su parte de responsabilidad en lo que ocurra.
—¿Nosotros? Hace tiempo que no pintamos nada. Desde hace
semanas nuestros ministros se limitan, en las reuniones del Consejo, a hacer
constar en acta su opinión, para descargarse de toda responsabilidad de cara al
futuro. Izquierda Republicana[12], ya no actúa. Por otro lado, el gobierno
carece ya de poder. Toma decisiones que el presidente de la República rompe de
inmediato. Éste interviene personalmente en el gobierno, mucho más de lo que
Alcalá-Zamora hiciera jamás. Se mete en todo y el presidente del Consejo,
«Civilón», que así lo llaman en todas partes[13], carece de voluntad y no
reacciona. Mire, hace más de doce días que el gobierno ha decidido nombrar al
Sr. Albornoz embajador en París y no se consigue que el presidente firme el
decreto.
—¡Pero sí que pueden evitar que se repartan armas al pueblo!
Oponiéndose, cueste lo que cueste, aún rompiendo, si es necesario, el Frente
Popular.
—Martínez Barrio no quiere tomar esa responsabilidad; espera
a que otros la tomen. Pero la situación es insostenible.
Esa era, en julio de 1936, la situación del Frente Popular,
formado para obtener, mediante una alianza[14], el número de votos impuestos
por una ley electoral que exigía una mayoría del 40% de los votos emitidos.
El Frente Popular había reunido todos los partidos de
izquierda. Ya se habían dejado sentir las consecuencias de esa imposible
armonía con ocasión de los numerosos conflictos obreros que habían estallado
tras la victoria electoral de febrero de 1936. Pero el último y el más grave de
esos conflictos obreros había sido el de los trabajadores de la construcción.
Unidos en apariencia para defender sus reivindicaciones
profesionales, trabajadores socialistas y sindicalistas habían formado, antes
del conflicto, el «frente obrero» con frecuencia preconizado por el cabecilla
socialista Largo Caballero…..[….]
Al fin, cuando se agravó el conflicto, el gobierno tuvo que
zanjarlo imponiendo un determinado acuerdo entre patronos y obreros
socialistas. Los sindicatos se negaron entonces a aceptarlo, y al día
siguiente, al reanudarse el trabajo, ametrallaron a la entrada de las obras a
sus camaradas socialistas que se presentaban para trabajar. Estos,
aterrorizados, se negaron de nuevo a trabajar y el conflicto se prolongó,
quedando los revolucionarios extremistas como dueños absolutos del movimiento y
de la calle, habiendo reducido a la impotencia estratégica a los republicanos,
sus aliados electorales.
¿Cómo lograron soportar los obreros y la capital de la República las consecuencias de esa huelga interminable?
Al haberse impuesto definitivamente los métodos anarquistas,
desde la mitad de mayo hasta el inicio de la guerra civil, Madrid vivió una
situación caótica: los obreros comían en los hoteles, restaurantes y cafés,
negándose a pagar la cuenta y amenazando a los dueños cuando aquellos
manifestaban su intención de reclamar la ayuda de la policía. Las mujeres de
los trabajadores hacían sus compras en los ultramarinos sin pagarlas, por la
buena razón de que las acompañaba un tiarrón que exhibía un elocuente revolver.
Además, incluso en pleno día y hasta en el centro de la ciudad, los pequeños
comercios eran saqueados y se llevaban el género amenazando con revólver a los
comerciantes que protestaban.
Todo lo relacionado con la construcción estaba parado. Los
comités obreros incluso le negaban al Ayuntamiento el derecho de efectuar las
reparaciones necesarias en las canalizaciones, de tal suerte que muchas casas
carecían de agua. El 5 de agosto pudimos visitar en la calle de Abascal una
vivienda que carecía de agua desde que empezara la huelga. Como en los demás
barrios, las mujeres tenían que bajar a la calle para buscar el agua que el
Ayuntamiento proporcionaba por medio de grandes depósitos motorizados, para
distribuirla al pueblo a la espera de que se reparasen las traídas de agua.
Por orden de los sindicalistas, la huelga se extendió a los
mecánicos que reparaban los ascensores. Éstos fueron inmovilizados en todas las
casas, incluso destrozados por los huelguistas, y mientras tanto los habitantes
de Madrid tuvieron que subir a pie sus escaleras.
¡La guinda de ese encantador caos la constituían cinco o
seis bombas de dinamita que cada día los huelguistas colocaban en edificios en
construcción para hacerlos saltar por los aires![15]
En otro orden de cosas, se recuerda lo sucedido al día
siguiente del triunfo del Frente Popular. El gobierno, espantado, temiéndose
una revuelta, se apresuró en transferir el poder a los vencedores incluso antes
de que el Parlamento se hubiese reunido. Los vencedores, no menos asustados, se
saltaron las etapas y convocaron la Comisión permanente de las Cortes para
solicitar el acuerdo de amnistía para los sublevados de Asturias de 1934[16].
Al mismo tiempo, y por decreto, el nuevo gobierno devolvía a los antiguos
sublevados los puestos que ocupaban anteriormente, tanto en la administración
como en las empresas privadas.
Esperaba de esta forma detener la furia revolucionaria
desatada por sus propios aliados.
Y la oposición que hoy se encuentra junto a los alzados y
que acusó al Frente Popular de aquellas prisas, no está limpia de toda culpa ya
que sus representantes en la Comisión Permanente de las Cortes votaron también
a favor de la amnistía, dando así satisfacción a las exigencias de la calle.
¿Podían actuar de otro modo? Quizás no. Pero debemos hacer constar que, de
todas las fuerzas políticas, tanto fuera como dentro del Frente Popular, fue el
anarco-sindicalismo el que arrastró a las demás. El espantapájaros de la
anarquía callejera siempre se salió con la suya, sin que los que de este modo
cedían obtuviesen la deseada tregua ya que cada éxito, lejos de calmar a los
extremistas, los animaba.
* * *
Los partidos republicanos que llegaron al poder tras el
triunfo electoral, aunque fueran minoritarios en la alianza de la izquierda
agotaron sus fuerzas y su crédito moral en dos ingratas tareas: la primera
consistió en hacer concesiones a los extremistas que, desde el 16 de febrero,
celebraban su triunfo mediante incendios, huelgas y actos ilegales, como si
estuviesen luchando contra un gobierno enemigo. El otro objetivo de los
vencedores consistió en adueñarse a toda prisa de los puestos superiores del
Estado, saltándose todas las reglas establecidas y derribando sin el menor
escrúpulo de honestidad política los principios de continuidad que un régimen
naciente debe conservar si aspira a durar.
Así, los partidos republicanos de la izquierda, con el
fuerte apoyo de socialistas y comunistas, y siguiendo en esto los consejos de
ese espíritu letal para la República, que ha sido don Indalecio Prieto,
perdieron su crédito moral derribando al primer presidente de la República, el
Sr. Alcalá-Zamora, sin preocuparse por la falta de base legal de tan osada
maniobra.
La política de partido, la ambición personal y el espíritu
revanchista de los vencedores se impusieron —al igual que en los dos primeros
años de la República— sobre la prudencia que hubiera aconsejado sacrificar toda
cuestión personal al refuerzo de la solidaridad entre los grupos republicanos.
Solidaridad más indispensable todavía en un país propenso a las divisiones y
cuyo espíritu anárquico había llevado a la caída de la República de 1873.
Para apartar al primer magistrado de la República al que los
Sres. Indalecio Prieto —socialista que tuvo que huir por haber participado en
la revolución de octubre de 1934— y Azaña —encarcelado durante varios meses
bajo la misma inculpación— consideraban como su enemigo personal y al que
acusaban de fomentar una sublevación militar, se violó la Constitución
republicana y, durante una sesión relámpago, la mayoría parlamentaria hizo
desaparecer las últimas huellas de respeto y consideración que la opinión
pública había mantenido hacia la ley y las instituciones republicanas.
Esa mayoría de izquierda, nacida de elecciones que siguieron
a la disolución de un parlamento de derechas, llevada a cabo por el Presidente,
votó sin ningún escrúpulo la propuesta del Sr. Prieto quien declaró «¡que el
Parlamento anterior había sido mal disuelto y que el Presidente de la República
había en consecuencia incurrido en la sanción de cese prevista para ese caso en
la Constitución!».
En el lapso de una hora la propuesta era discutida y
aprobada. Fue inmediatamente notificada al Presidente y seis minutos más tarde,
tras la comunicación, era depuesto de sus altas funciones.
No buscamos aquí defender al Presidente, ni la forma en que
había cumplido su mandato. Nos limitamos a considerar con melancolía el craso
error que mancilló los primeros actos del Frente Popular, cuando su mayoría
estaba asegurada en un Parlamento que no podía dejar de cumplir los cuatro años
de su mandato constitucional.
Las consecuencias de ese error político fueron
considerables. El Sr. Azaña que todavía no había perdido su prestigio mucho más
imaginario que real de hombre de Estado, abandonó la cabeza del gobierno así
como la de su partido —que constituía el partido republicano más fuerte, a
pesar de haberse formado penosamente— y pasó a presidir la República.
Conservaba sin embargo el poder de hecho, a través de débiles testaferros que
no contaban con el apoyo de la opinión pública.
Sin embargo el Sr. Prieto no consiguió el cargo tan
ambicionado de presidente del Gobierno. El ala izquierda del socialismo se le
opuso, alegando el peligro de una escisión del partido, escisión que ya existía
de forma latente y que amenazaba con estallar abiertamente. Esa oposición dejó
tocado al secreto instigador de toda aquella maniobra.
El alzamiento armado, tantas veces anunciado, sólo podía
salir ganando del hecho de que se apartara de la presidencia de la República al
hombre que le había puesto trabas continuamente y que contaba con numerosos y
fieles amigos entre los generales que más tarde se convertirían en sublevados.
En cambio aquel pronunciamiento se hizo más fácil y más amenazador el día en
que se puso a la cabeza del Estado al antiguo ministro de la Guerra considerado
como enemigo del ejército[17], tan débil para apartar los futuros sublevados
como fuerte para herir todos los intereses y todas las ambiciones legítimas de
los oficiales.
El fantasma de un pronunciamiento militar, tan temido bajo
la presidencia del Sr. Alcalá-Zamora y que no tomó cuerpo durante los cuarenta
y siete meses de su mandato, estalló cuatro meses después de acceder el Sr. Azaña
a la presidencia de la República.
* * *
Sin hablar de la grave situación creada en Madrid por las
huelgas ya mencionadas, el gobierno se mostraba cada día menos capaz de
mantener el orden público. En el campo se multiplicaron los ataques de elementos
revolucionarios contra la derecha, los agrarios y los radicales, y en general,
contra toda la patronal.
Se ocuparon tierras, se propinaron palizas a los enemigos,
se atacó a todos los adversarios, tildándolos de «fascistas». Iglesias y
edificios públicos eran incendiados, en las carreteras del Sur eran detenidos
los coches, como en los tiempos del bandolerismo, y se exigía de los ocupantes
una contribución en beneficio del Socorro Rojo Internacional [18].
Con pueriles pretextos se organizaron matanzas de personas
pertenecientes a la derecha. Así, el 5 de mayo se hizo correr el rumor de que
señoras católicas y sacerdotes hacían morir niños distribuyéndoles caramelos
envenenados. Un ataque de locura colectiva se apoderó de los barrios populares
y se incendiaron iglesias, se mataron sacerdotes y hasta vendedoras de
caramelos en las calles[19]. En el barrio de Cuatro Caminos fue horriblemente
asesinada una joven francesa[20] profesora de una escuela[21].
Estos hechos fueron denunciados en el Parlamento, y he aquí
la lista de actos violentos, tal y como se imprimió en el Diario de Sesiones
sin que el Gobierno los negara:
Hechos acaecidos en plena paz y bajo el ojo indiferente de
la policía, entre el 16 de febrero y el 7 de mayo de 1936, es decir, a los tres
meses de gobierno del Frente Popular[22]:
—Saqueo de establecimientos públicos o privados, domicilios
particulares o iglesias: 178[23].
—Incendios de monumentos públicos, establecimientos públicos
o privados e iglesias: 178.
—Atentados diversos contra personas de los cuales 74
seguidos de muerte: 712.
He aquí la situación en la que se encontraba España tres
meses después del triunfo del Frente Popular.
¿Por qué el gobierno republicano nacido de la alianza
electoral se abstuvo de tomar medidas contra aquellos actos ilegales de los
extremistas? No suponía más que un problema de orden público acabar con todos
los excesos contrarios a su propia ideología y métodos.
Si el gobierno se mantuvo pasivo es porque no podía tomar
medidas sin dislocar el Frente Popular.
En cuanto a los partidos de derecha, un exceso de prudencia
les llevó a silenciar a sus propios diputados. Sin embargo el Sr. Calvo Sotelo
denunció esos hechos ante las Cortes en un famoso discurso[24]. Aquel acto le
costaría la vida
CAPÍTULO II.
LOS ELEMENTOS FASCISTAS
Otro motivo de turbación para el orden público fueron las
luchas en la calle entre los marxistas y los miembros de Falange Española,
partido creado en 1933 cuyo jefe, don José Antonio Primo de Rivera, era hijo
del antiguo dictador.
Nadie creyó jamás en España en la importancia del fascismo
como único elemento posible del derribo del Estado.
Sólo los marxistas concedían importancia al continuo
crecimiento de los grupos de jóvenes que oponían su propia violencia a la
violencia marxista.
Nunca habrían pasado de ser un puñado de amigos si los
errores acumulados por los republicanos y los marxistas no hubiesen favorecido
su movimiento. En las elecciones de 1936 y a pesar de las numerosas
candidaturas que habían presentado, siempre coligados con partidos de derecha,
no consiguieron un solo escaño. Incluso perdieron el que ocupaba desde las
Cortes constituyentes el Sr. Primo de Rivera, su jefe[25].
Fueron las consignas, dócilmente seguidas en España como en
cualquier otra parte por los marxistas, a los que en parte a ciegas secundaron
los republicanos de izquierda, quienes hicieron salir el partido fascista de la
nada en la que se encontraba.
Algunos elementos de la derecha, impacientes por lo que
consideraban inercia de sus partidos ante el avance de los marxistas, se
unieron, como protesta, a aquellos grupos de muchachos. Falange Española se
convirtió así en el ala protectora de aquellos que parecían descontentos con la
molicie del partido del Sr. Gil Robles ante los incendios, los saqueos y los
actos de violencia tan frecuentes en la España de los últimos tiempos.
Esos actos dirigidos particularmente contra la derecha, los
edificios religiosos y la juventud fascista, fueron violentamente combatidos
por los miembros de Falange.
Todos los días se producían en Madrid atentados personales
cuyas víctimas eran ora miembros del partido fascista, ora del partido
marxista.
El asesinato del teniente Castillo, que pareció motivar el
de Calvo Sotelo, no fue más que uno más de esos episodios de lucha y odio entre
dos grupos que zanjaban sus disputas al margen de la ley.
El gobierno republicano, indiferente o impotente ante la
creciente oleada de anarquía y bajo la presión de sus aliados marxistas, actuó
con la mayor severidad contra los miembros de Falange Española. Se procedió a
numerosos arrestos. Y a veces surgían sorpresas: se hallaban entre los
fascistas los hijos de conocidos miembros del Frente Popular...
La ley que prohibía el uso y tenencia de armas fue el
pretexto de esa persecución. Los partidos enemigos estando armados para sus
luchas privadas, se empezó a registrar a todos aquellos sospechosos de
fascismo. La idea no era mala y las prisiones desbordaban de miembros de aquel
partido.
Como no podía menos de suceder en un pueblo apasionado,
aquella medida no hizo más que engordar las filas de los perseguidos.
Faltaba al éxito de aquel movimiento el que la parcialidad
del gobierno se exhibiera públicamente. Cometió esa imprudencia el presidente
del Consejo, Sr. Casares Quiroga, miembro de la izquierda y sustituto del Sr.
Azaña tras la elección de éste a la Presidencia. Durante un discurso en el
Congreso, contestó a los aplausos de la mayoría de diputados de izquierda
declarando: «El gobierno tiene ante el fascismo la posición de un beligerante».
Palabras demasiado imprudentes ante un enemigo que se hacía más fuerte gracias
a la persecución. ¡Más sabio habría sido ser beligerante sin declararlo
públicamente!
Tras esta declaración la lucha se hizo más ardua. Un
magistrado, presidente del tribunal que condenara a veinticinco años de prisión
a unos fascistas acusados de cometer un atentado, fue asesinado en la
calle[26]. Se atribuyó ese atentado a los fascistas y tuvieron lugar nuevas
persecuciones. En las cárceles, los burgueses que se confesaban más o menos
fascistas tomaban el relevo de los obreros que allí habían estado encerrados
tras la revolución de octubre de 1934.
El gobierno no pudo dar una apariencia legal a aquella
persecución. Solo tenía que declarar ilegal al partido fascista. Si no lo hizo
es porque, de otro lado, encontraba aquella medida poco acorde con la teoría
democrática de la que alardeaba, y porque, por otro lado, consideraba peligroso
tomar una medida de aquel género con una organización que se volvía
amenazadora. Vamos, que el gobierno tuvo miedo de provocar una revolución. Y
una vez más tomaba el camino más peligroso. Consistían sus medidas
persecutorias en una odiosa ilegalización sin ninguna base legal; e
incrementaba el espíritu de la rebelión que tanto temía desencadenar.
CAPÍTULO III.
¿QUIÉN ASESINÓ A CALVO SOTELO?
Algunos días después de la conversación relatada en el
primer capítulo de este libro, el 12 de julio, se produjo un hecho preocupante.
Habiendo sido asesinado en la calle un teniente de las guardias de asalto, los
hombres de su compañía atribuyeron el crimen a elementos fascistas[27] y, para
vengarse, se presentaron aquella misma noche, oficialmente, uniformados, en el
coche de su unidad y acompañados por un teniente de la Guardia Civil, única
fuerza pública en la que confiara la derecha, en casa del Sr. Calvo Sotelo,
diputado a Cortes, antiguo ministro de la dictadura de Primo de Rivera y uno de
los prohombres de la derecha.
Los guardias de asalto traían con ellos una orden de arresto
contra el diputado, dada por la Dirección de Seguridad, de la que nunca se
podrá comprobar la autenticidad. El diputado derechista, que era un jurista, se
negó primero a entregarse invocando la inmunidad parlamentaria y, luego, en un
gesto que le costaría caro, aceptó seguir aquellos guardias «poniendo su
confianza en el honor de un oficial de la Guardia Civil» que les acompañaba.
Poco después el cadáver de Calvo Sotelo, con una bala en la cabeza, fue
abandonado en el depósito del cementerio municipal por los mismos guardias de
asalto que presentaban aquella acción como si de un acto de servicio se
tratara.
La opinión pública quedó aterrada. El golpe no sólo había
alcanzado al diputado de la derecha, también había matado la confianza y el
respeto que todo ciudadano tiene o debe tener por la fuerza pública colocada
bajo el control del gobierno.
Éste no daba pie con bola. Cierto es que aquel
acontecimiento lo estremeció. A pesar de los rumores que corrieron, no se
trataba de un crimen de Estado. Sólo al odio y a la imprudencia se deben
atribuir las frases pronunciadas tras el discurso del Sr. Calvo Sotelo por los
Sres. Casares Quiroga y Galarza cuando declararon, el uno que «Calvo Sotelo
sería responsable de todo lo que ocurriría» y el otro que «un atentado contra
él estaría perfectamente justificado». Pero el gobierno, desbordado ya por sus
colaboradores de extrema izquierda acababa de serlo también por la fuerza
pública a sus órdenes. Los guardias de asalto, ganados en gran parte por la propaganda
de los partidos obreros en los cuarteles (el teniente de la Guardia Civil,
Condés[28], que los acompañaba y a quien ingenuamente se había entregado Calvo
Sotelo era también un miembro militante del Partido Socialista, como se supo
más tarde), habían actuado por iniciativa propia.
El gobierno no tenía más que una salida si quería lavarse de
la imputación de crimen de Estado que se le hacía además de restablecer la
disciplina entre los guardias de asalto: tenía que aplicar rápidamente las
sanciones que el crimen exigía.
Ni siquiera lo intentó. Temiendo un motín de los guardias de
asalto, el gobierno permaneció indeciso e inactivo. Pasaron los días. Madrid se
escandalizaba de ver a Moreno[29], el teniente de los guardias de asalto que
asesinaron a Calvo Sotelo, así como a Condés, paseándose libremente por las
calles[30].
Una parte de los oficiales de asalto hicieron saber al
ministro del Interior y presidente del Consejo, Sr. Casares Quiroga, que el
Cuerpo no toleraría que se castigara a los autores del asesinato. Otros
oficiales, al contrario, pidieron el retiro al estimar que su Cuerpo quedaba
deshonrado.
Las sesiones de las Cortes, suspendidas para evitar el
escándalo que el asunto levantaría, no impidieron la reunión de la Diputación
Permanente, que debe convocarse durante la suspensión de las sesiones. El Sr.
Gil Robles, jefe de la derecha, se hizo escuchar. Pronunció allí un discurso
que ha sido considerado como la señal de la sublevación contra el gobierno.
CAPÍTULO IV.
ESTALLA LA SUBLEVACIÓN
En la tarde del 17 de julio, el Sr. Prieto, visiblemente
preocupado, trajo al Parlamento la noticia de la sublevación de la guarnición
de Melilla, plaza fuerte del Protectorado español en Marruecos. El 18 la
sublevación se extendió a las plazas de Tetuán, Larache y Ceuta y luego estalló
en las principales plazas militares de la Península, Navarra, Burgos y Sevilla.
El 20 les tocó el turno a las guarniciones de Madrid, Alcalá de Henares y
Guadalajara. La tercera guerra civil española había comenzado.
Los insurgentes tuvieron de inmediato en su poder las
regiones de Aragón, Castilla la Vieja, Galicia, Logroño, el norte de
Extremadura (Cáceres), la llanura y el centro de Andalucía, Álava en el País
Vasco y Navarra. En las islas Baleares la capital Mallorca y algunas islas se
unieron también al alzamiento.
Desde los primeros días sólo quedaban en manos del Gobierno
Castilla la Nueva, parte de Andalucía, es decir, Huelva, Almería y Málaga, el
sur de Extremadura (Badajoz), las regiones de Alicante, Murcia Valencia y Cataluña,
dos provincias vascas (Guipúzcoa y Vizcaya), Santander en Castilla la Vieja y
Asturias, con la excepción de Oviedo, sitiado, y de Gijón.
¿Sorprendió al gobierno la sublevación militar? El talante
preocupado de los ministros en los pasillos del Congreso parece así
indicarlo[31]. Las milicias gubernamentales, indisciplinadas y con frecuencia
amenazadoras, han reprochado muchas veces al gobierno el haber estado sordo y
ciego ante los preparativos de la sublevación. Lo acusaban de que, llegado al
poder en febrero tras dos años de gobierno de la derecha, no había sabido ver
que éste había tomado algunas medidas en vista de una sublevación militar y
que, bajo la protección del Sr. Gil Robles, ministro de la Guerra[32], con
ocasión de maniobras militares, las sierras de Guadarrama y de Somosierra
alrededor de Madrid habían sido fortificadas como para una guerra. Mientras que
llegado al poder, sus primeros pasos habrían debido encaminarse a la
destrucción de las referidas fortificaciones, tan injustificadas como
amenazadoras, y cambiar los gobiernos militares que la derecha había confiado a
antiguos jefes monárquicos, no hizo nada, sin ver ni medir el peligro que
aquellos demasiado visibles preparativos podían suponer.
La sublevación de Marruecos y de las plazas de Navarra y de
Burgos, al norte, de Barcelona, al noroeste y de Sevilla al sur, formaban el
famoso «movimiento en triángulo» del que se hablaba desde hacía mucho tiempo en
medios políticos. Su objetivo era el de llevar una ofensiva desde la periferia hacia
el centro para reducir a Madrid.
La guarnición de Madrid no se movió, al principio. Estaba
reservada para el último momento, el del triunfo o el de la resistencia.
Sin embargo, los militares sublevados no se esperaban una
fuerte resistencia. Al arrastrar con ellos las tropas marroquíes les habían
hablado de «un paseo militar» a través de España, es decir, una toma fácil del
poder sin lucha y sin resistencia.
A pesar del fracaso del movimiento militar de agosto de 1932
en que se habían expuesto similares argumentos a las fuerzas [peninsulares[33],
los militares continuaban siendo fieles discípulos del pronunciamiento[34].
Pensaban que les bastaría con «pronunciarse» para que el Estado, con todo su
aparato legal, se inclinara ante la amenaza de las armas. Ese fue el caso de
todos los pronunciamientos de los que España ha sido tan rica que ha llegado a
introducir esa palabra en todos los idiomas. Pero esta vez no se siguió la
tradición y el gobierno tomó una decisión que había sido concertada en
principio anteriormente, tal y como lo indicamos en el capítulo primero de este
libro y que, por buenos motivos, alarmaba a algunos republicanos menos ciegos
que los dirigentes: el gobierno decidió entregar armas a las organizaciones
políticas.
* * * * * * * * *
CAPÍTULO VII.
EL FRACASO DEL GOBIERNO DE CONCILIACIÓN
Desde la madrugada del 20 de julio, el gobierno, bajo la
presidencia del Sr. Azaña, examinaba la situación. La opinión del Sr. Martínez
Barrio, jefe de la Unión Republicana que contaba con tres ministros en el
gobierno, tuvo un gran peso y se decidió formar un gobierno moderado que él
presidiría. Se le encomendaría discutir con los generales insurgentes las
condiciones de un acuerdo que detuviera la lucha.
