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martes, 28 de enero de 2020

El tren de la muerte de Stalin (por Fernando Diaz Villanueva - 2/2)



El ferrocarril a ninguna parte

(Por Fernando Diaz Villanueva. Extracto de Historia Criminal del Comunismo)

Tras la inesperada y aplastante victoria soviética en la guerra mundial, Stalin salió refortalecido y con un extra de crédito internacional en la cartera. El mundo entero le aclamaba y dentro del campo socialista su adoración adquirió tintes casi místicos. Incluso los capitalistas caían rendidos ante su genio y valentía que, combinados con el heroísmo del pueblo soviético, habían obrado el milagro de parar los pies a Hitler. 

Las imágenes de los soldados del Ejército Rojo izando la bandera roja sobre las humeantes ruinas del Reichstag eran todo un símbolo. Con gestas de ese calibre el comunismo se terminaría imponiendo en todo el planeta. Era algo inevitable. Más tarde o más temprano el ejemplo ruso alumbraría a todas las naciones del orbe. Stalin, conocido como el “padrecito” por los socialistas del mundo, marcaba la senda a seguir. Los partidos comunistas, más crecidos que nunca antes, harían el resto.

Poco importaba que la victoria sobre la Alemania nazi hubiese costado 20 millones de vidas, muchas entregadas inútilmente, que la guerra la hubiera ganado realmente el capitalismo americano, o que la URSS fuese el país más tiránico de la Tierra. La inquebrantable voluntad del líder había triunfado y eso dio al inquilino del Kremlin renovados bríos para apretar dos agujeritos más en el cinturón de sus súbditos. El país estaba devastado pero nadie osaba ni de lejos a oponerse al caudillaje mesiánico del georgiano, libre ahora de todas las cuitas de imagen exterior que le habían atormentado durante sus tres primeros lustros al frente del Gobierno soviético. 

Los rusos no tenían pan pero sí una cantidad considerable de presos de guerra –muchos de ellos alemanes– a los que urgía reubicar en tareas aproximadamente productivas. En la mentalidad de Stalin eso significaba campo de concentración y obras faraónicas. Tras la epopeya proletaria del canal del mar Blanco que tan buena prensa le había proporcionado, ordenó a la oficina del Gulag en Moscú que trazase un plan de grandes proyectos sólo realizables con cantidades ingentes de mano de obra esclava. 

Los funcionarios concibieron un plan ambiciosísimo que incluía varios canales, –algunos muy esperados como el que uniría los ríos Don y Volga–, megacentrales eléctricas, grandes carreteras y algunas líneas de ferrocarril. Entre estas últimas existía una que le tenía especialmente obsesionado: la del norte de Siberia. Una especie de transiberiano septentrional que correría paralelo a las siempre congeladas costas del océano Ártico. Cualquier ingeniero en sus cabales hubiese desaconsejado construir allí, tan al norte, otra estructura que no fuese una cabaña de madera, pero Stalin era testarudo, quería su ferrocarril polar, y lo quería antes de morirse. 

La cuestión era complicada porque el “padrecito” tenía ya casi setenta años y una salud muy machacada por la mala vida, las preocupaciones, las noches sin dormir, el tabaco y el trasiego de botellas de vodka en su dormitorio. Probablemente sospechaba que, tirando largo, no le quedaban más de veinte años de vida, así que aceleró los trámites para el ferrocarril del norte que, en una primera fase iba a ir de Salejard, en la desembocadura del río Obi, a Igarka, en el curso del río Yenisei. En total 1.300 kilómetros a través de la tundra más inhóspita que se pueda imaginar. 

Aparte de las dificultades técnicas, la línea no tenía justificación económica más allá de la que los burócratas pronto le buscaron para alimentar la propaganda. Decían que iba a llevar el desarrollo industrial hasta los confines del país que, en el caso de Rusia, son los del globo. El camino de hierro permitiría la creación de nuevos polos industriales y abriría el Ártico central a los convoyes venidos desde el oeste. Nada de eso era necesario. En aquellas latitudes no había más pobladores que los condenados al gulag, y nadie quería mudarse allí, al menos por voluntad propia. El clima de esa zona de Siberia es tan extremado que no crecen ni las coníferas. Los inviernos son largos, los veranos insignificantes y la tierra no se puede cultivar porque permanece helada en forma de permafrost todo el año. 

