El impuesto general sobre las ventas y las leyes de incidencia
por Murray Rothbard
Uno de los problemas más antiguos
relacionados con la fiscalidad es este: ¿Quién paga impuestos? Parecería que la
respuesta es obvia, pues el gobierno sabe a quién le cobra un impuesto
determinado. Sin embargo, el problema no es quién paga el impuesto inmediatamente,
sino quién lo sufre a largo plazo: es decir, si puede o no «trasladarse» del
contribuyente inmediato a otro. El traslado se produce cuando el contribuyente
puede subir su precio de venta para cubrir el impuesto, «trasladándolo» así al
comprador, o si es capaz de bajar el precio de compra de lo que adquiere,
«trasladándolo» así al vendedor.
Además de este problema de la
incidencia de la fiscalidad, hay que analizar otros efectos económicos de
distintos tipos y cantidades de impuestos.
La primera ley de la incidencia se puede enunciar de inmediato y es bastante radical: No puede trasladarse ningún impuesto. En otras palabras: ningún impuesto puede trasladarse del vendedor al comprador o al consumidor final. Más adelante veremos cómo se aplica esto específicamente a impuestos sobre consumos específicos y ventas, en los que generalmente se supone que se pueden trasladar.
Se considera en general que
cualquier impuesto a la producción o a las ventas incrementa el coste de
producción y, por consiguiente se traslada al consumidor, mediante un aumento
en el precio. Sin embargo, los precios nunca vienen determinados por los costes
de producción, sino al contrario. El precio de un bien se determina por el
volumen de sus existencias y su plan de demanda en el mercado. El plan de
demanda no se ve afectado por el impuesto. El precio de venta lo fija cada
empresa en el punto de ingreso neto máximo y cualquier precio superior, si no
varía el plan de demanda, simplemente contribuirá a reducir el ingreso neto.
Por tanto, un impuesto no puede trasladarse al consumidor.
Es verdad que un impuesto puede
trasladarse, en cierto sentido, si da lugar a que la oferta del producto
disminuya y por tanto su precio en el mercado suba. Pero difícilmente puede
llamarse a esto per se, traslado, pues un traslado implica que el impuesto se
pasa con poco o ningún problema hacia el productor. Si algunos productores
deben dejar el negocio para que se «traslade» el impuesto, difícilmente será un
verdadero traslado; más bien debería considerarse dentro de la categoría de
otros efectos de la fiscalidad.
Un impuesto general sobre las
ventas es el ejemplo clásico de impuesto a los productores que se cree que es
trasladable. Supongamos que el gobierno impone un impuesto del 20% a todas las
ventas al por menor. Supongamos asimismo que el impuesto puede imponerse por
igual en todo tipo de ventas. Parece obvio que, en relación con la mayoría
de la gente, el negocio sencillamente añadirá un 20% a su precio de venta y
sirve sin más como agencia recaudadora gratuita del gobierno. Sin embargo, el
problema no es ni mucho menos tan simple. De hecho, como hemos visto, no hay
razón para que los precios puedan incrementarse en modo alguno. Los precios ya
se encuentran en su punto de ingreso neto máximo, las existencias no han
disminuido y los planes de demanda no han cambiado. Por tanto, los precios no
pueden subir. Además, si nos fijamos en los precios en general, estos vienen
determinados por la oferta y la demanda de dinero. Para que los precios suban,
debe haber un incremento en la oferta de dinero, una disminución en su plan de
demanda o ambas cosas. Pero no ha ocurrido ninguna de estas alternativas. La
demanda de dinero en efectivo no ha disminuido, la oferta de bienes disponibles
a cambio de dinero tampoco y la oferta de dinero permanece constante. No hay
manera posible de que pueda obtenerse un incremento general en los precios.