El partido del Sr. Martínez Barrio tenía la mayoría en aquel
gobierno. Su composición era de suyo muy elocuente, pero sobre todo lo fue esta
frase pronunciada por el Sr. Martínez Barrio ante doce personas, entre las
cuales se contaba el ex-ministro republicano Sr. Iranzo[39] quien nos la
transmitió: «Ya he hablado con todos los generales. Ahora vamos a gobernar».
Por desgracia no gobernó. Su gabinete de conciliación
nombrado en las últimas horas de una noche en blanco, ya presentado al
presidente de la República y cuya constitución había sido anunciada en los
diarios republicanos y por la radio había de reunirse a las diez de la mañana.
Sin embargo no se reunió. Una de las condiciones planteadas por su presidente
era que se detendría la distribución de armas al pueblo. Los socialistas y los
comunistas se opusieron entonces violentamente a que ese gabinete de
conciliación tomara las riendas del gobierno. Una manifestación pública que
protestaba contra Martínez Barrio y pedía continuar la lucha «hasta el
aplastamiento del fascismo» fue organizada por los marxistas en la Puerta del
Sol y marchó a manifestarse ruidosamente ante el Palacio nacional.
En su interior, el Sr. Azaña escuchaba, cabizbajo, las
amonestaciones de los socialistas Largo Caballero y Prieto. Este último
calificó el nuevo gobierno de «Gabinete de catafalcos».
Como era evidente, el Sr. Azaña, más prisionero que nunca de
los socialistas, sin valor, sin decisión, incapaz de prever el porvenir, cedió.
El gobierno Martínez Barrio murió antes de nacer. Incluso se llegó a sostener
la especie de que nunca había existido ya que sus miembros no habían conseguido
reunirse. En su lugar se nombró un gabinete compuesto por los mismos miembros
que el gabinete anterior pero con una sensible modificación: el presidente
Casares Quiroga, que en razón de sus actividades resultaba poco popular, era
sustituido por el Sr. Giral[40], miembro también de Izquierda Republicana y
todavía más títere de Azaña que su predecesor.
El primer acto de aquel gobierno fue el de seguir
distribuyendo armas al pueblo. Así, la suerte estaba echada. El gobierno
republicano que, sin embargo, desde hacía cinco meses se sentía desbordado por
los extremistas, tomaba deliberadamente la decisión más grave por sus
consecuencias para el país. Dejándose arrastrar así por los socialistas
—quienes siempre han afirmado que no querían ceder sin lucha como los
socialistas alemanes— el gobierno entregó la España gubernamental a la
anarquía.
A partir de ese instante el giro a la izquierda se perfilaba
con nitidez. El nuevo gabinete ganaba con ello un genio militar, el estratega
de la resistencia, el socialista Prieto, adjunto al presidente Giral a pesar de
que su nombre no figurara en el gobierno, quien no dejaba ya el ministerio de
la Guerra y dirigió completamente las operaciones a partir de aquel día[41].
«Dirigir» quizá sea una palabra demasiado ambiciosa, ya que
las indisciplinadas milicias populares no se sometían a ningún plan y actuaban
a su aire. El Sr. Prieto iba a tener ocasión de comprobarlo más tarde.
Así, cupo al Sr. Prieto dar el finiquito a un régimen que,
entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado. Pero Prieto esperaba
sacar sus cualidades de estratega a la luz del día, y, merced a un rápido
triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos internos, los socialistas
revolucionarios de Largo Caballero que acababan de abortar las esperanzas que
albergaba de sustituir a Azaña a la cabeza del gobierno.
A partir de ese momento fue Prieto quien dirigió todo lo que
el gobierno podía o creía poder dirigir. Fue él quien habló por radio al pueblo
español e incluso a los insurgentes, conminándolos a rendirse pronunciando esta
frase malsonante en semejante clase de intimación: «No esperéis nuestra
rendición. Hallaréis muertos que no prisioneros». Fue a él a quien consultaron
los representantes diplomáticos acreditados en Madrid con el fin de pedir al
gobierno garantías para sus súbditos. Fue él quien, todas las noches, redactaba
con la prodigiosa actividad que le caracteriza, artículos publicados en el
Liberal de Bilbao o el Informaciones, donde estudiaba las diversas fases de la
lucha. A él correspondería toda la gloria de la victoria sobre los alzados,
victoria que él anunciaba sin descanso al pueblo de Madrid...
CAPÍTULO VIII.
TRIUNFO EN MADRID
El lunes 20 de julio los paisanos recién armados se
arrojaron sobre los cuarteles de la Montaña y de Cuatro Vientos que se
sospechaba que podían alzarse[42]. La radio portuguesa de Puerto Cruz, amiga de
los insurgentes, había anunciado que los militares de Cuatro Vientos, donde se
hallaba el campo de aviación, habían amenazado con bombardear Madrid de
madrugada si el gobierno no se rendía. Las guarniciones fueron emplazadas a
rendirse, sin que se obtuviera respuesta. Expirado el plazo se abrió fuego.
El regimiento del cuartel de la Montaña, así como la
guarnición de Getafe no se habían movido anteriormente. El ejemplo de lo
sucedido en Barcelona no era como para animarse y, además, las tropas obedecían
—se decía— la consigna de esperar el avance de las columnas del Norte sobre
Madrid. Los mejores elementos de choque de los fascistas de la capital se
habían unido a los militares.
En el interior del cuartel de la Montaña se había atado y
encerrado en calabozos a soldados sospechosos de simpatía por el gobierno.
Las tropas del cuartel estaban bajo la dirección del general
Fanjul, antiguo monárquico que se unió a la República, perteneciente al Partido
Agrario, diputado a Cortes constituyente, que con ocasión de las elecciones de
1936 había tenido un gesto digno de alabanza al declarar hallarse al margen de
toda lucha política. Añadamos que no tenía fama de ser una lumbrera en materia
militar.
En el momento de la insurrección, incurrió en un acto
siniestro. Arrancó de sus casas a todos los cadetes de Toledo de vacaciones en
Madrid con la orden de presentarse en el cuartel de la Montaña. Sin embargo,
entre aquellos muchachos había republicanos que, de haber podido elegir, no se
habrían alineado en aquel momento con los insurgentes[43]. Cayeron víctimas del
fusilamiento general efectuado por el pueblo cuando entró en el cuartel. Así
cuando el general Fanjul, condenado a muerte, fue llevado ante el pelotón de
ejecución, se pudo ver a un jefe militar republicano, padre de uno de los
jóvenes cadetes ejecutados por los milicianos y preso de una viva excitación,
pedir un puesto en el pelotón encargado de fusilar al general. Favor que, por
cierto, le fue concedido.
La respuesta que dieron las milicias populares, (hasta ese
momento formadas por voluntarios) a las tropas sospechosas de sublevarse en
Madrid, tuvo en primer lugar un carácter espontáneo, al igual que en Barcelona.
Actuaron sin dirección ni mando oficial.
El gobierno, sorprendido y desprevenido a pesar de todos los
síntomas, se alarmó. No creía verosímil carecer hasta ese punto del apoyo de
toda fuerza regular. En Madrid sólo los guardias de asalto, la Guardia Civil y
parte de la Aviación le fueron fieles. La Guardia Civil, por otra parte, se
había puesto del lado de los alzados en varias provincias y, en la capital, las
organizaciones obreras sentían por ella una enconada desconfianza.
Fueron estas milicias populares las que dirigieron el
asalto. Hay que subrayar que las milicias socialistas y comunistas estaban ya
organizadas. Habían recibido instrucción militar, desde hacía tiempo, y a
espaldas del mando, por parte de oficiales, entre otros por un teniente de
Ingenieros, Faraudo, asesinado en la calle, en el mes de abril de 1936, por el
teniente de asalto Castillo[44], (asesinado a su vez antes de que lo fuera
Calvo Sotelo), y por el teniente de la Guardia Civil Condés, el mismo a quien
Calvo Sotelo se entregara, ignorando su afiliación política.
Esas milicias marxistas organizadas con miras a la
revolución de octubre de 1934 habían seguido desarrollándose y el triunfo del
Frente Popular se había limitado a sacarlas a la luz. Armadas, habían desfilado
en prietas filas en Madrid, el primero de mayo, con ocasión de la fiesta del
trabajo, provocando altercados con los fascistas.
Ante la impotencia del gobierno fueron ellas las que sin
contar con una orden del mando militar, surgieron y rodearon los cuarteles de
Madrid y las guarniciones de Alcalá de Henares y Guadalajara. En el espacio de
un día todas esas plazas fueron reducidas y derrotadas.
Se desprendió de aquella lucha audaz algo digno de
curiosidad. Pobremente equipadas, sin organización ni mando regular, con dos
pequeños cañones bien situados, las milicias populares llevaron con ardiente
exaltación el ataque contra el poderoso Cuartel de la Montaña y contra el
parque de aviación de Cuatro Vientos. La Aviación tuvo un papel importante al
bombardear durante dos horas el inmenso Cuartel de la Montaña. En su interior,
los soldados opuestos a la sublevación consiguieron abrir una brecha a través
de la cual se precipitaron los sitiadores. Los sitiados izaron la bandera
blanca pero las fuerzas populares no respetaron la vida de los vencidos, a
pesar de su rendición. Los vecinos de las casas colindantes oyeron con pavor
una formidable descarga de fusiles, algunos minutos después de que acabara el
tiroteo. En el patio del cuartel, apilados, los cuerpos de los rebeldes yacían
acribillados de balas. En Cuatro Vientos se halló, entre otros, el cuerpo de
García de la Herránz, ya sublevado en agosto de 1932. Los periódicos informaban
al pueblo de que todos los oficiales, viéndose vencidos, se habían suicidado...
Por otro lado, los gubernamentales anunciaban que en
Andalucía y en Extremadura se fusilaba, también sin formación de causa, a todos
los elementos de izquierda.
La guerra civil, cruel, dura, vengativa, empezaba a mostrar
su odioso rostro. Desde el principio se puso de manifiesto una terrible falta
de mesura en el desarrollo y en las consecuencias de la lucha.
CAPÍTULO IX.
¿FASCISMO CONTRA DEMOCRACIA?
Según las afirmaciones gubernamentales, la sublevación
militar estaba prevista para el mes de octubre de 1936. El asesinato del Sr.
Calvo Sotelo la precipitó.
¿Acaso se creyó en el crimen de Estado y, en consecuencia,
en el desencadenamiento de persecuciones por parte de las autoridades públicas?
Los simpatizantes de la sublevación han pretendido que el
alzamiento no hacía sino adelantarse a la revolución social-comunista que debía
desencadenarse en el mes de agosto. Lo cual parece sin embargo poco probable.
Los extremistas no tenían motivos para rebelarse contra un gobierno que todos
los días abandonaba un poco de su débil poder entre sus manos. Incluso se
encaminaban rápidamente hacia la conquista total del poder y las facilidades
que el Sr. Azaña concedía a esos elementos extremistas[45] (sin embargo
opuestos a sus propias opiniones, según él antimarxistas), les habría
facilitado la introducción pacífica de la dictadura del proletariado.
Si ese era el acontecimiento al que los sublevados querían
adelantarse, su preocupación no carecía de fundamento y esa idea de
«adelantarse» a la revolución comunista se hace más clara.
Lo cierto es que el 17 de julio, cinco días después del
asesinato de Calvo Sotelo, estalló la sublevación.
Su extensión debiera haber hecho reflexionar al gobierno.
España, patria de los pronunciamientos, es decir de las sublevaciones militares
en favor de una idea o de un personaje, no había conocido hasta entonces un
alzamiento tan extendido, tan general, tan completo. A las antiguas y numerosas
conspiraciones militares que habían estallado sin éxito contra la dictadura y
contra la monarquía desde 1923, les seguía una sublevación prácticamente total
del ejército.
Otras veces, por ejemplo en 1930, la sublevación se había
mostrado más heroica y más extendida en la teoría que en la práctica y de las
numerosas guarniciones comprometidas todas salvo una habían permanecido
acuarteladas con distintos pretextos. Esta vez, más de veinte provincias se
alzaron y, además, la sublevación comprendía el ejército del Protectorado
Marroquí, el único ejército preparado para la guerra, junto a los temibles
refuerzos de la Legión extranjera y de los regulares marroquíes.
¿Cuáles eran la ideología y el objetivo de los insurrectos?
El alzamiento ha sido calificado desde el principio como
«fascista». Conviene sin embargo no dejarse embaucar por falsas ideas que
simplifican en exceso tan compleja cuestión. Además, el gobierno republicano, a
través del órgano de su intérprete cualificado, el Sr. Indalecio Prieto, creyó
ser su deber —sin duda por buenos motivos— el borrar esa idea simplista del
espíritu del público tanto fuera como dentro de España. En el tercero de sus
discursos, pronunciado en la radio y radiodifundido más tarde en varios idiomas
—discurso reproducido en el artículo de fondo del diario de Madrid
Informaciones—, Prieto habló del «movimiento insurreccional extenso y complejo
cuyos objetivos y alcance nos son totalmente desconocidos».
Por tanto se ha confesado oficialmente que no se atribuía un
objetivo absoluta o totalmente fascista al movimiento iniciado.
También desde el otro bando niegan, no sin motivo, a los
elementos gubernamentales la condición de representantes puros y auténticos de
la democracia.
Añadamos que los insurrectos mostraron al principio muy poca
unidad. Así, las emisiones radiofónicas de las diversas capitales sublevadas
terminaban con himnos distintos: mientras que en Burgos se tocaba el himno
fascista, en Sevilla se interpretaba el himno de Riego (himno nacional
republicano) y en otras se tocaban simples marchas militares. Sólo al cabo de
tres semanas dejó de oírse el himno de Riego sin que, por otro lado, se
interpretara en todas partes el himno fascista[46]. Lo mismo ocurrió con la
bandera: en todas las provincias sublevadas siguió enarbolándose la bandera
tricolor de la República. Sólo tras el 15 de agosto —un mes después del
alzamiento— la bandera fue sustituida por la antigua bandera española, sobre la
que se conservó el escudo republicano en lugar del escudo monárquico[47].
¿Fascismo contra democracia? No, la cuestión no es tan
sencilla. Ni el fascismo puro ni la democracia pura alientan a los dos
adversarios.
La confusión que reina en la opinión pública de todos
aquellos países que se muestran interesados o angustiados por nuestro espantoso
drama nacional, confusión que amenaza sumirlos a todos en el error, se origina
en este impreciso esquema de los móviles de la lucha.
La realidad actual y todos los indicios que permiten
entrever cuán difícil será la solución futura, evidencian la gran complejidad
de las fuerzas en lucha. Intentemos analizarlas enumerando los muy distintos
partidos que se han agrupado de cada lado:
Del lado insurgente se encuentran:
a) Militares republicanos tales como los generales Queipo de
Llano y Cabanellas y el aviador Franco que habían tomado parte en la revolución
contra la monarquía.
b) Militares que se habían adherido a la República y la
habían servido desde 1931 como los generales Franco, Goded y Fanjul;
c) Militares que, sirviendo la monarquía, eran de opiniones
liberales, incluso avanzadas, lo cual los hacía poco simpáticos a los ojos de
la realeza. Es el caso singular del general Mola que podía haberse hecho adicto
de la República y servirla si no hubiese sido la víctima de ridículas
persecuciones debidas, en realidad, al hecho de que había sido director general
de Seguridad durante el último gobierno monárquico[48].
d) Miembros de partidos políticos de la derecha católica
que, como republicanos, habían gobernado durante el periodo de 1934-1935;
e) Monárquicos constitucionales partidarios de Alfonso de
Borbón;
f) Los carlistas y los tradicionalistas, es decir, los
partidarios de una monarquía absoluta y del regreso a un lejano pasado;
g) Los católicos a machamartillo;
h) Los fascistas, miembros de Falange Española.
En el lado gubernamental se encuentran:
a) Partidos republicanos, es decir el partido de Izquierda
Republicana (Sr. Azaña) y el de Unión Republicana (Sr. Martínez Barrio)
teniendo el primero y más importante de los dos menos de 4.200 miembros en la
capital de España[49].
b) Los socialistas divididos en tres grupos: evolucionistas,
centristas y revolucionarios. La formación de esos grupos se debe a
divergencias internas. Ese partido sólo contaba en Madrid con 5.000
afiliados[50].
c) Los comunistas rusófilos, que formaban un organización
bastante pequeña comparada con la de los socialistas;
d) La izquierda catalana;
e) Los nacionalistas vascos con un representación
parlamentaria de veinte diputados[51], que además del deseo de autonomía de las
tres provincias vascas, profesan una ideología ultra-católica, tradicional y
nacionalista que prácticamente se confunde con la de los tradicionalistas;
f) La Unión General de los Trabajadores, (U.G.T.) que actúa
conforme a los métodos socialistas y a la que dirigen socialistas a pesar de
que no pertenece a la unión de sindicatos de oficios y profesiones[52].
g) El Partido Obrero de Unificación Marxista (P.O.U.M.),
compuesto por comunistas trosquistas y reforzado por el Bloque Obrero y
Campesino catalán, dirigido por Maurín[53], enemigo también del comunismo
estaliniano y partidario de un comunismo nacional;
h) La Confederación Nacional del Trabajo (C.N.T.), grupo
antiestatal que predica el aniquilamiento del Estado y de cualquier
organización distinta a los sindicatos de trabajadores, opuesto a la regulación
de los conflictos laborales por la intercesión del Estado o de los tribunales.
Este partido impone a sus miembros la acción directa[54] sobre los patronos
para solucionar los conflictos laborales.
i) La Federación Anarquista Ibérica (F.A.I.), grupo
anarquista que a los objetivos de la C.N.T. añade como ideal el grito, lanzado
en Irún, de: «¡Viva la dinamita!»[55].
Se comprende fácilmente que el triunfo de uno de los bandos
no resolverá la cuestión del gobierno de España. El bando vencedor verá nacer
luchas internas entre los partidos tan contradictorios que lo componen,
pretendiendo cada uno de ellos cosechar sólo para sí los frutos de la victoria.
No resulta por tanto descabellado prever que la lucha
iniciada no supone más que una inmensa pérdida de energía ya que tras la
victoria de uno de los dos grupos se recaerá en la agitación y el partido más
fuerte acabará por vencer los demás, imponiendo una dictadura aplastante[56].
Pero lo que por ahora nos interesa es subrayar que palabras
como democracia o fascismo que se pretende inscribir en las banderas de los
gubernamentales o de los insurrectos son del todo exageradas y no permiten
explicar los objetivos de la guerra civil ni justificarla.
CAPÍTULO X.
LOS ERRORES DE LOS REPUBLICANOS
Un hecho incontrovertible se destaca en primer lugar de la
conflagración nacional española: que los insurgentes se han alzado contra un
Estado de derecho, establecido a raíz de una consulta popular. Se han levantado
contra un gobierno nacido de unas Cortes con mayoría de izquierdas,
constituidas tras las elecciones de febrero de 1936. El posible triunfo de los
insurrectos que confirmaría la eterna fórmula de que «la fuerza prima sobre el
derecho» nos invita a examinar qué motivos han podido ser más fuertes que el
respeto a la voluntad popular para llevar los insurrectos a luchar con tanta
fuerza y en tan gran número contra una Estado de derecho.
Consideremos primero dos características políticas de
España: la dirección política de las masas y luego el estado de madurez
democrático de esas masas, es decir, la medida en la que son capaces de
entender las consecuencias inevitables de su actividad electoral.
En lo que se refiere al primer punto, observamos que España
no es un país de partidos sino un país de opinión. El número de miembros
inscritos en Madrid, entre los dos grandes partidos —Izquierda Republicana y
socialistas—, es muy elocuente a este respecto.
En la capital de España, con una población que sobrepasa el
millón de habitantes y un censo electoral que en 1933 se elevaba a 499.903
votantes[57], las partidos más fuertes del Frente Popular comprendían entre
5.000 y 4.200 miembros entre los cuales muchos jóvenes no gozaban todavía del
derecho a votar[58] y representaban el 2% de los electores. Añadamos que el
partido de derecha (Sr. Gil Robles) nunca, ni en sus mejores momentos, pasó de
10.000 miembros y que el partido fascista, que se decía muy reforzado tras el
triunfo del Frente Popular, proporcionaba como espléndido número, en Madrid, el
de 11.000 miembros. Encontramos una prueba de esta indiferencia de las masas
hacia la defensa de sus intereses en el hecho de que los 100.000 miembros de la
U.G.T. no estén todos inscritos en partidos de izquierda[59].
La falta de organización política de las masas tuvo por
consecuencia obligar a los partidos a formar grandes coaliciones electorales
que pudiesen reunir los numerosos votos desperdigados[60]. Por otra parte, este
hecho obligaba a elaborar programas electorales de circunstancia, cuajados de
promesas atractivas con el fin de atraer el voto de la enorme masa de opinión
que quedaba fuera de las organizaciones políticas y cuyas reacciones, siempre
imprevisibles, sumían en la inquietud a los partidos que participaban en la
refriega electoral. Así, tanto los partidos de derecha como los de izquierda se
vieron obligados a prometer importantes reformas sociales que luego no pudieron
llevar a cabo.
Cautivos de la primera de estas tristes necesidades, los
dirigentes de los partidos de izquierda formaron una coalición electoral que
iba de los republicanos de izquierda a los anarquistas. Debido a la segunda de
las mencionadas necesidades se elaboró un programa de reivindicaciones obreras
que los republicanos sólo a duras penas conseguían moderar.
Algunas de esas reivindicaciones son muy significativas.
Así, la reincorporación en sus antiguos puestos de trabajo de los obreros
insurrectos de octubre de 1934, despedidos en su día por el gobierno
Lerroux-Gil Robles; el pago de todos los salarios desde esa fecha y la promesa
de indemnizaciones bajo forma de pensiones a las familias de las víctimas de la
represión. Esto suponía aprobar a posteriori una sublevación reprimida por un
gobierno de centro-derecha y anular las medidas tomadas por el Estado contra
los vencidos revolucionarios.
Ese programa rompía una vez más cualquier continuidad de la
política del régimen anulando las medidas legales tomadas por el anterior
gobierno.
Es cierto que se seguía en esto el ejemplo de la derecha, la
cual, llegada al poder en 1934, había sido la primera en volar en pedazos la
legislación reformadora elaborada por los partidos de izquierda[61].
Los rostros huraños, violentos y fanáticos[62] se mostraban
sin velos y sin matices.
No se trataba más que del siniestro augurio del
encarnizamiento que presidiría el combate el día en que se lucharía de otro
modo que a golpe de decreto.
La derecha también había amnistiado los sublevados de agosto
de 1932. También había pretendido devolver su mando a los militares que se
habían alzado contra el régimen. Pero la atenta vigilancia del presidente
Alcalá-Zamora había intervenido. Se había opuesto a esta pretensión declarando
que, mientras él estuviese a la cabeza del Estado, a quienes se hubieran alzado
contra el régimen no les devolverían sus empleos. Cierto es que el programa de
recompensa a los sublevados adoptado por el Frente Popular —llevado a cabo mediante
decretos que, por cierto, en su mayor parte fueron obra del gobierno Azaña—
implicaba una llamativa prima a la sublevación de la clase obrera que no
habiendo tenido a su favor la ley contra la cual se alzó, tampoco tuvo de su
lado, en virtud de su derrota, la fuerza que primara sobre el derecho que más
tarde le habría servido de justificación.
Sin embargo este programa no pareció asustar a nadie. Sólo
el Sr. Sánchez Román, jefe de un minúsculo partido republicano[63] que estaba
en proceso de negociación con la coalición de las izquierdas llegó a
preocuparse. Retomó su libertad quedando al margen del Frente Popular sin
presentar lista de candidatos. Actitud honesta que sólo le valió el odio de los
gubernamentales y el de los insurrectos.
Las difíciles circunstancias electorales y la necesidad de
atraerse la opinión pública enigmática y amorfa, forzaron al Frente Popular a
una propaganda sin duda exagerada si lo que buscaba era arrastrar ese
electorado dubitativo y alcanzar un éxito del que él mismo dudó hasta la
víspera de las elecciones.
Los errores del anterior gobierno de derechas proporcionaron
una excelente base a dicha propaganda. Si el periodo de gobierno Lerroux-Gil
Robles había sido poco hábil en lo que se refiere a las reformas sociales,
había resultado nefasto para la dignidad del Estado por la forma en que se
aplicó la justicia cuando se juzgó la sublevación obrera de Asturias de octubre
de 1934.
El gobierno se había encarado entonces a un movimiento que
sobrepasaba todo lo que España había conocido hasta entonces en materia de
sublevaciones. Había sobrepasado en fuerza, en intensidad y por sus
consecuencias el movimiento de la Comuna de París. Aplastada la sublevación, el
gobierno se halló ante la siguiente alternativa: o una represión severa y rápida
pero que, siguiendo el duro ejemplo de Thiers[64] en 1871, hubiese
proporcionado al país un sólido apaciguamiento, o bien una generosa clemencia
que hubiese borrado en el pueblo las fuentes mismas del odio.
No se siguió ninguno de estos dos métodos sino que con
triste torpeza se tomó un poco de éste y otro poco de aquel, aplicándolos con
trágico despropósito. La represión, en lugar de ser rápida y corta se fue
alargando de forma incomprensible: dieciséis meses después de la sublevación,
en febrero de 1936, todavía había juicios pendientes. Por otra parte la
represión fue cobardemente débil en su aspecto visible y exterior: todos los
dirigentes, incluso los jefes militares, salvaron la vida; hasta aquellos cuya
responsabilidad no ofrecía duda fueron absueltos. El gobierno concentró toda su
severidad sobre tres pobres diablos: un sargento del Ejército[65] y dos
ladrones fueron los únicos ejecutados en un pueblo asturiano.
