.

.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Clara Campoamor. Extracto de su libro "La Revolución Española Vista por una Republicana"

 




Sobre el pucherazo en las elecciones del 36, recomiendo la lectura del libro de los profesores Alvarez Tardío y Roberto Villa: 

1936, Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular



LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA VISTA POR UNA REPUBLICANA

POR CLARA CAMPOAMOR

CAPÍTULO I.

EL HORIZONTE EN JULIO DE 1936

Uno de los primeros días de julio de 1936 charlaba yo con un político del partido del Sr. Martínez Barrio[10], presidente del Congreso de los Diputados y jefe de la Unión Republicana, vinculada al Frente Popular[11].

—Martínez Barrio —me decía— está muy preocupado. El gobierno se espera una rebelión de los partidos de derecha y ese gobierno, que en distintas ocasiones ha demostrado su impotencia, está decidido esta vez, en caso de sublevación, a armar a la población civil para defenderse. Vd. se imagina lo que eso supondría: desde los primeros días, diez o doce incendios estallarán en Madrid...

—¡Pero qué locura! Eso supondría desencadenar la anarquía. Hay que evitarlo a toda costa.

—Sí, ¿pero cómo? Es difícil. Le digo que el gobierno está decidido.

—Sin embargo su partido también está representado en el gobierno. Tendrán Vds. su parte de responsabilidad en lo que ocurra.

—¿Nosotros? Hace tiempo que no pintamos nada. Desde hace semanas nuestros ministros se limitan, en las reuniones del Consejo, a hacer constar en acta su opinión, para descargarse de toda responsabilidad de cara al futuro. Izquierda Republicana[12], ya no actúa. Por otro lado, el gobierno carece ya de poder. Toma decisiones que el presidente de la República rompe de inmediato. Éste interviene personalmente en el gobierno, mucho más de lo que Alcalá-Zamora hiciera jamás. Se mete en todo y el presidente del Consejo, «Civilón», que así lo llaman en todas partes[13], carece de voluntad y no reacciona. Mire, hace más de doce días que el gobierno ha decidido nombrar al Sr. Albornoz embajador en París y no se consigue que el presidente firme el decreto.

—¡Pero sí que pueden evitar que se repartan armas al pueblo! Oponiéndose, cueste lo que cueste, aún rompiendo, si es necesario, el Frente Popular.

—Martínez Barrio no quiere tomar esa responsabilidad; espera a que otros la tomen. Pero la situación es insostenible.

Esa era, en julio de 1936, la situación del Frente Popular, formado para obtener, mediante una alianza[14], el número de votos impuestos por una ley electoral que exigía una mayoría del 40% de los votos emitidos.

 

El Frente Popular había reunido todos los partidos de izquierda. Ya se habían dejado sentir las consecuencias de esa imposible armonía con ocasión de los numerosos conflictos obreros que habían estallado tras la victoria electoral de febrero de 1936. Pero el último y el más grave de esos conflictos obreros había sido el de los trabajadores de la construcción.

Unidos en apariencia para defender sus reivindicaciones profesionales, trabajadores socialistas y sindicalistas habían formado, antes del conflicto, el «frente obrero» con frecuencia preconizado por el cabecilla socialista Largo Caballero…..[….]

Al fin, cuando se agravó el conflicto, el gobierno tuvo que zanjarlo imponiendo un determinado acuerdo entre patronos y obreros socialistas. Los sindicatos se negaron entonces a aceptarlo, y al día siguiente, al reanudarse el trabajo, ametrallaron a la entrada de las obras a sus camaradas socialistas que se presentaban para trabajar. Estos, aterrorizados, se negaron de nuevo a trabajar y el conflicto se prolongó, quedando los revolucionarios extremistas como dueños absolutos del movimiento y de la calle, habiendo reducido a la impotencia estratégica a los republicanos, sus aliados electorales.

¿Cómo lograron soportar los obreros y la capital de la República las consecuencias de esa huelga interminable?

Al haberse impuesto definitivamente los métodos anarquistas, desde la mitad de mayo hasta el inicio de la guerra civil, Madrid vivió una situación caótica: los obreros comían en los hoteles, restaurantes y cafés, negándose a pagar la cuenta y amenazando a los dueños cuando aquellos manifestaban su intención de reclamar la ayuda de la policía. Las mujeres de los trabajadores hacían sus compras en los ultramarinos sin pagarlas, por la buena razón de que las acompañaba un tiarrón que exhibía un elocuente revolver. Además, incluso en pleno día y hasta en el centro de la ciudad, los pequeños comercios eran saqueados y se llevaban el género amenazando con revólver a los comerciantes que protestaban.

Todo lo relacionado con la construcción estaba parado. Los comités obreros incluso le negaban al Ayuntamiento el derecho de efectuar las reparaciones necesarias en las canalizaciones, de tal suerte que muchas casas carecían de agua. El 5 de agosto pudimos visitar en la calle de Abascal una vivienda que carecía de agua desde que empezara la huelga. Como en los demás barrios, las mujeres tenían que bajar a la calle para buscar el agua que el Ayuntamiento proporcionaba por medio de grandes depósitos motorizados, para distribuirla al pueblo a la espera de que se reparasen las traídas de agua.

Por orden de los sindicalistas, la huelga se extendió a los mecánicos que reparaban los ascensores. Éstos fueron inmovilizados en todas las casas, incluso destrozados por los huelguistas, y mientras tanto los habitantes de Madrid tuvieron que subir a pie sus escaleras.

¡La guinda de ese encantador caos la constituían cinco o seis bombas de dinamita que cada día los huelguistas colocaban en edificios en construcción para hacerlos saltar por los aires![15]

En otro orden de cosas, se recuerda lo sucedido al día siguiente del triunfo del Frente Popular. El gobierno, espantado, temiéndose una revuelta, se apresuró en transferir el poder a los vencedores incluso antes de que el Parlamento se hubiese reunido. Los vencedores, no menos asustados, se saltaron las etapas y convocaron la Comisión permanente de las Cortes para solicitar el acuerdo de amnistía para los sublevados de Asturias de 1934[16]. Al mismo tiempo, y por decreto, el nuevo gobierno devolvía a los antiguos sublevados los puestos que ocupaban anteriormente, tanto en la administración como en las empresas privadas.

Esperaba de esta forma detener la furia revolucionaria desatada por sus propios aliados.

Y la oposición que hoy se encuentra junto a los alzados y que acusó al Frente Popular de aquellas prisas, no está limpia de toda culpa ya que sus representantes en la Comisión Permanente de las Cortes votaron también a favor de la amnistía, dando así satisfacción a las exigencias de la calle. ¿Podían actuar de otro modo? Quizás no. Pero debemos hacer constar que, de todas las fuerzas políticas, tanto fuera como dentro del Frente Popular, fue el anarco-sindicalismo el que arrastró a las demás. El espantapájaros de la anarquía callejera siempre se salió con la suya, sin que los que de este modo cedían obtuviesen la deseada tregua ya que cada éxito, lejos de calmar a los extremistas, los animaba.

* * *

Los partidos republicanos que llegaron al poder tras el triunfo electoral, aunque fueran minoritarios en la alianza de la izquierda agotaron sus fuerzas y su crédito moral en dos ingratas tareas: la primera consistió en hacer concesiones a los extremistas que, desde el 16 de febrero, celebraban su triunfo mediante incendios, huelgas y actos ilegales, como si estuviesen luchando contra un gobierno enemigo. El otro objetivo de los vencedores consistió en adueñarse a toda prisa de los puestos superiores del Estado, saltándose todas las reglas establecidas y derribando sin el menor escrúpulo de honestidad política los principios de continuidad que un régimen naciente debe conservar si aspira a durar.

Así, los partidos republicanos de la izquierda, con el fuerte apoyo de socialistas y comunistas, y siguiendo en esto los consejos de ese espíritu letal para la República, que ha sido don Indalecio Prieto, perdieron su crédito moral derribando al primer presidente de la República, el Sr. Alcalá-Zamora, sin preocuparse por la falta de base legal de tan osada maniobra.

La política de partido, la ambición personal y el espíritu revanchista de los vencedores se impusieron —al igual que en los dos primeros años de la República— sobre la prudencia que hubiera aconsejado sacrificar toda cuestión personal al refuerzo de la solidaridad entre los grupos republicanos. Solidaridad más indispensable todavía en un país propenso a las divisiones y cuyo espíritu anárquico había llevado a la caída de la República de 1873.

Para apartar al primer magistrado de la República al que los Sres. Indalecio Prieto —socialista que tuvo que huir por haber participado en la revolución de octubre de 1934— y Azaña —encarcelado durante varios meses bajo la misma inculpación— consideraban como su enemigo personal y al que acusaban de fomentar una sublevación militar, se violó la Constitución republicana y, durante una sesión relámpago, la mayoría parlamentaria hizo desaparecer las últimas huellas de respeto y consideración que la opinión pública había mantenido hacia la ley y las instituciones republicanas.

Esa mayoría de izquierda, nacida de elecciones que siguieron a la disolución de un parlamento de derechas, llevada a cabo por el Presidente, votó sin ningún escrúpulo la propuesta del Sr. Prieto quien declaró «¡que el Parlamento anterior había sido mal disuelto y que el Presidente de la República había en consecuencia incurrido en la sanción de cese prevista para ese caso en la Constitución!».

En el lapso de una hora la propuesta era discutida y aprobada. Fue inmediatamente notificada al Presidente y seis minutos más tarde, tras la comunicación, era depuesto de sus altas funciones.

No buscamos aquí defender al Presidente, ni la forma en que había cumplido su mandato. Nos limitamos a considerar con melancolía el craso error que mancilló los primeros actos del Frente Popular, cuando su mayoría estaba asegurada en un Parlamento que no podía dejar de cumplir los cuatro años de su mandato constitucional.

Las consecuencias de ese error político fueron considerables. El Sr. Azaña que todavía no había perdido su prestigio mucho más imaginario que real de hombre de Estado, abandonó la cabeza del gobierno así como la de su partido —que constituía el partido republicano más fuerte, a pesar de haberse formado penosamente— y pasó a presidir la República. Conservaba sin embargo el poder de hecho, a través de débiles testaferros que no contaban con el apoyo de la opinión pública.

Sin embargo el Sr. Prieto no consiguió el cargo tan ambicionado de presidente del Gobierno. El ala izquierda del socialismo se le opuso, alegando el peligro de una escisión del partido, escisión que ya existía de forma latente y que amenazaba con estallar abiertamente. Esa oposición dejó tocado al secreto instigador de toda aquella maniobra.

El alzamiento armado, tantas veces anunciado, sólo podía salir ganando del hecho de que se apartara de la presidencia de la República al hombre que le había puesto trabas continuamente y que contaba con numerosos y fieles amigos entre los generales que más tarde se convertirían en sublevados. En cambio aquel pronunciamiento se hizo más fácil y más amenazador el día en que se puso a la cabeza del Estado al antiguo ministro de la Guerra considerado como enemigo del ejército[17], tan débil para apartar los futuros sublevados como fuerte para herir todos los intereses y todas las ambiciones legítimas de los oficiales.

El fantasma de un pronunciamiento militar, tan temido bajo la presidencia del Sr. Alcalá-Zamora y que no tomó cuerpo durante los cuarenta y siete meses de su mandato, estalló cuatro meses después de acceder el Sr. Azaña a la presidencia de la República.

* * *

 

Sin hablar de la grave situación creada en Madrid por las huelgas ya mencionadas, el gobierno se mostraba cada día menos capaz de mantener el orden público. En el campo se multiplicaron los ataques de elementos revolucionarios contra la derecha, los agrarios y los radicales, y en general, contra toda la patronal.

Se ocuparon tierras, se propinaron palizas a los enemigos, se atacó a todos los adversarios, tildándolos de «fascistas». Iglesias y edificios públicos eran incendiados, en las carreteras del Sur eran detenidos los coches, como en los tiempos del bandolerismo, y se exigía de los ocupantes una contribución en beneficio del Socorro Rojo Internacional [18].

Con pueriles pretextos se organizaron matanzas de personas pertenecientes a la derecha. Así, el 5 de mayo se hizo correr el rumor de que señoras católicas y sacerdotes hacían morir niños distribuyéndoles caramelos envenenados. Un ataque de locura colectiva se apoderó de los barrios populares y se incendiaron iglesias, se mataron sacerdotes y hasta vendedoras de caramelos en las calles[19]. En el barrio de Cuatro Caminos fue horriblemente asesinada una joven francesa[20] profesora de una escuela[21].

Estos hechos fueron denunciados en el Parlamento, y he aquí la lista de actos violentos, tal y como se imprimió en el Diario de Sesiones sin que el Gobierno los negara:

Hechos acaecidos en plena paz y bajo el ojo indiferente de la policía, entre el 16 de febrero y el 7 de mayo de 1936, es decir, a los tres meses de gobierno del Frente Popular[22]:

—Saqueo de establecimientos públicos o privados, domicilios particulares o iglesias: 178[23].

—Incendios de monumentos públicos, establecimientos públicos o privados e iglesias: 178.

—Atentados diversos contra personas de los cuales 74 seguidos de muerte: 712.

He aquí la situación en la que se encontraba España tres meses después del triunfo del Frente Popular.

¿Por qué el gobierno republicano nacido de la alianza electoral se abstuvo de tomar medidas contra aquellos actos ilegales de los extremistas? No suponía más que un problema de orden público acabar con todos los excesos contrarios a su propia ideología y métodos.

Si el gobierno se mantuvo pasivo es porque no podía tomar medidas sin dislocar el Frente Popular.

En cuanto a los partidos de derecha, un exceso de prudencia les llevó a silenciar a sus propios diputados. Sin embargo el Sr. Calvo Sotelo denunció esos hechos ante las Cortes en un famoso discurso[24]. Aquel acto le costaría la vida

CAPÍTULO II.

LOS ELEMENTOS FASCISTAS

Otro motivo de turbación para el orden público fueron las luchas en la calle entre los marxistas y los miembros de Falange Española, partido creado en 1933 cuyo jefe, don José Antonio Primo de Rivera, era hijo del antiguo dictador.

Nadie creyó jamás en España en la importancia del fascismo como único elemento posible del derribo del Estado.

Sólo los marxistas concedían importancia al continuo crecimiento de los grupos de jóvenes que oponían su propia violencia a la violencia marxista.

Nunca habrían pasado de ser un puñado de amigos si los errores acumulados por los republicanos y los marxistas no hubiesen favorecido su movimiento. En las elecciones de 1936 y a pesar de las numerosas candidaturas que habían presentado, siempre coligados con partidos de derecha, no consiguieron un solo escaño. Incluso perdieron el que ocupaba desde las Cortes constituyentes el Sr. Primo de Rivera, su jefe[25].

Fueron las consignas, dócilmente seguidas en España como en cualquier otra parte por los marxistas, a los que en parte a ciegas secundaron los republicanos de izquierda, quienes hicieron salir el partido fascista de la nada en la que se encontraba.

Algunos elementos de la derecha, impacientes por lo que consideraban inercia de sus partidos ante el avance de los marxistas, se unieron, como protesta, a aquellos grupos de muchachos. Falange Española se convirtió así en el ala protectora de aquellos que parecían descontentos con la molicie del partido del Sr. Gil Robles ante los incendios, los saqueos y los actos de violencia tan frecuentes en la España de los últimos tiempos.

Esos actos dirigidos particularmente contra la derecha, los edificios religiosos y la juventud fascista, fueron violentamente combatidos por los miembros de Falange.

Todos los días se producían en Madrid atentados personales cuyas víctimas eran ora miembros del partido fascista, ora del partido marxista.

El asesinato del teniente Castillo, que pareció motivar el de Calvo Sotelo, no fue más que uno más de esos episodios de lucha y odio entre dos grupos que zanjaban sus disputas al margen de la ley.

El gobierno republicano, indiferente o impotente ante la creciente oleada de anarquía y bajo la presión de sus aliados marxistas, actuó con la mayor severidad contra los miembros de Falange Española. Se procedió a numerosos arrestos. Y a veces surgían sorpresas: se hallaban entre los fascistas los hijos de conocidos miembros del Frente Popular...

La ley que prohibía el uso y tenencia de armas fue el pretexto de esa persecución. Los partidos enemigos estando armados para sus luchas privadas, se empezó a registrar a todos aquellos sospechosos de fascismo. La idea no era mala y las prisiones desbordaban de miembros de aquel partido.

Como no podía menos de suceder en un pueblo apasionado, aquella medida no hizo más que engordar las filas de los perseguidos.

Faltaba al éxito de aquel movimiento el que la parcialidad del gobierno se exhibiera públicamente. Cometió esa imprudencia el presidente del Consejo, Sr. Casares Quiroga, miembro de la izquierda y sustituto del Sr. Azaña tras la elección de éste a la Presidencia. Durante un discurso en el Congreso, contestó a los aplausos de la mayoría de diputados de izquierda declarando: «El gobierno tiene ante el fascismo la posición de un beligerante». Palabras demasiado imprudentes ante un enemigo que se hacía más fuerte gracias a la persecución. ¡Más sabio habría sido ser beligerante sin declararlo públicamente!

Tras esta declaración la lucha se hizo más ardua. Un magistrado, presidente del tribunal que condenara a veinticinco años de prisión a unos fascistas acusados de cometer un atentado, fue asesinado en la calle[26]. Se atribuyó ese atentado a los fascistas y tuvieron lugar nuevas persecuciones. En las cárceles, los burgueses que se confesaban más o menos fascistas tomaban el relevo de los obreros que allí habían estado encerrados tras la revolución de octubre de 1934.

El gobierno no pudo dar una apariencia legal a aquella persecución. Solo tenía que declarar ilegal al partido fascista. Si no lo hizo es porque, de otro lado, encontraba aquella medida poco acorde con la teoría democrática de la que alardeaba, y porque, por otro lado, consideraba peligroso tomar una medida de aquel género con una organización que se volvía amenazadora. Vamos, que el gobierno tuvo miedo de provocar una revolución. Y una vez más tomaba el camino más peligroso. Consistían sus medidas persecutorias en una odiosa ilegalización sin ninguna base legal; e incrementaba el espíritu de la rebelión que tanto temía desencadenar.

CAPÍTULO III.

¿QUIÉN ASESINÓ A CALVO SOTELO?

Algunos días después de la conversación relatada en el primer capítulo de este libro, el 12 de julio, se produjo un hecho preocupante. Habiendo sido asesinado en la calle un teniente de las guardias de asalto, los hombres de su compañía atribuyeron el crimen a elementos fascistas[27] y, para vengarse, se presentaron aquella misma noche, oficialmente, uniformados, en el coche de su unidad y acompañados por un teniente de la Guardia Civil, única fuerza pública en la que confiara la derecha, en casa del Sr. Calvo Sotelo, diputado a Cortes, antiguo ministro de la dictadura de Primo de Rivera y uno de los prohombres de la derecha.

Los guardias de asalto traían con ellos una orden de arresto contra el diputado, dada por la Dirección de Seguridad, de la que nunca se podrá comprobar la autenticidad. El diputado derechista, que era un jurista, se negó primero a entregarse invocando la inmunidad parlamentaria y, luego, en un gesto que le costaría caro, aceptó seguir aquellos guardias «poniendo su confianza en el honor de un oficial de la Guardia Civil» que les acompañaba. Poco después el cadáver de Calvo Sotelo, con una bala en la cabeza, fue abandonado en el depósito del cementerio municipal por los mismos guardias de asalto que presentaban aquella acción como si de un acto de servicio se tratara.

La opinión pública quedó aterrada. El golpe no sólo había alcanzado al diputado de la derecha, también había matado la confianza y el respeto que todo ciudadano tiene o debe tener por la fuerza pública colocada bajo el control del gobierno.

Éste no daba pie con bola. Cierto es que aquel acontecimiento lo estremeció. A pesar de los rumores que corrieron, no se trataba de un crimen de Estado. Sólo al odio y a la imprudencia se deben atribuir las frases pronunciadas tras el discurso del Sr. Calvo Sotelo por los Sres. Casares Quiroga y Galarza cuando declararon, el uno que «Calvo Sotelo sería responsable de todo lo que ocurriría» y el otro que «un atentado contra él estaría perfectamente justificado». Pero el gobierno, desbordado ya por sus colaboradores de extrema izquierda acababa de serlo también por la fuerza pública a sus órdenes. Los guardias de asalto, ganados en gran parte por la propaganda de los partidos obreros en los cuarteles (el teniente de la Guardia Civil, Condés[28], que los acompañaba y a quien ingenuamente se había entregado Calvo Sotelo era también un miembro militante del Partido Socialista, como se supo más tarde), habían actuado por iniciativa propia.

El gobierno no tenía más que una salida si quería lavarse de la imputación de crimen de Estado que se le hacía además de restablecer la disciplina entre los guardias de asalto: tenía que aplicar rápidamente las sanciones que el crimen exigía.

Ni siquiera lo intentó. Temiendo un motín de los guardias de asalto, el gobierno permaneció indeciso e inactivo. Pasaron los días. Madrid se escandalizaba de ver a Moreno[29], el teniente de los guardias de asalto que asesinaron a Calvo Sotelo, así como a Condés, paseándose libremente por las calles[30].

Una parte de los oficiales de asalto hicieron saber al ministro del Interior y presidente del Consejo, Sr. Casares Quiroga, que el Cuerpo no toleraría que se castigara a los autores del asesinato. Otros oficiales, al contrario, pidieron el retiro al estimar que su Cuerpo quedaba deshonrado.

Las sesiones de las Cortes, suspendidas para evitar el escándalo que el asunto levantaría, no impidieron la reunión de la Diputación Permanente, que debe convocarse durante la suspensión de las sesiones. El Sr. Gil Robles, jefe de la derecha, se hizo escuchar. Pronunció allí un discurso que ha sido considerado como la señal de la sublevación contra el gobierno.

CAPÍTULO IV.

ESTALLA LA SUBLEVACIÓN

En la tarde del 17 de julio, el Sr. Prieto, visiblemente preocupado, trajo al Parlamento la noticia de la sublevación de la guarnición de Melilla, plaza fuerte del Protectorado español en Marruecos. El 18 la sublevación se extendió a las plazas de Tetuán, Larache y Ceuta y luego estalló en las principales plazas militares de la Península, Navarra, Burgos y Sevilla. El 20 les tocó el turno a las guarniciones de Madrid, Alcalá de Henares y Guadalajara. La tercera guerra civil española había comenzado.

Los insurgentes tuvieron de inmediato en su poder las regiones de Aragón, Castilla la Vieja, Galicia, Logroño, el norte de Extremadura (Cáceres), la llanura y el centro de Andalucía, Álava en el País Vasco y Navarra. En las islas Baleares la capital Mallorca y algunas islas se unieron también al alzamiento.

Desde los primeros días sólo quedaban en manos del Gobierno Castilla la Nueva, parte de Andalucía, es decir, Huelva, Almería y Málaga, el sur de Extremadura (Badajoz), las regiones de Alicante, Murcia Valencia y Cataluña, dos provincias vascas (Guipúzcoa y Vizcaya), Santander en Castilla la Vieja y Asturias, con la excepción de Oviedo, sitiado, y de Gijón.

¿Sorprendió al gobierno la sublevación militar? El talante preocupado de los ministros en los pasillos del Congreso parece así indicarlo[31]. Las milicias gubernamentales, indisciplinadas y con frecuencia amenazadoras, han reprochado muchas veces al gobierno el haber estado sordo y ciego ante los preparativos de la sublevación. Lo acusaban de que, llegado al poder en febrero tras dos años de gobierno de la derecha, no había sabido ver que éste había tomado algunas medidas en vista de una sublevación militar y que, bajo la protección del Sr. Gil Robles, ministro de la Guerra[32], con ocasión de maniobras militares, las sierras de Guadarrama y de Somosierra alrededor de Madrid habían sido fortificadas como para una guerra. Mientras que llegado al poder, sus primeros pasos habrían debido encaminarse a la destrucción de las referidas fortificaciones, tan injustificadas como amenazadoras, y cambiar los gobiernos militares que la derecha había confiado a antiguos jefes monárquicos, no hizo nada, sin ver ni medir el peligro que aquellos demasiado visibles preparativos podían suponer.

La sublevación de Marruecos y de las plazas de Navarra y de Burgos, al norte, de Barcelona, al noroeste y de Sevilla al sur, formaban el famoso «movimiento en triángulo» del que se hablaba desde hacía mucho tiempo en medios políticos. Su objetivo era el de llevar una ofensiva desde la periferia hacia el centro para reducir a Madrid.

La guarnición de Madrid no se movió, al principio. Estaba reservada para el último momento, el del triunfo o el de la resistencia.

Sin embargo, los militares sublevados no se esperaban una fuerte resistencia. Al arrastrar con ellos las tropas marroquíes les habían hablado de «un paseo militar» a través de España, es decir, una toma fácil del poder sin lucha y sin resistencia.

