Javier Milei, Richard Feynman, Murray Rothbard |
Richard Feynman, uno de los grandes físicos del siglo XX, solía decir: "Imagínese cuánto más difícil sería la física si los electrones tuvieran sentimientos". Este comentario ingenioso nos invita a reflexionar sobre la diferencia entre las leyes inmutables de la naturaleza y el comportamiento humano, siempre impredecible, emocional y diverso. Ahora bien, ¿qué sucede cuando tratamos de imponer un control hegemónico centralizado sobre millones de personas que actúan en función de sus propios intereses y emociones?
Aquí entra en juego la definición de mercado que suele difundir Javier Milei: “el mercado es un sistema de cooperación voluntaria, donde los individuos intercambian libremente derechos de propiedad, buscando mutuamente mejorar su bienestar. Esta interacción descentralizada de intercambios de bienes y servicios, permite que los recursos se asignen de manera eficiente, adaptándose de forma continua y dinámica a las necesidades y preferencias de las personas”.
Sin embargo, los políticos y planificadores económicos, al intentar dirigir la economía desde un centro hegemónico de poder, enfrentan un desafío insuperable: no poseen toda la información dispersa e inarticulable que los individuos manejan en sus decisiones diarias. Friedrich Hayek lo llamó "el problema del conocimiento", y Feynman, con su brillante analogía, lo lleva al extremo: si los electrones fueran tan impredecibles como los humanos, la física sería un caos absoluto.
En economía, ese “caos” es precisamente lo que enfrentan los planificadores socialistas (de todos los partidos). Intentan imponer una estructura rígida sobre un sistema que, por naturaleza, es fluido y espontáneo. Escohotado lo diagnosticó magistralmente: "La Planificación Socialista Centralizada es como decretar un Infarto Cerebral Masivo".
Obligar a las personas a actuar bajo un esquema diseñado por burócratas no solo aniquila la libertad individual, sino que también provoca ineficiencias, escasez, un mal uso de los recursos, destruye el cálculo económico y, finalmente, conduce a la pobreza. El mercado, al operar libremente, corrige estos problemas porque cada decisión está informada por el conocimiento local, enorme, disperso e inarticulable de los participantes que constantemente cambia, se destruye y se crea.
La historia ofrece numerosos ejemplos de fracasos de planificación centralizada: la escasez crónica en la Unión Soviética, la hiperinflación en Venezuela o los controles de precios que terminan generando mercados negros. Todos estos fenómenos son consecuencia directa de ignorar el principio fundamental del mercado: la libertad de elegir y cooperar voluntariamente.
En las economías mixtas actuales, los gobiernos no intentan un control total, sino algo más insidioso: una acumulación constante de regulaciones e intervenciones que buscan "corregir" supuestos fallos del mercado. Intervenciones que incluyen intentos de redistribuir la riqueza mediante impuestos progresivos confiscatorios modificando la preferencia temporal de los agentes económicos inclinándola hacia el consumo y paralizando la inversión; la regulación del mercado laboral con salarios mínimos y leyes restrictivas que destruyen empleo (o bloquean su creación); el control del mercado de vivienda con topes a los alquileres y docenas de intervenciones que aniquilan la oferta; la manipulación del sector energético, bajo el pretexto del cambio climático, a través de prohibiciones, subsidios, peajes, tasas o restricciones; la sobrecarga normativa en el sistema bancario intentando controlar el tipo de interés y la oferta monetaria, alterando artificialmente los precios relativos, provocando ciclos recurrentes de expansión y crisis, etc.
Cada nueva regulación surge como respuesta a los fracasos de
intervenciones previas, en un ciclo interminable que aumenta la inestabilidad
del sistema. Al ciudadano medio, a
ras de tierra, los árboles le impiden ver el bosque. No perciben el origen de la inestabilidad. Y los políticos, en lugar
de aceptar que el mercado funciona mejor cuando opera libremente, se niegan a
reconocer públicamente sus errores y optan por añadir más controles,
perpetuando la intervención. Este camino conduce inexorablemente al caos de un
sistema de planificación total, donde la burocracia sustituye a la libertad
individual. Poco a poco, se va asentando un modelo socialista disfrazado de
economía mixta.
Lejos de estabilizar el sistema, este modelo
intervencionista es un puente hacia el estancamiento económico, la desigualdad
real y, finalmente, la pérdida de prosperidad. El mercado, en su esencia libre,
sigue siendo la única solución para lograr un equilibrio entre eficiencia,
justicia y progreso.
¿Significa todo esto que una economía libre pura es el único
sistema estable?
Y aquí entra Rothbard, que contesta:
"Praxeológicamente, sí. Psicológicamente, es dudoso. El mercado sin trabas
está libre de problemas económicos que él mismo pueda crear: genera la mayor
abundancia en relación con el control que el hombre tenga con la naturaleza en
cada momento. Pero quienes anhelan el poder sobre su prójimo, o quienes desean
oprimir a otros, así como quienes no entienden la estabilidad praxeológica del
libre mercado, bien pueden hacer que la sociedad vuelva al camino
hegemónico". Y Rothbard continua: "Así son las leyes que la
praxeología ofrece a los seres humanos. Constituyen un dúo de consecuencias: la
actuación del principio del mercado y del principio hegemónico. El primero
genera armonía, libertad, prosperidad y orden; el segundo produce conflictos,
coacción, pobreza y cáos. Esas son las consecuencias de entre las que debe
elegir la humanidad. En efecto, debe elegir entre la "sociedad del
contrato" y la "sociedad del status". En este punto, el
praxeologista [el economista], como tal se retira de la escena: el ciudadano (el
ético) debe ahora escoger de acuerdo con los valores o principios éticos que
prefiera".
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