El confinamiento como experimento totalitario
(por Fernando del Pino Calvo-Sotelo)
15 MAYO, 2020
PUBLICADO EN EXPANSIÓN
En países más libres que el nuestro crecen las críticas a
esa reacción aturullada y miope llamada confinamiento, de brutales
consecuencias sociales y económicas y cuya eficacia sanitaria a largo plazo se
comienza a poner en duda. En palabras del profesor de biología de Stanford y
Premio Nobel Michael Levitt, “cuando analicemos todos los datos, el daño
producido por los confinamientos excederá enormemente cualquier beneficio”.
Algunas críticas se centran en la enorme penuria económica que ya está
causando. En efecto, aunque el gobierno crea que la economía es como un coche
que se puede parar y arrancar de nuevo sin problema, no es así. En realidad, la
economía se parece más a un sistema biológico que a una máquina, por lo que la
privación brutal de actividad puede asimilarse a la anoxia, la falta casi total
de oxígeno que conduce rápidamente a un deterioro orgánico irreversible: con
igual celeridad, el parón económico produce un daño permanente e irreparable.
Sin embargo, los mismos que no comprendieron el error de una semana de retraso
en combatir la epidemia no comprenden el error de retrasar la vuelta a la
normalidad: en una semana se perderán empleos que no se recuperarán, quizá,
hasta dentro de una década. O quizá sí lo comprenden, en cuyo caso pretenden crear
una sociedad empobrecida dependiente de la limosna de la casta gobernante. La
llaman, creo, “renta mínima vital” (vital para mantener el poder, se
sobreentiende).
Típico de la era de la propaganda simplona, el gobierno ha
creado un debate maniqueo y falaz contraponiendo la voluntad de “salvar vidas”
(defendida por la izquierda, esto es, los buenos) con la de “salvar la
economía” (defendida por la derecha, esto es, los malos). Qué descaro que este
gobierno hable de salvar vidas: tras 50 días con el confinamiento más drástico
del mundo (diez veces el período medio de incubación del virus), hemos pasado
de 288 a cerca de 38.000 muertos (según datos autonómicos), lo que convierte a
España en el país con mayor mortalidad por habitante. El 97% de los fallecidos
era mayor de 60 años (casi todos mayores de 70) y gran parte del 3% restante
sufría patologías concomitantes. Estos datos dan alas a los críticos del
confinamiento, que habría encerrado innecesariamente a personas sanas, que en
caso de contagiarse serían mayoritariamente asintomáticas o leves (casi toda la
población activa), mientras desprotegía a quienes realmente necesitaban
protección, con horrorosas consecuencias. Siendo prioritario minimizar el
número de muertos y no el de contagiados leves, ¿qué resultados habríamos
obtenido de haber aislado sólo a la población de riesgo y a los enfermos
concentrando los recursos disponibles en la protección de nuestros mayores y de
los hospitales, focos sostenidos de contagio? Recuerden los 40.000 sanitarios
infectados – que habrán contagiado a muchos otros – porque las autoridades los
dejaron desprotegidos. Y además del coste social y económico causado por un
encierro tan largo, ¿cuál será el coste humano del evidente deterioro de la
salud mental, con recomendaciones que abonan la ansiedad, la depresión y el
desarrollo de trastornos obsesivo-compulsivos, y física, incluyendo el retraso
de tratamientos perentorios?
No hay contradicción alguna entre salvar la economía y
salvar vidas, porque la economía salva vidas. Si hundimos la economía, no
podremos financiar los recursos para sostener nuestro sistema sanitario. En
efecto, la correlación negativa entre pobreza y salud es bien conocida, lo que
explica que el Programa de Alimentos de la ONU (WFP) haya estimado que “existe
un peligro real de que más gente muera por el impacto económico por el Covid-19
que por el virus mismo”, previendo que el número de personas enfrentadas a la
hambruna se duplicará hasta los 260 millones. Como decía el gran economista
Henry Hazlitt, “el arte de la economía consiste en considerar no los efectos
inmediatos, sino los que se producirán a largo plazo por cualquier acto o
medida política; en calcular las repercusiones de tal política, no sobre un
grupo, sino sobre todos los sectores”.