A pesar del fracaso del movimiento militar de agosto de 1932 en que se habían expuesto similares argumentos a las fuerzas [peninsulares[33], los militares continuaban siendo fieles discípulos del pronunciamiento[34]. Pensaban que les bastaría con «pronunciarse» para que el Estado, con todo su aparato legal, se inclinara ante la amenaza de las armas. Ese fue el caso de todos los pronunciamientos de los que España ha sido tan rica que ha llegado a introducir esa palabra en todos los idiomas. Pero esta vez no se siguió la tradición y el gobierno tomó una decisión que había sido concertada en principio anteriormente, tal y como lo indicamos en el capítulo primero de este libro y que, por buenos motivos, alarmaba a algunos republicanos menos ciegos que los dirigentes: el gobierno decidió entregar armas a las organizaciones políticas.

* * * * * * * * *

CAPÍTULO VII.

EL FRACASO DEL GOBIERNO DE CONCILIACIÓN

Desde la madrugada del 20 de julio, el gobierno, bajo la presidencia del Sr. Azaña, examinaba la situación. La opinión del Sr. Martínez Barrio, jefe de la Unión Republicana que contaba con tres ministros en el gobierno, tuvo un gran peso y se decidió formar un gobierno moderado que él presidiría. Se le encomendaría discutir con los generales insurgentes las condiciones de un acuerdo que detuviera la lucha.

El partido del Sr. Martínez Barrio tenía la mayoría en aquel gobierno. Su composición era de suyo muy elocuente, pero sobre todo lo fue esta frase pronunciada por el Sr. Martínez Barrio ante doce personas, entre las cuales se contaba el ex-ministro republicano Sr. Iranzo[39] quien nos la transmitió: «Ya he hablado con todos los generales. Ahora vamos a gobernar».

Por desgracia no gobernó. Su gabinete de conciliación nombrado en las últimas horas de una noche en blanco, ya presentado al presidente de la República y cuya constitución había sido anunciada en los diarios republicanos y por la radio había de reunirse a las diez de la mañana. Sin embargo no se reunió. Una de las condiciones planteadas por su presidente era que se detendría la distribución de armas al pueblo. Los socialistas y los comunistas se opusieron entonces violentamente a que ese gabinete de conciliación tomara las riendas del gobierno. Una manifestación pública que protestaba contra Martínez Barrio y pedía continuar la lucha «hasta el aplastamiento del fascismo» fue organizada por los marxistas en la Puerta del Sol y marchó a manifestarse ruidosamente ante el Palacio nacional.

En su interior, el Sr. Azaña escuchaba, cabizbajo, las amonestaciones de los socialistas Largo Caballero y Prieto. Este último calificó el nuevo gobierno de «Gabinete de catafalcos».

Como era evidente, el Sr. Azaña, más prisionero que nunca de los socialistas, sin valor, sin decisión, incapaz de prever el porvenir, cedió. El gobierno Martínez Barrio murió antes de nacer. Incluso se llegó a sostener la especie de que nunca había existido ya que sus miembros no habían conseguido reunirse. En su lugar se nombró un gabinete compuesto por los mismos miembros que el gabinete anterior pero con una sensible modificación: el presidente Casares Quiroga, que en razón de sus actividades resultaba poco popular, era sustituido por el Sr. Giral[40], miembro también de Izquierda Republicana y todavía más títere de Azaña que su predecesor.

El primer acto de aquel gobierno fue el de seguir distribuyendo armas al pueblo. Así, la suerte estaba echada. El gobierno republicano que, sin embargo, desde hacía cinco meses se sentía desbordado por los extremistas, tomaba deliberadamente la decisión más grave por sus consecuencias para el país. Dejándose arrastrar así por los socialistas —quienes siempre han afirmado que no querían ceder sin lucha como los socialistas alemanes— el gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía.

A partir de ese instante el giro a la izquierda se perfilaba con nitidez. El nuevo gabinete ganaba con ello un genio militar, el estratega de la resistencia, el socialista Prieto, adjunto al presidente Giral a pesar de que su nombre no figurara en el gobierno, quien no dejaba ya el ministerio de la Guerra y dirigió completamente las operaciones a partir de aquel día[41].

«Dirigir» quizá sea una palabra demasiado ambiciosa, ya que las indisciplinadas milicias populares no se sometían a ningún plan y actuaban a su aire. El Sr. Prieto iba a tener ocasión de comprobarlo más tarde.

Así, cupo al Sr. Prieto dar el finiquito a un régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado. Pero Prieto esperaba sacar sus cualidades de estratega a la luz del día, y, merced a un rápido triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos internos, los socialistas revolucionarios de Largo Caballero que acababan de abortar las esperanzas que albergaba de sustituir a Azaña a la cabeza del gobierno.

A partir de ese momento fue Prieto quien dirigió todo lo que el gobierno podía o creía poder dirigir. Fue él quien habló por radio al pueblo español e incluso a los insurgentes, conminándolos a rendirse pronunciando esta frase malsonante en semejante clase de intimación: «No esperéis nuestra rendición. Hallaréis muertos que no prisioneros». Fue a él a quien consultaron los representantes diplomáticos acreditados en Madrid con el fin de pedir al gobierno garantías para sus súbditos. Fue él quien, todas las noches, redactaba con la prodigiosa actividad que le caracteriza, artículos publicados en el Liberal de Bilbao o el Informaciones, donde estudiaba las diversas fases de la lucha. A él correspondería toda la gloria de la victoria sobre los alzados, victoria que él anunciaba sin descanso al pueblo de Madrid...

CAPÍTULO VIII.

TRIUNFO EN MADRID

 

El lunes 20 de julio los paisanos recién armados se arrojaron sobre los cuarteles de la Montaña y de Cuatro Vientos que se sospechaba que podían alzarse[42]. La radio portuguesa de Puerto Cruz, amiga de los insurgentes, había anunciado que los militares de Cuatro Vientos, donde se hallaba el campo de aviación, habían amenazado con bombardear Madrid de madrugada si el gobierno no se rendía. Las guarniciones fueron emplazadas a rendirse, sin que se obtuviera respuesta. Expirado el plazo se abrió fuego.

El regimiento del cuartel de la Montaña, así como la guarnición de Getafe no se habían movido anteriormente. El ejemplo de lo sucedido en Barcelona no era como para animarse y, además, las tropas obedecían —se decía— la consigna de esperar el avance de las columnas del Norte sobre Madrid. Los mejores elementos de choque de los fascistas de la capital se habían unido a los militares.

En el interior del cuartel de la Montaña se había atado y encerrado en calabozos a soldados sospechosos de simpatía por el gobierno.

Las tropas del cuartel estaban bajo la dirección del general Fanjul, antiguo monárquico que se unió a la República, perteneciente al Partido Agrario, diputado a Cortes constituyente, que con ocasión de las elecciones de 1936 había tenido un gesto digno de alabanza al declarar hallarse al margen de toda lucha política. Añadamos que no tenía fama de ser una lumbrera en materia militar.

En el momento de la insurrección, incurrió en un acto siniestro. Arrancó de sus casas a todos los cadetes de Toledo de vacaciones en Madrid con la orden de presentarse en el cuartel de la Montaña. Sin embargo, entre aquellos muchachos había republicanos que, de haber podido elegir, no se habrían alineado en aquel momento con los insurgentes[43]. Cayeron víctimas del fusilamiento general efectuado por el pueblo cuando entró en el cuartel. Así cuando el general Fanjul, condenado a muerte, fue llevado ante el pelotón de ejecución, se pudo ver a un jefe militar republicano, padre de uno de los jóvenes cadetes ejecutados por los milicianos y preso de una viva excitación, pedir un puesto en el pelotón encargado de fusilar al general. Favor que, por cierto, le fue concedido.

La respuesta que dieron las milicias populares, (hasta ese momento formadas por voluntarios) a las tropas sospechosas de sublevarse en Madrid, tuvo en primer lugar un carácter espontáneo, al igual que en Barcelona. Actuaron sin dirección ni mando oficial.

El gobierno, sorprendido y desprevenido a pesar de todos los síntomas, se alarmó. No creía verosímil carecer hasta ese punto del apoyo de toda fuerza regular. En Madrid sólo los guardias de asalto, la Guardia Civil y parte de la Aviación le fueron fieles. La Guardia Civil, por otra parte, se había puesto del lado de los alzados en varias provincias y, en la capital, las organizaciones obreras sentían por ella una enconada desconfianza.

Fueron estas milicias populares las que dirigieron el asalto. Hay que subrayar que las milicias socialistas y comunistas estaban ya organizadas. Habían recibido instrucción militar, desde hacía tiempo, y a espaldas del mando, por parte de oficiales, entre otros por un teniente de Ingenieros, Faraudo, asesinado en la calle, en el mes de abril de 1936, por el teniente de asalto Castillo[44], (asesinado a su vez antes de que lo fuera Calvo Sotelo), y por el teniente de la Guardia Civil Condés, el mismo a quien Calvo Sotelo se entregara, ignorando su afiliación política.

Esas milicias marxistas organizadas con miras a la revolución de octubre de 1934 habían seguido desarrollándose y el triunfo del Frente Popular se había limitado a sacarlas a la luz. Armadas, habían desfilado en prietas filas en Madrid, el primero de mayo, con ocasión de la fiesta del trabajo, provocando altercados con los fascistas.

Ante la impotencia del gobierno fueron ellas las que sin contar con una orden del mando militar, surgieron y rodearon los cuarteles de Madrid y las guarniciones de Alcalá de Henares y Guadalajara. En el espacio de un día todas esas plazas fueron reducidas y derrotadas.

Se desprendió de aquella lucha audaz algo digno de curiosidad. Pobremente equipadas, sin organización ni mando regular, con dos pequeños cañones bien situados, las milicias populares llevaron con ardiente exaltación el ataque contra el poderoso Cuartel de la Montaña y contra el parque de aviación de Cuatro Vientos. La Aviación tuvo un papel importante al bombardear durante dos horas el inmenso Cuartel de la Montaña. En su interior, los soldados opuestos a la sublevación consiguieron abrir una brecha a través de la cual se precipitaron los sitiadores. Los sitiados izaron la bandera blanca pero las fuerzas populares no respetaron la vida de los vencidos, a pesar de su rendición. Los vecinos de las casas colindantes oyeron con pavor una formidable descarga de fusiles, algunos minutos después de que acabara el tiroteo. En el patio del cuartel, apilados, los cuerpos de los rebeldes yacían acribillados de balas. En Cuatro Vientos se halló, entre otros, el cuerpo de García de la Herránz, ya sublevado en agosto de 1932. Los periódicos informaban al pueblo de que todos los oficiales, viéndose vencidos, se habían suicidado...

Por otro lado, los gubernamentales anunciaban que en Andalucía y en Extremadura se fusilaba, también sin formación de causa, a todos los elementos de izquierda.

La guerra civil, cruel, dura, vengativa, empezaba a mostrar su odioso rostro. Desde el principio se puso de manifiesto una terrible falta de mesura en el desarrollo y en las consecuencias de la lucha.

CAPÍTULO IX.

¿FASCISMO CONTRA DEMOCRACIA?

 

Según las afirmaciones gubernamentales, la sublevación militar estaba prevista para el mes de octubre de 1936. El asesinato del Sr. Calvo Sotelo la precipitó.

¿Acaso se creyó en el crimen de Estado y, en consecuencia, en el desencadenamiento de persecuciones por parte de las autoridades públicas?

Los simpatizantes de la sublevación han pretendido que el alzamiento no hacía sino adelantarse a la revolución social-comunista que debía desencadenarse en el mes de agosto. Lo cual parece sin embargo poco probable. Los extremistas no tenían motivos para rebelarse contra un gobierno que todos los días abandonaba un poco de su débil poder entre sus manos. Incluso se encaminaban rápidamente hacia la conquista total del poder y las facilidades que el Sr. Azaña concedía a esos elementos extremistas[45] (sin embargo opuestos a sus propias opiniones, según él antimarxistas), les habría facilitado la introducción pacífica de la dictadura del proletariado.

Si ese era el acontecimiento al que los sublevados querían adelantarse, su preocupación no carecía de fundamento y esa idea de «adelantarse» a la revolución comunista se hace más clara.

Lo cierto es que el 17 de julio, cinco días después del asesinato de Calvo Sotelo, estalló la sublevación.

Su extensión debiera haber hecho reflexionar al gobierno. España, patria de los pronunciamientos, es decir de las sublevaciones militares en favor de una idea o de un personaje, no había conocido hasta entonces un alzamiento tan extendido, tan general, tan completo. A las antiguas y numerosas conspiraciones militares que habían estallado sin éxito contra la dictadura y contra la monarquía desde 1923, les seguía una sublevación prácticamente total del ejército.

Otras veces, por ejemplo en 1930, la sublevación se había mostrado más heroica y más extendida en la teoría que en la práctica y de las numerosas guarniciones comprometidas todas salvo una habían permanecido acuarteladas con distintos pretextos. Esta vez, más de veinte provincias se alzaron y, además, la sublevación comprendía el ejército del Protectorado Marroquí, el único ejército preparado para la guerra, junto a los temibles refuerzos de la Legión extranjera y de los regulares marroquíes.

¿Cuáles eran la ideología y el objetivo de los insurrectos?

El alzamiento ha sido calificado desde el principio como «fascista». Conviene sin embargo no dejarse embaucar por falsas ideas que simplifican en exceso tan compleja cuestión. Además, el gobierno republicano, a través del órgano de su intérprete cualificado, el Sr. Indalecio Prieto, creyó ser su deber —sin duda por buenos motivos— el borrar esa idea simplista del espíritu del público tanto fuera como dentro de España. En el tercero de sus discursos, pronunciado en la radio y radiodifundido más tarde en varios idiomas —discurso reproducido en el artículo de fondo del diario de Madrid Informaciones—, Prieto habló del «movimiento insurreccional extenso y complejo cuyos objetivos y alcance nos son totalmente desconocidos».

Por tanto se ha confesado oficialmente que no se atribuía un objetivo absoluta o totalmente fascista al movimiento iniciado.

También desde el otro bando niegan, no sin motivo, a los elementos gubernamentales la condición de representantes puros y auténticos de la democracia.

Añadamos que los insurrectos mostraron al principio muy poca unidad. Así, las emisiones radiofónicas de las diversas capitales sublevadas terminaban con himnos distintos: mientras que en Burgos se tocaba el himno fascista, en Sevilla se interpretaba el himno de Riego (himno nacional republicano) y en otras se tocaban simples marchas militares. Sólo al cabo de tres semanas dejó de oírse el himno de Riego sin que, por otro lado, se interpretara en todas partes el himno fascista[46]. Lo mismo ocurrió con la bandera: en todas las provincias sublevadas siguió enarbolándose la bandera tricolor de la República. Sólo tras el 15 de agosto —un mes después del alzamiento— la bandera fue sustituida por la antigua bandera española, sobre la que se conservó el escudo republicano en lugar del escudo monárquico[47].

¿Fascismo contra democracia? No, la cuestión no es tan sencilla. Ni el fascismo puro ni la democracia pura alientan a los dos adversarios.

La confusión que reina en la opinión pública de todos aquellos países que se muestran interesados o angustiados por nuestro espantoso drama nacional, confusión que amenaza sumirlos a todos en el error, se origina en este impreciso esquema de los móviles de la lucha.

La realidad actual y todos los indicios que permiten entrever cuán difícil será la solución futura, evidencian la gran complejidad de las fuerzas en lucha. Intentemos analizarlas enumerando los muy distintos partidos que se han agrupado de cada lado:

Del lado insurgente se encuentran:

a) Militares republicanos tales como los generales Queipo de Llano y Cabanellas y el aviador Franco que habían tomado parte en la revolución contra la monarquía.

b) Militares que se habían adherido a la República y la habían servido desde 1931 como los generales Franco, Goded y Fanjul;

c) Militares que, sirviendo la monarquía, eran de opiniones liberales, incluso avanzadas, lo cual los hacía poco simpáticos a los ojos de la realeza. Es el caso singular del general Mola que podía haberse hecho adicto de la República y servirla si no hubiese sido la víctima de ridículas persecuciones debidas, en realidad, al hecho de que había sido director general de Seguridad durante el último gobierno monárquico[48].

d) Miembros de partidos políticos de la derecha católica que, como republicanos, habían gobernado durante el periodo de 1934-1935;

e) Monárquicos constitucionales partidarios de Alfonso de Borbón;

f) Los carlistas y los tradicionalistas, es decir, los partidarios de una monarquía absoluta y del regreso a un lejano pasado;

g) Los católicos a machamartillo;

h) Los fascistas, miembros de Falange Española.

En el lado gubernamental se encuentran:

a) Partidos republicanos, es decir el partido de Izquierda Republicana (Sr. Azaña) y el de Unión Republicana (Sr. Martínez Barrio) teniendo el primero y más importante de los dos menos de 4.200 miembros en la capital de España[49].

b) Los socialistas divididos en tres grupos: evolucionistas, centristas y revolucionarios. La formación de esos grupos se debe a divergencias internas. Ese partido sólo contaba en Madrid con 5.000 afiliados[50].

c) Los comunistas rusófilos, que formaban un organización bastante pequeña comparada con la de los socialistas;

d) La izquierda catalana;

e) Los nacionalistas vascos con un representación parlamentaria de veinte diputados[51], que además del deseo de autonomía de las tres provincias vascas, profesan una ideología ultra-católica, tradicional y nacionalista que prácticamente se confunde con la de los tradicionalistas;

f) La Unión General de los Trabajadores, (U.G.T.) que actúa conforme a los métodos socialistas y a la que dirigen socialistas a pesar de que no pertenece a la unión de sindicatos de oficios y profesiones[52].

g) El Partido Obrero de Unificación Marxista (P.O.U.M.), compuesto por comunistas trosquistas y reforzado por el Bloque Obrero y Campesino catalán, dirigido por Maurín[53], enemigo también del comunismo estaliniano y partidario de un comunismo nacional;

h) La Confederación Nacional del Trabajo (C.N.T.), grupo antiestatal que predica el aniquilamiento del Estado y de cualquier organización distinta a los sindicatos de trabajadores, opuesto a la regulación de los conflictos laborales por la intercesión del Estado o de los tribunales. Este partido impone a sus miembros la acción directa[54] sobre los patronos para solucionar los conflictos laborales.

i) La Federación Anarquista Ibérica (F.A.I.), grupo anarquista que a los objetivos de la C.N.T. añade como ideal el grito, lanzado en Irún, de: «¡Viva la dinamita!»[55].

Se comprende fácilmente que el triunfo de uno de los bandos no resolverá la cuestión del gobierno de España. El bando vencedor verá nacer luchas internas entre los partidos tan contradictorios que lo componen, pretendiendo cada uno de ellos cosechar sólo para sí los frutos de la victoria.

No resulta por tanto descabellado prever que la lucha iniciada no supone más que una inmensa pérdida de energía ya que tras la victoria de uno de los dos grupos se recaerá en la agitación y el partido más fuerte acabará por vencer los demás, imponiendo una dictadura aplastante[56].

Pero lo que por ahora nos interesa es subrayar que palabras como democracia o fascismo que se pretende inscribir en las banderas de los gubernamentales o de los insurrectos son del todo exageradas y no permiten explicar los objetivos de la guerra civil ni justificarla.

CAPÍTULO X.

LOS ERRORES DE LOS REPUBLICANOS

 

Un hecho incontrovertible se destaca en primer lugar de la conflagración nacional española: que los insurgentes se han alzado contra un Estado de derecho, establecido a raíz de una consulta popular. Se han levantado contra un gobierno nacido de unas Cortes con mayoría de izquierdas, constituidas tras las elecciones de febrero de 1936. El posible triunfo de los insurrectos que confirmaría la eterna fórmula de que «la fuerza prima sobre el derecho» nos invita a examinar qué motivos han podido ser más fuertes que el respeto a la voluntad popular para llevar los insurrectos a luchar con tanta fuerza y en tan gran número contra una Estado de derecho.

Consideremos primero dos características políticas de España: la dirección política de las masas y luego el estado de madurez democrático de esas masas, es decir, la medida en la que son capaces de entender las consecuencias inevitables de su actividad electoral.

En lo que se refiere al primer punto, observamos que España no es un país de partidos sino un país de opinión. El número de miembros inscritos en Madrid, entre los dos grandes partidos —Izquierda Republicana y socialistas—, es muy elocuente a este respecto.

En la capital de España, con una población que sobrepasa el millón de habitantes y un censo electoral que en 1933 se elevaba a 499.903 votantes[57], las partidos más fuertes del Frente Popular comprendían entre 5.000 y 4.200 miembros entre los cuales muchos jóvenes no gozaban todavía del derecho a votar[58] y representaban el 2% de los electores. Añadamos que el partido de derecha (Sr. Gil Robles) nunca, ni en sus mejores momentos, pasó de 10.000 miembros y que el partido fascista, que se decía muy reforzado tras el triunfo del Frente Popular, proporcionaba como espléndido número, en Madrid, el de 11.000 miembros. Encontramos una prueba de esta indiferencia de las masas hacia la defensa de sus intereses en el hecho de que los 100.000 miembros de la U.G.T. no estén todos inscritos en partidos de izquierda[59].

La falta de organización política de las masas tuvo por consecuencia obligar a los partidos a formar grandes coaliciones electorales que pudiesen reunir los numerosos votos desperdigados[60]. Por otra parte, este hecho obligaba a elaborar programas electorales de circunstancia, cuajados de promesas atractivas con el fin de atraer el voto de la enorme masa de opinión que quedaba fuera de las organizaciones políticas y cuyas reacciones, siempre imprevisibles, sumían en la inquietud a los partidos que participaban en la refriega electoral. Así, tanto los partidos de derecha como los de izquierda se vieron obligados a prometer importantes reformas sociales que luego no pudieron llevar a cabo.

Cautivos de la primera de estas tristes necesidades, los dirigentes de los partidos de izquierda formaron una coalición electoral que iba de los republicanos de izquierda a los anarquistas. Debido a la segunda de las mencionadas necesidades se elaboró un programa de reivindicaciones obreras que los republicanos sólo a duras penas conseguían moderar.

Algunas de esas reivindicaciones son muy significativas. Así, la reincorporación en sus antiguos puestos de trabajo de los obreros insurrectos de octubre de 1934, despedidos en su día por el gobierno Lerroux-Gil Robles; el pago de todos los salarios desde esa fecha y la promesa de indemnizaciones bajo forma de pensiones a las familias de las víctimas de la represión. Esto suponía aprobar a posteriori una sublevación reprimida por un gobierno de centro-derecha y anular las medidas tomadas por el Estado contra los vencidos revolucionarios.

Ese programa rompía una vez más cualquier continuidad de la política del régimen anulando las medidas legales tomadas por el anterior gobierno.

Es cierto que se seguía en esto el ejemplo de la derecha, la cual, llegada al poder en 1934, había sido la primera en volar en pedazos la legislación reformadora elaborada por los partidos de izquierda[61].

Los rostros huraños, violentos y fanáticos[62] se mostraban sin velos y sin matices.

No se trataba más que del siniestro augurio del encarnizamiento que presidiría el combate el día en que se lucharía de otro modo que a golpe de decreto.

La derecha también había amnistiado los sublevados de agosto de 1932. También había pretendido devolver su mando a los militares que se habían alzado contra el régimen. Pero la atenta vigilancia del presidente Alcalá-Zamora había intervenido. Se había opuesto a esta pretensión declarando que, mientras él estuviese a la cabeza del Estado, a quienes se hubieran alzado contra el régimen no les devolverían sus empleos. Cierto es que el programa de recompensa a los sublevados adoptado por el Frente Popular —llevado a cabo mediante decretos que, por cierto, en su mayor parte fueron obra del gobierno Azaña— implicaba una llamativa prima a la sublevación de la clase obrera que no habiendo tenido a su favor la ley contra la cual se alzó, tampoco tuvo de su lado, en virtud de su derrota, la fuerza que primara sobre el derecho que más tarde le habría servido de justificación.

Sin embargo este programa no pareció asustar a nadie. Sólo el Sr. Sánchez Román, jefe de un minúsculo partido republicano[63] que estaba en proceso de negociación con la coalición de las izquierdas llegó a preocuparse. Retomó su libertad quedando al margen del Frente Popular sin presentar lista de candidatos. Actitud honesta que sólo le valió el odio de los gubernamentales y el de los insurrectos.

Las difíciles circunstancias electorales y la necesidad de atraerse la opinión pública enigmática y amorfa, forzaron al Frente Popular a una propaganda sin duda exagerada si lo que buscaba era arrastrar ese electorado dubitativo y alcanzar un éxito del que él mismo dudó hasta la víspera de las elecciones.

Los errores del anterior gobierno de derechas proporcionaron una excelente base a dicha propaganda. Si el periodo de gobierno Lerroux-Gil Robles había sido poco hábil en lo que se refiere a las reformas sociales, había resultado nefasto para la dignidad del Estado por la forma en que se aplicó la justicia cuando se juzgó la sublevación obrera de Asturias de octubre de 1934.

El gobierno se había encarado entonces a un movimiento que sobrepasaba todo lo que España había conocido hasta entonces en materia de sublevaciones. Había sobrepasado en fuerza, en intensidad y por sus consecuencias el movimiento de la Comuna de París. Aplastada la sublevación, el gobierno se halló ante la siguiente alternativa: o una represión severa y rápida pero que, siguiendo el duro ejemplo de Thiers[64] en 1871, hubiese proporcionado al país un sólido apaciguamiento, o bien una generosa clemencia que hubiese borrado en el pueblo las fuentes mismas del odio.

