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jueves, 31 de marzo de 2016

Caos planificado - Intervencionismo - Ludwig Von Mises (extracto)



"Todo individuo es libre de discrepar con el resultado de una campaña electoral o el proceso del mercado. Pero en una democracia no tiene otro medio de alterar las cosas que la persuasión. Si un hombre dijera: "No me gusta el alcalde elegido por voto mayoritario, por tanto pido al gobierno que lo reemplace por el hombre que prefiero", difícilmente le llamaríamos demócrata. Pero si se plantean las mismas cosas con respecto al mercado, la mayoría de la gente es demasiado torpe como para descubrir las aspiraciones dictatoriales que implica".
"Lo que pretende el intervencionista es la sustitución de la decisión de los consumidores por la presión policial. Toda esta palabrería: el estado debería hacer esto o aquello, significa en definitiva: la policía debería obligar a los consumidores a comportarse de otra manera de como lo  harían espontáneamente".
"El mercado es una democracia en la que cada centavo da un derecho de voto. Es verdad que los diversos individuos no tienen el mismo poder de voto. El hombre rico tiene más votos que el pobre. Pero ser rico y tener una renta superior es, en la economía de mercado, ya el resultado de una elección -de una votación- previa. Los únicos medios para adquirir riqueza y conservarla, en una economía de mercado no adulterada por privilegios y restricciones creados por el gobierno, es servir a los consumidores de la forma mejor y más barata. Los capitalistas y terratenientes que fracasan en esto sufren pérdidas. Si no cambian su proceder, pierden su riqueza y se hacen pobres. Son los consumidores los que hacen pobres a los ricos y ricos a los pobres. Son los consumidores los que fijan los salarios de una estrella de cine y un cantante de ópera a un nivel superior o al de un soldador o un contable".



A muchos defensores del intervencionismo les desconcierta que uno les diga que al recomendar el intervencionismo ellos mismos están alimentando tendencias antidemocráticas y dictatoriales y el establecimiento de un socialismo totalitario. Protestan diciendo que son creyentes sinceros y se oponen a la tiranía y el socialismo real. Lo que buscan es solo la mejora de las condiciones de los pobres. Dicen que les mueven consideraciones de justicia social  y están a favor de una distribución más justa de la renta precisamente porque tratan de conservar el capitalismo y su corolario político o superestructura, es decir, el gobierno demo­crá­tico.
         De lo que no se da cuenta esta gente es de que las diversas medidas que sugieren no son capaces de producir los resultados benéficos pretendidos. Por el contrario, producen un estado de cosas que desde el punto de vista de sus defensores es peor que el estado previo que estaba pensado alterar. Si el gobierno,  ante el fracaso de su primera intervención, no está dispuesto a deshacer esta interferencia con el mercado y volver a una economía libre, debe añadir a su primera medida cada vez más regulaciones y restricciones. Procediendo paso a paso en esta vía acaba llegando a un punto en el que ha desaparecido toda libertad económica de los individuos. Entonces aparece el socialismo de patrón alemán, el Zwangswirtschaft.
         Ya hemos mencionado el caso de los salarios mínimos. Veamos el asunto con más detalle con un análisis de un caso típico de control de precios.
         Si el gobierno quiere hacer posible a padres pobres dar más leche a sus hijos, debe comprar leche al precio del mercado y venderla a esos pobres con una pérdida a un precio más abarato; la pérdida se puede cubrir con los medios recaudados por impuestos. Pero si el gobierno sencillamente fija el precio de la leche a un nivel inferior al de mercado, los resultados obtenidos serán los contrarios a los objetivos del gobierno. Los productores marginales, para evitar pérdidas, cerrarán sus negocios de producir y vender leche. Habrá menos leche disponible para los consumidores, no más. Este resultado es contrario a las intencio­nes del gobierno. El gobierno interfirió porque consideraba a la leche como una necesidad vital. No quería restringir su oferta.