Pero a los designios de Stalin nada ni nadie se oponía. En el verano de 1949 dieron comienzo las obras atacando desde los dos extremos de la línea. Desde Salejard partió el llamado “Ferrocarril 501”, desde Igarka el “Ferrocarril 503”. La idea era que se encontrasen en la mitad del camino. A cada uno de los ferrocarriles se le asignaron 50.000 trabajadores traídos al efecto desde los campos cercanos. 

Nada más empezar se toparon con el primer imprevisto. Por falta de materiales y de tecnología adecuada era imposible cruzar los ríos Obi y Yenisei. Para ambos hacía falta tender puentes de más de dos kilómetros de largo con pilares cimentados sobre el profundo lecho fluvial. En espera de encontrar una mejor solución los sustituyeron con transbordadores y continuaron por la tundra. Las condiciones de vida de los trabajadores eran infrahumanas. Los presos caían como chinches víctimas del hambre, las enfermedades y el esfuerzo. Pero ese no era el factor que más preocupaba a los burócratas de Moscú, sino el tiempo. Stalin quería resultados rápidos para inaugurar cuanto antes la línea a bordo de un lujoso tren y vender luego la proeza al mundo en los noticieros de los cines. 

Los ingenieros se las veían y se las deseaban. La tundra es una de las superficies más inestables que existen. La capa superior se funde en los meses estivales formando pantanos que deshacían el tendido, lo que obligaba a reconstruirlo constantemente. Los materiales de obra escaseaban. Las acerías del plan quinquenal no producían suficientes vías pero, como el ferrocarril de Igarka era una obra prioritaria, se arrancaron raíles en mal estado de otras partes de la URSS y fueron enviadas hasta Siberia, donde eran soldadas de nuevo las unas a las otras sobre el permafrost. 

Tramos enteros quedaban paralizados durante meses por problemas logísticos, falta de maquinaria, o porque las epidemias propias de las zonas pantanosas infestadas de mosquitos acababan con partidas enteras de trabajadores. Luego, cuando la noche perpetua del largo invierno ártico se echaba encima las obras tenían que parar de golpe. Todos, empezando por los jerarcas del Gulag y terminando por el último preso de guerra alemán aquejado de difteria, sabían que aquello era absurdo, que levantaban una vía férrea que conducía a ninguna parte. Jamás se terminaría, y si lo hacía difícilmente tren alguno podría circular por ella. 

En el invierno de 1953 las obras afrontaban su cuarto año y sólo se había construido la mitad del trayecto, unos 650 kilómetros de vía única en un rincón olvidado del polo norte. Entonces, el 5 de marzo de aquel año, sucedió un milagro. El padre Stalin, Koba el temible, murió en su dacha de Kuntsevo. Mientras sus deudos del Partido se apresuraban a beatificarle pública y ruidosamente, en algún despacho de la dirección general de campos se suspendió la construcción del ferrocarril de Igarka. Nadie, ni los más fieles cortesanos del zar rojo, se quejó.

Los supervivientes fueron devueltos a los gulags de los que habían salido años antes. De las víctimas nadie se acordó. No se tomaron ni el trabajo de contarlas. Habían sido miles, muchos miles, un insignificante cero más a sumar a la inmensa carnicería que, durante los últimos años de Stalin, se perpetró en los campos soviéticos a mayor gloria del comunismo. 


La infraestructura: sus vías, estaciones, locomotoras y puestos de abastecimiento quedaron allí, silenciosos, como testigos mudos de la estupidez congénita del homo sovieticus. La obra había costado cerca de 10.000 millones de dólares en un país que pasaba hambre y cuyos habitantes se hacinaban en cabañas y edificios semiderruidos que aún se lamían las heridas de la guerra. Nunca circuló un solo tren por el ferrocarril 501, el último capricho criminal de Stalin.









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