No se siguió ninguno de estos dos métodos sino que con triste torpeza se tomó un poco de éste y otro poco de aquel, aplicándolos con trágico despropósito. La represión, en lugar de ser rápida y corta se fue alargando de forma incomprensible: dieciséis meses después de la sublevación, en febrero de 1936, todavía había juicios pendientes. Por otra parte la represión fue cobardemente débil en su aspecto visible y exterior: todos los dirigentes, incluso los jefes militares, salvaron la vida; hasta aquellos cuya responsabilidad no ofrecía duda fueron absueltos. El gobierno concentró toda su severidad sobre tres pobres diablos: un sargento del Ejército[65] y dos ladrones fueron los únicos ejecutados en un pueblo asturiano.

En cambio la represión fue cruel y feroz en sus métodos. Se dio tormento a los acusados en las prisiones; se fusiló a presos sin formación de causa en los patios de los cuarteles, se cerró los ojos ante las persecuciones y las atrocidades cometidas por los agentes de la autoridad durante esos dieciséis meses.

¡Tres únicas condenas oficiales! ¡Gran clemencia! Pero, a cambio, miles de prisioneros, centenares de muertos, de torturados, de lisiados. ¡Execrable crueldad! He ahí el balance de una represión que si hubiese sido severa pero legal, justa y limpia en sus métodos, habría causado mucho menos daño al país. Ofrecía un magnífico campo para la propaganda electoral en un país demasiado individualista, ingenuo y sentimental, inclinado a admirar las hazañas de los sublevados heroicos y perseguidos y que experimenta una tendencia exagerada a devolver la libertad a los inculpados por el seguro y cómodo medio del escrutinio electoral.

La propaganda fue mordaz. La posibilidad de exponer en los mítines la verdad sobre la represión de la sublevación de Asturias e incluso de exagerar esa sombría verdad fue aprovechada por oradores exaltados, poco escrupulosos y preocupados sobre todo de conjurar una posible derrota. Las reuniones electorales se convertían en auténticos tumultos. El gobierno de centro formado por el presidente de la República con el ambicioso pero poco realista designio de llevar a las Cortes un grupo moderado que secundara su política, tuvo que silenciar en ocasiones tan tormentosa propaganda.

Sin embargo tuvo éxito, y se ganó a la opinión pública que, hallándose al margen de los partidos, se dejó arrastrar tan fácilmente como lo fuera por la derecha en las elecciones de 1933 cuando aquella ponía en evidencia la elocuente tendencia de la izquierda hacia el marxismo.

Las elecciones que tuvieron lugar bajo la República y sus resultados ponen de relieve un hecho doloroso: el de la débil madurez democrática del pueblo español. Este hecho debiera haber hecho reflexionar a los republicanos. Ese movimiento de péndulo efectuado por el cuerpo electoral, el cual votaba alternativamente a izquierdas o a derechas con más entusiasmo que sensatez era tan peligroso para un régimen naciente como poco aleccionador para sus defensores. Los republicanos, en lugar de dedicarse a corregir esas peligrosas tendencias, de pretender la educación de un pueblo que, mantenido por la monarquía bajo una decepcionante ficción electoral, se arriesgaba a emplear mal una libertad política adquirida de un día para otro, cometieron el error de explotar sus vicios en lugar de reforzar sus virtudes. Los dirigentes hubiesen debido quedar por encima de la refriega y tratar de guiar al elector en lugar de halagar sus debilidades. Los partidos debieran haberse mantenido en las esferas superiores de la moral política —si es que hay alguna— y no rebajarse recurriendo al populismo y la ciega agitación, buscando el beneficio personal, que por cierto resulta tan efímero como peligroso[66].

En vez de eso los partidos políticos cada vez más debilitados por divisiones originadas en ambiciones personales y en sutiles matices —incomprensibles para las masas— simplificaban sus programas en el marco de grandes alianzas donde se sacrificaban los principios en aras de alcanzar el poder.

El elector no tenía elección: o votaba a la derecha o a la izquierda, o se abstenía, lo cual fue el caso de los más conscientes.

Cuando una u otra coalición triunfaba, los extremistas se salían con la suya en la acción gubernamental. Reclamaban a los moderados el precio de los votos que les habían prestado. Este fue el caso de los primer y tercer gobiernos republicanos para la izquierda y el del segundo para la derecha. Esos extremistas, estimando valiosísima la ayuda mendigada por los moderados, imponían su programa, que pretendían aplicar bajo el ala protectora y debilitada de sus aliados del día.

De este modo la joven República española se ha columpiado alternativamente durante cinco años entre el clima de soluciones extremistas de la izquierda y el de la derecha. Esto sin duda demuestra su robusta salud, pero muestra también que no hay organismos, por fuertes que sean, que puedan resistir los peligrosos experimentos de los aprendices de la política.

Y hete aquí que sobreviene la peligrosa crisis. La derecha siente despertar en ella una aguda inquietud ante el segundo intento extremista de la izquierda. Juzgando, no sin motivo, que España no era en el fondo más que el teatro de una pura lucha revolucionaria dirigida alternativamente por los dos extremos políticos tras el frágil biombo de las instituciones legales, se ha saltado las etapas y se ha lanzado al ruedo con el fin de zanjar la cuestión con la fuerza de las armas.

Desde el principio de la refriega, el orgullo de las dos fuerzas beligerantes les ha ocultado la gravedad de la situación y el peligro que suponía dejar escapar —como hizo el gobierno— la ocasión de detener la lucha con el gabinete de conciliación que proponía el Sr. Martínez Barrio.

Los militares habían acariciado la ilusión de que entre Madrid y ellos sólo había un paseo triunfal, y que el gobierno se rendiría sin condiciones ante la amenaza de alzamiento. De este modo despreciaban la ardiente fe del pueblo.

El gobierno, también engañado por el entusiasmo seductor de las masas que se alzaron con las primeras victorias, creyó que la sublevación sería rápidamente aplastada. Menospreciaba de este modo la técnica y la disciplina.

Una vez más, como siempre en las luchas políticas, se cometía el error de desconocer y subestimar el adversario.

¿Creía el gobierno que los insurgentes no eran lo suficientemente fuertes como para arrostrar una larga resistencia? Si es así, se ha mostrado responsable de un grave error, el de no contar con las tropas de Marruecos. No hay duda de que en todos los frentes las tropas de choque están formadas por efectivos marroquíes cuyo número parece inagotable.

Uno se pregunta por qué el gobierno no impidió, cuando todavía estaba a tiempo, que los futuros insurgentes dispusieran de tan formidables efectivos militares. No ignoraba, sin embargo, el peligro que aquellas tropas podían representar. Ya se habían producido altercados entre los socialistas y tropas de la Legión en Ceuta. El ministro de la Guerra había destituido en aquella ocasión a uno de los jefes que, sin embargo, permaneció en Marruecos.

¿Cómo es posible que el gobierno republicano no reemplazara como medida de precaución a todos los mandos de Marruecos ya que debía prever que, en caso de sublevación, aquellas tropas se verían arrastradas por sus jefes? El gobierno hubiera debido pensar en ello tanto más cuanto que en dos ocasiones la República había empleado aquellas fuerzas contra la Metrópoli. La primera vez bajo el gobierno Azaña que mandó dos columnas de marroquíes[67] a Sevilla contra la sublevación de Sanjurjo. La segunda vez con el gobierno Lerroux que las utilizó durante la insurrección de Asturias. La República siguió en esto el ejemplo de la monarquía que había recurrido a la Legión extranjera contra la Metrópoli —por primera vez— en 1930, en Alicante y Valencia, en previsión de un levantamiento republicano.

El gobierno Giral-Prieto y, con él, el régimen republicano, tenía más que perder que ganar en la lucha que se avecinaba. Una sublevación que no es aplastada desde el principio se convierte en un peligro para el régimen contra el que se produce. Un gobierno legal que no consigue ahogar desde los primeros momentos un movimiento revolucionario, se arriesga a perder cada día una parte de su fuerza moral y de su autoridad. En definitiva, una revolución que se prolonga demuestra que se sustenta en una sólida base.

Martínez Barrio lo vio a tiempo. Fue derrotado y se perdió la ocasión de impedir la carnicería. Una espantosa guerra civil iba a comenzar.

Cualquiera que sea el juicio que el porvenir reserve a don Manuel Azaña, poder moderador de la República, esperemos que él lea de vez en cuando el libro de Dostoyevski, Crimen y Castigo.

CAPÍTULO XI.

CAUSAS DE LA DEBILIDAD DE LOS GUBERNAMENTALES

 

Tres de esas causas eran visibles y fueron decisivas desde el principio, a saber: la carencia de técnica, la ausencia de disciplina y la desmoralización de la retaguardia.

I. Carencia de técnica

Los partidos españoles de extrema izquierda con frecuencia han mostrado un profundo desprecio hacia la técnica en todos los campos, por lo menos hacia la técnica «burguesa», la única que lógicamente podía existir en el país con el advenimiento de la República. A su juicio era suficiente poseer la fe y el entusiasmo revolucionarios para cumplir con cualquier tarea en el gobierno[68].

Ese desprecio no podía dejar de manifestarse en el momento de la lucha.

El gobierno esperaba vencer la sublevación militar gracias al fervor republicano y revolucionario de sus artesanos. Esperaba también que los ejércitos insurrectos se encontrarían pronto faltos de oficiales. Así, desde el principio del alzamiento se apresuró en decretar el permiso de todos los reclutas que se encontraban en las filas de los regimientos insurrectos. Había anunciado a los soldados que se les relevaba de toda de la obediencia debida a sus jefes. Esta medida provocó un cierto número de deserciones entre los soldados.

El decreto supuso un serio golpe al avance de los insurrectos. Pero estos conservaban intactos sus mandos; les bastaba con detenerse y esperar con paciencia a los refuerzos marroquíes, organizando sus propias milicias, como el gobierno. Una vez constituidas las milicias se encontraron con que poseían un ejército de combatientes no menos numeroso que el del gobierno y —cosa que le faltaba a éste— a las órdenes de oficiales que conocían su oficio.

El gobierno, por su lado, ganó ciertos refuerzos gracias a los soldados que dejaron su regimiento[69] y se hallaron más o menos voluntariamente enrolados en las filas de los gubernamentales, pero careció casi absolutamente de técnicos, de oficiales. No disponía más que de cinco o seis generales fieles y de otros pocos oficiales, número que cada día disminuía en virtud de la falta de disciplina de las tropas.

Esta carencia de técnica tuvo poderosa influencia durante las operaciones militares y es notorio que paralizó el ataque que se debiera haber efectuado contra los insurgentes en un momento en que sus filas clareaban debido a la deserción de soldados ya que, con tal escasez de tropa, podrían haber sido fácilmente vencidos tal y como lo fueron en Madrid, Barcelona y otros lugares.

El parón impuesto a los insurrectos por la falta de soldados era pasajero y fácilmente subsanable. El parón impuesto al gobierno por la ausencia de cuadros técnicos era irreparable y definitivo.

El mismo defecto se evidenció en la marina de guerra. En casi todas las unidades los oficiales se pusieron del lado de los alzados. Su colaboración hubiese sido muy importante para estos últimos ya que el general Franco contaba con aquellos barcos para poder transportar rápidamente las tropas marroquíes a la Península.

Sin embargo los marineros, informados y fieles al gobierno, ahogaron rápidamente la sublevación arrestando o ejecutando a sus oficiales.

El ejército rebelde sufrió un duro golpe, que habría sido devastador si el gobierno hubiese sabido aprovecharlo[70]. Pero como no supo, la fidelidad de los marineros resultó inútil. En efecto, las unidades navales permanecieron en manos de la marinería[71] que, ignorándolo todo de la técnica, no supo hacer funcionar las máquinas ni pudo defender los barcos ni usarlos en interés del gobierno. Una sola unidad naval de los insurrectos valía tanto como varios buques gubernamentales[72] y los militares desembarcaron en la Península todos sus efectivos marroquíes con ayuda de unos pocos barcos y de ocho hidroaviones[73].

II. Falta de disciplina

La falta de disciplina acompañaba, como era de esperar, el desprecio por la técnica. Los gubernamentales consideraban a todos los oficiales como insurrectos. Por otra parte estimaban que los oficiales no le eran necesarios al ejército. En consecuencia los milicianos se negaron a obedecer a los pocos oficiales que permanecieron fieles. Nadie pensó en nombrar ni en aceptar un mando único. Cada uno ejecutaba sus pequeñas iniciativas e insistía en combatir recurriendo al personalismo y con independencia. La primera consecuencia de esa desastrosa mentalidad fue la auténtica carnicería perpetrada con toda facilidad por los nacionalistas durante los combates del frente de Somosierra, a las puertas de Madrid. Se ignoraron y despreciaron los principios más elementales de la técnica. Los milicianos corrían a su aire contra el enemigo en terreno descubierto o se agrupaban torpemente durante los bombardeos aéreos y las bombas hacían diana sin esfuerzo. A consecuencia del desorden y de la mediocridad del mando, el fuego de barrera de los gubernamentales alcanzó con frecuencia a sus propios hombres. Otros, surgiendo a destiempo de los refugios donde se escondían conseguían que los hirieran sus propios compañeros.

Madrid, espantado, vio numerosos camiones trayéndole centenares de heridos, convoyes que evocaban con elocuencia los muertos que quedaron ahí arriba, sobre las rocas.

Esta falta de disciplina era todavía más grave en la medida en que se sumaba a la desconfianza que los milicianos sentían por sus oficiales, desconfianza nacida de la absoluta ignorancia de las necesidades de la técnica. Cada miliciano pretendía ser el juez de la actividad e incluso de las iniciativas de sus oficiales. Un ataque retrasado, una batería mejor o peor colocada, un orden de alto el fuego, con frecuencia fueron considerados sospechosos y a numerosos oficiales los asesinaron en el frente.

Varios oficiales se pasaron entonces a las filas de los insurrectos. Si tenían que morir querían al menos no ser deshonrados.

Estas deserciones de oficiales, que el gobierno mantuvo en secreto, no fueron menos numerosas y por consiguiente sí mucho más importantes que las de soldados. Se produjeron en todas las armas. Los primeros días de la defensa, los diarios no regateaban elogios a célebres aviadores, entre los cuales un amigo del aviador Franco, junto al que había luchado cuando la revuelta anti-monárquica de 1930. De repente no se oyó más su nombre. Corrió el rumor de que se había marchado tras el asesinato de su hermano, oficial superior ejecutado por un grupo de milicianos.

Los comunicados del ministerio de la Guerra darán idea de lo que es un ejército sin jefes. Mientras que rara vez se oía hablar de los jefes, se alababa continuamente «la actividad cumplida por la sección al mando del sargento Fortea» o por «aquella mandada por el cabo Díaz» o también «el éxito obtenido por el sargento Mayordomo con dos de sus hombres...».

Además se exhibía un supremo desprecio por toda dirección y los periódicos proclamaban: «El hombre de la Revolución francesa fue Robespierre, el de la revolución Rusa fue Lenin, el de la revolución española es Juan Español».

Esta falta de disciplina impidió también al gobierno disponer de ciertos regimientos de provincias para mandarlos a un frente determinado. Estas columnas, sin orden superior, sin consultas previas, exaltadas y mandadas por aventureros, habían decidido por su propia cuenta dejar la Península y lanzarse a la conquista de dominios insulares rebeldes cuya ocupación no tenía ninguna influencia sobre la marcha de las operaciones.

El Sr. Indalecio Prieto, improvisado estratega de la República, mencionó este hecho a finales de agosto en un artículo del Informaciones. Con medias palabras que querían ocultar el penoso fracaso de la expedición del capitán Bayo para reconquistar Palma de Mallorca, Prieto se quejaba de la falta de disciplina del ejército y reclamó un mando único invocando el precedente de los Aliados durante la guerra mundial. Afirmaba que la marcha de las columnas de Bayo hacia Mallorca había dejado el frente Sur desguarnecido.

Hete aquí cómo al cabo de seis semanas de lucha, el jefe efectivo del ministerio de la Guerra se veía forzado a solicitar humildemente de las milicias, en las columnas de un periódico, ese mando único que él debía haber impuesto y del que gozaban los insurrectos desde hacía mucho; ese mando único que el gobierno nunca se avino a nombrar a pesar de tan amargos exordios[74].

Y el hecho que provocaba estas observaciones del Sr. Prieto era todavía más grave de lo que se atrevía a confesar. Se trataba de lo siguiente: una columna de 1.500 hombres, organizada por el capitán Bayo[75] se embarcó en Valencia dirigiéndose a las islas Baleares que estaban en manos de los sublevados. Se apoderaron primero de la pequeña isla de Ibiza, mal defendida. Cegados por tan modesto triunfo fueron por Palma, la capital de Mallorca. La columna desembarcó en Porto Cristo. Los militares la dejaron avanzar y a trece kilómetros de la costa la derrotaron completamente. Resultado: 300 muertos, 600 heridos y el resto de la columna huyendo en desbandada, tratando de salvarse a nado[76].

Este penoso fracaso no tuvo siquiera el efecto de incitar a la prudencia a los aventureros milicianos que, sacrificando cualquier utilidad a la gloria de una genial iniciativa, regresaron a Palma con una segunda columna de 1.500 hombres que fue aniquilada por los rebeldes.

Tras esta segunda paliza el Sr. Prieto se quejó amargamente de la anarquía que reinaba en el mando. ¿No podía el gobierno imponer de una vez ese mando único que él se limitaba a preconizar? No, no podía. El gobierno fue, desde los primeros momentos, prisionero de aquellas mismas fuerzas que había desencadenado.

Algunas fotografías de los periódicos de Madrid conservan el elocuente recuerdo de la falta de disciplina de los milicianos. En una ocasión era la fotografía de matrimonios contraídos en las líneas de frente de la Sierra entre milicianos y milicianas, parejas combatientes de las que cabe sospechar que estarían mejor dispuestas para el goce de su felicidad que para hacerse matar en primera línea. En otra ocasión se mostraba a los milicianos de Navalperal otorgando, por su propia voluntad, el grado de general al comandante Mangada, hombre exaltado más rico en buenas intenciones que en conocimientos estratégicos.

Sucedieron al principio otros hechos más graves: dispuestas a aprovechar la estupenda ocasión que se presentaba, todas las mujeres de vida alegre —que la guerra condenaba al paro— desaparecieron de la capital y se infiltraron entre otras que, con un respetable sentimiento y una sincera fe luchaban en el frente en las filas de los milicianos. Es imaginable, en consecuencia, el desenfreno que reinaba en el frente y numerosos combatientes tuvieron que ser hospitalizados.

Se comprende que las llamadas al orden y a la disciplina hayan sido el estribillo de todos los discursos de los hombres con alguna responsabilidad. Los diarios obreros las repetían sin cesar[77].

Incluso se oía en la boca de los anarquistas. En su emisión radiofónica diaria, la radio de la C.N.T. y de la F.A.I. todavía repetía, el 4 de octubre: «¡Los fusiles, al frente! Nadie tiene derecho a pavonearse en la ciudad con armas que serían más útiles en otro lugar. ¡Apelamos a nuestros camaradas!».

Pero estas llamadas al orden nunca tuvieron mucho éxito ya que la C.N.T. tuvo de nuevo que publicar, el 22 de octubre, la siguiente nota que describe con bastante fidelidad la actitud de las milicias:

¡Hay demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados autos y servicios de guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol; demasiados vividores que sabotean la revolución; demasiados restaurantes superfluos; demasiada gente que tiene por misión hacer rápidos viajes turísticos; demasiados vagos y desocupados; demasiados milicianos que jamás han militado!

Es un discurso elocuente. Claro que la paga de diez pesetas diarias abonada a los milicianos y milicianas, el hecho de poder presumir en la ciudad y, para algunos, el saqueo y la venganza, eran carnaza suficiente para atraer a la milicias a mucha gente que tenía que haber estado en la cárcel.

III. El terror de la retaguardia

Desde los primeros días de lucha, un indecible terror reinaba en Madrid. La opinión pública tuvo al principio la tentación de atribuir a los anarquistas las violencias sufridas por los civiles, y en particular en Madrid. La historia dirá algún día si fueron justos quienes los consideraron responsables de esos hechos. En todo caso debieran ser todos los gubernamentales, sin distinción, quienes asumieran la responsabilidad.

Tenemos que subrayar que, mientras que en Cataluña los anarco-sindicalistas, que constituían la casi totalidad de las fuerzas obreras, lucharon en masa contra Goded y han ido en número considerable a luchar al frente de Aragón, en Madrid, esas mismas fuerzas obreras se han negado a marchar al frente en su mayoría, cuando no en su totalidad. Previendo una futura lucha contra socialistas y comunistas tras el triunfo del Frente Popular, los anarco-sindicalistas se cuidaron de hacer acopio de armas y municiones para la «lucha final» y para «limpiar» la capital de la República de fascistas más o menos auténticos, en primer lugar, de republicanos, en segundo lugar, e incluso de los marxistas.

Los periódicos socialistas y comunistas, sintiendo la misma preocupación que a Prieto le hacía pedir el mando único, empezaron a aconsejar «amistosamente» el envío de sindicalistas al frente y el fin del terror. Esos periódicos proclamaban en grandes sueltos y titulares muy visibles: «¡Ni un solo fusil lejos de la línea de fuego!» «¡Todas las balas contra el enemigo!», «¡Se necesita seguridad en la retaguardia!».

Puede uno darse cuenta por la prensa de Madrid y por las emisiones radiofónicas de Barcelona de cuánto inquietaban a la población y a los dirigentes aquellas milicias armadas de la retaguardia. Hasta el 7 de octubre la emisora de Barcelona continuó dirigiéndose a los milicianos armados a los que exhortaba a «ir al frente en lugar de ser una continua amenaza para la tranquilidad de la población civil»[78].

Observaciones y medidas tan inútiles como las del Sr. Prieto quien, sin desmoralizarse, predicaba una teoría análoga en los artículos diarios con que inundaba la prensa.

En efecto, tal y como muestran con elocuencia las exhortaciones de los periódicos gubernamentales, en la retaguardia reinaba el terror desde el principio de la lucha. Patrullas de milicianos comenzaron a practicar detenciones en domicilios, o en la calle, en cualquier lugar donde pensaran encontrar elementos enemigos. Los milicianos, al margen de toda legalidad, se erigían en jueces populares y hacían seguir aquellos arrestos de fusilamientos. Pronto se hizo corriente en retaguardia una frase trágica: se llevaba a alguien «a dar un paseo». Pasear a todo sospechoso o todo enemigo personal se convirtió en el apasionado deporte de los milicianos de retaguardia.

El gobierno hizo un esfuerzo y, las primeras noches, intentó detener aquellas patrullas sanguinarias haciendo circular por toda la ciudad numerosos coches de guardias de asalto. Durante algunos días llegó a reducir el número de ejecuciones, pero poco después volvían a perpetrarse. Los guardianes de la ley se mostraban indiferentes o impotentes ante el número de verdugos que cumplían tan odiosa labor.

Al principio se persiguió a los elementos fascistas. Luego la distinción se hizo borrosa. Se detenía y se fusilaba a personas pertenecientes a la derecha, luego a sus simpatizantes, más tarde a los miembros del partido radical del Sr. Lerroux, y luego —error trágico o venganza de clase— se incluyó a personas de la izquierda republicana[79] como el infeliz director de un colegio para muchachos, el Sr. Susaeta, hijo de un ex-diputado radical-socialista... Cuando se comprobaban aquellos errores, se echaba la culpa de los asesinatos a los fascistas y se continuaba.

Los muros y tapias de la Casa de Campo, cuartel general de las milicias, pudieron sentir, apretados contra ellos, los míseros y trémulos cuerpos de gente aterrorizada para la cual fueron el último contacto con la vida.

Tras espeluznantes ejecuciones en masa efectuadas en la Casa de Campo, el gobierno, incapaz de impedirlas, cerró aquel enorme parque imposible de vigilar. Las ejecuciones de personas detenidas prosiguieron, con la única diferencia de alargar un poco la agonía del «paseo». Llevaban a la gente al depósito del cementerio municipal o a la Pradera de San Isidro, o bien a las carreteras que rodeaban la capital. El gobierno hallaba todos los días sesenta, ochenta o cien muertos tumbados en los alrededores de la ciudad.

Iban a buscar a la gente en pleno día a su casa, a su trabajo o en la calle. Si no encontraban al que buscaban se llevaban a algún miembro de su familia.

Para las familias privadas de uno de sus miembros empezaba entonces un largo calvario, que iba desde la Dirección General de Seguridad, donde no encontraban nunca a la persona detenida hasta las carreteras conocidas como depósitos de gente asesinada, a la que con frecuencia sólo se podía reconocer por la ropa.

Los ministerios de la Guerra y del Interior mostraban de continuo su incapacidad ante la ola creciente de terror, publicando comunicados y notas que se pueden leer en todos los periódicos, en los que desaprobaban los arrestos domiciliarios no ejecutados por agentes o por guardias de asalto. Se invitaba a los ciudadanos a no abrir su puerta a las milicias y se proporcionaban números de teléfono a los que llamar en caso de detención.