En cambio la represión fue cruel y feroz en sus métodos. Se
dio tormento a los acusados en las prisiones; se fusiló a presos sin formación
de causa en los patios de los cuarteles, se cerró los ojos ante las
persecuciones y las atrocidades cometidas por los agentes de la autoridad
durante esos dieciséis meses.
¡Tres únicas condenas oficiales! ¡Gran clemencia! Pero, a
cambio, miles de prisioneros, centenares de muertos, de torturados, de
lisiados. ¡Execrable crueldad! He ahí el balance de una represión que si
hubiese sido severa pero legal, justa y limpia en sus métodos, habría causado
mucho menos daño al país. Ofrecía un magnífico campo para la propaganda
electoral en un país demasiado individualista, ingenuo y sentimental, inclinado
a admirar las hazañas de los sublevados heroicos y perseguidos y que experimenta
una tendencia exagerada a devolver la libertad a los inculpados por el seguro y
cómodo medio del escrutinio electoral.
La propaganda fue mordaz. La posibilidad de exponer en los
mítines la verdad sobre la represión de la sublevación de Asturias e incluso de
exagerar esa sombría verdad fue aprovechada por oradores exaltados, poco
escrupulosos y preocupados sobre todo de conjurar una posible derrota. Las
reuniones electorales se convertían en auténticos tumultos. El gobierno de
centro formado por el presidente de la República con el ambicioso pero poco
realista designio de llevar a las Cortes un grupo moderado que secundara su
política, tuvo que silenciar en ocasiones tan tormentosa propaganda.
Sin embargo tuvo éxito, y se ganó a la opinión pública que,
hallándose al margen de los partidos, se dejó arrastrar tan fácilmente como lo
fuera por la derecha en las elecciones de 1933 cuando aquella ponía en
evidencia la elocuente tendencia de la izquierda hacia el marxismo.
Las elecciones que tuvieron lugar bajo la República y sus
resultados ponen de relieve un hecho doloroso: el de la débil madurez
democrática del pueblo español. Este hecho debiera haber hecho reflexionar a
los republicanos. Ese movimiento de péndulo efectuado por el cuerpo electoral,
el cual votaba alternativamente a izquierdas o a derechas con más entusiasmo
que sensatez era tan peligroso para un régimen naciente como poco aleccionador
para sus defensores. Los republicanos, en lugar de dedicarse a corregir esas
peligrosas tendencias, de pretender la educación de un pueblo que, mantenido
por la monarquía bajo una decepcionante ficción electoral, se arriesgaba a
emplear mal una libertad política adquirida de un día para otro, cometieron el
error de explotar sus vicios en lugar de reforzar sus virtudes. Los dirigentes
hubiesen debido quedar por encima de la refriega y tratar de guiar al elector
en lugar de halagar sus debilidades. Los partidos debieran haberse mantenido en
las esferas superiores de la moral política —si es que hay alguna— y no
rebajarse recurriendo al populismo y la ciega agitación, buscando el beneficio
personal, que por cierto resulta tan efímero como peligroso[66].
En vez de eso los partidos políticos cada vez más
debilitados por divisiones originadas en ambiciones personales y en sutiles
matices —incomprensibles para las masas— simplificaban sus programas en el
marco de grandes alianzas donde se sacrificaban los principios en aras de
alcanzar el poder.
El elector no tenía elección: o votaba a la derecha o a la
izquierda, o se abstenía, lo cual fue el caso de los más conscientes.
Cuando una u otra coalición triunfaba, los extremistas se
salían con la suya en la acción gubernamental. Reclamaban a los moderados el
precio de los votos que les habían prestado. Este fue el caso de los primer y
tercer gobiernos republicanos para la izquierda y el del segundo para la
derecha. Esos extremistas, estimando valiosísima la ayuda mendigada por los
moderados, imponían su programa, que pretendían aplicar bajo el ala protectora
y debilitada de sus aliados del día.
De este modo la joven República española se ha columpiado
alternativamente durante cinco años entre el clima de soluciones extremistas de
la izquierda y el de la derecha. Esto sin duda demuestra su robusta salud, pero
muestra también que no hay organismos, por fuertes que sean, que puedan
resistir los peligrosos experimentos de los aprendices de la política.
Y hete aquí que sobreviene la peligrosa crisis. La derecha
siente despertar en ella una aguda inquietud ante el segundo intento extremista
de la izquierda. Juzgando, no sin motivo, que España no era en el fondo más que
el teatro de una pura lucha revolucionaria dirigida alternativamente por los
dos extremos políticos tras el frágil biombo de las instituciones legales, se
ha saltado las etapas y se ha lanzado al ruedo con el fin de zanjar la cuestión
con la fuerza de las armas.
Desde el principio de la refriega, el orgullo de las dos
fuerzas beligerantes les ha ocultado la gravedad de la situación y el peligro
que suponía dejar escapar —como hizo el gobierno— la ocasión de detener la
lucha con el gabinete de conciliación que proponía el Sr. Martínez Barrio.
Los militares habían acariciado la ilusión de que entre
Madrid y ellos sólo había un paseo triunfal, y que el gobierno se rendiría sin
condiciones ante la amenaza de alzamiento. De este modo despreciaban la
ardiente fe del pueblo.
El gobierno, también engañado por el entusiasmo seductor de
las masas que se alzaron con las primeras victorias, creyó que la sublevación
sería rápidamente aplastada. Menospreciaba de este modo la técnica y la
disciplina.
Una vez más, como siempre en las luchas políticas, se
cometía el error de desconocer y subestimar el adversario.
¿Creía el gobierno que los insurgentes no eran lo
suficientemente fuertes como para arrostrar una larga resistencia? Si es así,
se ha mostrado responsable de un grave error, el de no contar con las tropas de
Marruecos. No hay duda de que en todos los frentes las tropas de choque están
formadas por efectivos marroquíes cuyo número parece inagotable.
Uno se pregunta por qué el gobierno no impidió, cuando
todavía estaba a tiempo, que los futuros insurgentes dispusieran de tan
formidables efectivos militares. No ignoraba, sin embargo, el peligro que
aquellas tropas podían representar. Ya se habían producido altercados entre los
socialistas y tropas de la Legión en Ceuta. El ministro de la Guerra había
destituido en aquella ocasión a uno de los jefes que, sin embargo, permaneció
en Marruecos.
¿Cómo es posible que el gobierno republicano no reemplazara
como medida de precaución a todos los mandos de Marruecos ya que debía prever
que, en caso de sublevación, aquellas tropas se verían arrastradas por sus
jefes? El gobierno hubiera debido pensar en ello tanto más cuanto que en dos
ocasiones la República había empleado aquellas fuerzas contra la Metrópoli. La
primera vez bajo el gobierno Azaña que mandó dos columnas de marroquíes[67] a
Sevilla contra la sublevación de Sanjurjo. La segunda vez con el gobierno
Lerroux que las utilizó durante la insurrección de Asturias. La República
siguió en esto el ejemplo de la monarquía que había recurrido a la Legión
extranjera contra la Metrópoli —por primera vez— en 1930, en Alicante y
Valencia, en previsión de un levantamiento republicano.
El gobierno Giral-Prieto y, con él, el régimen republicano,
tenía más que perder que ganar en la lucha que se avecinaba. Una sublevación
que no es aplastada desde el principio se convierte en un peligro para el
régimen contra el que se produce. Un gobierno legal que no consigue ahogar
desde los primeros momentos un movimiento revolucionario, se arriesga a perder
cada día una parte de su fuerza moral y de su autoridad. En definitiva, una
revolución que se prolonga demuestra que se sustenta en una sólida base.
Martínez Barrio lo vio a tiempo. Fue derrotado y se perdió
la ocasión de impedir la carnicería. Una espantosa guerra civil iba a comenzar.
Cualquiera que sea el juicio que el porvenir reserve a don
Manuel Azaña, poder moderador de la República, esperemos que él lea de vez en
cuando el libro de Dostoyevski, Crimen y Castigo.
CAPÍTULO XI.
CAUSAS DE LA DEBILIDAD DE LOS GUBERNAMENTALES
Tres de esas causas eran visibles y fueron decisivas desde
el principio, a saber: la carencia de técnica, la ausencia de disciplina y la
desmoralización de la retaguardia.
I. Carencia de técnica
Los partidos españoles de extrema izquierda con frecuencia
han mostrado un profundo desprecio hacia la técnica en todos los campos, por lo
menos hacia la técnica «burguesa», la única que lógicamente podía existir en el
país con el advenimiento de la República. A su juicio era suficiente poseer la
fe y el entusiasmo revolucionarios para cumplir con cualquier tarea en el
gobierno[68].
Ese desprecio no podía dejar de manifestarse en el momento
de la lucha.
El gobierno esperaba vencer la sublevación militar gracias
al fervor republicano y revolucionario de sus artesanos. Esperaba también que
los ejércitos insurrectos se encontrarían pronto faltos de oficiales. Así,
desde el principio del alzamiento se apresuró en decretar el permiso de todos
los reclutas que se encontraban en las filas de los regimientos insurrectos.
Había anunciado a los soldados que se les relevaba de toda de la obediencia
debida a sus jefes. Esta medida provocó un cierto número de deserciones entre los
soldados.
El decreto supuso un serio golpe al avance de los
insurrectos. Pero estos conservaban intactos sus mandos; les bastaba con
detenerse y esperar con paciencia a los refuerzos marroquíes, organizando sus
propias milicias, como el gobierno. Una vez constituidas las milicias se
encontraron con que poseían un ejército de combatientes no menos numeroso que
el del gobierno y —cosa que le faltaba a éste— a las órdenes de oficiales que
conocían su oficio.
El gobierno, por su lado, ganó ciertos refuerzos gracias a
los soldados que dejaron su regimiento[69] y se hallaron más o menos
voluntariamente enrolados en las filas de los gubernamentales, pero careció
casi absolutamente de técnicos, de oficiales. No disponía más que de cinco o
seis generales fieles y de otros pocos oficiales, número que cada día disminuía
en virtud de la falta de disciplina de las tropas.
Esta carencia de técnica tuvo poderosa influencia durante
las operaciones militares y es notorio que paralizó el ataque que se debiera
haber efectuado contra los insurgentes en un momento en que sus filas clareaban
debido a la deserción de soldados ya que, con tal escasez de tropa, podrían
haber sido fácilmente vencidos tal y como lo fueron en Madrid, Barcelona y
otros lugares.
El parón impuesto a los insurrectos por la falta de soldados
era pasajero y fácilmente subsanable. El parón impuesto al gobierno por la
ausencia de cuadros técnicos era irreparable y definitivo.
El mismo defecto se evidenció en la marina de guerra. En
casi todas las unidades los oficiales se pusieron del lado de los alzados. Su
colaboración hubiese sido muy importante para estos últimos ya que el general
Franco contaba con aquellos barcos para poder transportar rápidamente las
tropas marroquíes a la Península.
Sin embargo los marineros, informados y fieles al gobierno,
ahogaron rápidamente la sublevación arrestando o ejecutando a sus oficiales.
El ejército rebelde sufrió un duro golpe, que habría sido
devastador si el gobierno hubiese sabido aprovecharlo[70]. Pero como no supo,
la fidelidad de los marineros resultó inútil. En efecto, las unidades navales
permanecieron en manos de la marinería[71] que, ignorándolo todo de la técnica,
no supo hacer funcionar las máquinas ni pudo defender los barcos ni usarlos en
interés del gobierno. Una sola unidad naval de los insurrectos valía tanto como
varios buques gubernamentales[72] y los militares desembarcaron en la Península
todos sus efectivos marroquíes con ayuda de unos pocos barcos y de ocho
hidroaviones[73].
II. Falta de disciplina
La falta de disciplina acompañaba, como era de esperar, el
desprecio por la técnica. Los gubernamentales consideraban a todos los
oficiales como insurrectos. Por otra parte estimaban que los oficiales no le
eran necesarios al ejército. En consecuencia los milicianos se negaron a
obedecer a los pocos oficiales que permanecieron fieles. Nadie pensó en nombrar
ni en aceptar un mando único. Cada uno ejecutaba sus pequeñas iniciativas e
insistía en combatir recurriendo al personalismo y con independencia. La
primera consecuencia de esa desastrosa mentalidad fue la auténtica carnicería
perpetrada con toda facilidad por los nacionalistas durante los combates del
frente de Somosierra, a las puertas de Madrid. Se ignoraron y despreciaron los
principios más elementales de la técnica. Los milicianos corrían a su aire
contra el enemigo en terreno descubierto o se agrupaban torpemente durante los
bombardeos aéreos y las bombas hacían diana sin esfuerzo. A consecuencia del
desorden y de la mediocridad del mando, el fuego de barrera de los
gubernamentales alcanzó con frecuencia a sus propios hombres. Otros, surgiendo
a destiempo de los refugios donde se escondían conseguían que los hirieran sus
propios compañeros.
Madrid, espantado, vio numerosos camiones trayéndole
centenares de heridos, convoyes que evocaban con elocuencia los muertos que
quedaron ahí arriba, sobre las rocas.
Esta falta de disciplina era todavía más grave en la medida
en que se sumaba a la desconfianza que los milicianos sentían por sus oficiales,
desconfianza nacida de la absoluta ignorancia de las necesidades de la técnica.
Cada miliciano pretendía ser el juez de la actividad e incluso de las
iniciativas de sus oficiales. Un ataque retrasado, una batería mejor o peor
colocada, un orden de alto el fuego, con frecuencia fueron considerados
sospechosos y a numerosos oficiales los asesinaron en el frente.
Varios oficiales se pasaron entonces a las filas de los
insurrectos. Si tenían que morir querían al menos no ser deshonrados.
Estas deserciones de oficiales, que el gobierno mantuvo en
secreto, no fueron menos numerosas y por consiguiente sí mucho más importantes
que las de soldados. Se produjeron en todas las armas. Los primeros días de la
defensa, los diarios no regateaban elogios a célebres aviadores, entre los
cuales un amigo del aviador Franco, junto al que había luchado cuando la
revuelta anti-monárquica de 1930. De repente no se oyó más su nombre. Corrió el
rumor de que se había marchado tras el asesinato de su hermano, oficial superior
ejecutado por un grupo de milicianos.
Los comunicados del ministerio de la Guerra darán idea de lo
que es un ejército sin jefes. Mientras que rara vez se oía hablar de los jefes,
se alababa continuamente «la actividad cumplida por la sección al mando del
sargento Fortea» o por «aquella mandada por el cabo Díaz» o también «el éxito
obtenido por el sargento Mayordomo con dos de sus hombres...».
Además se exhibía un supremo desprecio por toda dirección y
los periódicos proclamaban: «El hombre de la Revolución francesa fue
Robespierre, el de la revolución Rusa fue Lenin, el de la revolución española
es Juan Español».
Esta falta de disciplina impidió también al gobierno
disponer de ciertos regimientos de provincias para mandarlos a un frente
determinado. Estas columnas, sin orden superior, sin consultas previas,
exaltadas y mandadas por aventureros, habían decidido por su propia cuenta
dejar la Península y lanzarse a la conquista de dominios insulares rebeldes
cuya ocupación no tenía ninguna influencia sobre la marcha de las operaciones.
El Sr. Indalecio Prieto, improvisado estratega de la
República, mencionó este hecho a finales de agosto en un artículo del
Informaciones. Con medias palabras que querían ocultar el penoso fracaso de la
expedición del capitán Bayo para reconquistar Palma de Mallorca, Prieto se
quejaba de la falta de disciplina del ejército y reclamó un mando único
invocando el precedente de los Aliados durante la guerra mundial. Afirmaba que
la marcha de las columnas de Bayo hacia Mallorca había dejado el frente Sur
desguarnecido.
Hete aquí cómo al cabo de seis semanas de lucha, el jefe
efectivo del ministerio de la Guerra se veía forzado a solicitar humildemente
de las milicias, en las columnas de un periódico, ese mando único que él debía
haber impuesto y del que gozaban los insurrectos desde hacía mucho; ese mando
único que el gobierno nunca se avino a nombrar a pesar de tan amargos
exordios[74].
Y el hecho que provocaba estas observaciones del Sr. Prieto
era todavía más grave de lo que se atrevía a confesar. Se trataba de lo
siguiente: una columna de 1.500 hombres, organizada por el capitán Bayo[75] se
embarcó en Valencia dirigiéndose a las islas Baleares que estaban en manos de
los sublevados. Se apoderaron primero de la pequeña isla de Ibiza, mal
defendida. Cegados por tan modesto triunfo fueron por Palma, la capital de
Mallorca. La columna desembarcó en Porto Cristo. Los militares la dejaron
avanzar y a trece kilómetros de la costa la derrotaron completamente.
Resultado: 300 muertos, 600 heridos y el resto de la columna huyendo en
desbandada, tratando de salvarse a nado[76].
Este penoso fracaso no tuvo siquiera el efecto de incitar a
la prudencia a los aventureros milicianos que, sacrificando cualquier utilidad
a la gloria de una genial iniciativa, regresaron a Palma con una segunda
columna de 1.500 hombres que fue aniquilada por los rebeldes.
Tras esta segunda paliza el Sr. Prieto se quejó amargamente
de la anarquía que reinaba en el mando. ¿No podía el gobierno imponer de una
vez ese mando único que él se limitaba a preconizar? No, no podía. El gobierno
fue, desde los primeros momentos, prisionero de aquellas mismas fuerzas que
había desencadenado.
Algunas fotografías de los periódicos de Madrid conservan el
elocuente recuerdo de la falta de disciplina de los milicianos. En una ocasión
era la fotografía de matrimonios contraídos en las líneas de frente de la
Sierra entre milicianos y milicianas, parejas combatientes de las que cabe
sospechar que estarían mejor dispuestas para el goce de su felicidad que para
hacerse matar en primera línea. En otra ocasión se mostraba a los milicianos de
Navalperal otorgando, por su propia voluntad, el grado de general al comandante
Mangada, hombre exaltado más rico en buenas intenciones que en conocimientos
estratégicos.
Sucedieron al principio otros hechos más graves: dispuestas
a aprovechar la estupenda ocasión que se presentaba, todas las mujeres de vida
alegre —que la guerra condenaba al paro— desaparecieron de la capital y se
infiltraron entre otras que, con un respetable sentimiento y una sincera fe
luchaban en el frente en las filas de los milicianos. Es imaginable, en
consecuencia, el desenfreno que reinaba en el frente y numerosos combatientes
tuvieron que ser hospitalizados.
Se comprende que las llamadas al orden y a la disciplina
hayan sido el estribillo de todos los discursos de los hombres con alguna
responsabilidad. Los diarios obreros las repetían sin cesar[77].
Incluso se oía en la boca de los anarquistas. En su emisión
radiofónica diaria, la radio de la C.N.T. y de la F.A.I. todavía repetía, el 4
de octubre: «¡Los fusiles, al frente! Nadie tiene derecho a pavonearse en la
ciudad con armas que serían más útiles en otro lugar. ¡Apelamos a nuestros
camaradas!».
Pero estas llamadas al orden nunca tuvieron mucho éxito ya
que la C.N.T. tuvo de nuevo que publicar, el 22 de octubre, la siguiente nota
que describe con bastante fidelidad la actitud de las milicias:
¡Hay demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados
autos y servicios de guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol;
demasiados vividores que sabotean la revolución; demasiados restaurantes
superfluos; demasiada gente que tiene por misión hacer rápidos viajes
turísticos; demasiados vagos y desocupados; demasiados milicianos que jamás han
militado!
Es un discurso elocuente. Claro que la paga de diez pesetas
diarias abonada a los milicianos y milicianas, el hecho de poder presumir en la
ciudad y, para algunos, el saqueo y la venganza, eran carnaza suficiente para
atraer a la milicias a mucha gente que tenía que haber estado en la cárcel.
III. El terror de la retaguardia
Desde los primeros días de lucha, un indecible terror
reinaba en Madrid. La opinión pública tuvo al principio la tentación de
atribuir a los anarquistas las violencias sufridas por los civiles, y en
particular en Madrid. La historia dirá algún día si fueron justos quienes los
consideraron responsables de esos hechos. En todo caso debieran ser todos los
gubernamentales, sin distinción, quienes asumieran la responsabilidad.
Tenemos que subrayar que, mientras que en Cataluña los
anarco-sindicalistas, que constituían la casi totalidad de las fuerzas obreras,
lucharon en masa contra Goded y han ido en número considerable a luchar al
frente de Aragón, en Madrid, esas mismas fuerzas obreras se han negado a
marchar al frente en su mayoría, cuando no en su totalidad. Previendo una
futura lucha contra socialistas y comunistas tras el triunfo del Frente
Popular, los anarco-sindicalistas se cuidaron de hacer acopio de armas y
municiones para la «lucha final» y para «limpiar» la capital de la República de
fascistas más o menos auténticos, en primer lugar, de republicanos, en segundo
lugar, e incluso de los marxistas.
Los periódicos socialistas y comunistas, sintiendo la misma
preocupación que a Prieto le hacía pedir el mando único, empezaron a aconsejar
«amistosamente» el envío de sindicalistas al frente y el fin del terror. Esos
periódicos proclamaban en grandes sueltos y titulares muy visibles: «¡Ni un
solo fusil lejos de la línea de fuego!» «¡Todas las balas contra el enemigo!»,
«¡Se necesita seguridad en la retaguardia!».
Puede uno darse cuenta por la prensa de Madrid y por las
emisiones radiofónicas de Barcelona de cuánto inquietaban a la población y a
los dirigentes aquellas milicias armadas de la retaguardia. Hasta el 7 de
octubre la emisora de Barcelona continuó dirigiéndose a los milicianos armados
a los que exhortaba a «ir al frente en lugar de ser una continua amenaza para
la tranquilidad de la población civil»[78].
Observaciones y medidas tan inútiles como las del Sr. Prieto
quien, sin desmoralizarse, predicaba una teoría análoga en los artículos
diarios con que inundaba la prensa.
En efecto, tal y como muestran con elocuencia las
exhortaciones de los periódicos gubernamentales, en la retaguardia reinaba el
terror desde el principio de la lucha. Patrullas de milicianos comenzaron a
practicar detenciones en domicilios, o en la calle, en cualquier lugar donde
pensaran encontrar elementos enemigos. Los milicianos, al margen de toda
legalidad, se erigían en jueces populares y hacían seguir aquellos arrestos de
fusilamientos. Pronto se hizo corriente en retaguardia una frase trágica: se
llevaba a alguien «a dar un paseo». Pasear a todo sospechoso o todo enemigo
personal se convirtió en el apasionado deporte de los milicianos de
retaguardia.
El gobierno hizo un esfuerzo y, las primeras noches, intentó
detener aquellas patrullas sanguinarias haciendo circular por toda la ciudad
numerosos coches de guardias de asalto. Durante algunos días llegó a reducir el
número de ejecuciones, pero poco después volvían a perpetrarse. Los guardianes
de la ley se mostraban indiferentes o impotentes ante el número de verdugos que
cumplían tan odiosa labor.
Al principio se persiguió a los elementos fascistas. Luego
la distinción se hizo borrosa. Se detenía y se fusilaba a personas
pertenecientes a la derecha, luego a sus simpatizantes, más tarde a los
miembros del partido radical del Sr. Lerroux, y luego —error trágico o venganza
de clase— se incluyó a personas de la izquierda republicana[79] como el infeliz
director de un colegio para muchachos, el Sr. Susaeta, hijo de un ex-diputado
radical-socialista... Cuando se comprobaban aquellos errores, se echaba la
culpa de los asesinatos a los fascistas y se continuaba.
Los muros y tapias de la Casa de Campo, cuartel general de
las milicias, pudieron sentir, apretados contra ellos, los míseros y trémulos
cuerpos de gente aterrorizada para la cual fueron el último contacto con la
vida.
Tras espeluznantes ejecuciones en masa efectuadas en la Casa
de Campo, el gobierno, incapaz de impedirlas, cerró aquel enorme parque
imposible de vigilar. Las ejecuciones de personas detenidas prosiguieron, con
la única diferencia de alargar un poco la agonía del «paseo». Llevaban a la
gente al depósito del cementerio municipal o a la Pradera de San Isidro, o bien
a las carreteras que rodeaban la capital. El gobierno hallaba todos los días
sesenta, ochenta o cien muertos tumbados en los alrededores de la ciudad.
Iban a buscar a la gente en pleno día a su casa, a su
trabajo o en la calle. Si no encontraban al que buscaban se llevaban a algún
miembro de su familia.
Para las familias privadas de uno de sus miembros empezaba
entonces un largo calvario, que iba desde la Dirección General de Seguridad,
donde no encontraban nunca a la persona detenida hasta las carreteras conocidas
como depósitos de gente asesinada, a la que con frecuencia sólo se podía
reconocer por la ropa.
Los ministerios de la Guerra y del Interior mostraban de
continuo su incapacidad ante la ola creciente de terror, publicando comunicados
y notas que se pueden leer en todos los periódicos, en los que desaprobaban los
arrestos domiciliarios no ejecutados por agentes o por guardias de asalto. Se
invitaba a los ciudadanos a no abrir su puerta a las milicias y se
proporcionaban números de teléfono a los que llamar en caso de detención.
