Hace unas semanas
un conductor bilbaíno provocaba el enfado de la autoridad y de otros conductores, por el simple hecho de respetar "a rajatabla" los límites de velocidad en el centro urbano, y que todos sabemos, no se pueden cumplir.
Hace unos días, venía yo a una velocidad legal de unos 85 km/h por una secundaría limitada a 90 discutiendo con mi “
copiloto” acerca de este asunto. De pronto, una señal de limitación a 40 km/h. Para apoyar mis argumentos, reduje la velocidad ligeramente por encima de la limitación. Nos miramos ambos ocupantes y con un leve gesto, invité a mi acompañante a que observara el cuadro del coche: marcaba 42 ó 44 km/h. Mi compañero,
automáticamente, agarró
disimuladamente el asa de la puerta, en previsión de que alguien nos arreara un estacazo por la retaguardia.
No hace mucho pusieron un radar en otra carretera secundaria (con limitación genérica a 90 km/h) y a decir verdad estaba bien puesto, porque se trata de una recta cuyo final es un cambio de rasante hacia abajo con curva a la izquierda muy peligrosa circulando a velocidades superiores a los 100 km/h especialmente para los que desconocen el trazado. Pues bien, se ve que el radar ha cumplido demasiado bien su función de reducir a cero los accidentes en ese tramo, pero sin poner una sola multa, por lo que era imprescindible reducir la velocidad máxima a 70 km/h para rentabilizar el cacharro. Ahora se pueden observar docenas de huellas de frenada en toda la zona.
Desde un punto de vista práctico, las normas que imponen los actuales límites de velocidad no pueden ser respetadas (es más, puede ser peligroso respetarlas) y desde un punto de vista moral o ético, tales normas no merecen ningún respeto.
Los gobernantes nos limitan la libertad individual,
castigando simples actos formales que no lesionan derechos de terceros; incluso en vías desiertas con perfecta visibilidad y firme seco, o en autopistas de peaje de reciente
construcción y con tres carriles, la limitación de 120 km/h, persiste.
Conducir un vehículo es de por sí una actividad arriesgada, por eso existen compañías de seguros. Sin embargo los gobiernos están
identificando riesgo con irresponsabilidad. Se castiga el riesgo, sin lesión de derechos de otros, convirtiéndolo, incluso en delito, y resulta que conductas irresponsables, cuasi dolosas y con resultado de muerte, se sancionan con penas ridículas. ¿Realmente, los legisladores conocen las consecuencias de lo que están haciendo?
La Ley deja de ser respetable cuando los principios de convivencia que aparentemente quieren protegerse con la imposición de determinadas normas, no coinciden con la realmente perversa finalidad recaudatoria que tienen esas
imposiciones y
prohibiciones.
Se está quitando legitimidad a las normas jurídicas, se arrastra el Derecho hacia la arbitrariedad, y por tanto se inculca en la gente, que todo el Derecho, que todo el ordenamiento jurídico, no merece ningún respeto.
Y es que las normas de tráfico no afectan a un núcleo reducido de personas como puede ser el caso, por ejemplo, de la reglamentación sobre la captura del cangrejo o el percebe.
Las normas de tráfico afectan casi a la totalidad de la población. Y además, para los jóvenes con su reluciente licencia de conducción, estas normas, suponen
prácticamente, a partir de la primera multa, el
descubrimiento de la diaria presencia coactiva del Estado en sus vidas. Han de sentir pues, que todas las normas, sin excepción, son respetables.
Así pues, los resultados realmente perseguidos: fenomenales: la recaudación por multas crece de forma exponencial.
El impacto real: nefasto.
Masas de conductores responsables cabreados por doquier.
Cruzar la península (o Europa, excepto Alemania) de norte a sur o de este a oeste a velocidades legales implica esfuerzos titánicos para mantener la concentración entre la vía y el marcador de velocidad; entre la adecuación a las condiciones reales del tráfico y el juego del gato y el ratón a que nos obligan a jugar, y que estamos condenados a perder, tratando de averiguar donde
puñetas estarán escondidos con su radar móvil.
Eso por un lado, y por otro, la aplicación de estas perversas normas no consigue más que incentivar la irresponsabilidad y el escape de la ley. Distracciones por aburrimiento, circulación
generalizada por el carril central o de la izquierda, cambios bruscos de carril con total desprecio de las velocidades relativas,
adelantamientos que se dilatan hasta lo
esperpéntico, inadecuación de la velocidad y de la conducción en general al estado del tráfico y de las vías, mercado negro
generalizado de compraventa de
identificaciones falsas, florecimiento de las industrias de detectores de radares, o de extraños artilugios mecánicos para ocultar matrículas … etc, etc, etc.
Es más, el que se haya leído el nuevo proyecto de Ley de seguridad vial que en
trará en vigor el próximo año 2010, que procure mantener la calma, cuando empiece a comparar como equipara conductas muy peligrosas y temerarias con conductas absolutamente inocuas, igualándolas por medio de las respectivas sanciones.
Y lo peor de todo, es que esa no coincidencia del objetivo real y oculto de una norma o nueva regulación, y los valores o principios de cooperación social que sus promotores dicen que se defiende en su texto, no es exclusivo de las normas de tráfico; las hay a patadas. Sin ir más lejos, toda la legislación sobre inmigración es xenófoba. Y el origen de que lo sea, es el estatismo económico imperante. O ¿acaso podría usted, en uso de su libertad individual, invitar a su domicilio, y que se quede en él, todo el tiempo que le dé la gana, a un extranjero procedente de un país subsahariano, al que por cualquier razón considere interesante para su vida?. Bien, eso será asunto de otro post.