Por la angustia que se transparentaba en aquellos comunicados el gobierno «legal» mostraba su desacuerdo con las milicias y, por desgracia, también su impotencia.

Sin embargo el gobierno hubiese podido detener los saqueos y la anarquía ya que disponía de la Guardia Civil que, muy numerosa en Madrid, no se había puesto del lado de los alzados. Esa fuerza, por su número y formación, habría bastado para mantener el orden en la capital si se hubiese querido emplear.

¿Por qué no la utilizó el gobierno puesto que, por su instrucción militar y su origen, esta fuerza siempre ha servido para mantener el orden establecido y perseguir el bandolerismo?

Se ha podido constatar, en efecto, que si algunos escuadrones de la Guardia Civil fueron mandados al frente, otros permanecieron acuartelados y les quitaron incluso sus fusiles, dejándoles sólo sus armas cortas.

La explicación se buscará en el hecho de que los obreros odiaban a la Guardia Civil a la que acusaban de haber reprimido duramente las revueltas obreras, en particular la de Asturias, y mostraban en relación con ella la misma desconfianza que manifestaban respecto del ejército. El gobierno no quiso pues utilizar esa fuerza que, para restablecer el orden, hubiese debido reprimir los actos violentos de los milicianos.

El número de ejecuciones efectuadas en Madrid por las patrullas de milicianos despertó también la inquietud de partidos políticos que por lo menos intentaron organizar las matanzas —admitamos en su favor que con la esperanza de reducirlas—. Un tribunal revolucionario, especie de «tcheka» extra-legal, compuesto por miembros de todos los partidos integrantes del Frente Popular, se constituyó en los sótanos del Círculo[80] de Bellas Artes de la calle de Alcalá, edificio que enarbolaba la bandera rojinegra de los anarquistas. Los detenidos eran conducidos ante ese tribunal. Juzgados al cabo de unas horas eran luego fusilados. Algunas de las personas detenidas y sometidas a ese tribunal tuvieron la sorpresa de recobrar la libertad.

Pero la existencia del llamado tribunal revolucionario[81] no consiguió detener los registros seguidos de asesinatos que se sucedieron en número creciente. Nunca se llegará a conocer el número de personas asesinadas a raíz de una simple denuncia, por venganza personal, por rencor, o simplemente, y de esto hubo muchos casos, porque el denunciado era acreedor del denunciante.

Toda la ralea de una gran ciudad actuaba libremente, con desbocada pasión y gozaba de la impunidad que brindaba la ausencia de fuerza pública que el gobierno debía mandar a combatir en distintos frentes o que temía utilizar, como fue el caso de la Guardia Civil.

Los sospechosos intentaban esconderse. Algunos llegaron a salvar la vida refugiados en escondites increíbles. Otros no se atrevían a dejar su casa y cuando llamaban a su puerta, no la abrían.

Una tropa, de la que los periódicos alababan la actividad, llamada «Escuadrilla del Amanecer» porque empezaba su triste labor a la una de la madrugada, efectuaba registros y arrestos.

No se veía en las calles un solo sacerdote porque aquellos que se habían arriesgado a salir durante los primeros días habían sido exterminados. Las monjas que habían sido expulsadas de orfanatos y hospitales tuvieron que huir vestidas de civil. Como su cabello corto estaba de moda, pudieron pasar desapercibidas. Los ciudadanos que, siendo funcionarios o empleados, debían forzosamente salir a la calle, lo hacían disfrazados de «descamisados».

Madrid, la ciudad coqueta por excelencia donde, por tradición, las mujeres cuidan su peinado y su calzado, pareció transformada por la varita de una bruja fea y mala. El sombrero femenino considerado como un tocado «burgués» fue desterrado. Nadie osaba llevarlo por la calle y las pocas mujeres que se empeñaron en hacerlo tuvieron que claudicar ante las miradas desconfiadas y las amenazas[82].

Madrid ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando levantando el puño y gritando en todas las ocasiones el saludo comunista para no convertirse en sospechosos, hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y de miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir[83].

La gente que en tiempo normal llenaba las calles y las terrazas de los cafés, yacía bajo tierra o se disfrazaba.

Durante la noche Madrid no dormía, temblaba. Uno escuchaba atentamente los ruidos de la calle, acechaba los pasos en la escalera... se esperaba siempre un registro de los milicianos.

Al final del mes de agosto el gobierno adoptó la única medida inteligente que opusiera a la actividad letal de los milicianos. Abolió el servicio de serenos[84] y ordenó que todos los vecinos guardaran la llave de sus casas; que éstas se cerraran a partir de las once de la noche; que los porteros no abrieran la puerta a nadie y telefonearan a la policía «si las violentas llamadas indicaban que se trataba de milicianos pretendiendo entrar».

Esta disposición por lo menos permitió a los madrileños dormir con algo más de tranquilidad. Pero sólo duró durante unos días porque más tarde los milicianos obligaron los porteros a dejar la puerta abierta durante toda la noche.

De día Madrid ofrecía el aspecto inquieto y febril de las ciudades que pasan por una revolución. Cortejos de niños circulaban cantando canciones revolucionarias al ritmo del estribillo:

Sí, sí, sí, queremos un fusil,

No, no, no, queremos un cañón.

Como obedeciendo a una consigna, se repartían entre los niños armas de juguete. Incluso los bebés, en los brazos de sus madres, levantaban un pequeño fusil o una pistola.

Al anochecer las tropas revolucionarias llenaban las calles del centro. Milicianos montados en camiones trepidantes enarbolaban toda suerte de tocados donde predominaba el rojinegro anarquista y llenaban Madrid con sus gritos. Cantaban también a coro estrofas de guerra y de matanzas, todo ello amenizado por el estribillo:

Fai, fai, cenetém>

Fai, fai, ceneté[85]

La gente se estremecía... Adivinaba que aquellas incursiones callejeras señalaban el principio de los registros, que ese coro rabioso, ruidoso y terrorífico, cuando alcanzara su punto de excitación, se desperdigaría por Madrid en pequeños grupos que irían por todas partes «a pasear» pobre gente entregada por la pasividad gubernamental a aquellas bestias feroces.

Las calles se mostraban casi desiertas, los taxis habían sido retirados de la circulación, los coches privados habían desaparecido, habiéndose apoderado de ellos los milicianos desde el primer momento. Circulaban paseando milicianos y milicianas que apuntaban sus fusiles y sus revólveres contra los paseantes o las ventanas de las casas.

Madrid tocaba el fondo del mal gusto y de la desorganización. En los elegantes edificios de las principales calles enormes pancartas anunciaban que estaban destinados al uso de los distintos y numerosos grupos, secciones, organizaciones y células obreras.

Las ventanas y los balcones eran ocupados todo el día por grupos de milicianos que charlaban, sin el menor recato. A los madrileños les esperaban sorpresas: un día, en la calle de Alcalá, la más elegante de Madrid, frente al Círculo de Bellas Artes, un grupo de milicianos despedazaba un enorme toro... Los paseantes tuvieron una arcada creyendo, en un primer momento, que se trataba de la ejecución de alguna sentencia pronunciada por la terrible checa[86] que se asentaba en el Círculo.

La falta de seguridad personal fue tal que muchas personas que, lejos de ser fascistas pertenecían a partidos no perseguidos por el gobierno, empezaron a suplicar a las autoridades que las pusieran a disposición de la Dirección de Seguridad, único medio —pensaban— de disfrutar de la protección de la ley, aunque fuera entre los muros de una prisión. Así, tanto este tipo de arrestos como los que se ordenaban de personas consideradas sospechosas acabaron llenando las cárceles. La de Madrid rebosaba de prisioneros con siete u ocho personas por celda y su número pasaba de tres mil así que hubo que habilitar conventos en cárceles suplementarias para hombres o para mujeres.

A su vez, militares arrestados bajo la inculpación de simpatía por los insurrectos al no considerarse seguros en las cárceles pidieron su traslado al hospital militar, invocando su débil estado de salud. Este fue el caso del general López Ochoa, detenido por el gobierno como responsable de los fusilamientos de obreros con ocasión de la revolución de Asturias.

Pero hubiera debido esconderse bajo tierra para escapar de la ferocidad de los carniceros de retaguardia. Un día del mes de agosto la chusma se presentó gritando frente al hospital militar situado en Carabanchel, a las puertas de Madrid. Afirmando que se preparaba la evasión del general, se apoderó de su cuerpo que fue despedazado, siendo paseada la cabeza en el extremo de una pica[87].

La situación de los prisioneros civiles no fue mejor. Un día corrió el bulo de que las milicias rodeaban la cárcel de Madrid, dispuestas a tomarla para fusilar los fascistas que estaban allí encerrados. Se reforzó la guardia y no ocurrió nada. Pero días después una noticia sorprendente recorrió Madrid: ¡se pretendió que los detenidos habían pegado fuego a la cárcel para evadirse a favor del incendio!

De los miles de prisioneros encerrados en la cárcel central de Madrid, sólo dos muchachos consiguieron escapar. Todos los demás fueron exterminados[88]. Entre ellos se encontraban personalidades como don Melquiades Álvarez, antiguo republicano, jefe del Partido Republicano Liberal Demócrata y el Sr. Rico Avello, ex-ministro del Interior en el gobierno presidido por el Sr. Martínez Barrio en 1933 y alto comisario en Marruecos en febrero de 1936. Los fusilamientos duraron toda la noche en el interior de la cárcel, sembrando el terror en las casas vecinas.

En los archivos de la Dirección de Seguridad se encuentra una foto donde se ve el cadáver del Sr. Melquiades Álvarez, exhibiendo en el cuello una enorme herida provocada por un bayonetazo. El cuerpo de Rico Avello se encontraba echado a propósito sobre un montón de cadáveres destinados a la fosa común.

Durante esos mismos días, un tren que iba a Madrid llevando doscientos prisioneros y rehenes desde Alcalá de Henares y Guadalajara fue detenido por los milicianos en la estación de Vallecas y los prisioneros fueron fusilados en el acto.

Estos últimos hechos decidieron por fin al gobierno a tomar la dirección de la represión formando un tribunal compuesto por miembros de la magistratura y un jurado popular reclutado entre los partidos inscritos en el Frente Popular. Ese tribunal, dada la publicidad que tendrían sus sentencias, estaría obligado a medir su alcance y a justificarlas. Sin embargo no temió pronunciar sentencias condenatorias como las de los Sres. Salazar Alonso, Abad Conde y Rafael Guerra del Río[89], ex-ministros del partido radical en el gobierno Lerroux, acusados —sin ninguna prueba, por cierto—, de haber favorecido el alzamiento. Su pecado era muy distinto, el de pertenecer al antiguo partido radical, bajo el gobierno del cual habían sido ministros en distintas ocasiones.

Salazar Alonso había sido perseguido encarnizadamente por los socialistas que lo acusaban de haber puesto trabas a sus actos revolucionarios. Murió en plena juventud y, pese a sus errores políticos —si es que cometió alguno— conservó siempre un temperamento generoso y cordial. A Guerra del Río ni siquiera se le podía reprochar el haberse opuesto a los socialistas ya que siempre le habían atraído los elementos obreros e incluso simpatizaba con ellos[90].

Con estas dos víctimas del furor revolucionario desaparecía todo un símbolo del pasado de las luchas republicanas españolas. Habiendo pertenecido siempre al partido republicano radical, llamado histórico, que presidía Lerroux, esos dos hombres habían luchado por la libertad y sufrido numerosas persecuciones. Guerra del Río, ante el pelotón encargado de su ejecución habrá visto quizá pasar ante sus ojos lo que fue su vida, las veces en que bajo la monarquía tuvo que recorrer las calles de Barcelona, detenido como agitador y conducido al cuartelillo de policía, esposado y en ocasiones encadenado a un compañero sindicalista, ese «compañero» sindicalista que en aquel momento debía estar ampliamente representado en el pelotón de ejecución[91].

Los marxistas a la izquierda, los monárquicos a la derecha no tendrán que enfrentase en el futuro a esos republicanos cuyas convicciones se habían formado al abrigo de una lucha sostenida por la República y por la libertad.

* * *

 

Estos hechos elocuentes, la carencia de técnica, la falta de disciplina y el terror en la retaguardia, bien pronto informaron a los republicanos y a sus simpatizantes sobre las posibilidades de éxito de la resistencia gubernamental. El tercer hecho en particular, el terror en la retaguardia, les mostró la suerte que podía depararles el triunfo sobre[92] los insurrectos. Los entusiasmos por la «República democrática» se enfriaron. Muchos republicanos, incluso los afiliados al Frente Popular, empezaron a intercambiar reflexiones acerca de los asesinatos. «Mañana nos tocará a nosotros». Muchos intentaron alejarse con distintos pretextos y en el frente los republicanos eran una minoría que menguaba más cada día.

Ese terror que reinaba en las ciudades que permanecían en manos del gobierno pero de las que ya no era dueño le hicieron perder la simpatía y el apoyo tanto material como moral de cantidad de personas que constituían la pequeña burguesía liberal y demócrata, la cual en un primer momento se había opuesto a la sublevación militar. Cada día el gobierno se vio más aislado entre las fuerzas socialistas, comunistas y sindicalistas. Por cierto que parecía estarlo muy a gusto. Sin embargo, poco a poco, a los ojos del pueblo republicano pero pacífico, liberal pero amante del orden, demócrata pero temeroso de la anarquía aún más que de la dictadura, el gobierno republicano perdía su carácter de legítimo y legal adquirido por las elecciones.

Por mucho que se diga que la exasperación provocada por una guerra civil puede explicar, si no justificar, todos esos excesos, lo cierto es que los ciudadanos pacíficos, el modesto comerciante, el funcionario, el pequeño burgués, en definitiva, todos aquellos que no miran la vida sobre el plano histórico sino tal y como se presenta día a día, comprendieron el peligro que suponía para ellos ese terror ejercido por una chusma rencorosa envenenada por una odiosa propaganda de clase.

Los terroristas han trabajado en favor de los alzados tanto o más que sus propios partidarios.

Esos elementos han impuesto al gobierno la continuación de la lucha, y por buenas razones... Disfrutan de una vida de ensueño: provistos de dinero, saqueando, organizando matanzas, y saciando su sed de venganza y sus más bajos instintos...

CAPÍTULO XII.

¡OPTIMISMO A TODO TRANCE!

 

La más leve apariencia de hostilidad contra el gobierno era de inmediato castigada con la muerte por las patrullas de milicianos. Una consigna fue rápidamente difundida, la del optimismo a la fuerza: «Nunca pasa nada, y si alguna vez pasa, no importa». «Todo comentario derrotista o que dude del éxito de nuestras armas denuncia un enemigo», proclamaban los titulares de los periódicos.

Con esa propaganda se amordazó a los paisanos que, sin deslealtad, quizás sólo por miedo, empezaban a dudar no sólo del éxito de la resistencia sino de la suerte que un triunfo del Frente Popular les reservaría a los burgueses republicanos.

Los comunicados de prensa y del gobierno se hicieron de una exasperante monotonía. No pudiendo anunciar éxitos y ocultando de modo pertinaz la verdad, se limitaban, día tras día, a augurar la caída de plazas importantes como Toledo, Córdoba, Sevilla, Oviedo y Ávila. Los diarios extranjeros escaseaban porque la censura los secuestraba. La gente no tenía más información que los comunicados de las emisoras de radio de los insurrectos quienes, desde Burgos, Sevilla, Tetuán y otros lugares daban noticias mucho menos tranquilizadoras. Esas noticias eran escuchadas con precaución porque nadie se fiaba de su vecino en quien veía un posible delator.

Así a todos aquellos a los que torturaba el deseo de saber la verdad sólo les quedaba la duda, y una duda cruel.

Pero al final la verdad se hacía camino y esa verdad era tan triste como desazonadora: había una larga lucha por delante, una guerra sin cuartel, despiadada. E incluso más allá de la guerra el porvenir parecía sombrío. Se vislumbraba con demasiada claridad que el triunfo del gobierno no sería el triunfo de un régimen democrático dentro del cual el ciudadano gozaría de libertad para hacerse oír por las vías legales. El éxito definitivo del gobierno no sería más que el triunfo de los extremistas quienes ya desde el principio de las hostilidades habían venido dominando a los republicanos.

Por cierto, ni siquiera sería el triunfo de los socialistas clásicos, cuyos principios tal y como se aplican en los países escandinavos permiten a las clases liberales vivir y respirar. Sería con seguridad la instauración de una época de anarquía y de luchas desgarradoras en las que los republicanos, desbordados, ahogados, degollados por sus aliados de un día sólo tendrían, como mucho, el derecho de ser meros espectadores del desorden, temblando de miedo y con la seguridad de ser algún día ejecutados. Sería una época de enfrentamientos internos, de luchas sangrientas entre los grupos obreros con distintas ideologías que se disputarían el poder y la gloria de instaurar en el país regímenes opuestos: el comunismo bolchevique o el libertarismo anarquista.

Los gubernamentales, en sus periódicos y en sus comunicados, han acusado de continuo a los insurrectos de los mismos hechos que los habitantes de Madrid veían acaecer ante sus ojos. Y además de que esto no podía en modo alguno consolarlos de su propia situación ni absolver al gobierno de sus culpas, todos estaban convencidos de que con aquellas noticias lo que se pretendía era justificar el terror que asentaba sus reales en Madrid. Aquellas acusaciones ponían sin embargo de relieve un hecho cierto, el de la crueldad de la guerra, del que hablaremos más tarde.

En Madrid, los milicianos con su conducta han mancillado la causa de la defensa de los primeros días. Así que la opinión pública se divorció del gobierno que se suponía tenía que estar a su mando.

En el futuro, republicanos y socialistas podrán intentar endosar esos horribles crímenes a los anarquistas. Pero no es menos cierto que un gobierno incapaz de asegurar el orden público y el respeto a la vida humana ya no es digno de ese nombre. Para conservar su dignidad sólo le cabe confesar su derrota ante los hechos y arrojar la toalla.

Pero no se trata aquí solamente de impotencia[93]. No puede una dejar de pensar que esos crímenes no habrían tenido lugar si los hombres en el poder hubieran sentido su horror. Pareciera que los consideraban con indiferencia e incluso que cerraban los ojos convencidos de que aquella depuración podía mostrarse útil y necesaria para la seguridad interior.

Llegó sin embargo un momento en que el gobierno tuvo que tomar medidas contra las milicias. Las patrullas habían en efecto empezado a registrar legaciones y embajadas gracias a la complicidad o la simpatía de sus camaradas encargados por el gobierno de vigilar aquellos edificios. Así los milicianos penetraron en la legación de Venezuela y trataron de entrar en la embajada de Inglaterra. Esos dos países protestaron y el gobierno se apresuró en destinar a la custodia de la embajada de Inglaterra a una compañía de la Guardia Civil con la orden de disparar sin previo aviso sobre las patrullas que intentaran aproximarse.

Así, cuando el diario ABC (convertido en gubernamental tras su incautación) publicó una fotografía mofándose de los esqueletos hallados en las iglesias y los ornamentos del culto, el gobierno, preocupado por la repercusión que semejante publicación podría tener en el extranjero, hizo encarcelar al director del periódico, a pesar de que pertenecía a las milicias.

En consecuencia, podemos ver que el gobierno podía actuar a pesar de todo contra las milicias cuando éstas, por sus actos, lo ponían en peligro.

CAPÍTULO XIII.

CÓMO EXPLICAN EL TERROR LAS MILICIAS

 

Los elementos republicanos han tratado de explicar el terror que se veían incapaces de detener. Atribuían su causa a la actitud de numerosos simpatizantes de los insurrectos, que habían permanecido en las ciudades donde el alzamiento había sido sofocado.

En Madrid, a pesar del estío, que en general conlleva la salida de numerosas familias, mucha gente favorable al alzamiento se había quedado en la capital. Algunos, involucrados en la sublevación y otros, fiados en un «rápido paseo militar sin lucha y sin peligro». El fácil triunfo de la marcha sobre Roma engañó a aquellos que no tenían gran confianza en la resistencia de los elementos marxistas. Creían que el gobierno reflexionaría acerca del grave peligro que supone entregar armas a los obreros que desde hacía largo tiempo recibían una educación revolucionaria. Una vez defraudada su esperanza, esos elementos que se quedaron en Madrid intentaron con valor y decisión ayudar al alzamiento con todas sus fuerzas.

Aparte de los civiles disfrazados de soldados en los cuarteles, hubo otras personas disparando continuamente desde las terrazas y las ventanas de la ciudad contra los milicianos que patrullaban en la calle. Este tiroteo continuo obligó a ordenar a los ciudadanos que mantuvieran los postigos y las persianas abiertas durante el día y la luz encendida durante la noche. Los ataques dieron motivo a registros en las casas desde las que empezaba el tiroteo y se llevó a cabo algún arresto.

Sin embargo no se consiguió detener aquellos ataques. Fueron todavía más terribles y graves en las calles. Los llamados fascistas llegaron a infiltrarse entre las filas de los milicianos con tal habilidad que a pesar de la requisa de todos los automóviles por el Estado y de la imposibilidad en que uno se encontraba de circular en auto sin autorización oficial, coches que circulaban por las calles rebosantes de milicianos se vieron atacados en todo momento por otros coches que se cruzaban con rapidez y desde los cuales se disparaba sobre los milicianos, matando a muchos de ellos. La imaginación de que hacían gala aquellos elementos para circular libremente sin levantar sospechas era inagotable. Entre los coches que causaron mayor número de víctimas entre los milicianos se hallaron los que enarbolaban la bandera de la Cruz Roja, conducidos ostensiblemente por mujeres disfrazadas de enfermeras, portadoras de pistolas y metralletas silenciosas con las que atacaban a los milicianos.

Para hacerse una idea de los audaces ataques operados por los insurgentes en la retaguardia, recordemos lo que sucedió la primera vez que se anunciara que Madrid iba a ser bombardeado por los alzados. El 12 de agosto el ministro del Interior hizo conocer por radio las precauciones que habían de tomarse en caso de ataque. A las once de la noche todas las luces de las calles y de las casas habrían de apagarse y los coches de bomberos recorrerían la ciudad anunciando con sus sirenas la llegada de aviones enemigos. En ese momento la gente habría de refugiarse en los sótanos de las casas y en los subterráneos del Metro. El programa fue llevado a cabo. Pero también, con las luces apagadas, la primera noche, un espantoso tiroteo resonó en Madrid. Desde las terrazas y las ventanas, desde coches circulando por la calle, por todas partes y, al abrigo de la oscuridad, se disparaba contra los milicianos.

La segunda noche el tiroteo, agravado por el lanzamiento de bombas de mano, tomó tal cariz que puso al gobierno en el brete de tener que renunciar a las medidas que había previsto. Y los ataques aéreos que tuvieron lugar a partir de entonces pudieron llevarse a cabo sin que la ciudad gozara de ninguna garantía.

Aquellos elementos favorables a los rebeldes llegaron con la misma habilidad a introducirse en todos los grupos civiles organizados por la administración, es decir, en los cuerpos de médicos, de enfermeras y enfermeros, en el personal de los orfanatos. Se había proporcionado a todas esas personas unos brazaletes que les brindaban la protección de los milicianos, siempre dispuestos a descubrir por todos lados enemigos de la República. A pesar de que esos brazaletes llevaran el sello de las organizaciones que los proporcionaban, fueron abundantemente falsificados por los sublevados que, de ese modo, pudieron llegar a conocer el movimiento de las tropas.

Se retiraban numerosas veces aquellos brazaletes, sustituyéndolos por otros pero tal medida resultó inútil ya que no se podía poner coto a las falsificaciones. Al final se terminó prohibiendo su uso a los gubernamentales y numerosos portadores de falsos brazaletes acabaron fusilados.

Entre las enfermeras, la ayuda proporcionada a los alzados fue todavía más eficaz. Se averiguó de qué modo habían conseguido algunos milicianos fascistas introducirse en distintos frentes disparando sobre sus compañeros en el curso de las batallas. Un día se detuvo en el campo de batalla a una enfermera sospechosa. Registrándola le encontraron once carnés de milicianos afiliados a organizaciones obreras. Cuidando a los heridos o transportando a los muertos, les quitaba su carné que más tarde pasaba a manos del enemigo. Esos carnés que se entregaban sin fotografía y a nombre del portador para facilitar la incorporación de los obreros, acabaron convirtiéndose en una llave maestra magnífica para los agentes rebeldes. De esta guisa el enemigo no sólo estuvo siempre informado del movimiento de las tropas sino de los cambios en el mando. Citemos de ello alguna prueba: el general Miaja —quien dirigiera más tarde la defensa de Madrid— cuando se dirigía a tomar Córdoba al frente de un cuerpo de milicias, se enteró en el frente, por un programa de la radio, que había sido relevado en el mando. Consideró aquella noticia como una bravuconada de los alzados. Al día siguiente la noticia le fue confirmada por un decreto del ministerio de la Guerra. Así que la decisión había sido conocida por los insurgentes antes de hacerse pública y oficial.