Debería ser bastante evidente que
si los negocios fueran capaces de trasladar los incrementos de los impuestos a
los consumidores en forma de precios más altos, ya los hubieran subido sin
esperar al estímulo de dicho incremento. Los negocios no se ajustan
deliberadamente a los precios de venta más bajos que encuentren. Si la
situación de la demanda hubiera permitido precios más altos, las empresas se
habrían aprovechado de ello hace tiempo. Podría objetarse que un incremento
del impuesto sobre las ventas es general y, por tanto, todas las empresas de
consumo pueden trasladarlo. Sin embargo cada empresa obedece a la curva de demanda
de su propio producto, sin que haya cambiado ninguna de esas curvas de demanda.
Un incremento de los impuestos de ninguna manera hace que precios más altos
sean más rentables.
El mito de que un impuesto sobre
las ventas puede trasladarse es comparable al de que un incremento general en
los salarios impuesto sindicalmente puede trasladarse en forma de precios más
altos, causando así «inflación». No hay manera de que los precios en general
puedan subir y el único resultado de esa subida de salarios será el desempleo
masivo.
Muchas personas se engañan por el
hecho de que el precio que paga el consumidor debe necesariamente incluir el
impuesto. Cuando alguien va al cine y ve claramente resaltado que la entrada
por $1.00 incluye un «precio» de 85¢ y un impuesto de 15¢, entiende
generalmente que simplemente se ha añadido el impuesto al «precio». Pero el
precio es $1.00, no 85¢, siendo esta última cantidad el ingreso total de la
empresa después de pagar los impuestos. Este ingreso bien podría haberse reducido,
precisamente para permitir el pago de los impuestos.
De hecho, este es precisamente el
efecto de un impuesto general sobre las ventas. Su impacto inmediato es la
rebaja del ingreso bruto de las empresas, equivalente al importe del impuesto.
Por supuesto, a largo plazo las empresas no pueden pagarlo, pues sus pérdidas
de ingresos brutos se imputan a los intereses de los capitalistas, y a salarios
y rentas de los factores originales (trabajo y terreno). Una disminución en los
ingresos brutos de las empresas de venta al por menor se traduce en una
disminución de la demanda de productos de la totalidad de las empresas
mayoristas. Sin embargo, a largo plazo todas obtienen un retorno uniforme de
intereses.
Aquí aparece una diferencia entre
un impuesto general sobre las ventas y, por ejemplo, un impuesto a rentas
corporativas. No ha habido cambios en los planes de preferencia temporal u
otros componentes de tipo de interés. Mientras que un impuesto de la renta
impone un tipo más bajo de retorno de interés, un impuesto sobre las ventas se
puede trasladar, y se trasladará completamente, de la inversión a los factores
originales. El resultado de un impuesto general sobre las ventas es una
reducción general del beneficio neto de los factores originales: es decir, de todos
los salarios y rentas inmobiliarias. El impuesto a las ventas se ha trasladado
a la inversa a los retornos de los factores originales. Los factores originales
de producción ya no ganarán su valor descontado marginal del producto (VDMP).
Ahora ganarán menos que sus VDMP, siendo la reducción equivalente a los
impuestos sobre las ventas pagados al gobierno.
Ahora es necesario integrar este
análisis de la incidencia de un impuesto general sobre las ventas con nuestro
análisis general previo sobre los beneficios y costes de la fiscalidad. Lo
haremos recordando que lo recaudado fiscalmente lo gasta el gobierno
posteriormente. Gaste el gobierno el dinero en recursos para sus propias
actividades o simplemente lo transfiera a la gente a quien subsidie, el resultado
es cambiar la demanda de consumo e inversión de manos privadas a las del
gobierno o a individuos apoyados por este, por el total de lo recaudado. En
este caso, el impuesto se ha recaudado en último término de los ingresos de los
factores originales y el dinero transferido de sus manos a las del gobierno.