Por la angustia que se transparentaba en aquellos
comunicados el gobierno «legal» mostraba su desacuerdo con las milicias y, por
desgracia, también su impotencia.
Sin embargo el gobierno hubiese podido detener los saqueos y
la anarquía ya que disponía de la Guardia Civil que, muy numerosa en Madrid, no
se había puesto del lado de los alzados. Esa fuerza, por su número y formación,
habría bastado para mantener el orden en la capital si se hubiese querido
emplear.
¿Por qué no la utilizó el gobierno puesto que, por su
instrucción militar y su origen, esta fuerza siempre ha servido para mantener
el orden establecido y perseguir el bandolerismo?
Se ha podido constatar, en efecto, que si algunos
escuadrones de la Guardia Civil fueron mandados al frente, otros permanecieron
acuartelados y les quitaron incluso sus fusiles, dejándoles sólo sus armas
cortas.
La explicación se buscará en el hecho de que los obreros
odiaban a la Guardia Civil a la que acusaban de haber reprimido duramente las
revueltas obreras, en particular la de Asturias, y mostraban en relación con
ella la misma desconfianza que manifestaban respecto del ejército. El gobierno
no quiso pues utilizar esa fuerza que, para restablecer el orden, hubiese
debido reprimir los actos violentos de los milicianos.
El número de ejecuciones efectuadas en Madrid por las
patrullas de milicianos despertó también la inquietud de partidos políticos que
por lo menos intentaron organizar las matanzas —admitamos en su favor que con
la esperanza de reducirlas—. Un tribunal revolucionario, especie de «tcheka»
extra-legal, compuesto por miembros de todos los partidos integrantes del
Frente Popular, se constituyó en los sótanos del Círculo[80] de Bellas Artes de
la calle de Alcalá, edificio que enarbolaba la bandera rojinegra de los
anarquistas. Los detenidos eran conducidos ante ese tribunal. Juzgados al cabo
de unas horas eran luego fusilados. Algunas de las personas detenidas y
sometidas a ese tribunal tuvieron la sorpresa de recobrar la libertad.
Pero la existencia del llamado tribunal revolucionario[81]
no consiguió detener los registros seguidos de asesinatos que se sucedieron en
número creciente. Nunca se llegará a conocer el número de personas asesinadas a
raíz de una simple denuncia, por venganza personal, por rencor, o simplemente,
y de esto hubo muchos casos, porque el denunciado era acreedor del denunciante.
Toda la ralea de una gran ciudad actuaba libremente, con
desbocada pasión y gozaba de la impunidad que brindaba la ausencia de fuerza
pública que el gobierno debía mandar a combatir en distintos frentes o que
temía utilizar, como fue el caso de la Guardia Civil.
Los sospechosos intentaban esconderse. Algunos llegaron a
salvar la vida refugiados en escondites increíbles. Otros no se atrevían a
dejar su casa y cuando llamaban a su puerta, no la abrían.
Una tropa, de la que los periódicos alababan la actividad,
llamada «Escuadrilla del Amanecer» porque empezaba su triste labor a la una de
la madrugada, efectuaba registros y arrestos.
No se veía en las calles un solo sacerdote porque aquellos
que se habían arriesgado a salir durante los primeros días habían sido
exterminados. Las monjas que habían sido expulsadas de orfanatos y hospitales
tuvieron que huir vestidas de civil. Como su cabello corto estaba de moda,
pudieron pasar desapercibidas. Los ciudadanos que, siendo funcionarios o
empleados, debían forzosamente salir a la calle, lo hacían disfrazados de
«descamisados».
Madrid, la ciudad coqueta por excelencia donde, por
tradición, las mujeres cuidan su peinado y su calzado, pareció transformada por
la varita de una bruja fea y mala. El sombrero femenino considerado como un
tocado «burgués» fue desterrado. Nadie osaba llevarlo por la calle y las pocas
mujeres que se empeñaron en hacerlo tuvieron que claudicar ante las miradas
desconfiadas y las amenazas[82].
Madrid ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando
levantando el puño y gritando en todas las ocasiones el saludo comunista para
no convertirse en sospechosos, hombres en mono y alpargatas copiando de esta
guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos
usados, raspados, toda una invasión de fealdad y de miseria moral, más que
material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir[83].
La gente que en tiempo normal llenaba las calles y las
terrazas de los cafés, yacía bajo tierra o se disfrazaba.
Durante la noche Madrid no dormía, temblaba. Uno escuchaba
atentamente los ruidos de la calle, acechaba los pasos en la escalera... se
esperaba siempre un registro de los milicianos.
Al final del mes de agosto el gobierno adoptó la única
medida inteligente que opusiera a la actividad letal de los milicianos. Abolió
el servicio de serenos[84] y ordenó que todos los vecinos guardaran la llave de
sus casas; que éstas se cerraran a partir de las once de la noche; que los
porteros no abrieran la puerta a nadie y telefonearan a la policía «si las
violentas llamadas indicaban que se trataba de milicianos pretendiendo entrar».
Esta disposición por lo menos permitió a los madrileños dormir
con algo más de tranquilidad. Pero sólo duró durante unos días porque más tarde
los milicianos obligaron los porteros a dejar la puerta abierta durante toda la
noche.
De día Madrid ofrecía el aspecto inquieto y febril de las
ciudades que pasan por una revolución. Cortejos de niños circulaban cantando
canciones revolucionarias al ritmo del estribillo:
Sí, sí, sí, queremos un fusil,
No, no, no, queremos un cañón.
Como obedeciendo a una consigna, se repartían entre los
niños armas de juguete. Incluso los bebés, en los brazos de sus madres,
levantaban un pequeño fusil o una pistola.
Al anochecer las tropas revolucionarias llenaban las calles
del centro. Milicianos montados en camiones trepidantes enarbolaban toda suerte
de tocados donde predominaba el rojinegro anarquista y llenaban Madrid con sus
gritos. Cantaban también a coro estrofas de guerra y de matanzas, todo ello
amenizado por el estribillo:
Fai, fai, cenetém>
Fai, fai, ceneté[85]
La gente se estremecía... Adivinaba que aquellas incursiones
callejeras señalaban el principio de los registros, que ese coro rabioso,
ruidoso y terrorífico, cuando alcanzara su punto de excitación, se
desperdigaría por Madrid en pequeños grupos que irían por todas partes «a
pasear» pobre gente entregada por la pasividad gubernamental a aquellas bestias
feroces.
Las calles se mostraban casi desiertas, los taxis habían
sido retirados de la circulación, los coches privados habían desaparecido,
habiéndose apoderado de ellos los milicianos desde el primer momento.
Circulaban paseando milicianos y milicianas que apuntaban sus fusiles y sus
revólveres contra los paseantes o las ventanas de las casas.
Madrid tocaba el fondo del mal gusto y de la
desorganización. En los elegantes edificios de las principales calles enormes
pancartas anunciaban que estaban destinados al uso de los distintos y numerosos
grupos, secciones, organizaciones y células obreras.
Las ventanas y los balcones eran ocupados todo el día por
grupos de milicianos que charlaban, sin el menor recato. A los madrileños les
esperaban sorpresas: un día, en la calle de Alcalá, la más elegante de Madrid,
frente al Círculo de Bellas Artes, un grupo de milicianos despedazaba un enorme
toro... Los paseantes tuvieron una arcada creyendo, en un primer momento, que
se trataba de la ejecución de alguna sentencia pronunciada por la terrible
checa[86] que se asentaba en el Círculo.
La falta de seguridad personal fue tal que muchas personas
que, lejos de ser fascistas pertenecían a partidos no perseguidos por el
gobierno, empezaron a suplicar a las autoridades que las pusieran a disposición
de la Dirección de Seguridad, único medio —pensaban— de disfrutar de la
protección de la ley, aunque fuera entre los muros de una prisión. Así, tanto
este tipo de arrestos como los que se ordenaban de personas consideradas
sospechosas acabaron llenando las cárceles. La de Madrid rebosaba de
prisioneros con siete u ocho personas por celda y su número pasaba de tres mil
así que hubo que habilitar conventos en cárceles suplementarias para hombres o
para mujeres.
A su vez, militares arrestados bajo la inculpación de
simpatía por los insurrectos al no considerarse seguros en las cárceles
pidieron su traslado al hospital militar, invocando su débil estado de salud.
Este fue el caso del general López Ochoa, detenido por el gobierno como
responsable de los fusilamientos de obreros con ocasión de la revolución de
Asturias.
Pero hubiera debido esconderse bajo tierra para escapar de
la ferocidad de los carniceros de retaguardia. Un día del mes de agosto la
chusma se presentó gritando frente al hospital militar situado en Carabanchel,
a las puertas de Madrid. Afirmando que se preparaba la evasión del general, se
apoderó de su cuerpo que fue despedazado, siendo paseada la cabeza en el
extremo de una pica[87].
La situación de los prisioneros civiles no fue mejor. Un día
corrió el bulo de que las milicias rodeaban la cárcel de Madrid, dispuestas a
tomarla para fusilar los fascistas que estaban allí encerrados. Se reforzó la
guardia y no ocurrió nada. Pero días después una noticia sorprendente recorrió
Madrid: ¡se pretendió que los detenidos habían pegado fuego a la cárcel para
evadirse a favor del incendio!
De los miles de prisioneros encerrados en la cárcel central
de Madrid, sólo dos muchachos consiguieron escapar. Todos los demás fueron
exterminados[88]. Entre ellos se encontraban personalidades como don Melquiades
Álvarez, antiguo republicano, jefe del Partido Republicano Liberal Demócrata y
el Sr. Rico Avello, ex-ministro del Interior en el gobierno presidido por el
Sr. Martínez Barrio en 1933 y alto comisario en Marruecos en febrero de 1936.
Los fusilamientos duraron toda la noche en el interior de la cárcel, sembrando
el terror en las casas vecinas.
En los archivos de la Dirección de Seguridad se encuentra
una foto donde se ve el cadáver del Sr. Melquiades Álvarez, exhibiendo en el
cuello una enorme herida provocada por un bayonetazo. El cuerpo de Rico Avello
se encontraba echado a propósito sobre un montón de cadáveres destinados a la
fosa común.
Durante esos mismos días, un tren que iba a Madrid llevando
doscientos prisioneros y rehenes desde Alcalá de Henares y Guadalajara fue
detenido por los milicianos en la estación de Vallecas y los prisioneros fueron
fusilados en el acto.
Estos últimos hechos decidieron por fin al gobierno a tomar
la dirección de la represión formando un tribunal compuesto por miembros de la
magistratura y un jurado popular reclutado entre los partidos inscritos en el
Frente Popular. Ese tribunal, dada la publicidad que tendrían sus sentencias,
estaría obligado a medir su alcance y a justificarlas. Sin embargo no temió
pronunciar sentencias condenatorias como las de los Sres. Salazar Alonso, Abad
Conde y Rafael Guerra del Río[89], ex-ministros del partido radical en el
gobierno Lerroux, acusados —sin ninguna prueba, por cierto—, de haber
favorecido el alzamiento. Su pecado era muy distinto, el de pertenecer al
antiguo partido radical, bajo el gobierno del cual habían sido ministros en
distintas ocasiones.
Salazar Alonso había sido perseguido encarnizadamente por
los socialistas que lo acusaban de haber puesto trabas a sus actos
revolucionarios. Murió en plena juventud y, pese a sus errores políticos —si es
que cometió alguno— conservó siempre un temperamento generoso y cordial. A
Guerra del Río ni siquiera se le podía reprochar el haberse opuesto a los
socialistas ya que siempre le habían atraído los elementos obreros e incluso
simpatizaba con ellos[90].
Con estas dos víctimas del furor revolucionario desaparecía
todo un símbolo del pasado de las luchas republicanas españolas. Habiendo
pertenecido siempre al partido republicano radical, llamado histórico, que
presidía Lerroux, esos dos hombres habían luchado por la libertad y sufrido
numerosas persecuciones. Guerra del Río, ante el pelotón encargado de su
ejecución habrá visto quizá pasar ante sus ojos lo que fue su vida, las veces
en que bajo la monarquía tuvo que recorrer las calles de Barcelona, detenido como
agitador y conducido al cuartelillo de policía, esposado y en ocasiones
encadenado a un compañero sindicalista, ese «compañero» sindicalista que en
aquel momento debía estar ampliamente representado en el pelotón de
ejecución[91].
Los marxistas a la izquierda, los monárquicos a la derecha
no tendrán que enfrentase en el futuro a esos republicanos cuyas convicciones
se habían formado al abrigo de una lucha sostenida por la República y por la
libertad.
* * *
Estos hechos elocuentes, la carencia de técnica, la falta de
disciplina y el terror en la retaguardia, bien pronto informaron a los
republicanos y a sus simpatizantes sobre las posibilidades de éxito de la
resistencia gubernamental. El tercer hecho en particular, el terror en la
retaguardia, les mostró la suerte que podía depararles el triunfo sobre[92] los
insurrectos. Los entusiasmos por la «República democrática» se enfriaron.
Muchos republicanos, incluso los afiliados al Frente Popular, empezaron a
intercambiar reflexiones acerca de los asesinatos. «Mañana nos tocará a
nosotros». Muchos intentaron alejarse con distintos pretextos y en el frente
los republicanos eran una minoría que menguaba más cada día.
Ese terror que reinaba en las ciudades que permanecían en
manos del gobierno pero de las que ya no era dueño le hicieron perder la
simpatía y el apoyo tanto material como moral de cantidad de personas que
constituían la pequeña burguesía liberal y demócrata, la cual en un primer
momento se había opuesto a la sublevación militar. Cada día el gobierno se vio
más aislado entre las fuerzas socialistas, comunistas y sindicalistas. Por
cierto que parecía estarlo muy a gusto. Sin embargo, poco a poco, a los ojos
del pueblo republicano pero pacífico, liberal pero amante del orden, demócrata
pero temeroso de la anarquía aún más que de la dictadura, el gobierno
republicano perdía su carácter de legítimo y legal adquirido por las
elecciones.
Por mucho que se diga que la exasperación provocada por una
guerra civil puede explicar, si no justificar, todos esos excesos, lo cierto es
que los ciudadanos pacíficos, el modesto comerciante, el funcionario, el
pequeño burgués, en definitiva, todos aquellos que no miran la vida sobre el
plano histórico sino tal y como se presenta día a día, comprendieron el peligro
que suponía para ellos ese terror ejercido por una chusma rencorosa envenenada
por una odiosa propaganda de clase.
Los terroristas han trabajado en favor de los alzados tanto
o más que sus propios partidarios.
Esos elementos han impuesto al gobierno la continuación de
la lucha, y por buenas razones... Disfrutan de una vida de ensueño: provistos
de dinero, saqueando, organizando matanzas, y saciando su sed de venganza y sus
más bajos instintos...
CAPÍTULO XII.
¡OPTIMISMO A TODO TRANCE!
La más leve apariencia de hostilidad contra el gobierno era
de inmediato castigada con la muerte por las patrullas de milicianos. Una
consigna fue rápidamente difundida, la del optimismo a la fuerza: «Nunca pasa
nada, y si alguna vez pasa, no importa». «Todo comentario derrotista o que dude
del éxito de nuestras armas denuncia un enemigo», proclamaban los titulares de
los periódicos.
Con esa propaganda se amordazó a los paisanos que, sin
deslealtad, quizás sólo por miedo, empezaban a dudar no sólo del éxito de la
resistencia sino de la suerte que un triunfo del Frente Popular les reservaría
a los burgueses republicanos.
Los comunicados de prensa y del gobierno se hicieron de una
exasperante monotonía. No pudiendo anunciar éxitos y ocultando de modo pertinaz
la verdad, se limitaban, día tras día, a augurar la caída de plazas importantes
como Toledo, Córdoba, Sevilla, Oviedo y Ávila. Los diarios extranjeros
escaseaban porque la censura los secuestraba. La gente no tenía más información
que los comunicados de las emisoras de radio de los insurrectos quienes, desde
Burgos, Sevilla, Tetuán y otros lugares daban noticias mucho menos
tranquilizadoras. Esas noticias eran escuchadas con precaución porque nadie se
fiaba de su vecino en quien veía un posible delator.
Así a todos aquellos a los que torturaba el deseo de saber
la verdad sólo les quedaba la duda, y una duda cruel.
Pero al final la verdad se hacía camino y esa verdad era tan
triste como desazonadora: había una larga lucha por delante, una guerra sin
cuartel, despiadada. E incluso más allá de la guerra el porvenir parecía
sombrío. Se vislumbraba con demasiada claridad que el triunfo del gobierno no
sería el triunfo de un régimen democrático dentro del cual el ciudadano gozaría
de libertad para hacerse oír por las vías legales. El éxito definitivo del
gobierno no sería más que el triunfo de los extremistas quienes ya desde el
principio de las hostilidades habían venido dominando a los republicanos.
Por cierto, ni siquiera sería el triunfo de los socialistas
clásicos, cuyos principios tal y como se aplican en los países escandinavos
permiten a las clases liberales vivir y respirar. Sería con seguridad la
instauración de una época de anarquía y de luchas desgarradoras en las que los
republicanos, desbordados, ahogados, degollados por sus aliados de un día sólo
tendrían, como mucho, el derecho de ser meros espectadores del desorden,
temblando de miedo y con la seguridad de ser algún día ejecutados. Sería una
época de enfrentamientos internos, de luchas sangrientas entre los grupos
obreros con distintas ideologías que se disputarían el poder y la gloria de
instaurar en el país regímenes opuestos: el comunismo bolchevique o el
libertarismo anarquista.
Los gubernamentales, en sus periódicos y en sus comunicados,
han acusado de continuo a los insurrectos de los mismos hechos que los
habitantes de Madrid veían acaecer ante sus ojos. Y además de que esto no podía
en modo alguno consolarlos de su propia situación ni absolver al gobierno de
sus culpas, todos estaban convencidos de que con aquellas noticias lo que se
pretendía era justificar el terror que asentaba sus reales en Madrid. Aquellas
acusaciones ponían sin embargo de relieve un hecho cierto, el de la crueldad de
la guerra, del que hablaremos más tarde.
En Madrid, los milicianos con su conducta han mancillado la
causa de la defensa de los primeros días. Así que la opinión pública se
divorció del gobierno que se suponía tenía que estar a su mando.
En el futuro, republicanos y socialistas podrán intentar
endosar esos horribles crímenes a los anarquistas. Pero no es menos cierto que
un gobierno incapaz de asegurar el orden público y el respeto a la vida humana
ya no es digno de ese nombre. Para conservar su dignidad sólo le cabe confesar
su derrota ante los hechos y arrojar la toalla.
Pero no se trata aquí solamente de impotencia[93]. No puede
una dejar de pensar que esos crímenes no habrían tenido lugar si los hombres en
el poder hubieran sentido su horror. Pareciera que los consideraban con
indiferencia e incluso que cerraban los ojos convencidos de que aquella
depuración podía mostrarse útil y necesaria para la seguridad interior.
Llegó sin embargo un momento en que el gobierno tuvo que
tomar medidas contra las milicias. Las patrullas habían en efecto empezado a
registrar legaciones y embajadas gracias a la complicidad o la simpatía de sus
camaradas encargados por el gobierno de vigilar aquellos edificios. Así los
milicianos penetraron en la legación de Venezuela y trataron de entrar en la
embajada de Inglaterra. Esos dos países protestaron y el gobierno se apresuró
en destinar a la custodia de la embajada de Inglaterra a una compañía de la
Guardia Civil con la orden de disparar sin previo aviso sobre las patrullas que
intentaran aproximarse.
Así, cuando el diario ABC (convertido en gubernamental tras
su incautación) publicó una fotografía mofándose de los esqueletos hallados en
las iglesias y los ornamentos del culto, el gobierno, preocupado por la
repercusión que semejante publicación podría tener en el extranjero, hizo encarcelar
al director del periódico, a pesar de que pertenecía a las milicias.
En consecuencia, podemos ver que el gobierno podía actuar a
pesar de todo contra las milicias cuando éstas, por sus actos, lo ponían en
peligro.
CAPÍTULO XIII.
CÓMO EXPLICAN EL TERROR LAS MILICIAS
Los elementos republicanos han tratado de explicar el terror
que se veían incapaces de detener. Atribuían su causa a la actitud de numerosos
simpatizantes de los insurrectos, que habían permanecido en las ciudades donde
el alzamiento había sido sofocado.
En Madrid, a pesar del estío, que en general conlleva la
salida de numerosas familias, mucha gente favorable al alzamiento se había
quedado en la capital. Algunos, involucrados en la sublevación y otros, fiados
en un «rápido paseo militar sin lucha y sin peligro». El fácil triunfo de la
marcha sobre Roma engañó a aquellos que no tenían gran confianza en la
resistencia de los elementos marxistas. Creían que el gobierno reflexionaría
acerca del grave peligro que supone entregar armas a los obreros que desde
hacía largo tiempo recibían una educación revolucionaria. Una vez defraudada su
esperanza, esos elementos que se quedaron en Madrid intentaron con valor y
decisión ayudar al alzamiento con todas sus fuerzas.
Aparte de los civiles disfrazados de soldados en los
cuarteles, hubo otras personas disparando continuamente desde las terrazas y
las ventanas de la ciudad contra los milicianos que patrullaban en la calle.
Este tiroteo continuo obligó a ordenar a los ciudadanos que mantuvieran los
postigos y las persianas abiertas durante el día y la luz encendida durante la
noche. Los ataques dieron motivo a registros en las casas desde las que
empezaba el tiroteo y se llevó a cabo algún arresto.
Sin embargo no se consiguió detener aquellos ataques. Fueron
todavía más terribles y graves en las calles. Los llamados fascistas llegaron a
infiltrarse entre las filas de los milicianos con tal habilidad que a pesar de
la requisa de todos los automóviles por el Estado y de la imposibilidad en que
uno se encontraba de circular en auto sin autorización oficial, coches que
circulaban por las calles rebosantes de milicianos se vieron atacados en todo
momento por otros coches que se cruzaban con rapidez y desde los cuales se
disparaba sobre los milicianos, matando a muchos de ellos. La imaginación de
que hacían gala aquellos elementos para circular libremente sin levantar
sospechas era inagotable. Entre los coches que causaron mayor número de
víctimas entre los milicianos se hallaron los que enarbolaban la bandera de la
Cruz Roja, conducidos ostensiblemente por mujeres disfrazadas de enfermeras,
portadoras de pistolas y metralletas silenciosas con las que atacaban a los
milicianos.
Para hacerse una idea de los audaces ataques operados por
los insurgentes en la retaguardia, recordemos lo que sucedió la primera vez que
se anunciara que Madrid iba a ser bombardeado por los alzados. El 12 de agosto
el ministro del Interior hizo conocer por radio las precauciones que habían de
tomarse en caso de ataque. A las once de la noche todas las luces de las calles
y de las casas habrían de apagarse y los coches de bomberos recorrerían la
ciudad anunciando con sus sirenas la llegada de aviones enemigos. En ese
momento la gente habría de refugiarse en los sótanos de las casas y en los subterráneos
del Metro. El programa fue llevado a cabo. Pero también, con las luces
apagadas, la primera noche, un espantoso tiroteo resonó en Madrid. Desde las
terrazas y las ventanas, desde coches circulando por la calle, por todas partes
y, al abrigo de la oscuridad, se disparaba contra los milicianos.
La segunda noche el tiroteo, agravado por el lanzamiento de
bombas de mano, tomó tal cariz que puso al gobierno en el brete de tener que
renunciar a las medidas que había previsto. Y los ataques aéreos que tuvieron
lugar a partir de entonces pudieron llevarse a cabo sin que la ciudad gozara de
ninguna garantía.
Aquellos elementos favorables a los rebeldes llegaron con la
misma habilidad a introducirse en todos los grupos civiles organizados por la
administración, es decir, en los cuerpos de médicos, de enfermeras y
enfermeros, en el personal de los orfanatos. Se había proporcionado a todas
esas personas unos brazaletes que les brindaban la protección de los
milicianos, siempre dispuestos a descubrir por todos lados enemigos de la
República. A pesar de que esos brazaletes llevaran el sello de las
organizaciones que los proporcionaban, fueron abundantemente falsificados por
los sublevados que, de ese modo, pudieron llegar a conocer el movimiento de las
tropas.
Se retiraban numerosas veces aquellos brazaletes,
sustituyéndolos por otros pero tal medida resultó inútil ya que no se podía
poner coto a las falsificaciones. Al final se terminó prohibiendo su uso a los
gubernamentales y numerosos portadores de falsos brazaletes acabaron fusilados.
Entre las enfermeras, la ayuda proporcionada a los alzados
fue todavía más eficaz. Se averiguó de qué modo habían conseguido algunos
milicianos fascistas introducirse en distintos frentes disparando sobre sus
compañeros en el curso de las batallas. Un día se detuvo en el campo de batalla
a una enfermera sospechosa. Registrándola le encontraron once carnés de
milicianos afiliados a organizaciones obreras. Cuidando a los heridos o
transportando a los muertos, les quitaba su carné que más tarde pasaba a manos
del enemigo. Esos carnés que se entregaban sin fotografía y a nombre del
portador para facilitar la incorporación de los obreros, acabaron
convirtiéndose en una llave maestra magnífica para los agentes rebeldes. De
esta guisa el enemigo no sólo estuvo siempre informado del movimiento de las
tropas sino de los cambios en el mando. Citemos de ello alguna prueba: el
general Miaja —quien dirigiera más tarde la defensa de Madrid— cuando se
dirigía a tomar Córdoba al frente de un cuerpo de milicias, se enteró en el
frente, por un programa de la radio, que había sido relevado en el mando.