         Ahora el gobierno tiene que afrontar la alternativa: o refrenar sus esfuerzos por controlar los precios o añadir a su primera medida una segunda, es decir, fijar los precios de los factores de producción necesarios para la producción de leche. Luego la historia se remite a otro nivel: el gobierno tiene que fijar de nuevo los precios de los factores de producción necesarios para la producción de aquellos factores de producción que se necesitan para la producción de leche. Así que el gobierno tiene ir cada vez más allá, fijando los precios de todos los factores de producción, tanto humanos (trabajo) como materiales, y obligando a cada empresario y a cada trabajador a continuar trabajando con esos precios y salarios. No puede omitirse ninguna rama productiva de esta fijación completa de precios y salarios y esta orden general de continuar con la producción. Si se dejaran en libertad algunas ramas de la producción, el resultado sería un traslado de capital y mano de obra a ellas y una caída  correspondiente en la oferta de bienes cuyos precios había fijado el gobierno. Sin embargo, son precisamente estos bienes los que el gobierno considera especialmente importantes para la satisfacción de las necesidades de las masas.
         Pero  cuando se alcanza este estado de control completo de los negocios, la economía de mercado se ha visto reemplazada por un sistema de economía planificada, por socialismo. Por supuesto, no es el socialismo de gestión directa  de toda fábrica por el estado, como en Rusia, sino el socialismo del patrón alemán o nazi.
         A mucha gente le fascinaba el supuesto éxito del control alemán de precios. Decían: Solo tienes que ser tan brutal y despiadado como los nazis y conseguirán controlar los precios. Lo que no veía esa gente, ansiosa por luchar contra el nazismo adoptando sus métodos, era que los nazis no aplicaron un control de precios dentro de una sociedad de mercado, sino que establecieron un sistema socialista completo, una comunidad totalitaria.
         El control de precios es contrario al fin si se limita solo a algunos productos. No puede funcionar satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Si el gobierno no deduce de este fracaso la conclusión de que debe abandonar todos los intentos de controlar los precios, debe ir cada vez más allá hasta que sustituya la economía de mercado por una completa planificación socialista.
         La producción puede dirigirse o bien por los precios fijados en el mercado por los compradores y por la abstención de comprar por parte del público o puede dirigirse por el consejo central público de gestión de la producción. No hay disponible una tercera alternativa. No hay un tercer sistema social viable que no sea economía de mercado ni socialismo. El control público de solo una parte de los precios debe llevar a un estado de cosas que, sin ninguna excepción, todos consideran como absurdo y contrario a sus fines. Su resultado inevitable es el caos y la inquietud social.
         Es esto lo que los economistas tienen en mente al referirse a la ley económica y afirmar que el intervencionismo es contrario a las leyes económicas.
         En la economía de mercado, los consumidores son supremos. Sus compras y sus abstenciones de comprar determinan en definitiva lo que producen los empresarios y en qué cantidad y con qué calidad. Determinan directamente los precios de los bienes de consumo e indirectamente los precios de todos los demás bienes de producción, como mano de obra y factores materiales de producción. Determinan la aparición de beneficios y pérdidas y la formación del tipo de interés. Determinan las rentas de cada individuo. El punto focal de la economía de mercado es el mercado, es decir, el proceso de formación de los precios de las materias primas, los salarios y los tipos de interés y sus derivados, ganancias y pérdidas. Hacen que todos los hombres sean responsables ante los consumidores en su capacidad como productores. Esta dependencia es directa con empresarios, capitalistas, granjeros y profesionales e indirecta con gente que trabaja por un salario. El mercado ajusta los esfuerzos de todos los dedicados al suministro de las necesidades de los consumidores a los deseos de aquellos para los que producen, los consumidores. Somete la producción al consumo.