Los ingresos del gobierno y de quienes este subsidia se han incrementado a
costa de los sujetos pasivos del impuesto y por tanto las demandas de consumo e
inversión del mercado se han trasladado de los últimos al primero por el total
recaudado. En consecuencia, el valor de la unidad monetaria permanece igual
—salvo una diferencia en demandas de dinero entre contribuyentes y consumidores
de impuestos—, pero los precios variarán de acuerdo con el cambio en las
demandas. Así, si el mercado ha estado gastando mucho en ropa y el gobierno
emplea la recaudación principalmente en la compra de armas, habrá una rebaja en
el precio de la ropa, una subida en el precio de las armas, y una tendencia de
los factores no específicos a abandonar el negocio de la ropa y entrar en el de
la producción de armamento.
Como consecuencia, no habrá, como
podría suponerse, una caída del 20% en los ingresos de todos los factores
originales como consecuencia de un impuesto general sobre las ventas del 20%.
Los factores específicos en industrias que han perdido negocio, como resultado
del cambio de la demanda privada a gubernamental perderán proporcionalmente
más. Los factores específicos de industrias que aumentan en demanda perderán proporcionalmente
menos y algunos pueden ganar tanto como para ganar en el total del cambio. Los
factores no específicos no se verán tan afectados proporcionalmente, pero
también perderán y ganarán de acuerdo con la diferencia que el cambio concreto
ocasione en su productividad marginal.
El conocimiento de que los
impuestos nunca pueden trasladarse es una consecuencia de seguir en análisis
«austriaco» del valor: es decir, que los precios se determinan en último
término por la demanda de existencias y en modo alguno por los «costes de
producción». Desgraciadamente, toda la exposición previa sobre la incidencia de
la fiscalidad ha sido estropeada por la reliquia de la teoría clásica del
«coste de producción» y no por adoptar un consistente punto de vista «austriaco».
Los propios economistas austriacos nunca han aplicado realmente sus doctrinas a
la teoría de la incidencia de los impuestos, debido a lo cual esta exposición
se hace en nuevos términos.
La verdad es que la doctrina de
la transmisión se ha llevado hasta su lógica y absurda conclusión de que los
productores trasladan los impuestos a los consumidores y estos, a su vez, los
pueden trasladar a sus empleadores, y así sucesivamente hasta el infinito, sin
que nadie pague realmente ningún impuesto.
Hay que tener cuidado en advertir
que el impuesto general sobre las ventas es un buen ejemplo del fracaso de
gravar al consumo. Se supone comúnmente que un impuesto sobre las ventas
penaliza el consumo, en lugar de penalizar los ingresos o el capital. Pero hemos
visto que el impuesto sobre las ventas no solo reduce el consumo, sino los
ingresos de los factores originales. El impuesto general sobre las ventas es un
impuesto a las rentas, aunque bastante caótico, pues no hay forma de hacer
uniforme su impacto en las clases afectadas. Muchos economistas «de derechas»
han defendido la fiscalidad general sobre ventas, como opuesta a la fiscalidad
sobre rentas, basándose en que la primera grava el consumo, pero no los
ahorros/inversiones; muchos economistas «de izquierdas» se han opuesto a la
fiscalidad sobre las ventas por la misma razón. Unos y otros se equivocan: el
impuesto sobre ventas es un impuesto sobre rentas, aunque de incidencia más
caótica e incierta. De hecho, como veremos, ya que el impuesto sobre la renta
afecta, por su naturaleza, más a los ahorros/inversiones que al consumo,
llegaremos a la conclusión paradójica e importante de que un impuesto al
consumo también afectará en último término más a los ahorros/inversiones.