Todas estas actividades del enemigo en retaguardia, actividades ciertamente eficaces, exasperaron hasta el paroxismo a los ciudadanos que combatían del lado del gobierno. Los milicianos fueron los intérpretes del deseo y de la necesidad que se sentía de acabar con las redes de espías, y se pasaron de la raya...

He aquí la explicación dada por los gubernamentales del origen de las represalias ejercitadas contra la población civil. Y como si no estuvieran controladas ni limitadas por el gobierno responsable, originaron toda suerte de excesos, injusticias y errores...

CAPÍTULO XIV.

BARRO, SANGRE Y LÁGRIMAS[94]

 

La imperiosa necesidad en que se halló el gobierno que sustituyó al del Sr. Martínez Barrios de seguir entregando armas al pueblo en lugar de buscar la paz hizo de ese gobierno el rehén de las milicias armadas. El gobierno se encontró de continuo dividido entre el deseo de llevar a la razón las fuerzas por él desencadenadas y la necesidad de tratarlas con miramientos. En Barcelona, el Sr. España[95], miembro de la Generalidad, desafió el frenesí anarquista poniendo en peligro su vida, y proporcionó pasaportes colectivos a varios grupos amenazados, como los monjes de Montserrat. Pero los comités anarquistas, sedientos de sangre, se dieron cuenta de ello y exigieron visar todos los pasaportes con su propio sello. El Sr. España, amenazado, ha tenido que dejar Barcelona y refugiarse en Francia.

El gobierno de Madrid, poco dispuesto a facilitar la huida de personas amenazadas de muerte, ha hecho sin embargo algunos esfuerzos para dominar las milicias enfurecidas. Continuamente ha prohibido los registros domiciliarios y los arrestos arbitrarios. Para apaciguar la furia de los milicianos, ha nombrado tribunales populares intentando dar a sus excesos una apariencia de justicia regular, con la esperanza de limitarlos. Además, el 7 de octubre el ministro del Interior dictó un decreto «contra los arrestos y visitas a domicilio de los que los milicianos toman con frecuencia la iniciativa», ordenando llevar ante la Justicia a aquellos que los llevaran a cabo sin una orden de la Dirección de Seguridad, prohibiendo la requisa de muebles y de efectos en el curso de los registros y ordenando que éstos tuviesen como testigos el portero y los vecinos de la casa donde tuvieran lugar... Las milicias, por otra parte, no acataron esta orden que había nacido del escándalo que en todo Madrid levantó el espectáculo de las casas registradas y de los camiones llevando su mobiliario hacia destinos desconocidos.

Cierto es que el gobierno no dejará de negarse a asumir su penosa responsabilidad en estos hechos. Pero además de que no se pueden endosar las matanzas a la fatalidad, a una catástrofe sísmica o a los misteriosos designios de la Providencia, no es menos cierto que el gobierno no ha podido evitarlas, ni reducirlas, ni atenuarlas y no ha querido o no ha sabido castigar a sus autores.

Actuaba a escondidas del gobierno una «justicia popular» ciega y cargada de odio, obedeciendo a resentimientos de clase o a los partidos en lugar de defender la República.

He aquí la situación creada por el hecho de armar al pueblo. El gobierno debía habérselo imaginado y, en la mañana del 20 de julio, el presidente de la República, sin duda aterrado por el negro panorama que le debió pintar el Sr. Martínez Barrio, tuvo un momento de duda al nombrar un gobierno moderado, pero ese buen gesto se evaporó ante la presión socialista.

¿Alguna vez lo lamentó? A partir de entonces se le ha visto por lo menos en apariencia siempre de acuerdo con el gobierno, decidido a todo, dispuesto a una resistencia numantina. También hemos visto, con mayor sorpresa si cabe, al Sr. Martínez Barrio convertido en adicto de esa política, él que tan angustiado se mostró un día ante la idea de los horrores que vislumbraba. ¿Será cierto que está escrito que todos los hombres que participaron en el nacimiento de la República, hermoso movimiento pacifista y plebiscitario de 1931, habrán de terminar su vida política de una forma tan triste y con ríos de sangre, incluso los más moderados y lúcidos?

Por desgracia, se encuentran todos en el mismo callejón sin salida. Un día, en 1932, con ocasión de la represión contra los anarco-sindicalistas, el Sr. Martínez Barrio , entonces vicepresidente del partido radical y situado en la oposición, acusó al Sr. Azaña de las ejecuciones sin formación de causa cometidas por sus tropas sobre humildes obreros: era el asunto tan tristemente famoso de «Casas Viejas»[96]. El Sr. Martínez Barrio tuvo esta amarga frase: «Su política no es más que barro, sangre y lágrimas». Habrá sin duda lamentado estas palabras en el momento de entrar en el Frente Popular cuando todos los partidos se las recordaban, queriendo negar su admisión... Pero ¿cuántas veces el destino cruel no va a repetírselas al oído como un grito de acusación?

Sangre, barro y lágrimas... ¡Y todo eso por una docena de hombres culpables de rebelión y asesinados sin juicio! ¡Cuánta sangre, cuánto barro, cuántas lagrimas no habrán hecho correr las milicias al servicio del gobierno al cual los ministros miembros del partido presidido por el Sr. Martínez Barrio siguen perteneciendo[97].

CAPÍTULO XV.

LA CRUELDAD DE LA LUCHA

 

Ninguna guerra se condujo con tanta crueldad. Por la intensidad y la extensión de la represión, sobrepasa todo aquello que sabemos de las dos guerras civiles que anteriormente se han sostenido en España[98].

Hemos conservado en nuestra historia como ejemplo legendario de fría crueldad el recuerdo de aquel general de los ejércitos carlistas, Cabrera, quien como represalia del asesinato de su madre fusilada por sus enemigos hizo fusilar en el acto a las mujeres de cuatro jefes liberales que eran sus rehenes.

Las represalias cometidas en la lucha actual sobrepasan con mucho esos asesinatos históricos. Cientos y cientos de rehenes han sido asesinados por la izquierda. Es una lucha en la que, por cierto, no se hacen prisioneros. Las fotografías de los periódicos extranjeros nos muestran montones de combatientes fusilados por los alzados al entrar sus ejércitos en las ciudades. Se pisotean todas las leyes de la guerra.

Para encontrar en nuestra Historia hechos semejantes hay que remontarse a la época de la guerra de Independencia. Pero la crueldad de aquella guerra se explica porque España, entonces, era un país herido, desgarrado por una guerra de invasión, mientras que en la guerra actual los españoles se despedazan unos a otros y todas las consideraciones de sangre, de fraternidad o de raza no hacen más que 124 añadirse a la rabia, al furor del toque a degüello. Es una guerra de odio y de extermino.

No puede uno dejar de preguntarse en presencia de tantos horrores tan contrarios a la imagen que uno se hace del pueblo español, siempre cortés, alegre y benévolo, si no hay en esto la influencia de algunos consejos o de algunas tácticas tomadas de otras luchas y de otras razas[99].

Las acusaciones de crueldad parten de los dos bandos. Desde el ángulo en que examinamos la sublevación no tenemos para acusar a los alzados más que las afirmaciones de los gubernamentales. Se trata de documentos de los que la historia habrá de juzgar la verdad o la falsedad.

Pero del lado gubernamental quiso la suerte que fuese testigo más o menos directa de los excesos cometidos.

El examen de los hechos acaecidos día tras día en Madrid y Barcelona especialmente, el número de cadáveres hallados todos los días en la Casa de Campo, la pradera de San Isidro, la Ciudad Universitaria y hasta las calles de la ciudad, permite evaluar los asesinatos en un mínimo de cien diarios, es decir en un número superior a 10.000 el total de ciudadanos asesinados durante tres meses, y sólo en la capital de la República[100].

En Barcelona donde las organizaciones de la F.A.I. y la C.N.T. eran las verdaderas dueñas de la ciudad y al carecer de poder el gobierno de la Generalidad, las ejecuciones se han llevado a cabo siguiendo una suerte de siniestro control que permite comprobar la extensión de la carnicería de una forma casi oficial. Al no tener que luchar los grupos obreros, como en Madrid, con un gobierno preocupado por sus responsabilidades de cara al exterior, ni tampoco con milicias socialistas, los cuerpos de los fusilados eran todos centralizados por los verdugos en el Hospital Clínico, una suerte de depósito de cadáveres de la ciudad. Este hecho ha permitido elaborar una estadística de los asesinatos y ésta, el 9 de septiembre, sobrepasaba el número de 6.000 de los cuales 511 cometidos durante los dos primeros días de lucha. Este número nos da una proporción de 100 ejecuciones diarias y se dice que ésta era la cifra prevista por el comité que se había arrogado la criminal misión de «limpieza».

Estas ejecuciones se llevaron a cabo con ayuda de unas listas preparadas de antemano donde se hallaban ya los nombres de todas las personas inscritas por los partidarios de la dictadura del proletariado con ocasión del movimiento revolucionario de 1934. Se les habían añadido los nombres de los partidarios del fascismo y los de los militantes de partidos antimarxistas cuyas listas se encontraron durante los registros de domicilios privados y oficinas de partidos políticos.

En esas listas figuraban en primer lugar los sacerdotes, frailes y religiosas, los miembros de Falange Española, los de Acción Popular, los del Partido Agrario y luego los miembros del Partido Radical. Y también los patronos contra los cuales había denuncias ante los tribunales laborales.

Se incluyó también en esas listas los nombres de personas denunciadas aunque fuese sólo por algún chiquillo o por gente deseosa de satisfacer su propio rencor. Se podría citar el caso de numerosas venganzas como el asesinato del patrono catalán Lluch, propietario de un cine de Barcelona. Su crimen consistía en haber negado su sala de espectáculo, meses antes, a un comité de la C.N.T. que quería organizar un mitin. Sin embargo había atenuado su negativa con la donación de 1.000 pesetas para la caja de la organización. Sólo se acordaron de su negativa, que pagó con la vida.

De tantos asesinatos execrables, los más odiosos fueron, como siempre, reservados a las mujeres, apaleadas y ultrajadas antes de perder la vida.

Se registraba el domicilio de las personas presentes en las listas. Si no se las hallaba, se buscaba en casa de familiares o amigos. Esos fueron los casos de don Melquiades Álvarez, detenido en casa de su hija, y de Salazar Alonso[101], al que sólo se encontró tras dos meses de intensa búsqueda.

CAPÍTULO XVI.

EL GOBIERNO LEGÍTIMO

 

Desde el principio de la lucha, los republicanos ya no contaban. Si les han conservado una mínima representación en el gobierno socialista revolucionario de Largo Caballero que ha sucedido al de Giral, no es más que para salvar las apariencias, para poder negar en el extranjero que España se encontrara bajo un gobierno rojo, como así lo hizo nuestro embajador en París en nombre del ministro de Asuntos Exteriores. Es para poder protestar contra la ayuda que Alemania e Italia aportan a los insurrectos que luchan «contra un gobierno legal salido de las elecciones de febrero de 1936». Es para poder, también, quejarse ante la asamblea de Ginebra y pedir ayuda en favor de un gobierno «legítimo». Si no fuera por esto haría ya mucho tiempo que a los republicanos les habrían despojado de la sombra de poder que conservan gracias a la coalición de la que son minoría.

El gobierno ya no es el mismo que salió de las urnas en las elecciones de febrero. El programa electoral recogía expresamente que sólo los republicanos ostentarían el poder. Sin embargo, el gobierno Largo Caballero fue nombrado —por lo menos en apariencia— por la sola voluntad del presidente de la República, poder moderador que por sí solo no es más que una de las dos «confianzas»[102] que la Constitución prevé. El ministerio Largo Caballero ha gobernado sin presentarse de inmediato ante las Cortes para obtener de ellas una segunda «confianza». Sólo al cabo de un mes, en medio de la inquietud provocada por la amenaza de ver cercado Madrid, las Cortes fueron convocadas, siempre con el objeto de ofrecer un simulacro de legalidad constitucional.

Pero esas Cortes no existían ya. De 470 diputados electos, siete meses y medio antes, sólo un centenar se presentaron a dicha convocatoria, estando los otros muertos o habiéndose unido a los alzados. Ni un solo diputado de la oposición asistió a la sesión, y es fácil entenderlo. Además, de los 260 miembros de la mayoría de izquierda, faltaron 160.

Haciendo abstracción de los diputados que los gubernamentales dicen que los insurrectos han ejecutado, no es menos cierto que el ministerio de mayoría socialista ni siquiera ha podido reunir los votos de su propio grupo y que, de los 100 diputados presentes, casi todos eran socialistas. ¡He aquí lo que se llama un gobierno legítimo nacido de la voluntad popular y que tiene por misión defender la legalidad republicana y la democracia española!

Pero el nombramiento de ese gobierno legítimo tenía un origen todavía menos puro.

No es un misterio para nadie el hecho de que los elementos proletarios que predicaban la revolución socialista, incluso antes de que se creara el Frente Popular, han considerado la sublevación militar como una magnífica ocasión para alcanzar su meta. Y esperaban aprovecharla para, una vez derrotada la sublevación con la ayuda del gobierno republicano, imponer a las fuerzas republicanas debilitadas por la lucha la dictadura del proletariado, su propia revolución.

Sin embargo, como el gobierno no tuvo ningún éxito real a partir de la segunda semana de lucha, y que al contrario sufrió notorios fracasos, los partidos obreros decidieron que ya había llegado la hora de imponerse. Su objetivo consistía tanto en hacer triunfar sus ideales como en tomar la dirección de la defensa, mal organizada, decían, por los republicanos.

El pretexto fue la caída de Badajoz, tomada por los nacionalistas. Esta plaza era a la vez una fortaleza de los socialistas, muy numerosos y combativos en la región, y una importante posición para las futuras operaciones. Permitía, en efecto, a quien fuera su dueño el impedir, o al contrario, permitir la conexión de los ejércitos insurrectos del norte y del sur[103].

En aquel momento se temió mucho «el triunfo de la democracia», prólogo del de la dictadura del proletariado.

Ese temor provocó una agitada reunión de masas obreras en la Casa del Pueblo de Madrid. El Sr. Largo Caballero expuso que sin tardar había que formar un gabinete obrero en sustitución del incapaz ministerio Giral e instituir la dictadura del proletariado.

La propuesta fue adoptada así como el programa de ese gobierno en el cual, bajo la presidencia del Sr. Largo Caballero, habrían de reunirse representantes socialistas, comunistas y sindicalistas. A los republicanos se los apartaba. Se dice que al Sr. Álvarez del Vayo cupo la ingrata tarea de notificar la decisión al presidente de la República. ¿Ceder o cesar? Así interpretó el asunto el Sr. Azaña quien anunció, en efecto, que preferiría dimitir antes que consentir en dar un barniz de legalidad a un gobierno de esa naturaleza. Esa amenaza no impresionó al comité reunido en la Casa del Pueblo, ya que estaba decidido a dar un golpe de Estado.

Pero otras voluntades, más sutiles y astutas que Largo Caballero, intervinieron. En aquella ocasión fue posible darse cuenta —si antes no se hubiera querido—, del papel que jugaba la única representación diplomática que quedaba en Madrid, la de los soviéticos, cuyo embajador, Sr. Rosenberg, acababa de llegar.

El Sr. Rosenberg era demasiado listo como para no sentirse alarmado por la simplificación que el acuerdo obrero iba a dar a la lucha. Era necesario que ésta prosiguiera bajo la bandera de la democracia republicana y no solamente al abrigo de la dictadura proletaria. Más 130 que nunca le era necesario conservar esa etiqueta que, ella sola, le permitiría reclamar ayuda para la España legal y denunciar ante la Sociedad de Naciones las violaciones de los acuerdos de no intervención, las cuales, según el gobierno, solamente habían beneficiado a los insurgentes.

Hubo idas y venidas febriles, agitadas negociaciones. Alguien notó la visita del Sr. Álvarez del Vayo al Sr. Rosenberg y, hecho todavía más asombroso, la llegada del embajador de los soviéticos a la Casa del Pueblo donde asistió a la tormentosa discusión del Comité y tomó una parte activa y convincente para apartar el peligro que supondría la instauración prematura de un gobierno obrero y de una dictadura del proletariado.

Hubo un cambio total en la actitud de los socialistas-revolucionarios que decidieron, esta vez, «proponer» al presidente de la República un nuevo gobierno, compuesto por miembros del Frente Popular, bajo la presidencia de Largo Caballero. Este gobierno, de mayoría socialista, dejaba sitio por primera vez a los comunistas (los sindicalistas se negaron a formar parte de él) y conservaba una débil representación republicana con un ministro católico representando a los nacionalistas vascos. Se venció, no sin trabajo, la resistencia opuesta por el presidente Azaña el cual tuvo que dar su aprobación a una crisis ministerial preparada y conclusa en la Casa del Pueblo y así fue como se constituyó el tercer «gobierno legítimo» libremente nombrado por el presidente de la República.

¡He aquí como la legitimidad del gobierno ha levantado suspicacias en algunos espíritus demasiado amantes de la legalidad!

Pero se vieron cosas más asombrosas cuando el Sr. Prieto propuso abandonar sin lucha la capital a los alzados. La discusión fue tórrida y difícil y al gobierno legítimo no le faltaron en ese momento los consejos clarividentes y la presencia reconfortante y no menos legítima del Sr. Rosenberg en el Consejo de Ministros.

CAPÍTULO XVII.

LA MÍSTICA DE LA LUCHA

 

Durante meses, el gobierno ha conseguido ocultar al pueblo la creciente gravedad de la situación. No sin emoción se descubre en ese pueblo una fe tan firme, una confianza tan profunda en el triunfo.

Madrid que ha visto llegar día tras días cientos de heridos y desaparecer cientos de muchachos en la lucha, que no ha encontrado nunca en los comunicados oficiales las victorias incansablemente anunciadas, a quien de un día a otro se predijo la rendición de Oviedo, de Ávila, de Córdoba, de Sevilla, de Huesca, de Badajoz, de Toledo; a quien se ha repetido siempre que esas ciudades carecían de agua, de víveres, de municiones y que sus defensores se pasaban al bando gubernamental; a quien se han contado victorias deslumbrantes seguidas de derrotas instantáneas de los «rebeldes». Madrid, así engañado, así burlado, siempre ha creído en el triunfo de los gubernamentales. Nos referimos, claro está, al Madrid que era partidario del gobierno.

Por una curiosa mística de la lucha, el pueblo de Madrid ha llegado a confundir sus deseos con sus convicciones, sordo a toda elocuencia convincente de la realidad.

Nunca un gobierno se encontró con una confianza tan ciega, tan profunda, tan inconmovible. Esa ardiente fe que existe principalmente entre los miembros de los partidos obreros es la misma que animó a los combatientes socialistas, comunistas y anarquistas cuando la revolución de Asturias.

Hoy el esfuerzo de las masas obreras cae herido por el rayo y se hace pedazos, dolorosos, al enfrentarse a lo que siempre ha despreciado: la preparación y el esfuerzo perseverante que concurren en la formación de las élites dirigentes de la clase media.

Cuántos espíritus ingenuos y generosos, se han dicho a sí mismos, al contemplar las masas desfilar el 1º de mayo: el día en que todo esto se levante...

Pues bien, ese día llegó. Las masas se han levantado contra la técnica, contra la disciplina, contra todo lo que en España se ha llamado frecuentemente, con un gesto rencoroso y burlón, la juricidad (el exceso de sometimiento al derecho establecido). Y esas masas se han desmoronado. Echaron en falta para vencer las mismas condiciones que despreciaron.

Ese fracaso da pena, porque uno piensa con amargura en el ímpetu y el arrojo con los que las masas han luchado.

Esa mística de la lucha merece ser examinada a la luz de todo el pasado del país. En efecto, con ese entusiasmo lucharon en otros tiempos los ejércitos españoles por el ideal nacional o el ideal católico, extendiendo las fronteras hasta el punto de que «el sol ya no se acostaba en su territorio». A esos dos ideales, el ideal nacionalista y el ideal católico, el tiempo los ha ido desgastando poco a poco. La formación de las Repúblicas americanas no hizo sino empezar a enfriar el entusiasmo nacional que se ahogó definitivamente con la última catástrofe nacional, la perdida de los restos de nuestro imperio colonial durante la guerra de 1898 y nuestra derrota naval. Los gobiernos, más atentos en sostener en el interior sus ambiciones políticas y una dinastía más preocupada por mantenerse que por mejorar habían dejado hundirse con la más vana inutilidad los restos de la potencia militar y sobre todo naval de España. El pueblo, no sabiendo medir sus inmensas carencias desde el punto de vista militar, creía todavía en los días cargados de gloria de los ejércitos españoles; no le preocupaba —como tampoco le preocupaba a los dirigentes— la inferioridad de nuestro armamento ni la superioridad del de los enemigos, los norteamericanos acudidos en el último minuto en ayuda de los insurrectos de las Antillas.

Se puede hallar un paralelismo tan notable como doloroso entre la mentalidad de las masas españolas agrupadas con entusiasmo alrededor de su gobierno en 1898 y en 1936. Las ventajas de la técnica y de la preparación fueron con frecuencia subestimadas, olvidadas. Sólo se contaba con el ímpetu, el valor de los ejércitos, para aplastar para siempre el orgullo de los «Yankees».

El público se abalanzaba en Madrid y en todas las ciudades alrededor de la embajada, los consulados o las casas industriales americanas, y los gritos de desafío y la confianza en la victoria estallaban por doquier.

La fácil y aplastante victoria de la armada americana sobre nuestros modestos buques reveló amargamente nuestra impotencia técnica y llenó de estupor el espíritu nacional. El desastre que amén de las Antillas nos costó las islas Filipinas ha dejado ante el mundo intacto el ejemplo del valor y del arrojo que la raza está dispuesta a entregar generosamente, sin ninguna utilidad.

Pero esa lección no le aprovechó al espíritu nacional. No se extrajeron las lógicas consecuencias. España sigue siendo rica en valor, elemento importante, pero insuficiente ante la técnica y la potencia de los armamentos. Cuenta sólo con ese único tesoro.

Herida en lo más hondo, en lugar de juzgar sanamente las únicas y verdaderas causas de su derrota, echó toda la responsabilidad sobre el ejército vencido. Se habló de «poner un cerrojo al sepulcro del Cid»[104], renunciando en el futuro a las empresas militares y todo el país, en la pluma de escritores de la generación de 1900, se empeñó en cavar un profundo foso de desprecio y de resentimiento entre el ejército y el pueblo, matando en éste el ideal de patria.

El orgullo herido del español, herido erróneamente en lo que más estimaba, su legendario valor, no supo jamás separarse de éste, que quedaba intacto incluso a los ojos de los vencedores y pese a la carencia de técnica y de preparación. Y echó al ejército la culpa de sus desgracias.

Gracias a ese chivo expiatorio, se alivió el alma del pueblo del recuerdo de la derrota, que tanto escocía, pero se hizo patente desde entonces un divorcio entre el pueblo y el ejército. El primero conservó intacta su fe en el ímpetu de las multitudes, es decir en el valor sin dirección ni mando.

Se produjeron numerosos incidentes desagradables contra oficiales, notablemente en Barcelona. Para detenerlos el gobierno —un gobierno liberal presidido por el conde de Romanones— aprobó la famosa ley llamada de las jurisdicciones, en virtud de la cual se concedían al ejército prerrogativas del procedimiento jurídico. Numerosos delitos pasaron a depender de la jurisdicción militar y se impusieron severas penas a sus autores. Naturalmente este «privilegio» concedido a los «únicos responsables» de la derrota nacional no consiguió sino reforzar el doloroso malentendido que existía ya.

También el ideal religioso de los viejos tiempos aparecía caduco. Por mucho que se hable de la España ultra católica, ya no lo es en la misma medida que antaño. Su fe no tiene ya la fuerza ni la pasión que tenía en los siglos quince y dieciséis, cuando el país hacía de su creencia un ideal nacional, una bandera bajo la cual la nación emprendía sus mas duros combates.

Si la fe religiosa ha subsistido en apariencia en una parte considerable del pueblo, es al modo de esos magníficos castillos de antaño, macizos e imponentes, hermosos y cuidados por fuera pero fríos, vacíos y siempre deshabitados por dentro.

La energía montaraz con la que el ideal religioso se opuso a la introducción de la reforma bajo Felipe II, poniendo la Iglesia al abrigo de toda controversia y de toda comparación, le hizo un flaco servicio a ese mismo ideal.

Allí donde la reforma y la libre discusión han forzado la Iglesia católica a vigilar su propia conducta, a elevarse espiritualmente, también le han obligado a modificar sus métodos y a democratizarse, cumpliendo con mayor perfección las doctrinas de Cristo.

Además, el estado de lucha creado por la Reforma habría servido de entretenimiento a la Iglesia católica. Le habría impedido dedicarse con pasión a la conquista del poder político, como hizo, a falta de enemigos; le habría ahorrado todos los enemigos que ese poder, y no sus ideales, le han creado entre nosotros.

Una vez que los dos ideales del alma popular, religión y espíritu nacional, han acabado marchitándose, el pueblo, que conservaba la fe en sí mismo, en su valor, en su ímpetu, se ha volcado fácilmente —digamos, incluso, que fatalmente— sobre la única doctrina de pasión y de lucha que se ofrecía a su alma entusiástica y decepcionada, nunca cansada y nunca aniquilada: la organización de las masas hacia la conquista del poder para sí mismas.