         El mercado es una democracia en la que cada penique da un derecho de voto. Es verdad que los diversos individuos no tienen el mismo poder de voto. El hombre rico tiene más votos que el pobre. Pero ser rico y tener una renta superior es, en la economía de mercado, ya el resultado de una elección -una votación- previa. Los únicos medios para adquirir riqueza y conservarla, en una economía de mercado no adulterada por privilegios y restricciones creados por el gobierno, es servir a los consumidores de la forma mejor y más barata. Los capitalistas y terratenientes que fracasan en esto sufren pérdidas. Si no cambian su proceder, pierden su riqueza y se hacen pobres. Son los consumidores los que hacen pobres a los ricos y ricos a los pobres. Son los consumidores los que fijan los salarios de una estrella de cine y un cantante de ópera a un nivel superior o al de un soldador o un contable.
         Todo individuo es libre de discrepar con el resultado de una campaña electoral o el proceso del mercado. Pero en una democracia no tiene otro medio de alterar las cosas que la persuasión. Si un hombre dijera: "No me gusta el alcalde elegido por voto mayoritario, por tanto pido al gobierno que lo reemplace por el hombre que prefiero", difícilmente le llamaríamos demócrata. Pero si se plantean las mismas cosas con respecto al mercado, la mayoría de la gente es demasiado torpe como para descubrir las aspiraciones dictatoriales que implica.
         Los consumidores han tomado sus decisiones y determinado la renta del fabricante de zapatos, la estrella de cine y el soldador. ¿Quién es el Profesor X para arrogarse el privilegio de anular su decisión? Si no fuera un potencial dictador, no pediría al gobierno que interfiriera. Trataría de convencer a sus conciudadanos para que aumentaran la demanda de los productos de los soldadores y redujera su demanda de zapatos y películas.
         Los consumidores no están dispuestos a pagar por el algodón precios que harían rentable a las granjas marginales, es decir,  a las que producen bajo las condiciones menos favorables. Es realmente una desgracia para los granjeros afectados: deben dejar de cultivar algodón y tratar de integrarse de otra manera en toda la producción.
         ¿Pero qué pensaremos del estadista que interfiere por fuerza para aumentar el precio del algodón por encima del nivel al que llagaría en el mercado libre? Lo que pretende el intervencionista es la sustitución de la decisión de los consumidores por la presión policial. Toda esta palabrería: el estado debería hacer esto o aquello, significa en definitiva: la policía debería obligar a los consumidores a comportarse de otra manera de como lo  harían espontáneamente. En propuestas como: aumentemos nosotros los precios agrícolas, aumentemos nosotros los salarios, rebajemos nosotros los beneficios, rebajemos nosotros los salarios de los ejecutivos, el nosotros se refiere en último término a la policía. Aun así los autores de estos proyectos protestan diciendo que están planificando para la libertad y la democracia industrial.
         En la mayoría de los países no socialistas, se concede a los sindicatos derechos especiales. Se les permite impedir trabajar a no miembros. Se les permite convocar una huelga y, durante la huelga, tienen prácticamente libertad para emplear la violencia contra todos los dispuestos a continuar trabajando, es decir, los esquiroles. Este sistema atribuye un privilegio ilimitado a los dedicados a ramas vitales de la industria. Aquellos trabajadores cuya huelga corta el suministro de agua, luz, alimentos u otras necesidades están de disposición de obtener lo que quieran a coste del resto de la población. Es verdad que en Estados Unidos sus sindicatos hasta ahora han ejercitado cierta moderación para aprovechar estas oportunidades. Otros sindicatos americanos y muchos sindicatos europeos han sido menos cautos. Tratan de forzar aumentos salariales sin preocuparse por el desastre inevitablemente resultante.
         Los intervencionistas no son lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que la presión y compulsión sindicales son absolutamente incompatibles con cualquier sistema de organización social. El problema sindical no tiene ninguna relación con el derecho de los ciudadanos a asociarse entre sí en asambleas y asociaciones: ningún país democrático niega este derecho a sus ciudadanos. Tampoco discute nadie el derecho de un hombre a dejar de trabajar e ir a la huelga. La única cuestión es si los sindicatos deberían o no recibir el privilegio de recurrir con impunidad a la violencia. Este privilegio no es menos incompatible con el socialismo que con el capitalismo. Ninguna cooperación social bajo la división del trabajo es posible cuando a alguna gente o sindicatos se les concede e derecho a impedir por violencia que trabaje otra gente. Aplicar por violencia una huelga en sectores vitales de la producción o una huelga general equivale a una destrucción revolucionaria de la sociedad.
         Un gobierno abdica si tolera que cualquier agencia no gubernamental utilice la violencia. Si el gobierno renuncia a su monopolio de la coacción y la compulsión, se producen condiciones de anarquía. Si fuera verdad que un sistema democrático de gobierno no es apropiado para proteger incondicionalmente el derecho de todo individuo a trabajar desafiando las órdenes de un sindicato, la democracia estaría condenada. Entonces la dictadura sería el único medio de preservar la división del trabajo y evitar la anarquía. Lo que generó dictaduras en Rusia y Alemania fue precisamente el hecho de que la mentalidad de estas naciones hizo inviable la supresión de la violencia sindical bajo condiciones democráticas. Los dictadores abolieron las huelgas y así doblaron el espinazo del sindicalismo laboral. No hay huelgas en el imperio soviético.
         Es ilusorio creer que el arbitraje de disputas laborales pueda incluir a los sindicatos dentro del marco de la economía de mercado y hacer compatible su funcionamiento con la preservación de la paz interior. La resolución judicial de controversias es viable si hay una serie de normas disponibles, según las cuales pueden juzgarse casos individuales. Pero si un código así es válido y sus provisiones se aplican a la determinación de los niveles salariales, ya no es el mercado el que los fija, sino el código y quienes lo legislan. Luego el gobierno es supremo y ya no los consumidores comprando y vendiendo en el mercado. Si no existe ese código, falta un patrón sobre el que poder resolver las disputas entre empresarios y empleados. Es inútil hablar de salarios "justos" en ausencia de dicho código. La idea de justicia no tiene sentido si no se relaciona con un patrón establecido. En la práctica, si los empleados no se rinden a las amenazas de los sindicatos, el arbitraje equivale a la determinación de salarios por el árbitro nombrado por el gobierno. Una decisión autoritaria perentoria sustituye al precio del mercado. Siempre pasa lo mismo: el gobierno o el mercado. No hay una tercera solución.
         Las metáforas son a menudo muy útiles para resolver problemas complicados y hacerlos comprensibles a mentes menos inteligentes. Pero se convierten en equívocas y generan sinsentidos si la gente olvida que toda comparación es imperfecta. Es tonto tomar expresiones metafóricas literalmente y deducir de su interpretación características del objeto que uno quería hacer más fácilmente comprensible con su utilización. No hay nada dañino en la descripción de los economistas de la operación del mercado como automática y en su costumbre de hablar de las fuerzas anónimas que operan en el mercado. No podrían prever que alguien fuera tan estúpido como para interpretar literalmente estas metáforas.
         Ninguna fuerza “automática” ni “anónima” actúa en el “mecanismo” del mercado. Los únicos factores que dirigen el mercado son los actos voluntarios de los hombres. No hay automatismo: hay hombres buscando conscientemente fines elegidos y recurriendo deliberadamente a medios concretos para alcanzar estos fines. No hay fuerzas mecánicas misteriosas: solo existe la voluntad de cada individuo para satisfacer su demanda de diversos bienes. No hay anonimato: hay tú y yo y Bill y Joe y todos los demás. Y cada uno de nosotros se dedica tanto a la producción como al consumo. Cada uno contribuye en su parte a la determinación de los precios.