Consideró aquella noticia como una bravuconada de los alzados. Al día siguiente
la noticia le fue confirmada por un decreto del ministerio de la Guerra. Así
que la decisión había sido conocida por los insurgentes antes de hacerse
pública y oficial.
Todas estas actividades del enemigo en retaguardia,
actividades ciertamente eficaces, exasperaron hasta el paroxismo a los
ciudadanos que combatían del lado del gobierno. Los milicianos fueron los
intérpretes del deseo y de la necesidad que se sentía de acabar con las redes
de espías, y se pasaron de la raya...
He aquí la explicación dada por los gubernamentales del
origen de las represalias ejercitadas contra la población civil. Y como si no
estuvieran controladas ni limitadas por el gobierno responsable, originaron
toda suerte de excesos, injusticias y errores...
CAPÍTULO XIV.
BARRO, SANGRE Y LÁGRIMAS[94]
La imperiosa necesidad en que se halló el gobierno que sustituyó
al del Sr. Martínez Barrios de seguir entregando armas al pueblo en lugar de
buscar la paz hizo de ese gobierno el rehén de las milicias armadas. El
gobierno se encontró de continuo dividido entre el deseo de llevar a la razón
las fuerzas por él desencadenadas y la necesidad de tratarlas con miramientos.
En Barcelona, el Sr. España[95], miembro de la Generalidad, desafió el frenesí
anarquista poniendo en peligro su vida, y proporcionó pasaportes colectivos a
varios grupos amenazados, como los monjes de Montserrat. Pero los comités
anarquistas, sedientos de sangre, se dieron cuenta de ello y exigieron visar
todos los pasaportes con su propio sello. El Sr. España, amenazado, ha tenido
que dejar Barcelona y refugiarse en Francia.
El gobierno de Madrid, poco dispuesto a facilitar la huida
de personas amenazadas de muerte, ha hecho sin embargo algunos esfuerzos para
dominar las milicias enfurecidas. Continuamente ha prohibido los registros
domiciliarios y los arrestos arbitrarios. Para apaciguar la furia de los
milicianos, ha nombrado tribunales populares intentando dar a sus excesos una
apariencia de justicia regular, con la esperanza de limitarlos. Además, el 7 de
octubre el ministro del Interior dictó un decreto «contra los arrestos y
visitas a domicilio de los que los milicianos toman con frecuencia la
iniciativa», ordenando llevar ante la Justicia a aquellos que los llevaran a
cabo sin una orden de la Dirección de Seguridad, prohibiendo la requisa de
muebles y de efectos en el curso de los registros y ordenando que éstos
tuviesen como testigos el portero y los vecinos de la casa donde tuvieran
lugar... Las milicias, por otra parte, no acataron esta orden que había nacido
del escándalo que en todo Madrid levantó el espectáculo de las casas
registradas y de los camiones llevando su mobiliario hacia destinos
desconocidos.
Cierto es que el gobierno no dejará de negarse a asumir su
penosa responsabilidad en estos hechos. Pero además de que no se pueden endosar
las matanzas a la fatalidad, a una catástrofe sísmica o a los misteriosos
designios de la Providencia, no es menos cierto que el gobierno no ha podido
evitarlas, ni reducirlas, ni atenuarlas y no ha querido o no ha sabido castigar
a sus autores.
Actuaba a escondidas del gobierno una «justicia popular»
ciega y cargada de odio, obedeciendo a resentimientos de clase o a los partidos
en lugar de defender la República.
He aquí la situación creada por el hecho de armar al pueblo.
El gobierno debía habérselo imaginado y, en la mañana del 20 de julio, el
presidente de la República, sin duda aterrado por el negro panorama que le
debió pintar el Sr. Martínez Barrio, tuvo un momento de duda al nombrar un
gobierno moderado, pero ese buen gesto se evaporó ante la presión socialista.
¿Alguna vez lo lamentó? A partir de entonces se le ha visto
por lo menos en apariencia siempre de acuerdo con el gobierno, decidido a todo,
dispuesto a una resistencia numantina. También hemos visto, con mayor sorpresa
si cabe, al Sr. Martínez Barrio convertido en adicto de esa política, él que
tan angustiado se mostró un día ante la idea de los horrores que vislumbraba.
¿Será cierto que está escrito que todos los hombres que participaron en el
nacimiento de la República, hermoso movimiento pacifista y plebiscitario de 1931,
habrán de terminar su vida política de una forma tan triste y con ríos de
sangre, incluso los más moderados y lúcidos?
Por desgracia, se encuentran todos en el mismo callejón sin
salida. Un día, en 1932, con ocasión de la represión contra los anarco-sindicalistas,
el Sr. Martínez Barrio , entonces vicepresidente del partido radical y situado
en la oposición, acusó al Sr. Azaña de las ejecuciones sin formación de causa
cometidas por sus tropas sobre humildes obreros: era el asunto tan tristemente
famoso de «Casas Viejas»[96]. El Sr. Martínez Barrio tuvo esta amarga frase:
«Su política no es más que barro, sangre y lágrimas». Habrá sin duda lamentado
estas palabras en el momento de entrar en el Frente Popular cuando todos los
partidos se las recordaban, queriendo negar su admisión... Pero ¿cuántas veces
el destino cruel no va a repetírselas al oído como un grito de acusación?
Sangre, barro y lágrimas... ¡Y todo eso por una docena de
hombres culpables de rebelión y asesinados sin juicio! ¡Cuánta sangre, cuánto
barro, cuántas lagrimas no habrán hecho correr las milicias al servicio del
gobierno al cual los ministros miembros del partido presidido por el Sr.
Martínez Barrio siguen perteneciendo[97].
CAPÍTULO XV.
LA CRUELDAD DE LA LUCHA
Ninguna guerra se condujo con tanta crueldad. Por la intensidad
y la extensión de la represión, sobrepasa todo aquello que sabemos de las dos
guerras civiles que anteriormente se han sostenido en España[98].
Hemos conservado en nuestra historia como ejemplo legendario
de fría crueldad el recuerdo de aquel general de los ejércitos carlistas,
Cabrera, quien como represalia del asesinato de su madre fusilada por sus
enemigos hizo fusilar en el acto a las mujeres de cuatro jefes liberales que
eran sus rehenes.
Las represalias cometidas en la lucha actual sobrepasan con
mucho esos asesinatos históricos. Cientos y cientos de rehenes han sido
asesinados por la izquierda. Es una lucha en la que, por cierto, no se hacen
prisioneros. Las fotografías de los periódicos extranjeros nos muestran
montones de combatientes fusilados por los alzados al entrar sus ejércitos en
las ciudades. Se pisotean todas las leyes de la guerra.
Para encontrar en nuestra Historia hechos semejantes hay que
remontarse a la época de la guerra de Independencia. Pero la crueldad de
aquella guerra se explica porque España, entonces, era un país herido,
desgarrado por una guerra de invasión, mientras que en la guerra actual los
españoles se despedazan unos a otros y todas las consideraciones de sangre, de
fraternidad o de raza no hacen más que 124 añadirse a la rabia, al furor del
toque a degüello. Es una guerra de odio y de extermino.
No puede uno dejar de preguntarse en presencia de tantos
horrores tan contrarios a la imagen que uno se hace del pueblo español, siempre
cortés, alegre y benévolo, si no hay en esto la influencia de algunos consejos
o de algunas tácticas tomadas de otras luchas y de otras razas[99].
Las acusaciones de crueldad parten de los dos bandos. Desde
el ángulo en que examinamos la sublevación no tenemos para acusar a los alzados
más que las afirmaciones de los gubernamentales. Se trata de documentos de los
que la historia habrá de juzgar la verdad o la falsedad.
Pero del lado gubernamental quiso la suerte que fuese
testigo más o menos directa de los excesos cometidos.
El examen de los hechos acaecidos día tras día en Madrid y
Barcelona especialmente, el número de cadáveres hallados todos los días en la
Casa de Campo, la pradera de San Isidro, la Ciudad Universitaria y hasta las
calles de la ciudad, permite evaluar los asesinatos en un mínimo de cien
diarios, es decir en un número superior a 10.000 el total de ciudadanos
asesinados durante tres meses, y sólo en la capital de la República[100].
En Barcelona donde las organizaciones de la F.A.I. y la
C.N.T. eran las verdaderas dueñas de la ciudad y al carecer de poder el
gobierno de la Generalidad, las ejecuciones se han llevado a cabo siguiendo una
suerte de siniestro control que permite comprobar la extensión de la carnicería
de una forma casi oficial. Al no tener que luchar los grupos obreros, como en
Madrid, con un gobierno preocupado por sus responsabilidades de cara al
exterior, ni tampoco con milicias socialistas, los cuerpos de los fusilados
eran todos centralizados por los verdugos en el Hospital Clínico, una suerte de
depósito de cadáveres de la ciudad. Este hecho ha permitido elaborar una
estadística de los asesinatos y ésta, el 9 de septiembre, sobrepasaba el número
de 6.000 de los cuales 511 cometidos durante los dos primeros días de lucha.
Este número nos da una proporción de 100 ejecuciones diarias y se dice que ésta
era la cifra prevista por el comité que se había arrogado la criminal misión de
«limpieza».
Estas ejecuciones se llevaron a cabo con ayuda de unas
listas preparadas de antemano donde se hallaban ya los nombres de todas las
personas inscritas por los partidarios de la dictadura del proletariado con ocasión
del movimiento revolucionario de 1934. Se les habían añadido los nombres de los
partidarios del fascismo y los de los militantes de partidos antimarxistas
cuyas listas se encontraron durante los registros de domicilios privados y
oficinas de partidos políticos.
En esas listas figuraban en primer lugar los sacerdotes,
frailes y religiosas, los miembros de Falange Española, los de Acción Popular,
los del Partido Agrario y luego los miembros del Partido Radical. Y también los
patronos contra los cuales había denuncias ante los tribunales laborales.
Se incluyó también en esas listas los nombres de personas
denunciadas aunque fuese sólo por algún chiquillo o por gente deseosa de
satisfacer su propio rencor. Se podría citar el caso de numerosas venganzas como
el asesinato del patrono catalán Lluch, propietario de un cine de Barcelona. Su
crimen consistía en haber negado su sala de espectáculo, meses antes, a un
comité de la C.N.T. que quería organizar un mitin. Sin embargo había atenuado
su negativa con la donación de 1.000 pesetas para la caja de la organización.
Sólo se acordaron de su negativa, que pagó con la vida.
De tantos asesinatos execrables, los más odiosos fueron,
como siempre, reservados a las mujeres, apaleadas y ultrajadas antes de perder
la vida.
Se registraba el domicilio de las personas presentes en las
listas. Si no se las hallaba, se buscaba en casa de familiares o amigos. Esos
fueron los casos de don Melquiades Álvarez, detenido en casa de su hija, y de
Salazar Alonso[101], al que sólo se encontró tras dos meses de intensa
búsqueda.
CAPÍTULO XVI.
EL GOBIERNO LEGÍTIMO
Desde el principio de la lucha, los republicanos ya no
contaban. Si les han conservado una mínima representación en el gobierno
socialista revolucionario de Largo Caballero que ha sucedido al de Giral, no es
más que para salvar las apariencias, para poder negar en el extranjero que
España se encontrara bajo un gobierno rojo, como así lo hizo nuestro embajador
en París en nombre del ministro de Asuntos Exteriores. Es para poder protestar
contra la ayuda que Alemania e Italia aportan a los insurrectos que luchan
«contra un gobierno legal salido de las elecciones de febrero de 1936». Es para
poder, también, quejarse ante la asamblea de Ginebra y pedir ayuda en favor de
un gobierno «legítimo». Si no fuera por esto haría ya mucho tiempo que a los
republicanos les habrían despojado de la sombra de poder que conservan gracias
a la coalición de la que son minoría.
El gobierno ya no es el mismo que salió de las urnas en las
elecciones de febrero. El programa electoral recogía expresamente que sólo los
republicanos ostentarían el poder. Sin embargo, el gobierno Largo Caballero fue
nombrado —por lo menos en apariencia— por la sola voluntad del presidente de la
República, poder moderador que por sí solo no es más que una de las dos
«confianzas»[102] que la Constitución prevé. El ministerio Largo Caballero ha
gobernado sin presentarse de inmediato ante las Cortes para obtener de ellas
una segunda «confianza». Sólo al cabo de un mes, en medio de la inquietud
provocada por la amenaza de ver cercado Madrid, las Cortes fueron convocadas,
siempre con el objeto de ofrecer un simulacro de legalidad constitucional.
Pero esas Cortes no existían ya. De 470 diputados electos,
siete meses y medio antes, sólo un centenar se presentaron a dicha
convocatoria, estando los otros muertos o habiéndose unido a los alzados. Ni un
solo diputado de la oposición asistió a la sesión, y es fácil entenderlo.
Además, de los 260 miembros de la mayoría de izquierda, faltaron 160.
Haciendo abstracción de los diputados que los
gubernamentales dicen que los insurrectos han ejecutado, no es menos cierto que
el ministerio de mayoría socialista ni siquiera ha podido reunir los votos de
su propio grupo y que, de los 100 diputados presentes, casi todos eran
socialistas. ¡He aquí lo que se llama un gobierno legítimo nacido de la
voluntad popular y que tiene por misión defender la legalidad republicana y la
democracia española!
Pero el nombramiento de ese gobierno legítimo tenía un
origen todavía menos puro.
No es un misterio para nadie el hecho de que los elementos proletarios
que predicaban la revolución socialista, incluso antes de que se creara el
Frente Popular, han considerado la sublevación militar como una magnífica
ocasión para alcanzar su meta. Y esperaban aprovecharla para, una vez derrotada
la sublevación con la ayuda del gobierno republicano, imponer a las fuerzas
republicanas debilitadas por la lucha la dictadura del proletariado, su propia
revolución.
Sin embargo, como el gobierno no tuvo ningún éxito real a
partir de la segunda semana de lucha, y que al contrario sufrió notorios
fracasos, los partidos obreros decidieron que ya había llegado la hora de
imponerse. Su objetivo consistía tanto en hacer triunfar sus ideales como en
tomar la dirección de la defensa, mal organizada, decían, por los republicanos.
El pretexto fue la caída de Badajoz, tomada por los
nacionalistas. Esta plaza era a la vez una fortaleza de los socialistas, muy
numerosos y combativos en la región, y una importante posición para las futuras
operaciones. Permitía, en efecto, a quien fuera su dueño el impedir, o al
contrario, permitir la conexión de los ejércitos insurrectos del norte y del
sur[103].
En aquel momento se temió mucho «el triunfo de la
democracia», prólogo del de la dictadura del proletariado.
Ese temor provocó una agitada reunión de masas obreras en la
Casa del Pueblo de Madrid. El Sr. Largo Caballero expuso que sin tardar había
que formar un gabinete obrero en sustitución del incapaz ministerio Giral e
instituir la dictadura del proletariado.
La propuesta fue adoptada así como el programa de ese
gobierno en el cual, bajo la presidencia del Sr. Largo Caballero, habrían de
reunirse representantes socialistas, comunistas y sindicalistas. A los
republicanos se los apartaba. Se dice que al Sr. Álvarez del Vayo cupo la
ingrata tarea de notificar la decisión al presidente de la República. ¿Ceder o
cesar? Así interpretó el asunto el Sr. Azaña quien anunció, en efecto, que
preferiría dimitir antes que consentir en dar un barniz de legalidad a un
gobierno de esa naturaleza. Esa amenaza no impresionó al comité reunido en la
Casa del Pueblo, ya que estaba decidido a dar un golpe de Estado.
Pero otras voluntades, más sutiles y astutas que Largo
Caballero, intervinieron. En aquella ocasión fue posible darse cuenta —si antes
no se hubiera querido—, del papel que jugaba la única representación
diplomática que quedaba en Madrid, la de los soviéticos, cuyo embajador, Sr.
Rosenberg, acababa de llegar.
El Sr. Rosenberg era demasiado listo como para no sentirse
alarmado por la simplificación que el acuerdo obrero iba a dar a la lucha. Era
necesario que ésta prosiguiera bajo la bandera de la democracia republicana y
no solamente al abrigo de la dictadura proletaria. Más 130 que nunca le era
necesario conservar esa etiqueta que, ella sola, le permitiría reclamar ayuda
para la España legal y denunciar ante la Sociedad de Naciones las violaciones
de los acuerdos de no intervención, las cuales, según el gobierno, solamente
habían beneficiado a los insurgentes.
Hubo idas y venidas febriles, agitadas negociaciones.
Alguien notó la visita del Sr. Álvarez del Vayo al Sr. Rosenberg y, hecho
todavía más asombroso, la llegada del embajador de los soviéticos a la Casa del
Pueblo donde asistió a la tormentosa discusión del Comité y tomó una parte
activa y convincente para apartar el peligro que supondría la instauración
prematura de un gobierno obrero y de una dictadura del proletariado.
Hubo un cambio total en la actitud de los
socialistas-revolucionarios que decidieron, esta vez, «proponer» al presidente
de la República un nuevo gobierno, compuesto por miembros del Frente Popular,
bajo la presidencia de Largo Caballero. Este gobierno, de mayoría socialista,
dejaba sitio por primera vez a los comunistas (los sindicalistas se negaron a
formar parte de él) y conservaba una débil representación republicana con un
ministro católico representando a los nacionalistas vascos. Se venció, no sin
trabajo, la resistencia opuesta por el presidente Azaña el cual tuvo que dar su
aprobación a una crisis ministerial preparada y conclusa en la Casa del Pueblo
y así fue como se constituyó el tercer «gobierno legítimo» libremente nombrado
por el presidente de la República.
¡He aquí como la legitimidad del gobierno ha levantado
suspicacias en algunos espíritus demasiado amantes de la legalidad!
Pero se vieron cosas más asombrosas cuando el Sr. Prieto
propuso abandonar sin lucha la capital a los alzados. La discusión fue tórrida
y difícil y al gobierno legítimo no le faltaron en ese momento los consejos
clarividentes y la presencia reconfortante y no menos legítima del Sr.
Rosenberg en el Consejo de Ministros.
CAPÍTULO XVII.
LA MÍSTICA DE LA LUCHA
Durante meses, el gobierno ha conseguido ocultar al pueblo
la creciente gravedad de la situación. No sin emoción se descubre en ese pueblo
una fe tan firme, una confianza tan profunda en el triunfo.
Madrid que ha visto llegar día tras días cientos de heridos
y desaparecer cientos de muchachos en la lucha, que no ha encontrado nunca en
los comunicados oficiales las victorias incansablemente anunciadas, a quien de
un día a otro se predijo la rendición de Oviedo, de Ávila, de Córdoba, de
Sevilla, de Huesca, de Badajoz, de Toledo; a quien se ha repetido siempre que
esas ciudades carecían de agua, de víveres, de municiones y que sus defensores
se pasaban al bando gubernamental; a quien se han contado victorias
deslumbrantes seguidas de derrotas instantáneas de los «rebeldes». Madrid, así
engañado, así burlado, siempre ha creído en el triunfo de los gubernamentales.
Nos referimos, claro está, al Madrid que era partidario del gobierno.
Por una curiosa mística de la lucha, el pueblo de Madrid ha
llegado a confundir sus deseos con sus convicciones, sordo a toda elocuencia
convincente de la realidad.
Nunca un gobierno se encontró con una confianza tan ciega,
tan profunda, tan inconmovible. Esa ardiente fe que existe principalmente entre
los miembros de los partidos obreros es la misma que animó a los combatientes
socialistas, comunistas y anarquistas cuando la revolución de Asturias.
Hoy el esfuerzo de las masas obreras cae herido por el rayo
y se hace pedazos, dolorosos, al enfrentarse a lo que siempre ha despreciado:
la preparación y el esfuerzo perseverante que concurren en la formación de las
élites dirigentes de la clase media.
Cuántos espíritus ingenuos y generosos, se han dicho a sí
mismos, al contemplar las masas desfilar el 1º de mayo: el día en que todo esto
se levante...
Pues bien, ese día llegó. Las masas se han levantado contra
la técnica, contra la disciplina, contra todo lo que en España se ha llamado
frecuentemente, con un gesto rencoroso y burlón, la juricidad (el exceso de
sometimiento al derecho establecido). Y esas masas se han desmoronado. Echaron
en falta para vencer las mismas condiciones que despreciaron.
Ese fracaso da pena, porque uno piensa con amargura en el
ímpetu y el arrojo con los que las masas han luchado.
Esa mística de la lucha merece ser examinada a la luz de
todo el pasado del país. En efecto, con ese entusiasmo lucharon en otros
tiempos los ejércitos españoles por el ideal nacional o el ideal católico,
extendiendo las fronteras hasta el punto de que «el sol ya no se acostaba en su
territorio». A esos dos ideales, el ideal nacionalista y el ideal católico, el
tiempo los ha ido desgastando poco a poco. La formación de las Repúblicas
americanas no hizo sino empezar a enfriar el entusiasmo nacional que se ahogó
definitivamente con la última catástrofe nacional, la perdida de los restos de
nuestro imperio colonial durante la guerra de 1898 y nuestra derrota naval. Los
gobiernos, más atentos en sostener en el interior sus ambiciones políticas y
una dinastía más preocupada por mantenerse que por mejorar habían dejado
hundirse con la más vana inutilidad los restos de la potencia militar y sobre
todo naval de España. El pueblo, no sabiendo medir sus inmensas carencias desde
el punto de vista militar, creía todavía en los días cargados de gloria de los
ejércitos españoles; no le preocupaba —como tampoco le preocupaba a los
dirigentes— la inferioridad de nuestro armamento ni la superioridad del de los
enemigos, los norteamericanos acudidos en el último minuto en ayuda de los
insurrectos de las Antillas.
Se puede hallar un paralelismo tan notable como doloroso
entre la mentalidad de las masas españolas agrupadas con entusiasmo alrededor
de su gobierno en 1898 y en 1936. Las ventajas de la técnica y de la
preparación fueron con frecuencia subestimadas, olvidadas. Sólo se contaba con
el ímpetu, el valor de los ejércitos, para aplastar para siempre el orgullo de
los «Yankees».
El público se abalanzaba en Madrid y en todas las ciudades
alrededor de la embajada, los consulados o las casas industriales americanas, y
los gritos de desafío y la confianza en la victoria estallaban por doquier.
La fácil y aplastante victoria de la armada americana sobre
nuestros modestos buques reveló amargamente nuestra impotencia técnica y llenó de
estupor el espíritu nacional. El desastre que amén de las Antillas nos costó
las islas Filipinas ha dejado ante el mundo intacto el ejemplo del valor y del
arrojo que la raza está dispuesta a entregar generosamente, sin ninguna
utilidad.
Pero esa lección no le aprovechó al espíritu nacional. No se
extrajeron las lógicas consecuencias. España sigue siendo rica en valor,
elemento importante, pero insuficiente ante la técnica y la potencia de los
armamentos. Cuenta sólo con ese único tesoro.
Herida en lo más hondo, en lugar de juzgar sanamente las
únicas y verdaderas causas de su derrota, echó toda la responsabilidad sobre el
ejército vencido. Se habló de «poner un cerrojo al sepulcro del Cid»[104],
renunciando en el futuro a las empresas militares y todo el país, en la pluma
de escritores de la generación de 1900, se empeñó en cavar un profundo foso de
desprecio y de resentimiento entre el ejército y el pueblo, matando en éste el
ideal de patria.
El orgullo herido del español, herido erróneamente en lo que
más estimaba, su legendario valor, no supo jamás separarse de éste, que quedaba
intacto incluso a los ojos de los vencedores y pese a la carencia de técnica y
de preparación. Y echó al ejército la culpa de sus desgracias.
Gracias a ese chivo expiatorio, se alivió el alma del pueblo
del recuerdo de la derrota, que tanto escocía, pero se hizo patente desde
entonces un divorcio entre el pueblo y el ejército. El primero conservó intacta
su fe en el ímpetu de las multitudes, es decir en el valor sin dirección ni mando.
Se produjeron numerosos incidentes desagradables contra
oficiales, notablemente en Barcelona. Para detenerlos el gobierno —un gobierno
liberal presidido por el conde de Romanones— aprobó la famosa ley llamada de
las jurisdicciones, en virtud de la cual se concedían al ejército prerrogativas
del procedimiento jurídico. Numerosos delitos pasaron a depender de la
jurisdicción militar y se impusieron severas penas a sus autores. Naturalmente
este «privilegio» concedido a los «únicos responsables» de la derrota nacional
no consiguió sino reforzar el doloroso malentendido que existía ya.
También el ideal religioso de los viejos tiempos aparecía
caduco. Por mucho que se hable de la España ultra católica, ya no lo es en la
misma medida que antaño. Su fe no tiene ya la fuerza ni la pasión que tenía en
los siglos quince y dieciséis, cuando el país hacía de su creencia un ideal
nacional, una bandera bajo la cual la nación emprendía sus mas duros combates.
Si la fe religiosa ha subsistido en apariencia en una parte
considerable del pueblo, es al modo de esos magníficos castillos de antaño,
macizos e imponentes, hermosos y cuidados por fuera pero fríos, vacíos y
siempre deshabitados por dentro.
La energía montaraz con la que el ideal religioso se opuso a
la introducción de la reforma bajo Felipe II, poniendo la Iglesia al abrigo de
toda controversia y de toda comparación, le hizo un flaco servicio a ese mismo
ideal.
Allí donde la reforma y la libre discusión han forzado la
Iglesia católica a vigilar su propia conducta, a elevarse espiritualmente,
también le han obligado a modificar sus métodos y a democratizarse, cumpliendo
con mayor perfección las doctrinas de Cristo.
Además, el estado de lucha creado por la Reforma habría
servido de entretenimiento a la Iglesia católica. Le habría impedido dedicarse
con pasión a la conquista del poder político, como hizo, a falta de enemigos;
le habría ahorrado todos los enemigos que ese poder, y no sus ideales, le han
creado entre nosotros.
Una vez que los dos ideales del alma popular, religión y
espíritu nacional, han acabado marchitándose, el pueblo, que conservaba la fe
en sí mismo, en su valor, en su ímpetu, se ha volcado fácilmente —digamos,
incluso, que fatalmente— sobre la única doctrina de pasión y de lucha que se
ofrecía a su alma entusiástica y decepcionada, nunca cansada y nunca
aniquilada: la organización de las masas hacia la conquista del poder para sí
mismas.
Esa fe exclusiva en uno mismo, ciega y tan engañosa, le ha
dado al movimiento obrero, que es universal, una forma particularmente
apasionada en España.
La organización socialista española empieza en 1898. No se
origina en las clases intelectuales sino en el mismo pueblo que sólo en sí
confiaba. La introdujo un obrero organizador convertido en héroe de masas, un
tipógrafo educado por el Hospicio[105] —¡espléndido símbolo!— Pablo Iglesias,
quien fue el pastor del rebaño de los trabajadores.
Él organizó ese ejército del trabajo aplicando tímidamente
las doctrinas del marxismo, y en el momento en que todo ideal parecía haber
desaparecido del alma del pueblo, consiguió convertirse en el apóstol
indiscutible de una fuerza siempre creciente y siempre fiel. ¡Y con qué fe!
En 1909, el gobierno presidido por don Antonio Maura, quien
agrupaba en torno suyo los restos todavía espléndidos del ideal católico y de
las fuerzas militares, pretendió hacer adoptar por las Cortes una ley
reprimiendo los atentados terroristas, ley que apuntaba a las organizaciones
obreras. Pablo Iglesias, que era uno de los escasos representantes del partido
socialista en el Congreso, se levantó durante una histórica sesión y lanzó al
presidente del Gobierno estas palabras amenazadoras y poco parlamentarias:
«Dirijo 1.000 hombres que siguen ciegamente mis órdenes y que esta noche
pegarán fuego a Madrid, si yo se lo ordeno...».
El Sr. Maura acusó recibo y la ley no fue votada por el
Congreso.
Hay que remontarse a esa fuente de energía manada del nuevo
ideal dado al pueblo, ideal que casaba tan bien con la fe que éste tenía en sí
mismo, para comprender el ímpetu con el que las masas españolas pelean,
combatiendo contra el ejército que representa el antiguo ideal nacional y
contra la Iglesia, que representa el antiguo poder político.
Entre esas dos fuerzas que quieren imponerse, de un lado la
Iglesia y el Ejército —todo el pasado de España, la primera temida no sin
razón, el segundo injustamente humillado—, y del otro lado las masas populares
tan orgullosas como inocentemente confiadas en su valor, ¿qué había? Nada, o
casi nada. Republicanos que pudieran haber sido fuertes si hubiesen estado
unidos, pero que se han dividido a resultas de facciones y riñas.
El teatro de la guerra en el que estas dos fuerzas extremas
se enfrentaron con mayor violencia era la región de Asturias.
Continuando la tradición de valor y de resistencia que la
historia ha venido atribuyendo a los montañeses desde la Reconquista iniciada
por Pelayo, Asturias siempre ha sido para la organización socialista el más
fuerte baluarte de las masas[106].
En todas las revueltas obreras los trabajadores de esa
región minera han sido motivo de gran inquietud para los gobiernos españoles.
Durante la huelga general de 1917 esos ejércitos de mineros
hicieron frente a las fuerzas del Estado que tuvieron que luchar durante largos
meses[107].
El mismo hecho se produjo en 1934 pero con mucha mayor
violencia. La sublevación, detenida en Madrid y Barcelona, prosiguió en esa
región donde triunfaba la dinamita.
Rodeados, derrotados, vencidos, los mineros asturianos
creían todavía en una posible victoria y, cuando sus columnas de combatientes
habían sido ya aplastadas, sus dirigentes seguían dedicándose a reformar
comités sustituyendo a la directiva socialista por una comunista y luego ésta
por una directiva anarquista, creyendo siempre en el milagro del triunfo de la iniciativa
personal y del genio improvisador sobre la organización.
Fue aquella la primera ocasión en que el gobierno español
empleó contra esos asturianos montaraces unas tropas tan violentas como ellos,
los marroquíes, sus antiguos antagonistas.
Con ellas, la reconquista de las montañas prosiguió durante
largos meses. Pero el gobierno que consiguió dominar la sublevación no pudo
reducir el espíritu revolucionario que, lejos de marchitarse, pudo vencer
fácilmente en el marco de la lucha legal, es decir, en las elecciones
parlamentarias de febrero de 1936, cuando en Asturias la alianza
social-comunista triunfó de modo rotundo con el Frente Popular.
Sí, los obreros creían tener siempre un inconmovible
baluarte en las defensas naturales y en los exaltados pechos de los mineros
asturianos. Con la toma de Oviedo por parte de los militares no solo caería una
región, sino también una leyenda y una esperanza.
Es curioso examinar el talante cimarrón, la resistencia en
la lucha siempre puesta de manifiesto por los mineros asturianos. No sólo les
mueven a ello la raza o la naturaleza del terreno. Existe con seguridad un
factor psicológico. Para esos mineros, siempre encerrados bajo tierra de padres
a hijos, para esas familias cuyos brazos sólo pueden emplearse en la extracción
de carbón en las minas, debe existir una suerte de ebriedad, de exultante
alegría en el hecho de pelear al aire libre. Acostumbrado a bajar al fondo de
sus galerías subterráneas, el minero al que se entrega un fusil para defender
sus ideas irá muy feliz al aire libre, corriendo por encima de esas montañas
que normalmente excava por el interior, a veces penosamente tumbado bajo los
bloques de carbón en los que, por encima de la cabeza, hinca el pico una y otra
vez.
Si a esa predisposición para la pelea y a esa pasión por el
aire libre añadimos de una parte la leyenda que los ha convertido en héroes de
la liberación obrera y, de otra parte, el deseo menos noble de vengarse de las
miserias que atribuyen a la burguesía, se llegará a comprender el resorte que
les anima en su lucha contra los alzados.
Esto da una importancia mucho mayor al triunfo de los
militares y a la derrota de las masas obreras.
Nos lleva una vez más a considerar la ceguera inconcebible
en que los dirigentes socialistas del grupo revolucionario, unidos a comunistas
y anarquistas, han mantenido a toda esa gente con ocasión de la revuelta de
1934 y durante la lucha actual. Han conseguido infundirles una fe mística en el
valor invencible de su arrojo, una ilusión desmedida en el poder de la
dinamita. Fe e ilusión que no consiguen borrar los más duros fracasos. El 16 de
octubre, en vísperas de la toma de la ciudad por el coronel Aranda[108], los
mineros ya duramente fogueados todavía gritaban victoria por su pequeña emisora
de la Felguera y con una angustia que desvelaba las duras privaciones sufridas
durante la lucha, pedían a la población civil de aquellos paupérrimos pueblos
mineros que racionara el consumo de víveres y que llevara ropa de abrigo y
sobre todo botas a los mineros que combatían en el barro, en las montañas
inundadas por la lluvia.
Sí, se desprende algo conmovedor y doloroso del inútil
sacrificio de toda esa masa obrera mística y atormentada cuya fe y arrojo
hubieran podido ser mejor empleados.
CAPÍTULO XVIII.
EL FINAL DE LA LUCHA
El sitio de Madrid marca la fase decisiva de la guerra civil
pero todavía no su final.
Las capitales más importantes de los sublevados, sitiadas
por el gobierno de Madrid, han sido liberadas por ellos. Sin embargo las
fuerzas gubernamentales daban a esas plazas no sólo una gran importancia
estratégica sino una todavía mayor importancia política que sobrepasaba en
mucho a la estratégica.
Desde del punto de vista estratégico, Toledo impedía el
avance de las columnas del sur y del sudoeste. Oviedo abrigaba numerosos
efectivos de mineros. En ellos había puesto el gobierno todas sus esperanzas ya
que contaba con su ayuda para el momento en que liberadas por fin del sitio,
esas tropas bajasen a la llanura castellana.
La ofensiva sobre Madrid es una seria amenaza para los
gubernamentales, dada la desorganización del ejército que defiende la capital.
Pero queda por dirimirse cuál será la suerte de la ciudad, y
si la resistencia del gobierno, que nunca ha conseguido imponer su autoridad
sobre la anarquía, no convertirá Madrid en un montón de ruinas y escombros.
¿Seguirá el gobierno de Madrid el ejemplo del País Vasco que
hizo evacuar la capital de Guipúzcoa para ahorrarle la lamentable destrucción
iniciada en Irún? ¿Decidirá, al contrario, resistir a toda costa aunque la
ciudad tenga que desaparecer con él, perpetuando a través de la historia el
ejemplo de Numancia y de Sagunto, inmolándose ante el invasor en brava y
trágica gesta?
He aquí la pregunta angustiada que se hacen muchos
españoles. Porque podemos temer ese gesto de desesperación que es muy del gusto
de los combatientes gubernamentales y, sobre todo, de su aliado, el anarquismo
destructor. Añadiría una horrible página a la lucha.
La resistencia contumaz de Madrid es previsible porque la anuncian
tres factores. Dos de orden político, como son el deseo del gobierno de
prolongar la resistencia y el de los anarco-sindicalistas de hacerse los amos
de la capital. Otro factor, de orden psicológico, es la leyenda que siempre ha
hecho de Madrid el «pueblo del Dos de Mayo», el pueblo heroico, la ciudad
valiente e invencible que siempre ha mantenido el tipo y la única ciudad,
aparte de Barcelona, en la que el gobierno registrase algún éxito en julio.
Madrid es por tanto capaz de una larga resistencia, gracias,
en primer lugar, al entusiasmo de su excitada población obrera y luego a la
ayuda que recibe del Levante y de Cataluña.
* * *
En lo que se refiere al problema interior, tanto la política
como el poder gubernamental se van yendo enteramente de las manos de los
socialistas y comunistas —que se lo arrancaron hace ya tiempo a los
republicanos—, a las de los anarco-sindicalistas.
En efecto, mientras que la prolongación de la lucha amenaza
con ir aumentando la inclinación de los alzados por el fascismo, para el
gobierno el eje de la resistencia se desliza también hacia su extremo, que no
es el comunismo sino el anarquismo.
Es esa fuerza obrera la que dominando ya por su número y su
importancia a los demás elementos obreros en Cataluña y Valencia, empieza ahora
a gobernar en Madrid. El gobierno, llamándola en su ayuda, le ha entregado la
capital. Porque los refuerzos milicianos que Madrid recibe son todos
anarco-sindicalistas y tienen una doble misión: de una parte ayudar en la
defensa, pero de la otra ganar por la mano a comunistas y socialistas e imponer
su sistema de «comunismo libertario», ese régimen tan incomprensible como
indica su nombre, formado por dos antítesis.
La guerra civil ha proporcionado al anarco-sindicalismo la
posibilidad inesperada de hacerse con el poder efectivo, primero en Cataluña y
luego en Aragón. Al marcharse el gobierno de Madrid ha quedado en sus manos la
resistencia de la capital, lo que provocando luchas internas quizás marque el
final de la lucha, ¡pero a qué precio![109]
La puesta en marcha de las fuerzas anarquistas supone una
amenaza todavía mayor que la ofensiva militar en el sentido de aniquilar el
gobierno del Frente Popular.
Ya hemos observado que ese partido siempre ha conseguido
dominar las demás organizaciones de trabajadores e imponerles sus métodos y sus
reivindicaciones. Día tras día, reservando sus efectivos para la retaguardia,
apoderándose de los depósitos de armas y extendiendo su propaganda, los
anarco-sindicalistas se han hecho más fuertes a costa de los otros partidos
obreros. Eso les ha resultado fácil ya que la doctrina sindicalista explota un
rasgo del carácter español, el espíritu individualista, que bajo su influencia
desemboca en una deformación de la libertad.
Ese rasgo de nuestro carácter explica el hecho de que España
sea el único país en el que ha podido enraizarse un anarquismo «organizado».
Esto se debe a que esa teoría, falsificada por el sindicalismo, habla al pueblo
de la inutilidad de toda autoridad, de toda medida policial así como de toda la
organización del Estado. Se hace reposar el orden social en los sindicatos y en
la bondad natural del individuo y se predica la transformación de la sociedad
en virtud de la aniquilación del Estado actual, del cual se subrayan las
imperfecciones y las injusticias.
Esa doctrina ingenua —aunque enemiga de toda dictadura— ha
hallado amplio eco entre las masas. Ha apiñado a su alrededor a todos los
iluminados que la propagan, a todos los ignorantes y los simplones que la
aceptan, a todos los malhechores y delincuentes que se aprovechan de ella. Para
comprender el hecho de que llegue a convertirse en una seria amenaza hay que
considerarla a través de tres elementos: misticismo nihilista, individualismo
exaltado y bandolerismo.
Con todo, notemos que tratándose de un enemigo visceral y
resuelto de los programas socialista y comunista, el anarquismo, durante esta
lucha, ha opuesto una infranqueable barrera al desarrollo y a la realización
del comunismo en la España gubernamental.
CAPÍTULO XIX.
LA LUCHA NO ES UN «ASUNTO PRIVADO» DE ESPAÑA
La lucha nacional de España es, empero, uno de los dramas
menos nacionales de los últimos tiempos.
Como un recuerdo de los caducos tiempos gloriosos en que
España resolvía las luchas internacionales, a este desgraciado país le ha sido
reservado en ocasiones el jugar una carta decisiva en el destino de los
pueblos. Fue en España donde la brillante estrella de Napoleón, soñando con el
imperio del mundo, empezó a palidecer.
Hoy España es el tablero donde las dos fuerzas
internacionales en lucha, fascismo y comunismo, se juegan la hegemonía mundial.
Las dos han acudido a ese campo de pruebas que la ligereza y la indolencia de
los republicanos les había preparado desde 1931.
Con cándida ingenuidad los gubernamentales han llevado al
extranjero, y notoriamente a Ginebra[110], sus acusaciones y sus quejas poco
sinceras contra la ayuda que habrían aportado a los alzados aquellos países con
regímenes fascistas. No podían desconocer la importancia que el triunfo de uno
u otro de los combatientes presentaría para el equilibrio mundial.
Lo ignoraban tanto menos cuanto que se habían apresurado,
desde el principio y con cierta ligereza —recordemos la marcha atrás que
suponía el discurso de Prieto, que ya mencionamos— en llamar fascista al
movimiento militar y en solicitar el apoyo de varios países, como Francia y
Rusia, para abastecerse en armas.
Sin que sea necesario citar las acusaciones ahora públicas
dirigidas al Comité de no intervención por las notas rusas, de un lado, e
italianas, alemanas y portuguesas del otro, la ayuda aportada a los dos bandos
por el extranjero, y notoriamente a los gubernamentales, fue en seguida
conocida y ensalzada en Madrid.
La esperanza de una victoria rápida del gobierno que habían
fomentado los éxitos del principio, empezó a debilitarse a partir del 22 de
julio cuando se vio que los alzados rechazaban ceder y se hizo patente la falta
de armas y de municiones para sostener una lucha prolongada.
El 25 de julio una noticia oficiosa reanimó el valor de los
círculos políticos: 22 aviones Douglas acababan de llegar a la frontera de
Barcelona. Se precisaba que se habían pagado por ellos 25 millones de
pesetas-oro. Trenes cargados de municiones llegaban de continuo por las
estaciones de Hendaya y de Cervera.
«Estamos seguros de la victoria», se oía en todas partes.
«El triunfo será del que tenga el dinero», gritaba también por radio, con su
habitual imprudencia, el Sr. Prieto. Y añadía: «Nuestra moneda no tiene curso
en el extranjero por culpa de la guerra. Por tanto hay que pagar las municiones
en oro y ese oro sólo se encuentra en manos del gobierno».
Pagadas en oro o en esperanzas, las municiones y las armas
seguían llegando. En el mes de agosto se anunció que una gran cantidad de
aviones rusos habían llegado a Madrid. En el hotel Gran Vía se albergaba todo
un enjambre de aviadores extranjeros que se divertían mostrando sus pasaportes
falsos a los huéspedes rogándoles que les enseñaran la pronunciación de sus
nombres supuestos.
Era evidente que los dos sistemas políticos en lucha en el
mundo buscaban, como mínimo, impedir un éxito de sus enemigos en España, cuando
no hacer de ella un aliado. El gobierno español siempre ha proclamado su
derecho de preferencia o su derecho a secas a abastecerse en el extranjero en
calidad de gobierno legítimo. Sin embargo las modificaciones luego realizadas
así como la ayuda abiertamente obtenida de los soviéticos, muestran con
claridad que el gobierno nacido de la alianza electoral del Frente Popular
había sido transformado puesto que el programa electoral no preveía la
formación de un Estado o de un gobierno proletarios.
La lucha empeñada en España presentó desde los primeros
instantes un grave peligro para la paz mundial y si el acuerdo de no
intervención tuvo por consecuencia el que se contuviera el primer golpe, se
podía temer que la tormenta, que sólo se alejaba, amenazaría de nuevo y con mayor
intensidad en el momento en que se pudiese prever el éxito de alguno de los
bandos beligerantes.
En este momento Europa se encuentra en ese duro trance y el
peligro es mucho mayor que al principio. Los gubernamentales, amenazados por la
derrota, lo intentan todo para continuar a defenderse y Rusia, que como otros
países interesados se apresuró en firmar el acuerdo de no intervención con la
idea de imponerlo a los demás en lugar de respetarlo ella misma, se muestra
igual de diligente en denunciarlo y recuperar su libertad.
En el interés del país, amenazado por una espantosa
carnicería, hemos vituperado el error del presidente Azaña quien se opuso a que
el conciliador Martínez Barrio tomara las riendas del poder. Y con una no menos
profunda amargura seguimos reprobando aquel error cuando consideramos el
alcance que ha tenido desde el punto de vista internacional. El poder político
supremo de España no ha querido medir la responsabilidad en que nuestro país
incurría respecto del porvenir del mundo, responsabilidad claramente asumida en
ese gesto.
Una vez más, pero en mucha mayor medida, los responsables
republicanos han puesto todos sus triunfos al servicio de los intereses
específicos del partido socialista, un partido socialista que, además, ha
abandonado su clásico carácter evolucionista para volverse revolucionario.
El gobierno del Frente Popular se ha apartado de sus deberes
nacionales que consistían en no dejar caer el país en un estado de desorden
revolucionario y ha faltado igualmente a sus deberes internacionales que
consistían en no encarar Europa con una posible guerra internacional.
No ha iniciado el alzamiento, cierto que esto no es dudoso,
pero, aparte de haberlo provocado, podía haberlo detenido cuando se le presentó
la ocasión.
Las terribles consecuencias nacionales de una lucha que
cavará abismos de odio y de rencor entre dos partes del país, habrían debido
aconsejar el adoptar con urgencia una fórmula de statu quo que, dejando
intactos los ideales y los intereses antagonistas, hubiese forzado a dirimir
éstos en el terreno político.
Si se dejó de lado de esta forma el interés nacional, con
qué dolor no debemos lamentar la falta de visión, el olvido del papel de
árbitro de la paz europea que el azar ponía en manos de España. Y sin embargo,
¿qué mejor razón para justificar ese esfuerzo de conciliación, por duro que
pudiera parecerle al orgullo partidista de los dirigentes de ese pueblo en
armas?
El Sr. Azaña, que un día se levantó como una estrella de
esperanza en el firmamento político de la República española, ha echado a
perder deliberadamente todas las posibilidades de salvación que la joven
república ponía en sus manos.
Primero levantó contra ella, durante el periodo que va de
1931 a 1933, todos los resentimientos de la derecha, a la que se mostró incapaz
de someter. Su papel en la revuelta obrera de 1934 ¿acaso ha sido debidamente
esclarecido? Otra vez dueño de los destinos del régimen, en 1936, por uno de
esos caprichos de la fortuna que ésta no suele repetir con el mismo hombre, y
cuando había conseguido despertar las ilusiones de los republicanos, se dejó
desbordar por sus aliados políticos que con sus actos violentos, desde la
mañana siguiente al triunfo electoral, azuzaron el alzamiento de la derecha.
Árbitro del porvenir en una lucha que se anunciaba mortífera para España y
amenazante para el mundo, ha desperdiciado esa última posibilidad de salvación
que su paciente estrella le ofrecía y se ha decidido por la tormenta.
De todas esas faltas, de progresiva gravedad, la última es
la más seria, la más cargada de responsabilidades.
España, por su debilidad militar y por su posición
mediterránea no tenía nada que ganar y sí mucho que perder en el hecho de
convertirse en la causa y la justificación de una guerra mundial. Y sin embargo
esa guerra amenazaba con estallar en el momento en que se rompiera el
equilibrio, más o menos inestable, de las dos fuerzas mundiales enemigas. Sólo
una solución que impidiera el triunfo total de una u otra política podía frenar
el choque de los sistemas políticos en liza. Incluso después de la lucha,
cualquiera que sea el ganador, la única forma de evitar una guerra mundial
consistirá en volver de alguna u otra forma a una especie de equilibrio.
La difícil situación de los gubernamentales ha
desenmascarado el interés que los soviéticos ponen en el triunfo de los
comunistas en España. No solamente el envío de armas y de municiones se ha
hecho a la luz del día sino que los rusos toman una parte activa, incluso
dirigente, en la ofensiva del ejército gubernamental. Los representantes de los
soviéticos se encuentran actualmente mezclados en todas las actividades de los
partidos obreros en Madrid, y, con su presencia, tratan de comunicar a las
milicias gubernamentales entusiasmo y valor.
Pero su presencia ha llevado a todos los republicanos a
dejar el país cuando les ha sido posible, aún a costa de jugarse la vida. Todos
aquellos que no quieren ver España convertida en sucursal de los soviéticos se
separan del gobierno.
Una palabra decisiva ha sido pronunciada por el ministro de
Asuntos exteriores, Sr. Álvarez del Vayo, durante un discurso pronunciado con
ocasión de las fiestas hispano-rusas organizadas por la U.G.T. en Madrid, a
finales de octubre. En esa ocasión el Sr. del Vayo leyó un telegrama enviado al
gobierno de Madrid por Stalin, en el cual éste afirmaba: «Es nuestro deber
ayudar al pueblo español. Esta lucha no es un asunto privado de España».
Declaración a la que siguieron los aplausos del público y el discurso habitual
en ruso de un «tovarich» de los soviéticos.
Fue también en ese momento, tan difícil desde el punto de
vista internacional, cuando nos sorprendió en el mes de noviembre, en Valencia,
ver publicar sin reservas el acuerdo hispano-ruso con ocasión de la llegada de
un barco ruso trayendo al pueblo español mercancías llamadas «pacíficas».
Incluso se ha podido oír el discurso del agregado comercial de la embajada rusa
y el mensaje escrito por el embajador mismo que proclamaban su simpatía por la
causa gubernamental.
Solo a una chusma que parece haber perdido todo sentido
crítico y todo juicio independiente se le pueden predicar alabanzas, como hizo
el agregado ruso, de «la única prensa libre del único pueblo libre, el de los
soviéticos!».
Estos hechos ayudarán de aquí en adelante a los
nacionalistas a explicar su alzamiento.
Ese alzamiento, a su vez, sólo se ha mostrado republicano y
antimarxista durante unos días. Más tarde, forzado quizás por la dificultad que
suponía revelar durante la lucha sus intenciones ocultas o para apoyarse en
fuerzas anti-bolcheviques, ha mostrado sus simpatías hacia el fascismo y parece
hoy inclinarse por una política tan amenazadora para las libertades anteriores
como para el equilibrio mundial.
Se puede por tanto afirmar que desde el punto de vista
internacional, el final de la guerra civil española pondrá la diplomacia
universal ante una situación que deberá esforzarse en atenuar para regresar al
statu quo. Si no, significaría el principio de una nueva política mundial en la
que la acción de los demócratas y de los liberales se vería poco a poco
reducida, la acción de los extremos haciendo inclinarse la balanza y
conduciendo al mundo a una guerra sin cuartel y sin tregua hasta la absorción
total de un régimen totalitario por el otro.
CAPÍTULO XX.
¿ADÓNDE VA ESPAÑA?
El examen de los hechos nos lleva a hacer esta
consideración: que el bando gubernamental no solamente ha carecido de técnica y
la disciplina, de las que ya hemos tratado profusamente, sino también de las
previsiones y de los cálculos, en definitiva, de todo aquello que interviene en
el proceso de la inteligencia.
Los gubernamentales se arriesgan a ver el final de su vida
política, víctimas de la ligereza y de la indolencia que han caracterizado su
actividad desde 1931.
Los nombres de algunos de los hombres políticos puestos a la
cabeza del gobierno de Burgos por los insurrectos nos recuerdan algunas
observaciones hechas durante el agitado periodo de agotadoras luchas
republicanas. Hay entre todos ellos hombres con una profunda formación técnica.
Y no siempre aquellos atrasados en sus opiniones políticas sino aquellos que,
en una época tranquila y normal, hubiesen desarrollado en España una actividad
liberal en el sentido que tiene ese término cuando las élites intelectuales
dirigen un país.