Esa fe exclusiva en uno mismo, ciega y tan engañosa, le ha dado al movimiento obrero, que es universal, una forma particularmente apasionada en España.

La organización socialista española empieza en 1898. No se origina en las clases intelectuales sino en el mismo pueblo que sólo en sí confiaba. La introdujo un obrero organizador convertido en héroe de masas, un tipógrafo educado por el Hospicio[105] —¡espléndido símbolo!— Pablo Iglesias, quien fue el pastor del rebaño de los trabajadores.

Él organizó ese ejército del trabajo aplicando tímidamente las doctrinas del marxismo, y en el momento en que todo ideal parecía haber desaparecido del alma del pueblo, consiguió convertirse en el apóstol indiscutible de una fuerza siempre creciente y siempre fiel. ¡Y con qué fe!

En 1909, el gobierno presidido por don Antonio Maura, quien agrupaba en torno suyo los restos todavía espléndidos del ideal católico y de las fuerzas militares, pretendió hacer adoptar por las Cortes una ley reprimiendo los atentados terroristas, ley que apuntaba a las organizaciones obreras. Pablo Iglesias, que era uno de los escasos representantes del partido socialista en el Congreso, se levantó durante una histórica sesión y lanzó al presidente del Gobierno estas palabras amenazadoras y poco parlamentarias: «Dirijo 1.000 hombres que siguen ciegamente mis órdenes y que esta noche pegarán fuego a Madrid, si yo se lo ordeno...».

El Sr. Maura acusó recibo y la ley no fue votada por el Congreso.

Hay que remontarse a esa fuente de energía manada del nuevo ideal dado al pueblo, ideal que casaba tan bien con la fe que éste tenía en sí mismo, para comprender el ímpetu con el que las masas españolas pelean, combatiendo contra el ejército que representa el antiguo ideal nacional y contra la Iglesia, que representa el antiguo poder político.

Entre esas dos fuerzas que quieren imponerse, de un lado la Iglesia y el Ejército —todo el pasado de España, la primera temida no sin razón, el segundo injustamente humillado—, y del otro lado las masas populares tan orgullosas como inocentemente confiadas en su valor, ¿qué había? Nada, o casi nada. Republicanos que pudieran haber sido fuertes si hubiesen estado unidos, pero que se han dividido a resultas de facciones y riñas.

El teatro de la guerra en el que estas dos fuerzas extremas se enfrentaron con mayor violencia era la región de Asturias.

Continuando la tradición de valor y de resistencia que la historia ha venido atribuyendo a los montañeses desde la Reconquista iniciada por Pelayo, Asturias siempre ha sido para la organización socialista el más fuerte baluarte de las masas[106].

En todas las revueltas obreras los trabajadores de esa región minera han sido motivo de gran inquietud para los gobiernos españoles.

Durante la huelga general de 1917 esos ejércitos de mineros hicieron frente a las fuerzas del Estado que tuvieron que luchar durante largos meses[107].

El mismo hecho se produjo en 1934 pero con mucha mayor violencia. La sublevación, detenida en Madrid y Barcelona, prosiguió en esa región donde triunfaba la dinamita.

Rodeados, derrotados, vencidos, los mineros asturianos creían todavía en una posible victoria y, cuando sus columnas de combatientes habían sido ya aplastadas, sus dirigentes seguían dedicándose a reformar comités sustituyendo a la directiva socialista por una comunista y luego ésta por una directiva anarquista, creyendo siempre en el milagro del triunfo de la iniciativa personal y del genio improvisador sobre la organización.

Fue aquella la primera ocasión en que el gobierno español empleó contra esos asturianos montaraces unas tropas tan violentas como ellos, los marroquíes, sus antiguos antagonistas.

Con ellas, la reconquista de las montañas prosiguió durante largos meses. Pero el gobierno que consiguió dominar la sublevación no pudo reducir el espíritu revolucionario que, lejos de marchitarse, pudo vencer fácilmente en el marco de la lucha legal, es decir, en las elecciones parlamentarias de febrero de 1936, cuando en Asturias la alianza social-comunista triunfó de modo rotundo con el Frente Popular.

Sí, los obreros creían tener siempre un inconmovible baluarte en las defensas naturales y en los exaltados pechos de los mineros asturianos. Con la toma de Oviedo por parte de los militares no solo caería una región, sino también una leyenda y una esperanza.

Es curioso examinar el talante cimarrón, la resistencia en la lucha siempre puesta de manifiesto por los mineros asturianos. No sólo les mueven a ello la raza o la naturaleza del terreno. Existe con seguridad un factor psicológico. Para esos mineros, siempre encerrados bajo tierra de padres a hijos, para esas familias cuyos brazos sólo pueden emplearse en la extracción de carbón en las minas, debe existir una suerte de ebriedad, de exultante alegría en el hecho de pelear al aire libre. Acostumbrado a bajar al fondo de sus galerías subterráneas, el minero al que se entrega un fusil para defender sus ideas irá muy feliz al aire libre, corriendo por encima de esas montañas que normalmente excava por el interior, a veces penosamente tumbado bajo los bloques de carbón en los que, por encima de la cabeza, hinca el pico una y otra vez.

Si a esa predisposición para la pelea y a esa pasión por el aire libre añadimos de una parte la leyenda que los ha convertido en héroes de la liberación obrera y, de otra parte, el deseo menos noble de vengarse de las miserias que atribuyen a la burguesía, se llegará a comprender el resorte que les anima en su lucha contra los alzados.

Esto da una importancia mucho mayor al triunfo de los militares y a la derrota de las masas obreras.

Nos lleva una vez más a considerar la ceguera inconcebible en que los dirigentes socialistas del grupo revolucionario, unidos a comunistas y anarquistas, han mantenido a toda esa gente con ocasión de la revuelta de 1934 y durante la lucha actual. Han conseguido infundirles una fe mística en el valor invencible de su arrojo, una ilusión desmedida en el poder de la dinamita. Fe e ilusión que no consiguen borrar los más duros fracasos. El 16 de octubre, en vísperas de la toma de la ciudad por el coronel Aranda[108], los mineros ya duramente fogueados todavía gritaban victoria por su pequeña emisora de la Felguera y con una angustia que desvelaba las duras privaciones sufridas durante la lucha, pedían a la población civil de aquellos paupérrimos pueblos mineros que racionara el consumo de víveres y que llevara ropa de abrigo y sobre todo botas a los mineros que combatían en el barro, en las montañas inundadas por la lluvia.

Sí, se desprende algo conmovedor y doloroso del inútil sacrificio de toda esa masa obrera mística y atormentada cuya fe y arrojo hubieran podido ser mejor empleados.

CAPÍTULO XVIII.

EL FINAL DE LA LUCHA

 

El sitio de Madrid marca la fase decisiva de la guerra civil pero todavía no su final.

Las capitales más importantes de los sublevados, sitiadas por el gobierno de Madrid, han sido liberadas por ellos. Sin embargo las fuerzas gubernamentales daban a esas plazas no sólo una gran importancia estratégica sino una todavía mayor importancia política que sobrepasaba en mucho a la estratégica.

Desde del punto de vista estratégico, Toledo impedía el avance de las columnas del sur y del sudoeste. Oviedo abrigaba numerosos efectivos de mineros. En ellos había puesto el gobierno todas sus esperanzas ya que contaba con su ayuda para el momento en que liberadas por fin del sitio, esas tropas bajasen a la llanura castellana.

La ofensiva sobre Madrid es una seria amenaza para los gubernamentales, dada la desorganización del ejército que defiende la capital.

Pero queda por dirimirse cuál será la suerte de la ciudad, y si la resistencia del gobierno, que nunca ha conseguido imponer su autoridad sobre la anarquía, no convertirá Madrid en un montón de ruinas y escombros.

¿Seguirá el gobierno de Madrid el ejemplo del País Vasco que hizo evacuar la capital de Guipúzcoa para ahorrarle la lamentable destrucción iniciada en Irún? ¿Decidirá, al contrario, resistir a toda costa aunque la ciudad tenga que desaparecer con él, perpetuando a través de la historia el ejemplo de Numancia y de Sagunto, inmolándose ante el invasor en brava y trágica gesta?

He aquí la pregunta angustiada que se hacen muchos españoles. Porque podemos temer ese gesto de desesperación que es muy del gusto de los combatientes gubernamentales y, sobre todo, de su aliado, el anarquismo destructor. Añadiría una horrible página a la lucha.

La resistencia contumaz de Madrid es previsible porque la anuncian tres factores. Dos de orden político, como son el deseo del gobierno de prolongar la resistencia y el de los anarco-sindicalistas de hacerse los amos de la capital. Otro factor, de orden psicológico, es la leyenda que siempre ha hecho de Madrid el «pueblo del Dos de Mayo», el pueblo heroico, la ciudad valiente e invencible que siempre ha mantenido el tipo y la única ciudad, aparte de Barcelona, en la que el gobierno registrase algún éxito en julio.

Madrid es por tanto capaz de una larga resistencia, gracias, en primer lugar, al entusiasmo de su excitada población obrera y luego a la ayuda que recibe del Levante y de Cataluña.

* * *

 

En lo que se refiere al problema interior, tanto la política como el poder gubernamental se van yendo enteramente de las manos de los socialistas y comunistas —que se lo arrancaron hace ya tiempo a los republicanos—, a las de los anarco-sindicalistas.

En efecto, mientras que la prolongación de la lucha amenaza con ir aumentando la inclinación de los alzados por el fascismo, para el gobierno el eje de la resistencia se desliza también hacia su extremo, que no es el comunismo sino el anarquismo.

Es esa fuerza obrera la que dominando ya por su número y su importancia a los demás elementos obreros en Cataluña y Valencia, empieza ahora a gobernar en Madrid. El gobierno, llamándola en su ayuda, le ha entregado la capital. Porque los refuerzos milicianos que Madrid recibe son todos anarco-sindicalistas y tienen una doble misión: de una parte ayudar en la defensa, pero de la otra ganar por la mano a comunistas y socialistas e imponer su sistema de «comunismo libertario», ese régimen tan incomprensible como indica su nombre, formado por dos antítesis.

La guerra civil ha proporcionado al anarco-sindicalismo la posibilidad inesperada de hacerse con el poder efectivo, primero en Cataluña y luego en Aragón. Al marcharse el gobierno de Madrid ha quedado en sus manos la resistencia de la capital, lo que provocando luchas internas quizás marque el final de la lucha, ¡pero a qué precio![109]

La puesta en marcha de las fuerzas anarquistas supone una amenaza todavía mayor que la ofensiva militar en el sentido de aniquilar el gobierno del Frente Popular.

Ya hemos observado que ese partido siempre ha conseguido dominar las demás organizaciones de trabajadores e imponerles sus métodos y sus reivindicaciones. Día tras día, reservando sus efectivos para la retaguardia, apoderándose de los depósitos de armas y extendiendo su propaganda, los anarco-sindicalistas se han hecho más fuertes a costa de los otros partidos obreros. Eso les ha resultado fácil ya que la doctrina sindicalista explota un rasgo del carácter español, el espíritu individualista, que bajo su influencia desemboca en una deformación de la libertad.

Ese rasgo de nuestro carácter explica el hecho de que España sea el único país en el que ha podido enraizarse un anarquismo «organizado». Esto se debe a que esa teoría, falsificada por el sindicalismo, habla al pueblo de la inutilidad de toda autoridad, de toda medida policial así como de toda la organización del Estado. Se hace reposar el orden social en los sindicatos y en la bondad natural del individuo y se predica la transformación de la sociedad en virtud de la aniquilación del Estado actual, del cual se subrayan las imperfecciones y las injusticias.

Esa doctrina ingenua —aunque enemiga de toda dictadura— ha hallado amplio eco entre las masas. Ha apiñado a su alrededor a todos los iluminados que la propagan, a todos los ignorantes y los simplones que la aceptan, a todos los malhechores y delincuentes que se aprovechan de ella. Para comprender el hecho de que llegue a convertirse en una seria amenaza hay que considerarla a través de tres elementos: misticismo nihilista, individualismo exaltado y bandolerismo.

Con todo, notemos que tratándose de un enemigo visceral y resuelto de los programas socialista y comunista, el anarquismo, durante esta lucha, ha opuesto una infranqueable barrera al desarrollo y a la realización del comunismo en la España gubernamental.

CAPÍTULO XIX.

LA LUCHA NO ES UN «ASUNTO PRIVADO» DE ESPAÑA

 

La lucha nacional de España es, empero, uno de los dramas menos nacionales de los últimos tiempos.

Como un recuerdo de los caducos tiempos gloriosos en que España resolvía las luchas internacionales, a este desgraciado país le ha sido reservado en ocasiones el jugar una carta decisiva en el destino de los pueblos. Fue en España donde la brillante estrella de Napoleón, soñando con el imperio del mundo, empezó a palidecer.

Hoy España es el tablero donde las dos fuerzas internacionales en lucha, fascismo y comunismo, se juegan la hegemonía mundial. Las dos han acudido a ese campo de pruebas que la ligereza y la indolencia de los republicanos les había preparado desde 1931.

Con cándida ingenuidad los gubernamentales han llevado al extranjero, y notoriamente a Ginebra[110], sus acusaciones y sus quejas poco sinceras contra la ayuda que habrían aportado a los alzados aquellos países con regímenes fascistas. No podían desconocer la importancia que el triunfo de uno u otro de los combatientes presentaría para el equilibrio mundial.

Lo ignoraban tanto menos cuanto que se habían apresurado, desde el principio y con cierta ligereza —recordemos la marcha atrás que suponía el discurso de Prieto, que ya mencionamos— en llamar fascista al movimiento militar y en solicitar el apoyo de varios países, como Francia y Rusia, para abastecerse en armas.

Sin que sea necesario citar las acusaciones ahora públicas dirigidas al Comité de no intervención por las notas rusas, de un lado, e italianas, alemanas y portuguesas del otro, la ayuda aportada a los dos bandos por el extranjero, y notoriamente a los gubernamentales, fue en seguida conocida y ensalzada en Madrid.

La esperanza de una victoria rápida del gobierno que habían fomentado los éxitos del principio, empezó a debilitarse a partir del 22 de julio cuando se vio que los alzados rechazaban ceder y se hizo patente la falta de armas y de municiones para sostener una lucha prolongada.

El 25 de julio una noticia oficiosa reanimó el valor de los círculos políticos: 22 aviones Douglas acababan de llegar a la frontera de Barcelona. Se precisaba que se habían pagado por ellos 25 millones de pesetas-oro. Trenes cargados de municiones llegaban de continuo por las estaciones de Hendaya y de Cervera.

«Estamos seguros de la victoria», se oía en todas partes. «El triunfo será del que tenga el dinero», gritaba también por radio, con su habitual imprudencia, el Sr. Prieto. Y añadía: «Nuestra moneda no tiene curso en el extranjero por culpa de la guerra. Por tanto hay que pagar las municiones en oro y ese oro sólo se encuentra en manos del gobierno».

Pagadas en oro o en esperanzas, las municiones y las armas seguían llegando. En el mes de agosto se anunció que una gran cantidad de aviones rusos habían llegado a Madrid. En el hotel Gran Vía se albergaba todo un enjambre de aviadores extranjeros que se divertían mostrando sus pasaportes falsos a los huéspedes rogándoles que les enseñaran la pronunciación de sus nombres supuestos.

Era evidente que los dos sistemas políticos en lucha en el mundo buscaban, como mínimo, impedir un éxito de sus enemigos en España, cuando no hacer de ella un aliado. El gobierno español siempre ha proclamado su derecho de preferencia o su derecho a secas a abastecerse en el extranjero en calidad de gobierno legítimo. Sin embargo las modificaciones luego realizadas así como la ayuda abiertamente obtenida de los soviéticos, muestran con claridad que el gobierno nacido de la alianza electoral del Frente Popular había sido transformado puesto que el programa electoral no preveía la formación de un Estado o de un gobierno proletarios.

La lucha empeñada en España presentó desde los primeros instantes un grave peligro para la paz mundial y si el acuerdo de no intervención tuvo por consecuencia el que se contuviera el primer golpe, se podía temer que la tormenta, que sólo se alejaba, amenazaría de nuevo y con mayor intensidad en el momento en que se pudiese prever el éxito de alguno de los bandos beligerantes.

En este momento Europa se encuentra en ese duro trance y el peligro es mucho mayor que al principio. Los gubernamentales, amenazados por la derrota, lo intentan todo para continuar a defenderse y Rusia, que como otros países interesados se apresuró en firmar el acuerdo de no intervención con la idea de imponerlo a los demás en lugar de respetarlo ella misma, se muestra igual de diligente en denunciarlo y recuperar su libertad.

En el interés del país, amenazado por una espantosa carnicería, hemos vituperado el error del presidente Azaña quien se opuso a que el conciliador Martínez Barrio tomara las riendas del poder. Y con una no menos profunda amargura seguimos reprobando aquel error cuando consideramos el alcance que ha tenido desde el punto de vista internacional. El poder político supremo de España no ha querido medir la responsabilidad en que nuestro país incurría respecto del porvenir del mundo, responsabilidad claramente asumida en ese gesto.

Una vez más, pero en mucha mayor medida, los responsables republicanos han puesto todos sus triunfos al servicio de los intereses específicos del partido socialista, un partido socialista que, además, ha abandonado su clásico carácter evolucionista para volverse revolucionario.

El gobierno del Frente Popular se ha apartado de sus deberes nacionales que consistían en no dejar caer el país en un estado de desorden revolucionario y ha faltado igualmente a sus deberes internacionales que consistían en no encarar Europa con una posible guerra internacional.

No ha iniciado el alzamiento, cierto que esto no es dudoso, pero, aparte de haberlo provocado, podía haberlo detenido cuando se le presentó la ocasión.

Las terribles consecuencias nacionales de una lucha que cavará abismos de odio y de rencor entre dos partes del país, habrían debido aconsejar el adoptar con urgencia una fórmula de statu quo que, dejando intactos los ideales y los intereses antagonistas, hubiese forzado a dirimir éstos en el terreno político.

Si se dejó de lado de esta forma el interés nacional, con qué dolor no debemos lamentar la falta de visión, el olvido del papel de árbitro de la paz europea que el azar ponía en manos de España. Y sin embargo, ¿qué mejor razón para justificar ese esfuerzo de conciliación, por duro que pudiera parecerle al orgullo partidista de los dirigentes de ese pueblo en armas?

El Sr. Azaña, que un día se levantó como una estrella de esperanza en el firmamento político de la República española, ha echado a perder deliberadamente todas las posibilidades de salvación que la joven república ponía en sus manos.

Primero levantó contra ella, durante el periodo que va de 1931 a 1933, todos los resentimientos de la derecha, a la que se mostró incapaz de someter. Su papel en la revuelta obrera de 1934 ¿acaso ha sido debidamente esclarecido? Otra vez dueño de los destinos del régimen, en 1936, por uno de esos caprichos de la fortuna que ésta no suele repetir con el mismo hombre, y cuando había conseguido despertar las ilusiones de los republicanos, se dejó desbordar por sus aliados políticos que con sus actos violentos, desde la mañana siguiente al triunfo electoral, azuzaron el alzamiento de la derecha. Árbitro del porvenir en una lucha que se anunciaba mortífera para España y amenazante para el mundo, ha desperdiciado esa última posibilidad de salvación que su paciente estrella le ofrecía y se ha decidido por la tormenta.

De todas esas faltas, de progresiva gravedad, la última es la más seria, la más cargada de responsabilidades.

España, por su debilidad militar y por su posición mediterránea no tenía nada que ganar y sí mucho que perder en el hecho de convertirse en la causa y la justificación de una guerra mundial. Y sin embargo esa guerra amenazaba con estallar en el momento en que se rompiera el equilibrio, más o menos inestable, de las dos fuerzas mundiales enemigas. Sólo una solución que impidiera el triunfo total de una u otra política podía frenar el choque de los sistemas políticos en liza. Incluso después de la lucha, cualquiera que sea el ganador, la única forma de evitar una guerra mundial consistirá en volver de alguna u otra forma a una especie de equilibrio.

La difícil situación de los gubernamentales ha desenmascarado el interés que los soviéticos ponen en el triunfo de los comunistas en España. No solamente el envío de armas y de municiones se ha hecho a la luz del día sino que los rusos toman una parte activa, incluso dirigente, en la ofensiva del ejército gubernamental. Los representantes de los soviéticos se encuentran actualmente mezclados en todas las actividades de los partidos obreros en Madrid, y, con su presencia, tratan de comunicar a las milicias gubernamentales entusiasmo y valor.

Pero su presencia ha llevado a todos los republicanos a dejar el país cuando les ha sido posible, aún a costa de jugarse la vida. Todos aquellos que no quieren ver España convertida en sucursal de los soviéticos se separan del gobierno.

Una palabra decisiva ha sido pronunciada por el ministro de Asuntos exteriores, Sr. Álvarez del Vayo, durante un discurso pronunciado con ocasión de las fiestas hispano-rusas organizadas por la U.G.T. en Madrid, a finales de octubre. En esa ocasión el Sr. del Vayo leyó un telegrama enviado al gobierno de Madrid por Stalin, en el cual éste afirmaba: «Es nuestro deber ayudar al pueblo español. Esta lucha no es un asunto privado de España». Declaración a la que siguieron los aplausos del público y el discurso habitual en ruso de un «tovarich» de los soviéticos.

Fue también en ese momento, tan difícil desde el punto de vista internacional, cuando nos sorprendió en el mes de noviembre, en Valencia, ver publicar sin reservas el acuerdo hispano-ruso con ocasión de la llegada de un barco ruso trayendo al pueblo español mercancías llamadas «pacíficas». Incluso se ha podido oír el discurso del agregado comercial de la embajada rusa y el mensaje escrito por el embajador mismo que proclamaban su simpatía por la causa gubernamental.

Solo a una chusma que parece haber perdido todo sentido crítico y todo juicio independiente se le pueden predicar alabanzas, como hizo el agregado ruso, de «la única prensa libre del único pueblo libre, el de los soviéticos!».

Estos hechos ayudarán de aquí en adelante a los nacionalistas a explicar su alzamiento.

Ese alzamiento, a su vez, sólo se ha mostrado republicano y antimarxista durante unos días. Más tarde, forzado quizás por la dificultad que suponía revelar durante la lucha sus intenciones ocultas o para apoyarse en fuerzas anti-bolcheviques, ha mostrado sus simpatías hacia el fascismo y parece hoy inclinarse por una política tan amenazadora para las libertades anteriores como para el equilibrio mundial.

Se puede por tanto afirmar que desde el punto de vista internacional, el final de la guerra civil española pondrá la diplomacia universal ante una situación que deberá esforzarse en atenuar para regresar al statu quo. Si no, significaría el principio de una nueva política mundial en la que la acción de los demócratas y de los liberales se vería poco a poco reducida, la acción de los extremos haciendo inclinarse la balanza y conduciendo al mundo a una guerra sin cuartel y sin tregua hasta la absorción total de un régimen totalitario por el otro.

CAPÍTULO XX.

¿ADÓNDE VA ESPAÑA?

 

El examen de los hechos nos lleva a hacer esta consideración: que el bando gubernamental no solamente ha carecido de técnica y la disciplina, de las que ya hemos tratado profusamente, sino también de las previsiones y de los cálculos, en definitiva, de todo aquello que interviene en el proceso de la inteligencia.

Los gubernamentales se arriesgan a ver el final de su vida política, víctimas de la ligereza y de la indolencia que han caracterizado su actividad desde 1931.

Los nombres de algunos de los hombres políticos puestos a la cabeza del gobierno de Burgos por los insurrectos nos recuerdan algunas observaciones hechas durante el agitado periodo de agotadoras luchas republicanas. Hay entre todos ellos hombres con una profunda formación técnica. Y no siempre aquellos atrasados en sus opiniones políticas sino aquellos que, en una época tranquila y normal, hubiesen desarrollado en España una actividad liberal en el sentido que tiene ese término cuando las élites intelectuales dirigen un país.

Muchos de ellos apartados por la República, en lugar de tomar parte en las disputas o de encerrarse en sus casas confesándose vencidos, han seguido estudiando los problemas nacionales con devoción y paciencia en el seno de asociaciones técnicas e intelectuales, y han seguido proporcionando a los diferentes gobiernos que se han sucedido opiniones e informes incluso cuando, en alguna ocasión, eran rechazados con sorna y desprecio.

Hemos llamado la atención a distintos hombres políticos, demasiado apáticos a este respecto, sobre el hecho siguiente: que esos hombres seguían estudiando los problemas políticos de una forma científica y técnica cuando numerosos militantes republicanos dejaban las academias, las asociaciones científicas y las bibliotecas o nunca las habían frecuentado. Y sin embargo la técnica y la ciencia le son necesarias a una política inteligente que aspira a ser algo más que una demagogia abocada al suicidio, amén de grotesca.

Ese eterno desprecio por la preparación y el conocimiento ha conducido la izquierda desde el atolladero político al atolladero militar en el que ahora se encuentra.