         El dilema no está entre fuerzas automáticas y acción planificada. Está entre el proceso democrático del mercado, en el que todo individuo tiene su parte, y el gobierno exclusivo de un cuerpo dictatorial. Lo que hace la gente en la economía de mercado es la ejecución de sus propios planes. En este sentido, toda acción humana significa planificación. Lo que defienden quienes se llaman a sí mismos planificadores no es la sustitución de dejar que las cosas sigan curso por la acción planificada. Es la sustitución de los planes de sus conciudadanos por el plan del propio planificador. El planificador es un dictador potencial que quiere privar al resto de la gente del poder de planificar y actuar de acuerdo con sus propios planes. Solo busca una cosa: la preeminencia absoluta exclusiva de su propio plan.
         No es menos erróneo declarar que un gobierno que no sea socialista no tiene ningún plan. Todo lo que haga un gobierno es una ejecución de un plan, es decir, de una idea. Uno puede estar en desacuerdo con ese plan. Pero uno no debe decir que no es un plan en absoluto. El profesor Wesley C. Mitchell mantenía que el gobierno liberal británico “planificó no tener ningún plan”.[1] Sin embargo, el gobierno británico en el época liberal indudablemente tuvo un plan concreto. Su plan era la propiedad privada de los medios de producción la libre iniciativa y la economía de mercado. Gran Bretaña fue en verdad muy próspera bajo este plan que según el profesor Mitchell no es “ningún plan”.
         Los planificadores pretenden que sus planes son científicos y que no puede haber desacuerdo con respecto a ellos entre la gente bienintencionada y decente. Sin embargo no existe un tendría científico. La ciencia es competente para establecer lo que es. Nunca puede dictar lo que tendría que ser y qué fines debería buscar la gente. Es un hecho que los hombres discrepan en sus juicios de valor. Es insolente arrogarse el derecho a denegar los planes de otra gente y obligarla a someterse al plan del planificador. ¿De quién debería ejecutarse el plan? ¿El plan del director general o el de cualquier otro grupo? ¿El plan de Trotsky o el de Stalin? ¿El plan de Hitler o el de Strasser?
         Cuando la gente asume la idea de que en el campo de la religión solo debe adoptarse un plan, se producen guerras sangrientas. Con el reconocimiento del principio de libertad religiosa cesaron estas guerras. La economía de mercado salvaguarda la cooperación económica pacífica porque no usa la fuerza sobre los planes económicos de los ciudadanos. Si un plan maestro sustituye a los planes de cada ciudadano, debe aparecer una lucha sin fin. Quienes estén en desacuerdo con el plan del dictador no tienen otros medios para llevarlo a cabo que derrocar al déspota por la fuerza de las armas.
         Es una ilusión creer que un sistema de socialismo planificado podría funcionar siguiendo métodos democráticos de gobierno. La democracia está inextricablemente ligada al capitalismo. No puede existir donde haya planificación. Refirámonos a las palabras del más eminente de los defensores contemporáneos del socialismo. El profesor Harold Laski declaró que la obtención del poder por el Partido Laborista Británico en la forma parlamentaria normal debe generar una transformación radical del gobierno parlamentario. Una administración socialista necesita “garantías” de que su trabajo de transformación no se vería “interrumpido” por su abolición en caso de su derrota en las urnas. Por tanto, la suspensión de la constitución es “inevitable”.[2] ¡Cómo les hubiera gustado a Carlos I y Jorge III haber conocido los libros del profesor Laski!
         Sidney y Beatrice Webb (Lord y Lady Passfield) nos dicen que “en cualquier acción corporativa una leal unidad de pensamiento es tan importante que, si ha de conseguirse algo, la discusión pública debe suspenderse entre la promulgación de la decisión y el cumplimiento de la tarea”. Mientras “el trabajo está en progreso”, cualquier expresión de duda o incluso de miedo a que el plan no tenga éxito, es “un acto de deslealtad o incluso de traición”.[3] Como el proceso de producción no cesa nunca y algún trabajo está siempre en progreso, de esto se deduce que un gobierno socialista nunca debe conceder ninguna libertad de expresión ni de prensa. “Una leal unidad de pensamiento”, ¡qué resonante circunloquio para los ideales de Felipe II y la Inquisición! En este sentido, otro eminente admirador de los soviéticos, Mr. T.G. Crowther, habla sin reservas. Declara lisa y llanamente que la inquisición es “beneficiosa para la ciencia cuando protege a una clase que se alza”,[4] es decir, cuando los amigos de Mr. Crowther recurren a ella. Podrían citarse cientos de declaraciones similares.