Muchos de ellos apartados por la República, en lugar de
tomar parte en las disputas o de encerrarse en sus casas confesándose vencidos,
han seguido estudiando los problemas nacionales con devoción y paciencia en el
seno de asociaciones técnicas e intelectuales, y han seguido proporcionando a
los diferentes gobiernos que se han sucedido opiniones e informes incluso
cuando, en alguna ocasión, eran rechazados con sorna y desprecio.
Hemos llamado la atención a distintos hombres políticos,
demasiado apáticos a este respecto, sobre el hecho siguiente: que esos hombres
seguían estudiando los problemas políticos de una forma científica y técnica
cuando numerosos militantes republicanos dejaban las academias, las
asociaciones científicas y las bibliotecas o nunca las habían frecuentado. Y
sin embargo la técnica y la ciencia le son necesarias a una política
inteligente que aspira a ser algo más que una demagogia abocada al suicidio,
amén de grotesca.
Ese eterno desprecio por la preparación y el conocimiento ha
conducido la izquierda desde el atolladero político al atolladero militar en el
que ahora se encuentra.
Ya hemos observado, desde el punto de vista de la política
futura de España, que la división tan sencilla como falaz hecha por el gobierno
entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con
la verdad.
La heterogénea composición de los grupos que constituyen
cada uno de los bandos, tal y como expusimos en las primeras páginas de este
libro, demuestra que hay al menos tantos elementos liberales entre los alzados
como anti demócratas en el bando gubernamental.
A la izquierda, socialistas y comunistas se han impuesto a
los republicanos y ahora mandan ellos. Los sindicalistas y los anarquistas han
sido el talón de Aquiles de la defensa gubernamental y serán los que saquen
provecho de la resistencia.
A la derecha, la unión aparente mantenida con mejor táctica
durante los trascendentes días de combate, empieza a debilitarse en el mismo
instante en que se vislumbra la posibilidad del éxito final. El esfuerzo de
conciliación intentado por la Junta de Burgos se ha revelado inútil. Se había
nombrado al general Franco jefe de Estado, vaga y atractiva fórmula, y al mismo
tiempo algunos jefes anunciaban un plebiscito para el momento en que se
restableciera la tranquilidad, con un programa en que se acumulaban todas las
teorías teocráticas y sociales de los cuatro grupos principales: monárquicos
absolutistas, monárquicos constitucionales, fascistas y republicanos de
derechas.
Fueron los carlistas, fuerzas extremas de la derecha, los
que han hecho el primer gesto al rechazar ese programa general y tratando de
imponer su vieja doctrina teocrática, pretensión que, si se puede conciliar con
otros programas, se opone frontalmente al de los republicanos y sobre todo al
de los monárquicos constitucionales de la última dinastía.
La «Junta de Gobierno»[111] de Burgos ha tenido que permitir
la publicación del manifiesto carlista, porque se encuentra en una situación
delicada y no puede permitir que se agriete el conjunto de sus ejércitos que
comprenden unos efectivos de al menos 40.000 carlistas.
La lucha ha empezado entre los alzados. Y también entre los
republicanos, socialistas-comunistas y anarco-sindicalistas en el grupo de las
izquierdas.
Los rostros de las fuerzas antagónicas reflejan su
heterogénea composición como en un espejo deformante, anunciando nuevas
disputas internas en el grupo vencedor.
Esa tendencia a la división, a las facciones, a los matices,
al espíritu individualista, es lo que ha hecho que España ofrezca tan escasa
disposición para sistemas de bloque como el fascista o el comunista.
En el terreno de las armas, el resultado definitivo de la
guerra civil española queda todavía lejos. Pero la gran desgracia de esta lucha
fratricida —torpemente provocada por la debilidad del Frente Popular ante el
desorden, lucha desencadenada con ligereza por los militares en un momento en
que la situación internacional hacía prever complicaciones, y prolongada por
los gubernamentales que rehusaron aceptar un gobierno de composición—, la gran
desgracia, repetimos, consiste en que la víctima de esa lucha será la República
plebiscitaria de 1931. Y sin embargo, cualesquiera que sean sus errores, sólo
en ella albergábamos la esperanza de una renovación democrática y social.
Si el porvenir trae la victoria triunfal de los ejércitos
gubernamentales, ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los
republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los
gubernamentales sería el de las masas proletarias, y al estar divididas esas
masas, nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los
comunistas o los anarco-sindicalistas. Pero el resultado sólo puede significar
la dictadura del proletariado, más o menos temporal, en detrimento de la
República democrática.
Si, como ya hemos indicado, las causas de la debilidad de
los gubernamentales llevan a la victoria de los nacionalistas, éstos habrán de
empezar por instaurar un régimen que detenga los enfrentamientos internos y
restablezca el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para
imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar.
Pero si la dictadura militar, como lo vimos durante el
periodo de 1923 a 1930, es una forma de gobierno fácil de imponer, es muy
difícil salir de ella. Se dirá que otros países viven desde hace años bajo una
dictadura militar y les va muy bien. Sin embargo no conviene olvidar que España
ya ha sufrido ese régimen... Fueron esos siete años de dictadura los que
separaron de la monarquía al pueblo y los que trajeron la República. En
consecuencia el experimento ha fracasado.
Cierto es que tras el desastre nacional causado por esta
lucha y sus excesos, mucha gente, incluso republicanos y liberales, se
resignará, en interés del país, a aceptar cualquier régimen transitorio sólo
con que restablezca el orden y que emprenda la tarea de reconstruir el país y
de restablecer las jerarquías espirituales, demasiado pisoteadas por la
debilidad de los republicanos de izquierda. Porque no hay que olvidar que no
solamente se ha perseguido a los elementos considerados como enemigos de la República
sino también a sus partidarios, perseguidos por grupos políticos que a la
manera de los clanes primitivos buscaban la muerte de todo aquel que se
opusiera a su jefe.
¿Pero vamos a instaurar bajo otra bandera un sistema
parecido con el fin de imponer una unidad aparente?
Una vez transcurrido el primer momento y restablecido el
orden, ¿se va a continuar a mantener el país —con la esperanza de impedir
luchas ideológicas— bajo un férreo régimen que se arriesgará a encenagarse en
sus propios errores ya que carente de opositores clarividentes y libres de
expresarse?[112]
Esas preguntas con todos sus peligros habrán de ser
examinadas tarde o temprano por los vencedores. Nos preguntamos si sabrán y
querrán hacerlo con el espíritu que animaba Castelar cuando, hablando por
última vez a las Cortes de la Primera República dijo: «La política no es nada
si no es una transacción entre el ideal y la necesidad nacional».
La monarquía, al borde del abismo por sus propias culpas,
decidió un día como único recurso pedir una dictadura. La dictadura despertó en
el pueblo el deseo de una régimen republicano. Éste, hoy, se ve convulso por
los errores de los partidos. ¿Hacia qué porvenir dirigirá sus esperanzas?
Las experiencias de los últimos quince años nos permiten
afirmar que la libertad, ideal animador de todas esas luchas, nunca ha existido
de una forma durable en España. Y a la libertad, y no a sus ficciones, habrá
que llegar para introducir una paz efectiva y duradera, que permita el
florecimiento de todas nuestras fuerzas materiales y de todos nuestros recursos
espirituales.
Se trata de una empresa difícil ante la cual, durante años,
todas las voluntades han fracasado. Pero a esa labor, a la institución de una
democracia —dirigida, si se hace necesario— que imponga la libertad y ponga
trabas a la tiranía, habremos de consagrarnos.
El porvenir es tan confuso y tan sombrío que no podemos más
que expresar ese deseo.
Los pueblos, como los individuos, debido a prohibiciones de
la naturaleza, acaban a veces, a través de crisis crueles, creando sus propios
organismos de defensa contra los elementos convertidos en dañinos. ¿Quizás para
llegar a ese periodo de calma y de libertad que deseamos ardientemente, le era
necesario al país atravesar esta dura prueba donde se pone trágicamente de
manifiesto la constante equivocación de los elementos reunidos alrededor del
Frente Popular?
Han demostrado desde 1931 una incapacidad política que ha
desbordado todas las previsiones. Al final no vieron el abismo hacia el que
empujaban el país decidiendo a la ligera sostener una lucha durante la cual
habría de entregarse armas al pueblo.
Han sido incapaces de medir las terribles consecuencias de
ese gesto irreflexivo y cuando han empezado a mostrarse, desde el día
siguiente, les ha faltado valor para reconocer sus errores y sacrificar su
orgullo ante los supremos intereses del país. Han perseverado en el error,
animados por ese talante rencoroso que les empujaba a destruir el enemigo aún
al precio del aniquilamiento de la nación.
Hay entre nosotros un dicho, símbolo del resentimiento ciego
e insatisfecho que dice: «Quedarse ciego con tal de que otro se quede tuerto».
He aquí toda la política del Frente Popular en la lucha armada que, sin ningún
éxito apreciable, lleva sin interrupción desde hace meses.
«¡Que todo se hunda con nosotros si no podemos dirigirlo!»
se exclamó el gobierno, como un nuevo Sansón, sin considerar que las columnas
son las del templo nacional.
Nos preguntamos con angustia lo que el pueblo español,
herido y arruinado por la sacudida, conseguirá salvar de los escombros del
amado templo, donde a pesar de todo habrá que seguir viviendo.
París, noviembre 1936
Notas
[1] Quien desee documentarse acerca de la vida y obra de
Clara Campoamor dispone de la magnífica biografía que le dedicaron Concha
Fagoaga y Paloma Saavedra. De esa bibliografía tomamos los hitos fundamentales
de esta semblanza. <<
[2] Véanse Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, Clara
Campoamor, la sufragista española, Madrid, Dirección General de Juventud y Promoción
Socio-cultural, Subdirección general de la Mujer, 1981, pags. 215 y 216. (N.
del T.) <<
[3] Amelia Valcárcel, estudio previo a El debate sobre el
voto femenino en la Constitución de 1931, Madrid, Congreso de los Diputados,
2001. (N. del T.) <<
[4] Luis Español, «El final de la guerra» en Rojo y Azul:
imágenes de la guerra civil española, Madrid, Almena, 1999. (N. del T.)
<<
[5] Lucienne Mazenod, et al., Las mujeres célebres, 2 vols.
Barcelona, 1965. Reproducido en el Índice Biográfico de España, Portugal e
Iberoamérica, Serie III, Ed. K. G. Saur, ficha 120, microficha 389. (N. del T.)
<<
[6] Clara Campoamor, Mi pecado mortal: el voto femenino y
yo, Madrid, Imp. Barnés, 1936. (N. del T.) <<
[7] Clara Campoamor tramitó dos divorcios muy sonados, el de
Concha Espina con Víctor de la Serna, y el de Ramón del Valle-Inclán con
Josefina Blanco. Véase Carmen Baroja Nessi, Recuerdos de una mujer de la
generación del 98, Barcelona, Tusquets, 1998 con prólogo, edición y notas de
Amparo Hurtado. (N. del T.) <<
[8] Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, op. cit. pág. 215. (N.
del T.) <<
[9] Véase General Duval, Les leçons de la guerre d’Espagne,
París, Plon, 1938 con prefacio del general Weygand. (N. del T.) <<
[10] Martínez Barrios en el original. (N. del T.) <<
[11] El Frente Popular quedó constituido por los partidos
que de inmediato referimos. Entre paréntesis anotamos el número de diputados
que obtuvieron en las elecciones de febrero de 1936; cuando se trata de un solo
diputado, reproducimos el nombre: Partido Socialista (102), Izquierda
Republicana (87), Unión Republicana (38), Partido Comunista (17), Partido
Sindicalista (Ángel Pestaña), Partido Obrero de Unificación Marxista (Joaquín
Maurín) además de la Federación Nacional de Juventudes Socialistas y la UGT (representada
por el PSOE). (N. del T.) <<
[12] El partido del Sr. Aza. <<
[13] Se ha dado, por burla, al Sr. Casares Quiroga el nombre
de un toro bravo que en lugar de defenderse tenía miedo y era devuelto con
abucheos. <<
[14] En el original aparece cartel, en el sentido alemán de
alianza. En los años en que se editó este libro estaba de moda la expresión le
cartel des gauches para designar la alianza, en Francia, de varios partidos de
izquierda. (N. del T.) <<
[15] Sobre la situación de huelgas en Madrid que refleja
doña Clara, véase la interpelación al gobierno del Sr. Bermúdez Cañete de 8 de
julio de 1936. Bermúdez menciona huelgas en los sectores de la madera, fábricas
de perfumería (Gal y Floralia), ascensores, calefacción y construcción, detalla
las consecuencias de las referidas huelgas y sabotajes y menciona la existencia
de piquetes de la CNT amenazando a obreros de la UGT. Véase Diario de Sesiones,
1936, Madrid, Rivadeneira, 1936, págs. 1890-1904. (N. del T.) <<
[16] En efecto, el viernes 21 de febrero de 1936
Alcalá-Zamora, al estar disueltas las Cortes, remitió a su Diputación
Permanente un decreto-ley del recién constituido gobierno de Azaña cuyo
artículo único era del siguiente tenor: «Se concede amnistía a los penados y
encausados por delitos políticos y sociales. Se incluye en esta amnistía a los
concejales de los ayuntamientos del País Vasco condenados por sentencia firme.
El gobierno dará cuenta a las Cortes del uso de la presente autorización.
Madrid, 21 de febrero de 1936. El presidente del Consejo de Ministros Manuel
Azaña». La sesión se abrió a las seis y treinta y cinco minutos y se levantó a
las siete y veinte. Presidía don Santiago Alba, y se encontraban presentes los
diputados Martínez Barrio, Fernández Lodreda, Álvarez Robles, Giménez Fernández,
Cid, Largo Caballero, Lozano, Álvarez (don Melquiades), Blasco Ibáñez, Cantos
(don Vicente), Maura (don Miguel), Moutas, Sánchez Albornoz, Irazusta,
Goicoechea y Carrascal Martín (Secretario). Todo el debate se redujo a fijar o
no una fecha tope para los delitos cubiertos por la amnistía, aparte del que la
ley implícitamente suponía y Largo Caballero quiso ampliarla a todos los
delitos comunes que estaban relacionados con los llamados delitos políticos,
aunque al final retiró su enmienda. Así, quince personas, en menos de cincuenta
minutos, sin apenas debate, avalan una decisión de enorme trascendencia para la
nación como lo era una amnistía general. Véase Sesiones de la Diputación
Permanente de las Cortes, 1936 , pág. 19 y ss. (Congreso de los Diputados,
Madrid). (N. del T.) <<
[17] Se refiere a Azaña quien llevó a cabo una serie de
reformas en el Ejército que le granjearon la inquina de numerosos militares.
Azaña fue el ministro de la Guerra desde que se proclamó la República hasta el
primer gobierno de Lerroux (12 de septiembre de 1933) es decir en el gobierno
provisional presidido por AlcaláZamora (14 de abril de 1931) y luego en los
tres gobiernos sucesivos que él mismo presidió (14 de octubre de 1931, 16 de
diciembre de 1931 y 12 de junio de 1933). (N. del T.) <<
[18] En los pasillos del Parlamento se citaban numeroso
ejemplos, proporcionando nombres y precisiones. Se dijo incluso que, con
ocasión de una estancia en su finca de Priego (Córdoba), viajando una vez sin
escolta el Presidente de la República, el Sr. Alcalá-Zamora, su automóvil fue
detenido y se le hizo pagar una contribución de 1.000 pesetas. <<
[19] Compárese este juicio de Clara Campoamor con la
descripción de César Falcón en su relato, Madrid, Madrid-Barcelona, Nuestro
Pueblo, 1936, pág. 22 y ss., o el artículo de Pío Baroja en el diario La Nación
(Buenos Aires) en agosto de 1936. Citado por Fernando Díaz-Plaja, Si mi pluma
valiera tu pistola, Barcelona, Plaza y Janés, 1979. (N. del T.) <<
[20] Recoge aquí doña Clara datos de la intervención de
Calvo Sotelo en las Cortes de 6 de mayo de 1936. Aunque pudiera haber una
confusión por parte de nuestra autora. En efecto, Calvo Sotelo denuncia, entre
otras muchas cosas, la agresión sufrida en Cuatro Caminos por un matrimonio
francés, el Sr. Eugène Olivier y su mujer y, aparte, el haber sufrido graves
lesiones otra señora francesa, en Madrid, pero no en Cuatro Caminos. Véase
Diario de Sesiones, 1936, págs. 619 y ss. (N. del T.) <<
[21] Una locura colectiva semejante se había apoderado de la
chusma en 1830 cuando, con ocasión de una epidemia de cólera, la ralea acusó
los frailes de haber envenenado las fuentes públicas. Pero en aquel momento al
menos había un dato cierto: que se veía caer muerta de golpe a gente, víctima
de un mal cuyo origen se ignoraba. Mientras que esta vez no se había señalado
con certeza ningún caso de niño muerto. Sin embargo un hecho llama la atención:
el que la loca ira de la chusma se desate contra elementos religiosos, lo cual
sin duda alguna se debe al excesivo poder político que han ejercido y que ha
tenido por consecuencia el que el pueblo viera en ellos su enemigo. <<
[22] La Campoamor reproduce, abreviándola, una de las listas
incluidas por José Calvo Sotelo en dos de sus intervenciones en las Cortes,
respectivamente de 15 de abril de 1936 y de 6 de mayo. La primera lista era del
siguiente tenor: Desde el 16 de febrero hasta el 2 de abril: asaltos y
destrozos en centros políticos, 58; en establecimientos públicos y privados,
72; en domicilios particulares, 33; en iglesias, 36 (total de asaltos y
destrozos, 199). Incendios en centros políticos, 12; en establecimientos
públicos o privados, 45; en domicilios particulares, 15; en iglesias, 106,
quedando completamente destrozadas 56 (total, 178, que coincide con el dato reflejado
por Clara Campoamor). Huelgas generales, 11; tiroteos, 39; agresiones, 65;
atracos, 24; heridos 345; muertos, 74. En la sesión de 6 de mayo, Calvo Sotelo
resumió así sus datos: Desde el primero de abril al 4 corriente de mayo:
muertos, 47; heridos, 216, de los cuales casi 200 graves; huelgas 38; bombas y
petardos, 53; incendios totales o parciales, en su mayor parte de iglesias, 52;
atracos, atentados, agresiones, etc., 99. Véase Diario de Sesiones, 1936, págs.
291 y 621. Reproducen esas listas Rubio Cabeza, aunque trastocando las fechas,
y la Enciclopedia Espasa, también con errores. Véanse Manuel Rubio Cabeza,
Diccionario de la Guerra Civil Española, Barcelona, Planeta, 1987, vol. 1, pág.
224 y Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, suplemento anual,
1936-1939, segunda parte, Madrid, Espasa-Calpe, 1944, pág. 1.387. (N. del T.)
<<
[23] Aquí hay una errata. El original pone 178 por 199 que
es el número reflejado en el discurso de José Calvo Sotelo (vid. supra).
Tampoco coincide la suma final de 712 con otras fuentes. (N. del T.) <<
[24] Como hemos visto (vid. supra), no fueron uno sino dos
los discursos de Calvo Sotelo. Quizás Clara Campoamor sólo conocía el de 15 de
abril, o lo confunde con el de mayo. (N. del T.) <<
[25] Fue elegido pero su acta resultó anulada por las Cortes
tras una maniobra de la izquierda. <<
[26] Se trata del magistrado Manuel Pedregal, asesinado por
unos falangistas el 13 de abril de 1936 en represalia por haber condenado a
otros dos falangistas por el atentado, en marzo, sobre el catedrático Jiménez
de Asúa, en que resultó muerto su escolta. (N. del T.) <<
[27] Es fundamental, para el esclarecimiento del asesinatos
de Calvo Sotelo y otros crímenes de la misma época como el del teniente
Castillo, la obra de Ian Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo. Los
asesinos del teniente Castillo, según Gibson, fueron requetés del Tercio de
Madrid, y no falangistas. Véase Ian Gibson, La noche en que mataron a Calvo
Sotelo, 5ª ed. Barcelona, Argos Vergara, 1982 pág. 207. (N. del T.) <<
[28] Se trata de Fernando Condés. En el original francés
aparece como Condé. (N. del T.) <<
[29] Se refiere a Máximo Moreno Martín, teniente de Asalto y
gran amigo del teniente Castillo. Nunca se ha podido probar la presencia de
Moreno entre los asesinos de Calvo Sotelo. Véase Gibson, op. cit. pág. 166.
Según Gibson, quien disparó fue el pistolero socialista Luis Cuenca Estevas,
miembro de la escolta de Indalecio Prieto. El organizador del asesinato fue el
también socialista Fernando Condés. Gibson reproduce el certificado de
defunción de Condés, fallecido en Chamartín de la Rosa el 29 de julio de 1936.
Ahora bien, hemos de tener en cuenta que durante los primeros meses de guerra,
algunos Registros Civiles fueron ocupados, literalmente, por agentes políticos
y se llegaron a inscribir datos falsos. Tenemos un ejemplo de ello en el caso
del capitán de artillería Alejandro García Vega, asesinado en Paracuellos, en
cuyo expediente, que se conserva en el Archivo Militar de Segovia, figura una
partida de defunción según la cual murió en su domicilio. (N. del T.) <<
[30] Ambos han hallado la muerte luchando contra los
militares. El primero durante un accidente de aviación, el segundo en el frente
de Guadarrama. <<
[31] En el centro de un grupo el ministro de Hacienda (N.
del T. Enrique Ramos Ramos) mostraba una visible preocupación. Más lejos, el
ministro de Comunicaciones, (N. del T. Bernardo Giner de los Ríos García)
decididamente desafortunado, ya que la Dictadura, en 1923, había detenido su
carrera política, dejaba traslucir una gran inquietud en sus palabras
pesimistas. <<
[32] José María Gil-Robles Quiñones fue ministro de la
Guerra en tres gobiernos sucesivos: el último de Lerroux (6 de mayo de 1935), y
los dos de Joaquín Chapaprieta (25 de septiembre de 1935 y 29 de octubre de
1935) Dejó de ser ministro con el primer gobierno de Manuel Portela Valladares
(14 de diciembre de 1935). Así que Gil-Robles fue ministro de la Guerra entre
mayo y diciembre de 1935. (N. del T.) <<
[33] Insulaires, en el original francés. Obviamente se trata
de una errata por peninsulaires. (N. del T.) <<
[34] En español en el original francés. (N. del T.) <<
[35] Probablemente se refiere al exterminio de los
anarquistas en la URSS a manos de los comunistas. Véase al respecto: Hector
Schujman, La revolución desconocida: Ucrania, 1917-1921, Móstoles (Madrid),
Nossa y Jarra, 2000. (N. del T.) <<
[36] Álvaro Fernández Burriel. (N. del T.) <<
[37] En español en el original francés. (N. del T.) <<
[38] Este gesto tan severo como rápido forzó el gobierno de
Madrid a hacer lo mismo, juzgando y condenando a muerte al general Fanjul y a
sus compañeros, detenidos en el cuartel de la Montaña. A partir de estas
condenas, seguidas de ejecuciones, todos se dieron cuenta de que la lucha sería
a muerte. Se ha dejado entender que nadie hubiese pedido la gracia de los
generales, como fue el caso para Sanjurjo; es una cruel ironía ya que Madrid y
Barcelona, amordazadas ya por el terror no podían hacer ese gesto que muchos
hubiesen deseado. <<
[39] Vicente Iranzo Enguita, ministro de Industria y
Comercio en el gobierno Samper de abril de 1934. (N. del T.) <<
[40] Giralt en el original. (N. del T.) <<
[41] Ministro de la Guerra, a partir del 20 de julio fue el
general Luis Castelló Pantoja, al que sustituiría el 6 de agosto don Juan
Hernández Saravia quien estaba en el origen de muchas decisiones tomadas por
Castelló. (N. del T.) <<
[42] Nada dice doña Clara de los cuarteles de Carabanchel,
conocidos como Campamento. Como Cuatro Vientos dependía del comandante de
Carabanchel, es posible que sufra una confusión. Sobre la sublevación en
Carabanchel, véanse Fernando Puell de la Villa, Gutiérrez Mellado: un militar
del siglo XX (1912-1995), Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, págs. 85-96 y LUIS
Español, Don Francisco Español y Villasante y el alzamiento en Carabanchel,
Madrid, 1936, Madrid, el autor, 1998. (N. del T.) <<
[43] Es discutible esa afirmación de Clara Campoamor. En
efecto, los militares sólo deben obediencia a sus superiores naturales. Los
jóvenes cadetes podían haberse preguntado: ¿qué pinta Fanjul en el cuartel de
la Montaña? (N. del T.) <<
[44] Aquí comete un error doña Clara. El capitán de
ingenieros, que no teniente, don Carlos Faraudo y de Micheo, fue instructor de
las milicias socialistas y estaba vinculado a la UMRA (Unión Militar
Republicana Antifascista). Hallándose destinado en la Guardia de Asalto fue
asesinado por elementos falangistas, en mayo de 1936. Véase Rubio Cabeza, op.