Ya hemos observado, desde el punto de vista de la política futura de España, que la división tan sencilla como falaz hecha por el gobierno entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con la verdad.

La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los bandos, tal y como expusimos en las primeras páginas de este libro, demuestra que hay al menos tantos elementos liberales entre los alzados como anti demócratas en el bando gubernamental.

A la izquierda, socialistas y comunistas se han impuesto a los republicanos y ahora mandan ellos. Los sindicalistas y los anarquistas han sido el talón de Aquiles de la defensa gubernamental y serán los que saquen provecho de la resistencia.

A la derecha, la unión aparente mantenida con mejor táctica durante los trascendentes días de combate, empieza a debilitarse en el mismo instante en que se vislumbra la posibilidad del éxito final. El esfuerzo de conciliación intentado por la Junta de Burgos se ha revelado inútil. Se había nombrado al general Franco jefe de Estado, vaga y atractiva fórmula, y al mismo tiempo algunos jefes anunciaban un plebiscito para el momento en que se restableciera la tranquilidad, con un programa en que se acumulaban todas las teorías teocráticas y sociales de los cuatro grupos principales: monárquicos absolutistas, monárquicos constitucionales, fascistas y republicanos de derechas.

Fueron los carlistas, fuerzas extremas de la derecha, los que han hecho el primer gesto al rechazar ese programa general y tratando de imponer su vieja doctrina teocrática, pretensión que, si se puede conciliar con otros programas, se opone frontalmente al de los republicanos y sobre todo al de los monárquicos constitucionales de la última dinastía.

La «Junta de Gobierno»[111] de Burgos ha tenido que permitir la publicación del manifiesto carlista, porque se encuentra en una situación delicada y no puede permitir que se agriete el conjunto de sus ejércitos que comprenden unos efectivos de al menos 40.000 carlistas.

La lucha ha empezado entre los alzados. Y también entre los republicanos, socialistas-comunistas y anarco-sindicalistas en el grupo de las izquierdas.

Los rostros de las fuerzas antagónicas reflejan su heterogénea composición como en un espejo deformante, anunciando nuevas disputas internas en el grupo vencedor.

Esa tendencia a la división, a las facciones, a los matices, al espíritu individualista, es lo que ha hecho que España ofrezca tan escasa disposición para sistemas de bloque como el fascista o el comunista.

En el terreno de las armas, el resultado definitivo de la guerra civil española queda todavía lejos. Pero la gran desgracia de esta lucha fratricida —torpemente provocada por la debilidad del Frente Popular ante el desorden, lucha desencadenada con ligereza por los militares en un momento en que la situación internacional hacía prever complicaciones, y prolongada por los gubernamentales que rehusaron aceptar un gobierno de composición—, la gran desgracia, repetimos, consiste en que la víctima de esa lucha será la República plebiscitaria de 1931. Y sin embargo, cualesquiera que sean sus errores, sólo en ella albergábamos la esperanza de una renovación democrática y social.

Si el porvenir trae la victoria triunfal de los ejércitos gubernamentales, ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales sería el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas, nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los comunistas o los anarco-sindicalistas. Pero el resultado sólo puede significar la dictadura del proletariado, más o menos temporal, en detrimento de la República democrática.

Si, como ya hemos indicado, las causas de la debilidad de los gubernamentales llevan a la victoria de los nacionalistas, éstos habrán de empezar por instaurar un régimen que detenga los enfrentamientos internos y restablezca el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar.

Pero si la dictadura militar, como lo vimos durante el periodo de 1923 a 1930, es una forma de gobierno fácil de imponer, es muy difícil salir de ella. Se dirá que otros países viven desde hace años bajo una dictadura militar y les va muy bien. Sin embargo no conviene olvidar que España ya ha sufrido ese régimen... Fueron esos siete años de dictadura los que separaron de la monarquía al pueblo y los que trajeron la República. En consecuencia el experimento ha fracasado.

Cierto es que tras el desastre nacional causado por esta lucha y sus excesos, mucha gente, incluso republicanos y liberales, se resignará, en interés del país, a aceptar cualquier régimen transitorio sólo con que restablezca el orden y que emprenda la tarea de reconstruir el país y de restablecer las jerarquías espirituales, demasiado pisoteadas por la debilidad de los republicanos de izquierda. Porque no hay que olvidar que no solamente se ha perseguido a los elementos considerados como enemigos de la República sino también a sus partidarios, perseguidos por grupos políticos que a la manera de los clanes primitivos buscaban la muerte de todo aquel que se opusiera a su jefe.

¿Pero vamos a instaurar bajo otra bandera un sistema parecido con el fin de imponer una unidad aparente?

Una vez transcurrido el primer momento y restablecido el orden, ¿se va a continuar a mantener el país —con la esperanza de impedir luchas ideológicas— bajo un férreo régimen que se arriesgará a encenagarse en sus propios errores ya que carente de opositores clarividentes y libres de expresarse?[112]

Esas preguntas con todos sus peligros habrán de ser examinadas tarde o temprano por los vencedores. Nos preguntamos si sabrán y querrán hacerlo con el espíritu que animaba Castelar cuando, hablando por última vez a las Cortes de la Primera República dijo: «La política no es nada si no es una transacción entre el ideal y la necesidad nacional».

La monarquía, al borde del abismo por sus propias culpas, decidió un día como único recurso pedir una dictadura. La dictadura despertó en el pueblo el deseo de una régimen republicano. Éste, hoy, se ve convulso por los errores de los partidos. ¿Hacia qué porvenir dirigirá sus esperanzas?

Las experiencias de los últimos quince años nos permiten afirmar que la libertad, ideal animador de todas esas luchas, nunca ha existido de una forma durable en España. Y a la libertad, y no a sus ficciones, habrá que llegar para introducir una paz efectiva y duradera, que permita el florecimiento de todas nuestras fuerzas materiales y de todos nuestros recursos espirituales.

Se trata de una empresa difícil ante la cual, durante años, todas las voluntades han fracasado. Pero a esa labor, a la institución de una democracia —dirigida, si se hace necesario— que imponga la libertad y ponga trabas a la tiranía, habremos de consagrarnos.

El porvenir es tan confuso y tan sombrío que no podemos más que expresar ese deseo.

Los pueblos, como los individuos, debido a prohibiciones de la naturaleza, acaban a veces, a través de crisis crueles, creando sus propios organismos de defensa contra los elementos convertidos en dañinos. ¿Quizás para llegar a ese periodo de calma y de libertad que deseamos ardientemente, le era necesario al país atravesar esta dura prueba donde se pone trágicamente de manifiesto la constante equivocación de los elementos reunidos alrededor del Frente Popular?

Han demostrado desde 1931 una incapacidad política que ha desbordado todas las previsiones. Al final no vieron el abismo hacia el que empujaban el país decidiendo a la ligera sostener una lucha durante la cual habría de entregarse armas al pueblo.

Han sido incapaces de medir las terribles consecuencias de ese gesto irreflexivo y cuando han empezado a mostrarse, desde el día siguiente, les ha faltado valor para reconocer sus errores y sacrificar su orgullo ante los supremos intereses del país. Han perseverado en el error, animados por ese talante rencoroso que les empujaba a destruir el enemigo aún al precio del aniquilamiento de la nación.

Hay entre nosotros un dicho, símbolo del resentimiento ciego e insatisfecho que dice: «Quedarse ciego con tal de que otro se quede tuerto». He aquí toda la política del Frente Popular en la lucha armada que, sin ningún éxito apreciable, lleva sin interrupción desde hace meses.

«¡Que todo se hunda con nosotros si no podemos dirigirlo!» se exclamó el gobierno, como un nuevo Sansón, sin considerar que las columnas son las del templo nacional.

Nos preguntamos con angustia lo que el pueblo español, herido y arruinado por la sacudida, conseguirá salvar de los escombros del amado templo, donde a pesar de todo habrá que seguir viviendo.

París, noviembre 1936

 

 

Notas

 

[1] Quien desee documentarse acerca de la vida y obra de Clara Campoamor dispone de la magnífica biografía que le dedicaron Concha Fagoaga y Paloma Saavedra. De esa bibliografía tomamos los hitos fundamentales de esta semblanza. <<

[2] Véanse Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, Clara Campoamor, la sufragista española, Madrid, Dirección General de Juventud y Promoción Socio-cultural, Subdirección general de la Mujer, 1981, pags. 215 y 216. (N. del T.) <<

[3] Amelia Valcárcel, estudio previo a El debate sobre el voto femenino en la Constitución de 1931, Madrid, Congreso de los Diputados, 2001. (N. del T.) <<

[4] Luis Español, «El final de la guerra» en Rojo y Azul: imágenes de la guerra civil española, Madrid, Almena, 1999. (N. del T.) <<

[5] Lucienne Mazenod, et al., Las mujeres célebres, 2 vols. Barcelona, 1965. Reproducido en el Índice Biográfico de España, Portugal e Iberoamérica, Serie III, Ed. K. G. Saur, ficha 120, microficha 389. (N. del T.) <<

[6] Clara Campoamor, Mi pecado mortal: el voto femenino y yo, Madrid, Imp. Barnés, 1936. (N. del T.) <<

[7] Clara Campoamor tramitó dos divorcios muy sonados, el de Concha Espina con Víctor de la Serna, y el de Ramón del Valle-Inclán con Josefina Blanco. Véase Carmen Baroja Nessi, Recuerdos de una mujer de la generación del 98, Barcelona, Tusquets, 1998 con prólogo, edición y notas de Amparo Hurtado. (N. del T.) <<

[8] Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, op. cit. pág. 215. (N. del T.) <<

[9] Véase General Duval, Les leçons de la guerre d’Espagne, París, Plon, 1938 con prefacio del general Weygand. (N. del T.) <<

[10] Martínez Barrios en el original. (N. del T.) <<

[11] El Frente Popular quedó constituido por los partidos que de inmediato referimos. Entre paréntesis anotamos el número de diputados que obtuvieron en las elecciones de febrero de 1936; cuando se trata de un solo diputado, reproducimos el nombre: Partido Socialista (102), Izquierda Republicana (87), Unión Republicana (38), Partido Comunista (17), Partido Sindicalista (Ángel Pestaña), Partido Obrero de Unificación Marxista (Joaquín Maurín) además de la Federación Nacional de Juventudes Socialistas y la UGT (representada por el PSOE). (N. del T.) <<

[12] El partido del Sr. Aza. <<

[13] Se ha dado, por burla, al Sr. Casares Quiroga el nombre de un toro bravo que en lugar de defenderse tenía miedo y era devuelto con abucheos. <<

[14] En el original aparece cartel, en el sentido alemán de alianza. En los años en que se editó este libro estaba de moda la expresión le cartel des gauches para designar la alianza, en Francia, de varios partidos de izquierda. (N. del T.) <<

[15] Sobre la situación de huelgas en Madrid que refleja doña Clara, véase la interpelación al gobierno del Sr. Bermúdez Cañete de 8 de julio de 1936. Bermúdez menciona huelgas en los sectores de la madera, fábricas de perfumería (Gal y Floralia), ascensores, calefacción y construcción, detalla las consecuencias de las referidas huelgas y sabotajes y menciona la existencia de piquetes de la CNT amenazando a obreros de la UGT. Véase Diario de Sesiones, 1936, Madrid, Rivadeneira, 1936, págs. 1890-1904. (N. del T.) <<

[16] En efecto, el viernes 21 de febrero de 1936 Alcalá-Zamora, al estar disueltas las Cortes, remitió a su Diputación Permanente un decreto-ley del recién constituido gobierno de Azaña cuyo artículo único era del siguiente tenor: «Se concede amnistía a los penados y encausados por delitos políticos y sociales. Se incluye en esta amnistía a los concejales de los ayuntamientos del País Vasco condenados por sentencia firme. El gobierno dará cuenta a las Cortes del uso de la presente autorización. Madrid, 21 de febrero de 1936. El presidente del Consejo de Ministros Manuel Azaña». La sesión se abrió a las seis y treinta y cinco minutos y se levantó a las siete y veinte. Presidía don Santiago Alba, y se encontraban presentes los diputados Martínez Barrio, Fernández Lodreda, Álvarez Robles, Giménez Fernández, Cid, Largo Caballero, Lozano, Álvarez (don Melquiades), Blasco Ibáñez, Cantos (don Vicente), Maura (don Miguel), Moutas, Sánchez Albornoz, Irazusta, Goicoechea y Carrascal Martín (Secretario). Todo el debate se redujo a fijar o no una fecha tope para los delitos cubiertos por la amnistía, aparte del que la ley implícitamente suponía y Largo Caballero quiso ampliarla a todos los delitos comunes que estaban relacionados con los llamados delitos políticos, aunque al final retiró su enmienda. Así, quince personas, en menos de cincuenta minutos, sin apenas debate, avalan una decisión de enorme trascendencia para la nación como lo era una amnistía general. Véase Sesiones de la Diputación Permanente de las Cortes, 1936 , pág. 19 y ss. (Congreso de los Diputados, Madrid). (N. del T.) <<

[17] Se refiere a Azaña quien llevó a cabo una serie de reformas en el Ejército que le granjearon la inquina de numerosos militares. Azaña fue el ministro de la Guerra desde que se proclamó la República hasta el primer gobierno de Lerroux (12 de septiembre de 1933) es decir en el gobierno provisional presidido por AlcaláZamora (14 de abril de 1931) y luego en los tres gobiernos sucesivos que él mismo presidió (14 de octubre de 1931, 16 de diciembre de 1931 y 12 de junio de 1933). (N. del T.) <<

[18] En los pasillos del Parlamento se citaban numeroso ejemplos, proporcionando nombres y precisiones. Se dijo incluso que, con ocasión de una estancia en su finca de Priego (Córdoba), viajando una vez sin escolta el Presidente de la República, el Sr. Alcalá-Zamora, su automóvil fue detenido y se le hizo pagar una contribución de 1.000 pesetas. <<

[19] Compárese este juicio de Clara Campoamor con la descripción de César Falcón en su relato, Madrid, Madrid-Barcelona, Nuestro Pueblo, 1936, pág. 22 y ss., o el artículo de Pío Baroja en el diario La Nación (Buenos Aires) en agosto de 1936. Citado por Fernando Díaz-Plaja, Si mi pluma valiera tu pistola, Barcelona, Plaza y Janés, 1979. (N. del T.) <<

[20] Recoge aquí doña Clara datos de la intervención de Calvo Sotelo en las Cortes de 6 de mayo de 1936. Aunque pudiera haber una confusión por parte de nuestra autora. En efecto, Calvo Sotelo denuncia, entre otras muchas cosas, la agresión sufrida en Cuatro Caminos por un matrimonio francés, el Sr. Eugène Olivier y su mujer y, aparte, el haber sufrido graves lesiones otra señora francesa, en Madrid, pero no en Cuatro Caminos. Véase Diario de Sesiones, 1936, págs. 619 y ss. (N. del T.) <<

[21] Una locura colectiva semejante se había apoderado de la chusma en 1830 cuando, con ocasión de una epidemia de cólera, la ralea acusó los frailes de haber envenenado las fuentes públicas. Pero en aquel momento al menos había un dato cierto: que se veía caer muerta de golpe a gente, víctima de un mal cuyo origen se ignoraba. Mientras que esta vez no se había señalado con certeza ningún caso de niño muerto. Sin embargo un hecho llama la atención: el que la loca ira de la chusma se desate contra elementos religiosos, lo cual sin duda alguna se debe al excesivo poder político que han ejercido y que ha tenido por consecuencia el que el pueblo viera en ellos su enemigo. <<

[22] La Campoamor reproduce, abreviándola, una de las listas incluidas por José Calvo Sotelo en dos de sus intervenciones en las Cortes, respectivamente de 15 de abril de 1936 y de 6 de mayo. La primera lista era del siguiente tenor: Desde el 16 de febrero hasta el 2 de abril: asaltos y destrozos en centros políticos, 58; en establecimientos públicos y privados, 72; en domicilios particulares, 33; en iglesias, 36 (total de asaltos y destrozos, 199). Incendios en centros políticos, 12; en establecimientos públicos o privados, 45; en domicilios particulares, 15; en iglesias, 106, quedando completamente destrozadas 56 (total, 178, que coincide con el dato reflejado por Clara Campoamor). Huelgas generales, 11; tiroteos, 39; agresiones, 65; atracos, 24; heridos 345; muertos, 74. En la sesión de 6 de mayo, Calvo Sotelo resumió así sus datos: Desde el primero de abril al 4 corriente de mayo: muertos, 47; heridos, 216, de los cuales casi 200 graves; huelgas 38; bombas y petardos, 53; incendios totales o parciales, en su mayor parte de iglesias, 52; atracos, atentados, agresiones, etc., 99. Véase Diario de Sesiones, 1936, págs. 291 y 621. Reproducen esas listas Rubio Cabeza, aunque trastocando las fechas, y la Enciclopedia Espasa, también con errores. Véanse Manuel Rubio Cabeza, Diccionario de la Guerra Civil Española, Barcelona, Planeta, 1987, vol. 1, pág. 224 y Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, suplemento anual, 1936-1939, segunda parte, Madrid, Espasa-Calpe, 1944, pág. 1.387. (N. del T.) <<

[23] Aquí hay una errata. El original pone 178 por 199 que es el número reflejado en el discurso de José Calvo Sotelo (vid. supra). Tampoco coincide la suma final de 712 con otras fuentes. (N. del T.) <<

[24] Como hemos visto (vid. supra), no fueron uno sino dos los discursos de Calvo Sotelo. Quizás Clara Campoamor sólo conocía el de 15 de abril, o lo confunde con el de mayo. (N. del T.) <<

[25] Fue elegido pero su acta resultó anulada por las Cortes tras una maniobra de la izquierda. <<

[26] Se trata del magistrado Manuel Pedregal, asesinado por unos falangistas el 13 de abril de 1936 en represalia por haber condenado a otros dos falangistas por el atentado, en marzo, sobre el catedrático Jiménez de Asúa, en que resultó muerto su escolta. (N. del T.) <<

[27] Es fundamental, para el esclarecimiento del asesinatos de Calvo Sotelo y otros crímenes de la misma época como el del teniente Castillo, la obra de Ian Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo. Los asesinos del teniente Castillo, según Gibson, fueron requetés del Tercio de Madrid, y no falangistas. Véase Ian Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo, 5ª ed. Barcelona, Argos Vergara, 1982 pág. 207. (N. del T.) <<

[28] Se trata de Fernando Condés. En el original francés aparece como Condé. (N. del T.) <<

[29] Se refiere a Máximo Moreno Martín, teniente de Asalto y gran amigo del teniente Castillo. Nunca se ha podido probar la presencia de Moreno entre los asesinos de Calvo Sotelo. Véase Gibson, op. cit. pág. 166. Según Gibson, quien disparó fue el pistolero socialista Luis Cuenca Estevas, miembro de la escolta de Indalecio Prieto. El organizador del asesinato fue el también socialista Fernando Condés. Gibson reproduce el certificado de defunción de Condés, fallecido en Chamartín de la Rosa el 29 de julio de 1936. Ahora bien, hemos de tener en cuenta que durante los primeros meses de guerra, algunos Registros Civiles fueron ocupados, literalmente, por agentes políticos y se llegaron a inscribir datos falsos. Tenemos un ejemplo de ello en el caso del capitán de artillería Alejandro García Vega, asesinado en Paracuellos, en cuyo expediente, que se conserva en el Archivo Militar de Segovia, figura una partida de defunción según la cual murió en su domicilio. (N. del T.) <<

[30] Ambos han hallado la muerte luchando contra los militares. El primero durante un accidente de aviación, el segundo en el frente de Guadarrama. <<

[31] En el centro de un grupo el ministro de Hacienda (N. del T. Enrique Ramos Ramos) mostraba una visible preocupación. Más lejos, el ministro de Comunicaciones, (N. del T. Bernardo Giner de los Ríos García) decididamente desafortunado, ya que la Dictadura, en 1923, había detenido su carrera política, dejaba traslucir una gran inquietud en sus palabras pesimistas. <<

[32] José María Gil-Robles Quiñones fue ministro de la Guerra en tres gobiernos sucesivos: el último de Lerroux (6 de mayo de 1935), y los dos de Joaquín Chapaprieta (25 de septiembre de 1935 y 29 de octubre de 1935) Dejó de ser ministro con el primer gobierno de Manuel Portela Valladares (14 de diciembre de 1935). Así que Gil-Robles fue ministro de la Guerra entre mayo y diciembre de 1935. (N. del T.) <<

[33] Insulaires, en el original francés. Obviamente se trata de una errata por peninsulaires. (N. del T.) <<

[34] En español en el original francés. (N. del T.) <<

[35] Probablemente se refiere al exterminio de los anarquistas en la URSS a manos de los comunistas. Véase al respecto: Hector Schujman, La revolución desconocida: Ucrania, 1917-1921, Móstoles (Madrid), Nossa y Jarra, 2000. (N. del T.) <<

[36] Álvaro Fernández Burriel. (N. del T.) <<

[37] En español en el original francés. (N. del T.) <<

[38] Este gesto tan severo como rápido forzó el gobierno de Madrid a hacer lo mismo, juzgando y condenando a muerte al general Fanjul y a sus compañeros, detenidos en el cuartel de la Montaña. A partir de estas condenas, seguidas de ejecuciones, todos se dieron cuenta de que la lucha sería a muerte. Se ha dejado entender que nadie hubiese pedido la gracia de los generales, como fue el caso para Sanjurjo; es una cruel ironía ya que Madrid y Barcelona, amordazadas ya por el terror no podían hacer ese gesto que muchos hubiesen deseado. <<

[39] Vicente Iranzo Enguita, ministro de Industria y Comercio en el gobierno Samper de abril de 1934. (N. del T.) <<

[40] Giralt en el original. (N. del T.) <<

[41] Ministro de la Guerra, a partir del 20 de julio fue el general Luis Castelló Pantoja, al que sustituiría el 6 de agosto don Juan Hernández Saravia quien estaba en el origen de muchas decisiones tomadas por Castelló. (N. del T.) <<

[42] Nada dice doña Clara de los cuarteles de Carabanchel, conocidos como Campamento. Como Cuatro Vientos dependía del comandante de Carabanchel, es posible que sufra una confusión. Sobre la sublevación en Carabanchel, véanse Fernando Puell de la Villa, Gutiérrez Mellado: un militar del siglo XX (1912-1995), Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, págs. 85-96 y LUIS Español, Don Francisco Español y Villasante y el alzamiento en Carabanchel, Madrid, 1936, Madrid, el autor, 1998. (N. del T.) <<

[43] Es discutible esa afirmación de Clara Campoamor. En efecto, los militares sólo deben obediencia a sus superiores naturales. Los jóvenes cadetes podían haberse preguntado: ¿qué pinta Fanjul en el cuartel de la Montaña? (N. del T.) <<

[44] Aquí comete un error doña Clara. El capitán de ingenieros, que no teniente, don Carlos Faraudo y de Micheo, fue instructor de las milicias socialistas y estaba vinculado a la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista). Hallándose destinado en la Guardia de Asalto fue asesinado por elementos falangistas, en mayo de 1936. Véase Rubio Cabeza, op. cit. vol. 1. pág. 308. (N. del T.) <<

[45] Con ocasión de la primera crisis ministerial producida por su acceso a la presidencia de la República el Sr. Azaña encargó al socialista Prieto la formación de un gabinete. Éste no lo consiguió. <<

[46] Lo mismo ocurrió del lado gubernamental: las emisoras de Madrid, Barcelona, Valencia y otros lugares interpretaban a capricho el himno de Riego, la Internacional o los himnos comunistas, sindicalistas o anarquistas. Era la guerra de las radios... <<

[47] Así como en Madrid se sustituyó casi en todas partes la bandera tricolor republicana por la bandera roja socialista o rojinegra anarquista. <<

[48] Fue él quien decía en una circular de 3 de octubre de 1930 dirigida a los gobernadores civiles: «La nación odia indiscutiblemente la dictadura a pesar de que por desgracia la actitud de las masas parece pedirla a gritos». <<

[49] Las listas de afiliados correspondientes a octubre de 1935 publicadas por el partido incluían a 9.000 personas de las cuales 4.200 pagaban una cuota. <<

[50] Este hecho quedó patente en el diario del partido con ocasión de la votación efectuada en el mes de junio con vistas a la celebración de un congreso extraordinario con el fin de examinar una posible escisión basada en las ideas de esos tres distintos grupos. <<

[51] Error de Clara Campoamor. Los nacionalistas vascos (PNV) electos fueron nueve: José Antonio Aguirre Lecube, José Horn Areilza, Juan Antonio Irazusta Muñoa, Manuel Irujo Ollo, Julio Jáuregui Lasanta, José María Lasarte Arana, Rafael Picavea Leguía, Manuel Robles Aránguiz, y Heliodoro de la Torre y Larrinaga. (N. del T.) <<

[52] La U.G.T. cuya sede se halla en Madrid, cuenta allí con unos cien mil miembros que abonan una cuota. Ese número indica que dicho grupo, a pesar de la directiva socialista, comprende republicanos e indiferentes en materia política puesto que sobrepasa en 85.000 el número de adheridos al partido socialista de la capital. ( N. del T. a Clara Campoamor no parecen salirle las cuentas, quizás exista una errata). <<