         En la época victoriana, cuando John Stuart Mill escribió su ensayo Sobre la libertad, opiniones como las sostenidas por el profesor Laski, Mr. y Mrs. Webb y Mr. Crowther se calificaban de reaccionarias. Hoy se califican como “progresistas” y “liberales”. Por otro lado, la gente que se opone a la suspensión del gobierno parlamentario y de la libertad de expresión y de prensa y al establecimiento de la inquisición son desdeñados como “reaccionarios”, como “realistas económicos” y como “fascistas”.
         Aquellos intervencionistas que consideran al intervencionismo como un método para llegar al socialismo total paso a paso son al menos coherentes. Si las medidas adoptadas no logran los resultados benéficos esperados y acaban en desastre, piden cada vez más interferencia pública hasta que el gobierno se ha apropiado de la dirección de todas las actividades económicas. Pero aquellos intervencionistas que consideran al intervencionismo como un medio para mejorar el capitalismo y por tanto conservándolo están completamente confundidos.
         A los ojos de esta gente, todos los efectos indeseados e indeseables de la interferencia del gobierno con los negocios eran causados por el capitalismo. El mismo hecho de que una medida gubernamental haya producido un estado de cosas que les desagradara era para ellos una justificación de medidas adicionales. Por ejemplo, no entienden que el papel que desempeñan los planes monopolistas en nuestro tiempo es el efecto de la interferencia gubernamental, con cosas como aranceles y patentes. Defienden la acción del gobierno para impedir el monopolio. Uno difícilmente puede imaginar una idea menos realista. Pues los gobiernos a los que piden luchar contra el monopolio son los mismos gobiernos que son devotos del principio del monopolio. Así el gobierno estadounidense del New Deal se embarcó en una organización monopolística completa de todos los sectores estadounidenses de negocios, por medio de la NRA y buscó organizar las granjas estadounidenses como un enorme esquema monopolista, restringiendo la producción agroganadera para sustituir los precios más bajos del mercado por precios de monopolio. Fue una parte de varios acuerdos de control internacional de varias materias primas cuyo objetivo no oculto era establecer monopolios internacionales de varias materias primas. Lo mismo es aplicable a otros gobiernos. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue asimismo parte de algunas de estas convenciones monopolísticas intergubernamentales.[5] Su repugnancia a la colaboración con los países capitalistas no era tan grande como para perder una oportunidad de estimular el monopolio.
         El programa de este contradictorio intervencionismo es la dictadura, supuestamente para hacer libre al pueblo. Pero la libertad que predican sus defensores es libertad de hacer lo “correcto”, es decir, las cosas que ellos quieren que se hagan. No solo ignoran el problema económico consecuente. Les falta la facultad del pensamiento lógico.
         La justificación más absurda del intervencionismo la proporcionan quienes ven el conflicto entre capitalismo y socialismo como si fuera un concurso sobre la distribución de la riqueza. ¿Por qué no deberían ser más sumisas las clases acaudaladas? ¿Por qué no deberían conceder a los trabajadores pobres una parte de sus amplios ingresos? ¿Por qué deberían oponerse al designio del gobierno de aumentar la parte de los desfavorecidos decretando salarios mínimos y precios máximos y recortando beneficios y tipos de interés hasta un nivel “más justo”? La flexibilidad en esos asuntos, dicen, quitaría aire a los barcos de los revolucionarios radicales y conservaría el capitalismo. Los peores enemigos del capitalismo, dicen, son esos doctrinarios intransigentes que excesiva defensa de la libertad económica, el laissez faire y el manchesterismo hace inútil todo intento de llegar a un compromiso con las demandas de los trabajadores. Estos tercos reaccionarios son los únicos responsables de la amargura de la lucha contemporánea y el odio implacable que genera. Lo que se necesita es la sustitución de la actitud puramente negativa de los realistas económicos por un programa constructivo. Y, por supuesto, lo “constructivo” es, a los ojos de esta gente, solo el intervencionismo.