cit. vol. 1. pág. 308. (N. del T.) <<
[45] Con ocasión de la primera crisis ministerial producida
por su acceso a la presidencia de la República el Sr. Azaña encargó al
socialista Prieto la formación de un gabinete. Éste no lo consiguió. <<
[46] Lo mismo ocurrió del lado gubernamental: las emisoras
de Madrid, Barcelona, Valencia y otros lugares interpretaban a capricho el
himno de Riego, la Internacional o los himnos comunistas, sindicalistas o
anarquistas. Era la guerra de las radios... <<
[47] Así como en Madrid se sustituyó casi en todas partes la
bandera tricolor republicana por la bandera roja socialista o rojinegra
anarquista. <<
[48] Fue él quien decía en una circular de 3 de octubre de
1930 dirigida a los gobernadores civiles: «La nación odia indiscutiblemente la
dictadura a pesar de que por desgracia la actitud de las masas parece pedirla a
gritos». <<
[49] Las listas de afiliados correspondientes a octubre de
1935 publicadas por el partido incluían a 9.000 personas de las cuales 4.200
pagaban una cuota. <<
[50] Este hecho quedó patente en el diario del partido con
ocasión de la votación efectuada en el mes de junio con vistas a la celebración
de un congreso extraordinario con el fin de examinar una posible escisión
basada en las ideas de esos tres distintos grupos. <<
[51] Error de Clara Campoamor. Los nacionalistas vascos
(PNV) electos fueron nueve: José Antonio Aguirre Lecube, José Horn Areilza,
Juan Antonio Irazusta Muñoa, Manuel Irujo Ollo, Julio Jáuregui Lasanta, José
María Lasarte Arana, Rafael Picavea Leguía, Manuel Robles Aránguiz, y Heliodoro
de la Torre y Larrinaga. (N. del T.) <<
[52] La U.G.T. cuya sede se halla en Madrid, cuenta allí con
unos cien mil miembros que abonan una cuota. Ese número indica que dicho grupo,
a pesar de la directiva socialista, comprende republicanos e indiferentes en
materia política puesto que sobrepasa en 85.000 el número de adheridos al
partido socialista de la capital. ( N. del T. a Clara Campoamor no parecen
salirle las cuentas, quizás exista una errata). <<
[53] Joaquín Maurín Juliá, cofundador del P.O.U.M. (Partido
Obrero de Unificación Marxista). (N. del T.) <<
[54] Lo que viene en llamarse «acción directa» se traduce en
definitiva por el uso del revólver contra los patronos recalcitrantes. <<
[55] Ya hemos indicado que la C.N.T. y la F.A.I. reunían a
más de dos millones de miembros que pagaran cuota. <<
[56] Mientras que los republicanos amanecieron divididos,
lucharon divididos perdieron divididos y divididos, también, marcharon al
exilio, el bando nacional fue paulatinamente alcanzando una unidad basada en el
acatamiento al general Franco. No andaba descaminada Clara Campoamor en sus
consideraciones y quizás algún nacional la leyera e inspirara la política de
sometimiento de las distintas fuerzas nacionales, en particular carlistas y
falangistas, al caudillaje de Franco. Nótese la amplitud y la claridad de la visión
de Clara Campoamor en noviembre de 1936... (N. del T.) <<
[57] El censo total de España se elevaba a 15.164.349
electores, de los cuales 7.208.887 hombres y 7.955.462 mujeres. En Madrid había
100 electoras por cada 77 electores varones. <<
[58] El derecho al voto se ejerce en España a partir de la
edad de 23 años. <<
[59] Muchos miembros de la U.G.T. se afiliaron con vistas a
encontrar más fácilmente empleo en industrias donde —con el triunfo de la
izquierda— se exigía el carné de miembro. Por el mismo motivo muchos
trabajadores habían emigrado a la C.E.D.A. (partido de derechas) en el momento
en que la derecha gobernaba, de 1934 a 1935. <<
[60] Subrayemos que la ley electoral exigía una mayoría del
40 por ciento para que un candidato fuera elegido. Adoptar esa ley fue un error
fatal para los republicanos que se maniataban así para el porvenir. Propuesta
por el socialista Prieto, esa ley demoníaca subordinaba para siempre los
republicanos a la benevolencia de los socialistas. Gracias a esta disposición el
Frente Popular obtuvo su deslumbrante mayoría con 4.497.696 votos, aplastando a
la derecha que sin embargo la sobrepasaba con 4.910.818 votos. Un fenómeno
parecido se produjo en 1933 en beneficio de los partidos de derecha. <<
[61] La derecha había reducido los sueldos en el campo hasta
1,5 y 2 pesetas diarias y había votado una ley permitiendo expulsar a los
arrendados de las tierras que trabajaban desde hacía veinte o treinta años.
<<
[62] En la frase original se dice también «exagerados». Lo
he suprimido porque ¿cómo puede un rostro ser exagerado? (N. del T.) <<
[63] El Partido Nacional Republicano. (N. del T.) <<
[64] Son importantes las referencias a Thiers y a la Comuna
de París, y nos ilustran acerca de la visión que Clara Campoamor tenía de la
historia y del uso del poder. Thiers fue el creador de la República Francesa
que siguió al imperio de Napoleón III. Tras el desastre de Sedan en que los
prusianos infligieron una estrepitosa derrota a los ejércitos franceses, se
proclamó en París un Gobierno de la Defensa Nacional, que al no disponer de
ejércitos potenció la Guardia Nacional. El 17 de febrero la Asamblea de
representantes, que desde el sitio de París por los prusianos, se había
trasladado a Burdeos, nombró a Adolfo Thiers presidente del poder ejecutivo.
Formalizada la paz con el Imperio Alemán, el 1º de marzo de 1871, Thiers ordenó
desarmar las tropas irregulares. Éstas se negaron, sin embargo, a entregar las
armas y sus jefes constituyeron la Federation Républicaine de la Garde
Nationale. El 18 de marzo, Thiers abandonó París y se retiró a Versalles. A la
salida de Thiers siguió la instauración en París de una dictadura socialista
que duraría dos meses, la Commune. Los communards, también llamados fédérés,
renovaron en la capital francesa los mismos excesos revolucionarios que
cometieron en su día los partidarios del Terror y de Robespierre. La Commune
estableció un Comité Central, órgano ejecutivo, y el 1º de mayo constituyó el
Comité de Salut Public, homónimo del comité que sembró de sangre y terror la
Revolución de 1789 y restauró los símbolos y el calendario revolucionarios. Los
responsables de la Commune censuraron y cerraron, uno tras otro, los periódicos
y adoptaron una serie de medidas anticlericales, llegando a tomar al arzobispo
de París y a numerosos sacerdotes como rehenes. El gobierno de Thiers,
refugiado en Versalles, consiguió reunir un ejército de cien mil hombres. Así,
París, que había sufrido el sitio de los prusianos, se vio de nuevo asediada,
esta vez por los franceses. El ejército gubernamental penetró en el recinto de
la capital el 21 de mayo. El 22 se celebró la última reunión de la Comuna, que
resignó todos sus poderes en el Comité Central. Durante una semana los
communards se batieron en la calle con las tropas gubernamentales. A medida que
se retiraban, los fédérés rociaban con petróleo monumentos, iglesias y palacios
públicos. En una semana ardió buena parte del patrimonio monumental de París. A
partir del 24 los communards asesinaron todos los rehenes y hasta su derrota definitiva,
el día 28, consumaron una serie de matanzas. Como balance final de la Commune
se baraja la cifra de diecisiete mil muertos. Algunos autores hablan incluso de
treinta mil. Once mil fédérés fueron juzgados por consejos de guerra. Algunos
fueron fusilados y la mayoría condenados a la deportación en Nueva Caledonia,
que en su mayor parte regresaron a Francia tras las amnistías de 1879 y 1880.
Es célebre, en Francia, el recuerdo del mur des fédérés, tapia del cementerio
del Père-Lachaise donde fueron fusilados varios centenares de communards. En
España tuvo gran importancia por sus repercusiones en el movimiento cantonal y
en la figura de Salvochea, y se puede hallar en la Revolución de 1789 y la
Comuna de París un antecedente directo de la revolución española de 1936, sobre
todo en los aspectos más negativos. Acerca de la influencia de la Comuna en
Salvochea y el cantonalismo, véase LUIS Español, Don Leopoldo Español Saravia y
la contrarrevolución cantonal en Cádiz, 1873... Madrid, el autor, 1998. (N. del
T.) <<
[65] Mientras que el referido sargento era juzgado y
ejecutado, el comandante Pérez Farras, en Cataluña, era amnistiado lo cual le
ha permitido más tarde dirigir la defensa de Barcelona contra los insurrectos.
<<
[66] He reconstruido esa frase que literalmente diría: «no
rebajarse en descender hacia versiones populares y agitarse ciegamente con el
objeto del beneficio personal» que resulta francamente fea. (N. del T.)
<<
[67] Es posible que Clara Campoamor pensara en regulares y
la Quinche tradujera marroquíes. (N. del T.) <<
[68] El Sr. Azaña decía antes de las elecciones del Frente
Popular : «Yo confío más en el pueblo sencillo e ingenuo, en esos hombres
modestos que vienen a pie desde sus pueblos; no confío en el técnico ni en el
intelectual». Véase Clara Campoamor Mi pecado mortal: el voto femenino y yo,
Madrid, Imp. Barnés, 1936, p. 305 <<
[69] Tampoco eran muy numerosos, ya que el gobierno,
presintiendo la sublevación, había dado permiso a un gran número de soldados.
En Zaragoza no había, en julio, más de unos quinientos soldados y en Sevilla el
mismo número. <<
[70] Sobre 2 dreadnougths de 15.700 toneladas, 8 cruceros de
5 a 10.000 toneladas, 16 contra torpederos y 15 submarinos, al principio no se
pasaron al bando insurrecto más que los cruceros Canarias y Baleares y un
submarino. <<
[71] El diario Le Temps de 1º de octubre, en el relato que
hace del salvamento por el paquebote Koutouvia de los hombres del torpedero
gubernamental Almirante Ferrandis, bombardeado y hundido por el crucero insurgente
Canarias, reproduce estas palabras pronunciadas por el capitán francés: «A las
11 h. 45 di orden de regreso a mis embarcaciones. Trajeron al Koutouvia 40
hombres, y entre ellos el comandante del Almirante Ferrandis, que es un simple
alférez de navío, el jefe mecánico único oficial a bordo, y el médico».
<<
[72] En el original se pone fieles en lugar de
gubernamentales. (N. del T.) <<
[73] Error de Clara Campoamor. Los aviones italianos que
Mussolini proporcionó a Franco fueron una docena de Savoia Marchetti S-79,
aviones de gran calidad, de los que se perdieron varios durante el transporte
entre Cerdeña y el Norte de África. El puente aéreo sobre el Estrecho corrió a
cargo de todo tipo de aviones, Fokker comerciales, algún hidroavión y sobre
todo los Junkers Ju-52 proporcionados por Hitler. En total se piensa que por
vía aérea pasaron menos de 900 hombres. Más importante fue el paso por mar de
alrededor de dos mil hombres, el 5 de agosto de 1936. Aquí los aviones
italianos tuvieron un papel fundamental a la hora de localizar con precisión y
cubrir el convoy marítimo, dada la absoluta inferioridad de los nacionales en
el mar. Es lógico que Clara Campoamor se equivoque porque también incurren en
error grandes historiadores. Consúltese al respecto José Luis Infiesta Pérez,
«Algunas precisiones sobre la intervención italiana y alemana en la Guerra de
España», Rojo y Azul... , op. cit. págs. 108 y ss. y Juan Manuel Riesgo, «La
guerra en el aire», ibid. pág. 138 y ss. (N. del T.) <<
[74] Sólo por el decreto de 22 de octubre el gobierno se
decidió a organizar los batallones, sustituyendo por números los nombres
fantasiosos que ellos mismos se habían dado y sustituyendo la inspección
general de las milicias por una «jefatura de milicias» que le fue conferida al
Sr. Largo Caballero. Pero ¿puede considerarse mando militar único aquel que se
confiere a un hombre que jamás ha sido militar, a menos que tenga a su lado a
un hombre competente —quizá un extranjero— para aconsejarle? <<
[75] La expedición de Bayo se inscribe en el marco de la
política pancatalanista de la Generalidad. (N. del T.) <<
[76] Sobre el desastre de la expedición de Bayo se indignaba
Azaña, en sus Memorias: «cuando en Madrid no había ni una sola ametralladora
para cortar el paso de la sierra, en Mallorca eran echadas al mar ochenta
máquinas y un par de baterías, después de perder quinientos hombres muertos y
no sé cuántos heridos». Véase Manuel Azaña, Memorias políticas y de guerra,
citado por Rubio Cabeza, Diccionario de la guerra civil española, Barcelona,
Planeta, 1987, vol. II. págs. 505-506. (N. del T.) <<
[77] «Defendemos mejor nuestra vida permaneciendo en las
posiciones atacadas en lugar de huir» ( Claridad, diario socialista); «Para
conseguir la victoria debemos someternos todos a la disciplina» ( Mundo Obrero,
diario comunista). <<
[78] En Madrid hubo de recurrirse, finando octubre, a una
medida radical: no proporcionar armas a los milicianos mas que en el frente y
prohibirles regresar armados a Madrid de permiso. <<
[79] ¿De la izquierda republicana o de Izquierda
Republicana? Nos quedamos con la duda. (N. del T.) <<
[80] Palacio de Bellas Artes en la edición original. (N. del
T.) <<
[81] A mi juicio se refiere Clara Campoamor a unos
espontáneos «tribunales revolucionarios», vinculados a las checas, y no a los
tribunales populares establecidos por el Gobierno republicano en agosto de 1936
como consecuencia del incendio de la Cárcel Modelo. Quizás me equivoque. En
cualquier caso los expertos consideran que los tribunales populares
constituyeron un «coladero» para las víctimas de la represión dentro de la zona
republicana, que tenían más motivo para temer a los chequistas que a los
tribunales populares. Véase un ejemplo en Puell, op. cit. refiriéndose al caso
de Gutiérrez Mellado. (N. del T.) <<
[82] Es famosa una divisa publicitaria creada por un
sombrero después de la guerra: «Los rojos no usaban sombrero». (N. del T.)
<<
[83] Lo grotesco, que nunca ha de faltar, incluso en las
situaciones más trágicas, nos hacía oír constantemente en la emisora de Madrid
—empresa nada marxista— el apelativo «camaradas» dirigido a los oyentes, el
saludo marxista «salud» y la Internacional. <<
[84] Cuerpo de vigilantes nocturnos que poseen las llaves de
todas las casas y abren la puerta a los vecinos. <<
[85] Estas palabras eran las iniciales de los partidos
anarquista y sindicalista: F.A.I. (federación anarquista ibérica) y C.N.T.
(Confederación general del Trabajo). <<
[86] «tcheka», en el original. (N. del T.) <<
[87] Véase Rubio Cabeza, op. cit. vol. II. pág. 470. La
fecha que refleja Rubio del asesinato de Eduardo López Ochoa y Portuondo es el
18 de julio. Sin embargo la obra de José María Gómez-Ulla y Lea, a partir de
apuntes de su tío el Dr. Gómez Ulla, quien dirigiera el Hospital de
Carabanchel, precisa que el asesinato de López Ochoa tuvo lugar el 17 de
agosto, es decir, un mes más tarde. Véase. José María Gómez-Ulla y Lea, Mariano
Gómez Ulla: un hombre, un cirujano, un militar, Madrid, 1981. (N. del T.)
<<
[88] Aquí exagera Clara Campoamor. No todos los presos
fueron asesinados. Por lo visto el día 22 de agosto de 1936 se produjo un
incendio en la cárcel Modelo, no se sabe si provocado por los presos comunes o
por los políticos. Al día siguiente se presentó en la prisión un grupo de
milicianos que asesinaron, de entrada, a cuarenta presos fusilándolos en el
patio, y un dia después a otros treinta. Entre los presos asesinados figuraban
los ex ministros Rico Avello, Álvarez Valdés y Martínez de Velasco; el jefe del
Partido Republicano Liberal Demócrata, don Melquiades Álvarez, falangistas
importantes como Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio, y el
aviador Ruiz de Alda; el doctor Albiñana, creador de la milicia fascista
«Legionarios de España», el comisario de policía Martín Baguenas y los
generales Capaz y Villegas. Véase RUBIO CABEZA, op. cit. vol. 1, pág, 164. (N.
del T.) <<
[89] Sentencias anunciadas en la prensa. <<
[90] En el Diario de Sesiones del Congreso, de 24 de junio
de 1936 se puede leer lo relativo a la acusación contra Salazar Alonso por el
asunto del straperlo. El diputado Nogués hizo de acusador, leyendo la denuncia
interpuesta por Daniel Strauss. Se reprochaba a Salazar Alonso el haber
utilizado su influencia como ministro de Gobernación para permitir el uso del
juego straperlo en el casino de San Sebastián. Se levantó entonces Guerra del
Río para defender el honor de su antiguo correligionario Salazar y añadió: «(...)
deploro que las Cortes españolas continúen repitiendo su lamentable historia de
acusar cada una de ellas a los adversarios caídos (Rumores) incluso cuando como
en el presente caso, tengo la evidencia de que en el fuero de la conciencia de
la mayoría de los Diputados que van a votar esa acusación late la seguridad de
la inocencia del Sr. Salazar Alonso (Grandes rumores y denegaciones) ¡Seguid
explotando el «straperlo»! (Continúan los rumores. El Sr. Presidente agita la
campanilla reclamando orden). Véase Diario de Sesiones del Congreso, 1936,
págs. 1.568 y ss. Madrid, Rivadeneira, 1936. (N. del T.) <<
[91] Se equivoca doña Clara al dar por muerto a Rafael
Guerra del Río, del que dice lo siguiente Manuel Rubio Cabeza: «Durante la
Guerra Civil se hallaba en Madrid, donde corrió el bulo de que había sido
asesinado —hasta el punto de que Clara Campoamor escribió un artículo
periodístico contando el hecho con toda clase de pormenores—, cuando la
realidad es que había salido de España, autorizado por el Gobierno republicano.
Terminada la contienda, y una vez que recibió garantías por parte de los
vencedores de que no sería perseguido, regresó a España, donde falleció». Véase
Rubio Cabeza, op. cit. vol. II, pág. 407. (N. del T.) <<
[92] En el original pone, sin duda por error, el triunfo de
los insurrectos lo cual parece un contrasentido. (N. del T.) <<
[93] Impotencia relativa. Recordemos lo ya referido acerca
de la Guardia Civil en la página correspondiente. <<
[94] Nótese el parecido de este título, sacado de una
expresión de Martínez Barrio, con la famosa expresión de Churchill, varios años
posterior: «Sólo os puedo prometer sangre, sudor y lágrimas». (N. del T.)
<<
[95] Se refiere a José María España Sirat, que en julio de
1936 era consejero de Gobernación de la Generalidad. Los consejeros José María
España y Ventura Gassol tuvieron que refugiarse en el extranjero, el primero en
el verano y el segundo el 23 de octubre, para evitar que los matasen los
anarquistas. Véase Història de Catalunya, vol. VI, Barcelona, edicions 62,
págs. 383 y 406. (N. del T.) <<
[96] De octubre de 1931 a septiembre de 1933 fue Manuel
Azaña presidente del gobierno y Santiago Casares Quiroga su ministro de
Gobernación. En ese periodo se produjeron los tristes sucesos de Casas Viejas, Arnedo
y Castilblanco. El levantamiento libertario de Casas Viejas (Cádiz) revisitió
especial gravedad, muriendo varios libertarios a manos de la Guardia de Asalto.
En aquella ocasión las izquierdas acusaron a Azaña, en el Congreso, de haber
ordenado dar «tiros en la barriga». (N. del T.) <<
[97] Es justo consignar que el Sr. Martínez Barrio es el
único dirigente en haberse preocupado por las terribles consecuencias que
tendría la lucha. No sólo se opuso al principio a la distribución de armas al
pueblo y llevó a cabo los preliminares de un acuerdo con los alzados, sino que
más tarde, cuando la ofensiva sobre Madrid, insistió en subrayar la temeridad
de la lucha y la responsabilidad en que se incurría al abocar la capital a una
destrucción inútil. Añadamos que al actuar de este modo el Sr. Martínez Barrio
se jugaba la vida... <<
[98] Doña Clara se refiere a las guerras carlistas, que en
realidad no fueron dos sino tres 1833-40, 1847-49 (Cataluña) y 1872-76. (N. del
T.) <<
[99] Probablemente se esté refiriendo a los alemanes y
rusos, apoyo respectivo de nacionales y republicanos. (N. del T.) <<
[100] Sólo en la Casa de Campo se hallaban de 70 a 80
cadáveres todos los días. Un día pudo el gobierno comprobar que había 400
muertos. Pero últimamente hemos recibido un testimonio mucho más trágico según
el cual en Madrid, el 2 de noviembre de 1936, el numero de personas asesinadas
se elevaba a 32.000, lo cual da una media de 226 personas al día. (N. del T.
Doña Clara dejó Madrid antes de la gran matanza de Paracuellos). <<
[101] Una prueba del encarnizamiento de las ideas, mezclado
quizás con el miedo a las represalias se halla en el proceso dirigido contra
Salazar Alonso. Este había rogado a un abogado, el Sr. Botella Asensi, jefe del
partido de la izquierda radical-socialista, de encargarse de su defensa ante el
tribunal. Pero el Sr. Botella Asensi se negó. No se quería o no se osaba, como
durante la Revolución Francesa, «traer ante el tribunal la cabeza y el
alegato». <<
[102] En lugar de «confianza» pudiera tratarse de
«refrendo». En realidad, el artículo 75 de la Constitución de 1931 dice
literalmente: El Presidente de la República nombrará y separará libremente al
Presidente del Gobierno y, á propuesta de éste, á los Ministros. Habrá de
separarlos necesariamente en el caso de que las Cortes les negaran de modo
explícito su confianza. Se desprende de ese artículo que el Presidente ejerce
una legitimación activa del Gobierno mientras que las Cortes sólo pueden
ejercerla pasivamente, negándose, en su caso, a avalarlo. En la referida
Constitución no figuran ni el término refrendo. (N. del T.) <<
[103] El 12 de agosto de 1936 las tropas de los ejércitos
nacionales del Norte y del Sur entraron en contacto en Extremadura. Dos días
después entraban las tropas de Yagüe en Badajoz, con la subsiguiente matanza.
Quedaban así enlazadas las zonas rebeldes. Nótese como Clara Campoamor no
precisa que entre la toma de Badajoz y el gobierno Largo Caballero (5 de
septiembre) transcurren tres semanas. (N. del T.) <<
[104] La expresión exacta es: «cerrar con siete llaves el
sepulcro del Cid» y es de Joaquín Costa (1846-1911). (N. del T.) <<
[105] La expresión francesa es institution des enfants
trouvés, que no parece adecuada, ya que se trataría de la Inclusa. Inclusero
fue el padre de Pablo Iglesias, Pedro de la Iglesia Expósito, obrero subalterno
del municipio ferrolano. Pablo Iglesias fue hijo legítimo y al morir su padre
tuvo su madre que ponerlos a él y a su hermano Manuel a cargo del Hospicio. Es
muy interesante al respecto la conmovedora biografía de Zugazagoitia. Véase
Julián Zugazagoitia, Una vida heroica, Pablo Iglesias, México, 1965. (N. del
T.) <<
[106] No deja de ser una ironía de la Historia ver que,
trece siglos más tarde, España recurre a las fuerzas marroquíes, los descendientes
de los moros expulsados por Pelayo, para vencer la resistencia de los mineros
españoles, socialistas, comunistas y anarquistas, dueños de los macizos rocosos
de Asturias. <<
[107] Un hecho curioso muestra la evolución hacia el
socialismo en algunas personalidades. El general Burguete al que se encomendó
la tarea de reprimir aquella revuelta y que lo hizo con mucha dureza, intentó
ingresar en 1934 en el partido socialista. Se le rechazó recordándole la frase
que había pronunciado en 1917: «Voy a cazar los mineros como alimañas en sus
agujeros». <<
[108] Debe existir aquí una confusión. El coronel Aranda no
tomó Oviedo en 1936 sino que, habíendose alzado, mantuvo un memorable sitio
ante fuerzas muy superiores hasta la llegada de las tropas nacionales, meses
después. La Campoamor se debe referir a la toma de Oviedo por parte de López
Ochoa, que no Aranda, durante la revolución de 1934. (N. del T.) <<
[109] Recordemos dos hechos significativos: el Sr. Martínez
Barrio, encargado por el gobierno de la administración de las provincias
levantinas desde el principio del alzamiento, no ha podido fijar su residencia
en Valencia donde los anarquistas le hacían la vida imposible. Incluso ha
llegado a sufrir un atentado y ha tenido que fijar su residencia en Cuenca, ciudad
castellana. En cuanto al gobierno, difícil le será también permanecer en
Valencia. <<
[110] A la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra. (N.
del T.) <<
[111] El Estado Español que sustituye en el bando nacional a
la República Española se organizó en primer lugar alrededor de la Junta de
Defensa Nacional, constituida el 24 de julio de 1936 y presidida por el general
Miguel Cabanellas. Esta Junta sería sustituida por la Junta Técnica del Estado,
constituida el 1º de octubre de 1936, bajo la presidencia del general Fidel
Dávila Arrondo, que a partir del 30 de enero de 1938 tomaría ya el nombre de
Gobierno, bajo la presidencia del general Franco. (N. del T.) <<
[112] Es interesante recordar aquí la opinión expresada por
el general Mola en un libro sensacional: «Un régimen podrá apoyarse —no por
mucho tiempo— sobre bayonetas mercenarias; pero jamás sobre un ejército
nacional que sea parte integral de la nación, participe de sus deseos y niegue
lo que ella niegue». Véase Géneral Mola, La caída de la monarquía, Madrid,
1933, p. 182. <<
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