Sin embargo, lo más preocupante del confinamiento es la
rapidez con la que los gobiernos han usurpado un poder casi dictatorial en una
alarmante involución de derechos y libertades. España ha sido un caso extremo:
en pocas semanas nuestras libertades más básicas se han disuelto como
azucarillo, el Estado de Derecho ha desaparecido como por ensalmo y nos han
impuesto un arresto domiciliario de dudosísima legalidad mientras esperamos que
nos den la libertad condicional como si fuéramos delincuentes. Por órdenes del
gobierno somos vigilados por la policía (cuya imagen se deteriora por momentos)
en un ambiente represivo y proclive a la extralimitación, con toques de queda y
salvoconductos, continuos controles policiales (típicos de dictaduras),
actitudes intimidatorias, acciones desproporcionadas, sanciones abusivas e
invitaciones a la delación de hechos no delictivos como la “insolidaridad”
(otra piedra angular de regímenes totalitarios es el colaboracionismo,
fomentando la delación entre ciudadanos).
Con estas medidas los yonquis del poder están midiendo la
capacidad de aguante del ciudadano preguntándose hasta qué extremo tragará con
los abusos de un nuevo régimen que ha encontrado en el pánico – que impide
pensar – un arma eficaz. Por tanto, la pavorosa restricción de libertades (de
circulación, de reunión, de expresión, de culto) está siendo un experimento.
Así, los motivos sanitarios se utilizan ya como coartada y el grupo de
supuestos “expertos” avaladores se transforma en una tapadera que aprovecha el
principio de autoridad para que la gente acepte, de manos de “técnicos” de bata
blanca, errores de juicio garrafales y propuestas disparatadas que cambian
sobre la marcha en función del aplauso o del abucheo. Y qué decir del escarnio
a los muertos que supone la opacidad en el cálculo de su número real,
explicaciones vergonzosas incluidas.
Al tener raíces políticas, muchas normas son absurdas y
ajenas a la lógica médica. Por ejemplo, para evitar las aglomeraciones en los
paseos lo lógico sería que la duración de las franjas horarias fuera
proporcional al porcentaje de la población afectada y no el resultado de
caprichos burocráticos. También sería clave aprovechar las horas centrales del
día, con mayor temperatura y exposición solar: la primera debilita al virus y la
segunda es fuente de vitamina D, esencial para el sistema inmunológico y cuya
insuficiencia puede estar relacionada, según estudios recientes , a los cuadros
más graves causados por el SARS-CoV-2. Sin embargo, se ha privado de aire
fresco y luz solar a toda la población durante dos meses para luego dejarles
salir a horas crepusculares.
Hannah Arendt describió en Los Orígenes del Totalitarismo
cómo la mentira y el miedo son los dos instrumentos primordiales de todo
gobierno totalitario: “Cuando la diferencia entre la verdad y la mentira se
convierte en una mera cuestión de poder y astucia, de presión y repetición
infinita, las falsedades más monstruosas se transforman en hechos
incuestionables”. Gracias al alarmismo mediático, el miedo a la muerte por un virus
cuya letalidad real en la inmensa mayoría de la población es muy baja ha
bastado para crear un pánico y una paranoia que interesa a quienes desean
imponer formas más permanentes de restricción de libertades, control de las
personas y vigilancia de sus movimientos. A este horror que intentan imponer lo
llaman, creo, la “nueva normalidad”.
Querido lector: el autoritarismo de un gobierno de vocación
totalitaria, la mentira y la opresión son enormemente preocupantes, pero más lo
es la posibilidad de que un pueblo sugestionado por un estado de psicosis pueda
llegar a menospreciar sus derechos fundamentales y convertirse en oveja mansa y
muda conducida al matadero por unos baladrones desalmados. Yo creo que, por
debajo de la apariencia de un fuego apagado, subsisten las ascuas del español
indómito, orgulloso y libre, que prenderán una vez más. Contra la nueva
tiranía, hagamos ondear la vieja bandera de la libertad. La bandera de España,
por ejemplo.
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