         Sin embargo este modo de razonar es completamente defectuoso. Da por sentado que las diversas medidas de interferencia del gobierno con los negocios alcanzarían los resultados benéficos que sus defensores esperan. Ignora alegremente todo lo que dice la economía acerca de la futilidad en alcanzar los fines buscados y sus consecuencias inevitables e indeseables. La cuestión no es si los salarios mínimos son justos o injustos, sino si producen o no desempleo de una parte de los que desean trabajar. Al llamar justas a estas medidas, el intervencionista no rebate las objeciones planteadas contra su eficacia por los economistas. Simplemente muestra ignorancia sobre el asunto en cuestión.
         El conflicto entre capitalismo y socialismo no es un concurso entre dos grupos de reclamantes respecto del tamaño de las porciones a adjudicar a cada uno de ellos de una oferta concreto de bienes. Es una disputa respecto de qué sistema de organización social sirve mejor al bienestar humano. Quienes luchan contra el socialismo no lo rechazan porque envidien a los trabajadores los beneficios que estos puedan supuestamente conseguir del modo socialista de producción. Luchan contra el socialismo precisamente porque están convencidos de que dañaría a las masas al reducirlas al estado de siervos pobres completamente a merced de dictadores irresponsables.
         En este conflicto de opiniones todos deben reflexionar y tomar una postura concreta. Todos deben alinearse o con los defensores  de la libertad económica o con los del socialismo totalitario. Uno no puede evitar este dilema adoptando una postura supuestamente intermedia, es decir, el intervencionismo. Pues el intervencionismo no es ni una postura intermedia ni un compromiso entre capitalismo y socialismo. Es un tercer sistema. Es un sistema cuyo absurdo e inutilidad es reconocido no solo por todos los economistas sino incluso por los marxistas.
         No existe una defensa “excesiva” de la libertad económica. Por un lado, la producción puede dirigirse por los esfuerzos de cada individuo en ajustar su conducta para atender los deseos más urgentes de los consumidores de la manera más apropiada. Es la economía de mercado. Por otro lado, la producción puede dirigirse por decreto autoritario. Si estos decretos afectan solo a algunos elementos aislados de la estructura económica, no consiguen alcanzar los fines buscados y a sus propios defensores no les gusta su resultado. Si llegan a una reglamentación completa, significa socialismo totalitario.
         Los hombres deben elegir entre la economía de mercado y el socialismo. El estado puede conservar la economía de mercado protegiendo vida, salud y propiedad privada contra agresiones violentas o fraudulentas o puede él mismo controlar la dirección de todas las actividades de producción. Alguna agencia debe determinar qué debería producirse. Si no son los consumidores por medio de la oferta y la demanda en el mercado, debe ser el gobierno por coacción.




            [1]Wesley C. Mitchell, "The Social Sciences and National Planning" en Planned Society, ed. Findlay Mackenzie (Nueva York, 1937), p. 112.
            [2]Laski, Democracy in Crisis (Chapel Hill, 1933), pp. 87–88.
            [3]Sidney and Beatrice Webb, Soviet Communism: A New Civilization? (Nueva York, 1936), Vol. II, pp. 1038-1039.
            [4]T.G. Crowther, Social Relations of Science (Londres, 1941), p. 333.
            [5]La recopilación de estas convenciones fue publicada por la Oficina Internacional del Trabajo, bajo el título Intergovernmental Commodity Control Agreements (Montreal, 1943).

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