[53] Joaquín Maurín Juliá, cofundador del P.O.U.M. (Partido Obrero de Unificación Marxista). (N. del T.) <<

[54] Lo que viene en llamarse «acción directa» se traduce en definitiva por el uso del revólver contra los patronos recalcitrantes. <<

[55] Ya hemos indicado que la C.N.T. y la F.A.I. reunían a más de dos millones de miembros que pagaran cuota. <<

[56] Mientras que los republicanos amanecieron divididos, lucharon divididos perdieron divididos y divididos, también, marcharon al exilio, el bando nacional fue paulatinamente alcanzando una unidad basada en el acatamiento al general Franco. No andaba descaminada Clara Campoamor en sus consideraciones y quizás algún nacional la leyera e inspirara la política de sometimiento de las distintas fuerzas nacionales, en particular carlistas y falangistas, al caudillaje de Franco. Nótese la amplitud y la claridad de la visión de Clara Campoamor en noviembre de 1936... (N. del T.) <<

[57] El censo total de España se elevaba a 15.164.349 electores, de los cuales 7.208.887 hombres y 7.955.462 mujeres. En Madrid había 100 electoras por cada 77 electores varones. <<

[58] El derecho al voto se ejerce en España a partir de la edad de 23 años. <<

[59] Muchos miembros de la U.G.T. se afiliaron con vistas a encontrar más fácilmente empleo en industrias donde —con el triunfo de la izquierda— se exigía el carné de miembro. Por el mismo motivo muchos trabajadores habían emigrado a la C.E.D.A. (partido de derechas) en el momento en que la derecha gobernaba, de 1934 a 1935. <<

[60] Subrayemos que la ley electoral exigía una mayoría del 40 por ciento para que un candidato fuera elegido. Adoptar esa ley fue un error fatal para los republicanos que se maniataban así para el porvenir. Propuesta por el socialista Prieto, esa ley demoníaca subordinaba para siempre los republicanos a la benevolencia de los socialistas. Gracias a esta disposición el Frente Popular obtuvo su deslumbrante mayoría con 4.497.696 votos, aplastando a la derecha que sin embargo la sobrepasaba con 4.910.818 votos. Un fenómeno parecido se produjo en 1933 en beneficio de los partidos de derecha. <<

[61] La derecha había reducido los sueldos en el campo hasta 1,5 y 2 pesetas diarias y había votado una ley permitiendo expulsar a los arrendados de las tierras que trabajaban desde hacía veinte o treinta años. <<

[62] En la frase original se dice también «exagerados». Lo he suprimido porque ¿cómo puede un rostro ser exagerado? (N. del T.) <<

[63] El Partido Nacional Republicano. (N. del T.) <<

[64] Son importantes las referencias a Thiers y a la Comuna de París, y nos ilustran acerca de la visión que Clara Campoamor tenía de la historia y del uso del poder. Thiers fue el creador de la República Francesa que siguió al imperio de Napoleón III. Tras el desastre de Sedan en que los prusianos infligieron una estrepitosa derrota a los ejércitos franceses, se proclamó en París un Gobierno de la Defensa Nacional, que al no disponer de ejércitos potenció la Guardia Nacional. El 17 de febrero la Asamblea de representantes, que desde el sitio de París por los prusianos, se había trasladado a Burdeos, nombró a Adolfo Thiers presidente del poder ejecutivo. Formalizada la paz con el Imperio Alemán, el 1º de marzo de 1871, Thiers ordenó desarmar las tropas irregulares. Éstas se negaron, sin embargo, a entregar las armas y sus jefes constituyeron la Federation Républicaine de la Garde Nationale. El 18 de marzo, Thiers abandonó París y se retiró a Versalles. A la salida de Thiers siguió la instauración en París de una dictadura socialista que duraría dos meses, la Commune. Los communards, también llamados fédérés, renovaron en la capital francesa los mismos excesos revolucionarios que cometieron en su día los partidarios del Terror y de Robespierre. La Commune estableció un Comité Central, órgano ejecutivo, y el 1º de mayo constituyó el Comité de Salut Public, homónimo del comité que sembró de sangre y terror la Revolución de 1789 y restauró los símbolos y el calendario revolucionarios. Los responsables de la Commune censuraron y cerraron, uno tras otro, los periódicos y adoptaron una serie de medidas anticlericales, llegando a tomar al arzobispo de París y a numerosos sacerdotes como rehenes. El gobierno de Thiers, refugiado en Versalles, consiguió reunir un ejército de cien mil hombres. Así, París, que había sufrido el sitio de los prusianos, se vio de nuevo asediada, esta vez por los franceses. El ejército gubernamental penetró en el recinto de la capital el 21 de mayo. El 22 se celebró la última reunión de la Comuna, que resignó todos sus poderes en el Comité Central. Durante una semana los communards se batieron en la calle con las tropas gubernamentales. A medida que se retiraban, los fédérés rociaban con petróleo monumentos, iglesias y palacios públicos. En una semana ardió buena parte del patrimonio monumental de París. A partir del 24 los communards asesinaron todos los rehenes y hasta su derrota definitiva, el día 28, consumaron una serie de matanzas. Como balance final de la Commune se baraja la cifra de diecisiete mil muertos. Algunos autores hablan incluso de treinta mil. Once mil fédérés fueron juzgados por consejos de guerra. Algunos fueron fusilados y la mayoría condenados a la deportación en Nueva Caledonia, que en su mayor parte regresaron a Francia tras las amnistías de 1879 y 1880. Es célebre, en Francia, el recuerdo del mur des fédérés, tapia del cementerio del Père-Lachaise donde fueron fusilados varios centenares de communards. En España tuvo gran importancia por sus repercusiones en el movimiento cantonal y en la figura de Salvochea, y se puede hallar en la Revolución de 1789 y la Comuna de París un antecedente directo de la revolución española de 1936, sobre todo en los aspectos más negativos. Acerca de la influencia de la Comuna en Salvochea y el cantonalismo, véase LUIS Español, Don Leopoldo Español Saravia y la contrarrevolución cantonal en Cádiz, 1873... Madrid, el autor, 1998. (N. del T.) <<

[65] Mientras que el referido sargento era juzgado y ejecutado, el comandante Pérez Farras, en Cataluña, era amnistiado lo cual le ha permitido más tarde dirigir la defensa de Barcelona contra los insurrectos. <<

[66] He reconstruido esa frase que literalmente diría: «no rebajarse en descender hacia versiones populares y agitarse ciegamente con el objeto del beneficio personal» que resulta francamente fea. (N. del T.) <<

[67] Es posible que Clara Campoamor pensara en regulares y la Quinche tradujera marroquíes. (N. del T.) <<

[68] El Sr. Azaña decía antes de las elecciones del Frente Popular : «Yo confío más en el pueblo sencillo e ingenuo, en esos hombres modestos que vienen a pie desde sus pueblos; no confío en el técnico ni en el intelectual». Véase Clara Campoamor Mi pecado mortal: el voto femenino y yo, Madrid, Imp. Barnés, 1936, p. 305 <<

[69] Tampoco eran muy numerosos, ya que el gobierno, presintiendo la sublevación, había dado permiso a un gran número de soldados. En Zaragoza no había, en julio, más de unos quinientos soldados y en Sevilla el mismo número. <<

[70] Sobre 2 dreadnougths de 15.700 toneladas, 8 cruceros de 5 a 10.000 toneladas, 16 contra torpederos y 15 submarinos, al principio no se pasaron al bando insurrecto más que los cruceros Canarias y Baleares y un submarino. <<

[71] El diario Le Temps de 1º de octubre, en el relato que hace del salvamento por el paquebote Koutouvia de los hombres del torpedero gubernamental Almirante Ferrandis, bombardeado y hundido por el crucero insurgente Canarias, reproduce estas palabras pronunciadas por el capitán francés: «A las 11 h. 45 di orden de regreso a mis embarcaciones. Trajeron al Koutouvia 40 hombres, y entre ellos el comandante del Almirante Ferrandis, que es un simple alférez de navío, el jefe mecánico único oficial a bordo, y el médico». <<

[72] En el original se pone fieles en lugar de gubernamentales. (N. del T.) <<

[73] Error de Clara Campoamor. Los aviones italianos que Mussolini proporcionó a Franco fueron una docena de Savoia Marchetti S-79, aviones de gran calidad, de los que se perdieron varios durante el transporte entre Cerdeña y el Norte de África. El puente aéreo sobre el Estrecho corrió a cargo de todo tipo de aviones, Fokker comerciales, algún hidroavión y sobre todo los Junkers Ju-52 proporcionados por Hitler. En total se piensa que por vía aérea pasaron menos de 900 hombres. Más importante fue el paso por mar de alrededor de dos mil hombres, el 5 de agosto de 1936. Aquí los aviones italianos tuvieron un papel fundamental a la hora de localizar con precisión y cubrir el convoy marítimo, dada la absoluta inferioridad de los nacionales en el mar. Es lógico que Clara Campoamor se equivoque porque también incurren en error grandes historiadores. Consúltese al respecto José Luis Infiesta Pérez, «Algunas precisiones sobre la intervención italiana y alemana en la Guerra de España», Rojo y Azul... , op. cit. págs. 108 y ss. y Juan Manuel Riesgo, «La guerra en el aire», ibid. pág. 138 y ss. (N. del T.) <<

[74] Sólo por el decreto de 22 de octubre el gobierno se decidió a organizar los batallones, sustituyendo por números los nombres fantasiosos que ellos mismos se habían dado y sustituyendo la inspección general de las milicias por una «jefatura de milicias» que le fue conferida al Sr. Largo Caballero. Pero ¿puede considerarse mando militar único aquel que se confiere a un hombre que jamás ha sido militar, a menos que tenga a su lado a un hombre competente —quizá un extranjero— para aconsejarle? <<

[75] La expedición de Bayo se inscribe en el marco de la política pancatalanista de la Generalidad. (N. del T.) <<

[76] Sobre el desastre de la expedición de Bayo se indignaba Azaña, en sus Memorias: «cuando en Madrid no había ni una sola ametralladora para cortar el paso de la sierra, en Mallorca eran echadas al mar ochenta máquinas y un par de baterías, después de perder quinientos hombres muertos y no sé cuántos heridos». Véase Manuel Azaña, Memorias políticas y de guerra, citado por Rubio Cabeza, Diccionario de la guerra civil española, Barcelona, Planeta, 1987, vol. II. págs. 505-506. (N. del T.) <<

[77] «Defendemos mejor nuestra vida permaneciendo en las posiciones atacadas en lugar de huir» ( Claridad, diario socialista); «Para conseguir la victoria debemos someternos todos a la disciplina» ( Mundo Obrero, diario comunista). <<

[78] En Madrid hubo de recurrirse, finando octubre, a una medida radical: no proporcionar armas a los milicianos mas que en el frente y prohibirles regresar armados a Madrid de permiso. <<

[79] ¿De la izquierda republicana o de Izquierda Republicana? Nos quedamos con la duda. (N. del T.) <<

[80] Palacio de Bellas Artes en la edición original. (N. del T.) <<

[81] A mi juicio se refiere Clara Campoamor a unos espontáneos «tribunales revolucionarios», vinculados a las checas, y no a los tribunales populares establecidos por el Gobierno republicano en agosto de 1936 como consecuencia del incendio de la Cárcel Modelo. Quizás me equivoque. En cualquier caso los expertos consideran que los tribunales populares constituyeron un «coladero» para las víctimas de la represión dentro de la zona republicana, que tenían más motivo para temer a los chequistas que a los tribunales populares. Véase un ejemplo en Puell, op. cit. refiriéndose al caso de Gutiérrez Mellado. (N. del T.) <<

[82] Es famosa una divisa publicitaria creada por un sombrero después de la guerra: «Los rojos no usaban sombrero». (N. del T.) <<

[83] Lo grotesco, que nunca ha de faltar, incluso en las situaciones más trágicas, nos hacía oír constantemente en la emisora de Madrid —empresa nada marxista— el apelativo «camaradas» dirigido a los oyentes, el saludo marxista «salud» y la Internacional. <<

[84] Cuerpo de vigilantes nocturnos que poseen las llaves de todas las casas y abren la puerta a los vecinos. <<

[85] Estas palabras eran las iniciales de los partidos anarquista y sindicalista: F.A.I. (federación anarquista ibérica) y C.N.T. (Confederación general del Trabajo). <<

[86] «tcheka», en el original. (N. del T.) <<

[87] Véase Rubio Cabeza, op. cit. vol. II. pág. 470. La fecha que refleja Rubio del asesinato de Eduardo López Ochoa y Portuondo es el 18 de julio. Sin embargo la obra de José María Gómez-Ulla y Lea, a partir de apuntes de su tío el Dr. Gómez Ulla, quien dirigiera el Hospital de Carabanchel, precisa que el asesinato de López Ochoa tuvo lugar el 17 de agosto, es decir, un mes más tarde. Véase. José María Gómez-Ulla y Lea, Mariano Gómez Ulla: un hombre, un cirujano, un militar, Madrid, 1981. (N. del T.) <<

[88] Aquí exagera Clara Campoamor. No todos los presos fueron asesinados. Por lo visto el día 22 de agosto de 1936 se produjo un incendio en la cárcel Modelo, no se sabe si provocado por los presos comunes o por los políticos. Al día siguiente se presentó en la prisión un grupo de milicianos que asesinaron, de entrada, a cuarenta presos fusilándolos en el patio, y un dia después a otros treinta. Entre los presos asesinados figuraban los ex ministros Rico Avello, Álvarez Valdés y Martínez de Velasco; el jefe del Partido Republicano Liberal Demócrata, don Melquiades Álvarez, falangistas importantes como Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio, y el aviador Ruiz de Alda; el doctor Albiñana, creador de la milicia fascista «Legionarios de España», el comisario de policía Martín Baguenas y los generales Capaz y Villegas. Véase RUBIO CABEZA, op. cit. vol. 1, pág, 164. (N. del T.) <<

[89] Sentencias anunciadas en la prensa. <<

[90] En el Diario de Sesiones del Congreso, de 24 de junio de 1936 se puede leer lo relativo a la acusación contra Salazar Alonso por el asunto del straperlo. El diputado Nogués hizo de acusador, leyendo la denuncia interpuesta por Daniel Strauss. Se reprochaba a Salazar Alonso el haber utilizado su influencia como ministro de Gobernación para permitir el uso del juego straperlo en el casino de San Sebastián. Se levantó entonces Guerra del Río para defender el honor de su antiguo correligionario Salazar y añadió: «(...) deploro que las Cortes españolas continúen repitiendo su lamentable historia de acusar cada una de ellas a los adversarios caídos (Rumores) incluso cuando como en el presente caso, tengo la evidencia de que en el fuero de la conciencia de la mayoría de los Diputados que van a votar esa acusación late la seguridad de la inocencia del Sr. Salazar Alonso (Grandes rumores y denegaciones) ¡Seguid explotando el «straperlo»! (Continúan los rumores. El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden). Véase Diario de Sesiones del Congreso, 1936, págs. 1.568 y ss. Madrid, Rivadeneira, 1936. (N. del T.) <<

[91] Se equivoca doña Clara al dar por muerto a Rafael Guerra del Río, del que dice lo siguiente Manuel Rubio Cabeza: «Durante la Guerra Civil se hallaba en Madrid, donde corrió el bulo de que había sido asesinado —hasta el punto de que Clara Campoamor escribió un artículo periodístico contando el hecho con toda clase de pormenores—, cuando la realidad es que había salido de España, autorizado por el Gobierno republicano. Terminada la contienda, y una vez que recibió garantías por parte de los vencedores de que no sería perseguido, regresó a España, donde falleció». Véase Rubio Cabeza, op. cit. vol. II, pág. 407. (N. del T.) <<

[92] En el original pone, sin duda por error, el triunfo de los insurrectos lo cual parece un contrasentido. (N. del T.) <<

[93] Impotencia relativa. Recordemos lo ya referido acerca de la Guardia Civil en la página correspondiente. <<

[94] Nótese el parecido de este título, sacado de una expresión de Martínez Barrio, con la famosa expresión de Churchill, varios años posterior: «Sólo os puedo prometer sangre, sudor y lágrimas». (N. del T.) <<

[95] Se refiere a José María España Sirat, que en julio de 1936 era consejero de Gobernación de la Generalidad. Los consejeros José María España y Ventura Gassol tuvieron que refugiarse en el extranjero, el primero en el verano y el segundo el 23 de octubre, para evitar que los matasen los anarquistas. Véase Història de Catalunya, vol. VI, Barcelona, edicions 62, págs. 383 y 406. (N. del T.) <<

[96] De octubre de 1931 a septiembre de 1933 fue Manuel Azaña presidente del gobierno y Santiago Casares Quiroga su ministro de Gobernación. En ese periodo se produjeron los tristes sucesos de Casas Viejas, Arnedo y Castilblanco. El levantamiento libertario de Casas Viejas (Cádiz) revisitió especial gravedad, muriendo varios libertarios a manos de la Guardia de Asalto. En aquella ocasión las izquierdas acusaron a Azaña, en el Congreso, de haber ordenado dar «tiros en la barriga». (N. del T.) <<

[97] Es justo consignar que el Sr. Martínez Barrio es el único dirigente en haberse preocupado por las terribles consecuencias que tendría la lucha. No sólo se opuso al principio a la distribución de armas al pueblo y llevó a cabo los preliminares de un acuerdo con los alzados, sino que más tarde, cuando la ofensiva sobre Madrid, insistió en subrayar la temeridad de la lucha y la responsabilidad en que se incurría al abocar la capital a una destrucción inútil. Añadamos que al actuar de este modo el Sr. Martínez Barrio se jugaba la vida... <<

[98] Doña Clara se refiere a las guerras carlistas, que en realidad no fueron dos sino tres 1833-40, 1847-49 (Cataluña) y 1872-76. (N. del T.) <<

[99] Probablemente se esté refiriendo a los alemanes y rusos, apoyo respectivo de nacionales y republicanos. (N. del T.) <<

[100] Sólo en la Casa de Campo se hallaban de 70 a 80 cadáveres todos los días. Un día pudo el gobierno comprobar que había 400 muertos. Pero últimamente hemos recibido un testimonio mucho más trágico según el cual en Madrid, el 2 de noviembre de 1936, el numero de personas asesinadas se elevaba a 32.000, lo cual da una media de 226 personas al día. (N. del T. Doña Clara dejó Madrid antes de la gran matanza de Paracuellos). <<

[101] Una prueba del encarnizamiento de las ideas, mezclado quizás con el miedo a las represalias se halla en el proceso dirigido contra Salazar Alonso. Este había rogado a un abogado, el Sr. Botella Asensi, jefe del partido de la izquierda radical-socialista, de encargarse de su defensa ante el tribunal. Pero el Sr. Botella Asensi se negó. No se quería o no se osaba, como durante la Revolución Francesa, «traer ante el tribunal la cabeza y el alegato». <<

[102] En lugar de «confianza» pudiera tratarse de «refrendo». En realidad, el artículo 75 de la Constitución de 1931 dice literalmente: El Presidente de la República nombrará y separará libremente al Presidente del Gobierno y, á propuesta de éste, á los Ministros. Habrá de separarlos necesariamente en el caso de que las Cortes les negaran de modo explícito su confianza. Se desprende de ese artículo que el Presidente ejerce una legitimación activa del Gobierno mientras que las Cortes sólo pueden ejercerla pasivamente, negándose, en su caso, a avalarlo. En la referida Constitución no figuran ni el término refrendo. (N. del T.) <<

[103] El 12 de agosto de 1936 las tropas de los ejércitos nacionales del Norte y del Sur entraron en contacto en Extremadura. Dos días después entraban las tropas de Yagüe en Badajoz, con la subsiguiente matanza. Quedaban así enlazadas las zonas rebeldes. Nótese como Clara Campoamor no precisa que entre la toma de Badajoz y el gobierno Largo Caballero (5 de septiembre) transcurren tres semanas. (N. del T.) <<

[104] La expresión exacta es: «cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid» y es de Joaquín Costa (1846-1911). (N. del T.) <<

[105] La expresión francesa es institution des enfants trouvés, que no parece adecuada, ya que se trataría de la Inclusa. Inclusero fue el padre de Pablo Iglesias, Pedro de la Iglesia Expósito, obrero subalterno del municipio ferrolano. Pablo Iglesias fue hijo legítimo y al morir su padre tuvo su madre que ponerlos a él y a su hermano Manuel a cargo del Hospicio. Es muy interesante al respecto la conmovedora biografía de Zugazagoitia. Véase Julián Zugazagoitia, Una vida heroica, Pablo Iglesias, México, 1965. (N. del T.) <<

[106] No deja de ser una ironía de la Historia ver que, trece siglos más tarde, España recurre a las fuerzas marroquíes, los descendientes de los moros expulsados por Pelayo, para vencer la resistencia de los mineros españoles, socialistas, comunistas y anarquistas, dueños de los macizos rocosos de Asturias. <<

[107] Un hecho curioso muestra la evolución hacia el socialismo en algunas personalidades. El general Burguete al que se encomendó la tarea de reprimir aquella revuelta y que lo hizo con mucha dureza, intentó ingresar en 1934 en el partido socialista. Se le rechazó recordándole la frase que había pronunciado en 1917: «Voy a cazar los mineros como alimañas en sus agujeros». <<

[108] Debe existir aquí una confusión. El coronel Aranda no tomó Oviedo en 1936 sino que, habíendose alzado, mantuvo un memorable sitio ante fuerzas muy superiores hasta la llegada de las tropas nacionales, meses después. La Campoamor se debe referir a la toma de Oviedo por parte de López Ochoa, que no Aranda, durante la revolución de 1934. (N. del T.) <<

[109] Recordemos dos hechos significativos: el Sr. Martínez Barrio, encargado por el gobierno de la administración de las provincias levantinas desde el principio del alzamiento, no ha podido fijar su residencia en Valencia donde los anarquistas le hacían la vida imposible. Incluso ha llegado a sufrir un atentado y ha tenido que fijar su residencia en Cuenca, ciudad castellana. En cuanto al gobierno, difícil le será también permanecer en Valencia. <<

[110] A la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra. (N. del T.) <<

[111] El Estado Español que sustituye en el bando nacional a la República Española se organizó en primer lugar alrededor de la Junta de Defensa Nacional, constituida el 24 de julio de 1936 y presidida por el general Miguel Cabanellas. Esta Junta sería sustituida por la Junta Técnica del Estado, constituida el 1º de octubre de 1936, bajo la presidencia del general Fidel Dávila Arrondo, que a partir del 30 de enero de 1938 tomaría ya el nombre de Gobierno, bajo la presidencia del general Franco. (N. del T.) <<

[112] Es interesante recordar aquí la opinión expresada por el general Mola en un libro sensacional: «Un régimen podrá apoyarse —no por mucho tiempo— sobre bayonetas mercenarias; pero jamás sobre un ejército nacional que sea parte integral de la nación, participe de sus deseos y niegue lo que ella niegue». Véase Géneral Mola, La caída de la monarquía, Madrid, 1933, p. 182. <<


----------------------------------------------------------------

Anarco-sindicalismo en la II República y en la Guerra Civil: Barrera infranqueable al desarrollo y a la realización del Comunismo.

.
… Es esa fuerza obrera la que, dominando ya por su número y su importancia a los demás elementos obreros en Cataluña y Valencia, empieza ahora a gobernar en Madrid. El gobierno, llamándola en su ayuda, le ha entregado la capital. Porque los refuerzos milicianos que Madrid recibe son todos anarco-sindicalistas y tienen una doble misión: de una parte, ayudar en la defensa, pero de la otra ganar por la mano a comunistas y socialistas e imponer su sistema de «comunismo libertario», ese régimen tan incomprensible como indica su nombre, formado por dos antítesis….
La puesta en marcha de las fuerzas anarquistas supone una amenaza todavía mayor que la ofensiva militar en el sentido de aniquilar el gobierno del Frente Popular.
Ya hemos observado que ese partido siempre ha conseguido dominar las demás organizaciones de trabajadores e imponerles sus métodos y sus reivindicaciones ….. Eso les ha resultado fácil ya que la doctrina sindicalista explota un rasgo del carácter español, el espíritu individualista, que bajo su influencia desemboca en una deformación de la libertad.
Ese rasgo de nuestro carácter explica el hecho de que España sea el único país en el que ha podido enraizarse un anarquismo «organizado». Esto se debe a que esa teoría, falsificada por el sindicalismo, habla al pueblo de la inutilidad de toda autoridad, de toda medida policial, así como de toda la organización del Estado. ….. Esa doctrina ingenua —aunque enemiga de toda dictadura— ha hallado amplio eco entre las masas. … Con todo, notemos que, tratándose de un enemigo visceral y resuelto de los programas socialista y comunista, el anarquismo, durante esta lucha, ha opuesto una infranqueable barrera al desarrollo y a la realización del comunismo en la España gubernamental.


El anarquista Melchor Rodriguez (EL ANGEL ROJO)
Por Jesús Huerta de Soto


Academia play. El Angel Rojo









No hay comentarios: