Los seres humanos no son plantas ni ganado; son agentes con propósitos, que se plantean fines y emplean medios para alcanzarlos. Como expuse en mi artículo de 2009 (blog La Acción Humana), la preferencia temporal refleja una verdad fundamental de la naturaleza humana: los individuos buscan siempre satisfacer sus objetivos lo antes posible, valorando más la realización inmediata que la futura. Esta preferencia no es un capricho, sino el motor que impulsa la acción humana, desde ahorrar para el futuro hasta alquilar una vivienda. Los seres humanos valoran más los bienes presentes respecto a los bienes futuros. Pretender suprimir la preferencia temporal mediante controles de precios, como los impuestos en el mercado de alquiler español —dominado por pequeños propietarios—, es no solo un error económico, sino un acto criminal contra la esencia de la humanidad. Es utilizar a los seres humanos como medios para el cumplimiento de los fines de la clase gobernante. En términos de Friedrich Hayek, es la fatal arrogancia de gobiernos que se creen omnipotentes.
Los pequeños propietarios, cada cual buscando el
cumplimiento de sus propios fines particulares, alquilan sus viviendas esperando una
renta que compense posponer la venta o el uso personal de su propiedad. Si las
leyes fijan precios artificialmente bajos (en zonas interesadamente declaradas
como “tensionadas”), muchos optarán por retirar sus pisos del mercado,
venderlos o destinarlos a alquileres turísticos. Esto reduce la oferta,
agravando la escasez de vivienda, como se observa en España tras normativas
como la Ley de Vivienda de 2023. Los efectos son claros: mercados distorsionados,
economías sumergidas, menos opciones para inquilinos vulnerables y un parque
inmobiliario deteriorado por la falta de inversión. Ignorar la preferencia
temporal no solo desincentiva la acción económica, sino que frustra los fines
de propietarios e inquilinos, generando caos en lugar de soluciones.
Suprimir la preferencia temporal es ir contra la naturaleza
humana. Los seres humanos actúan para cumplir sus propósitos lo antes posible (y así sucesivamente, mientras no vivamos en el paraiso), y las
rentas de mercado reflejan esa urgencia por alcanzar sus fines. Los gobiernos
que imponen controles de precios no solo desconocen esta realidad, sino que la
combaten, como si pudieran reprogramar la psicología humana por decreto. El
artículo de El País (15 de mayo de 2025) plantea preguntas como “¿A cuánto
alquilo mi piso? ¿Soy parte del problema de la subida de precios?”, sugiriendo
un dilema ético para los pequeños propietarios. Pero estas no son las preguntas
que realmente se hacen. Sus preocupaciones son mucho más humanas y urgentes:
“¿Y si me dejan de pagar? ¿Y si los inquilinos se convierten en okupas? ¿Y si
me destrozan el piso? ¿Qué pasa con mi vida, con mis ilusiones, con mis
proyectos, con mi vejez? Y, lo que es peor, ¿qué pasará con mi salud?”. Estas inquietudes
revelan el desprecio de los gobernantes por los proyectos individuales y la salud
mental y física de sus ciudadanos, a quienes someten a una incertidumbre que
amenaza su bienestar. Peor aún, es difícil creer que los gobernantes ignoren
las consecuencias. De hecho, no lo hacen. La historia —desde los fracasos de controles de alquiler en
Nueva York hasta los desabastecimientos en economías planificadas— demuestra
que estas políticas generan escasez y desigualdad. Esta circunstancia ha sido
confirmada hace dos días por los WhatsApps de José Luis Ábalos con el
presidente Pedro Sánchez, quien promulgó el decreto antidesahucios sabiendo que
impulsaría la okupación y, aun así, lo aprobó, evidenciando una despreciable indiferencia
hacia las consecuencias para los propietarios y el mercado.
La explicación más lógica es que los legisladores aceptan
estos efectos porque priorizan sus intereses: poder sobre las personas y dinero.
Estas restricciones consolidan el control político, permitiendo a los gobiernos
posar como protectores de los inquilinos mientras evaden soluciones reales,
como construir vivienda pública. Además, benefician a grupos de interés
—grandes inversores o sectores que prosperan en mercados opacos— a expensas de
los pequeños propietarios y los ciudadanos. Suprimir la preferencia temporal no
es un error inocente; es una estrategia deliberada que sacrifica el bienestar
general para perpetuar el poder. Los gobiernos que persisten en esta vía no
solo cometen un error técnico, sino que atentan contra la libertad, los fines y
la salud de los individuos. “Lo que no puede ser, no puede ser, y además es
imposible”. Forzar a los seres humanos a actuar contra su naturaleza es un
crimen que ningún decreto puede justificar.