Hemos visto que son en vano los
intentos de gravar el consumo a través de las ventas e impuestos especiales, y
que inexorablemente gravan las rentas. Irving Fisher ha sugerido un plan
ingenioso para un impuesto al consumo: un impuesto directo a los individuos
semejante al impuesto sobre la renta, incluyendo retornos anuales, etc. Sin
embargo, la base de este impuesto individual sería su renta, menos las
adiciones netas a su capital o balance de caja, más las sustracciones netas de
ese capital durante el periodo; es decir, su gasto en consumo. El gasto en
consumo individual se gravaría de la misma forma que su renta actualmente. Hemos visto la falacia en el argumento de Fisher de que solo un impuesto al
consumo sería un impuesto real sobre la renta y que el impuesto normal sobre la
renta constituye una doble imposición a los ahorros. Este argumento da más peso
en los ahorros que el que da el mercado, ya que el mercado sabe todo sobre la
posible rentabilidad del ahorro y asigna sus gastos de acuerdo con ello. El
problema que tenemos que afrontar aquí es este: Un impuesto como el que propone
Fisher ¿tendría los efectos pretendidos, gravando solo el consumo?
Supongamos que Mr. Jones tiene
una renta anual de 100 onzas de oro. Durante el año, gasta el 90%, o 90 onzas,
en consumo y ahorra el 10%, o 10 onzas. Si el gobierno impone un impuesto del
20% sobre su renta, debe pagar 20 onzas al final del año. Suponiendo que su
plan de preferencia temporal permanezca igual —y dejando de lado que habría una
mayor proporción gastada en consumo, porque un individuo con menos dinero tiene
un nivel más alto de preferencia temporal—, la relación de su consumo respecto
de la inversión seguirá siendo de 90:10. Jones gastará setenta y dos onzas en
consumo y ocho en inversión.
Ahora supongamos que en lugar de
un impuesto sobre la renta, el gobierno grava el consumo con un impuesto del
20% anual al consumo. Fisher mantenía que un impuesto así solo debería gravar
el consumo. Pero esto es incorrecto, puesto que el ahorro/inversión se basa
únicamente en la posibilidad de futuros consumos. Como el consumo futuro se
verá igualmente gravado, si todo sigue igual, al mismo tipo que el consumo
presente, es evidente que no se estimula especialmente el ahorro. Incluso
aunque fuera deseable para el gobierno favorecer el ahorro a costa del consumo,
gravando el consumo no lo conseguiría. Como el consumo futuro y el presente
estarán gravados por igual, no habría cambios a favor de los ahorros. De hecho,
habría un cambio a favor del consumo en el sentido de que una menor cantidad de
dinero causa un aumento en el tipo de preferencia sobre bienes presentes.
Dejando aparte este cambio, su pérdida de fondos le hará reasignar y reducir
sus ahorros y también su consumo. Cualquier pago de fondos al gobierno reduce
necesariamente la renta neta que le queda y, como su preferencia temporal no ha
variado, reduce sus ahorros y consumos proporcionalmente.
La aritmética nos ayudará a ver
cómo funciona esto. Podemos emplear la siguiente ecuación simple, para resumir
la posición de Jones:
(1) Ingreso Neto = Ingreso Bruto
- Impuestos
(2) Consumo = 0,90 Ingreso Neto
(3) Impuesto = 0,20 Consumo
Si el Ingreso Neto es igual a 100, al resolver estas tres ecuaciones, obtenemos este resultado:
Ingreso Neto
= 85, Impuesto = 15, Consumo = 76.
Ahora podemos resumir en la
siguiente tabla qué le pasaría a Jones con un impuesto a la renta y con un
impuesto al consumo:
Así vemos esa importante
realidad: un impuesto al consumo se traslada siempre, convirtiéndose en un
impuesto a los ingresos, aunque a un tipo más bajo. De hecho el impuesto del
20% al consumo se convierte en equivalente a un impuesto sobre la renta del
15%. Es un importante argumento contra el plan. El intento de Fisher de gravar
solo el consumo debe fracasar: el impuesto se traslada al individuo hasta
convertirse en un impuesto a la renta, aunque sea a un tipo inferior.
Así que la conclusión bastante
asombrosa a la que llega nuestro análisis es que no puede haber un impuesto que
grave solo el consumo: todos los impuestos al consumo se transforman, de una
manera u otra, en impuesto a la renta. Por supuesto, igual que en el impuesto
directo al consumo, se descuenta el efecto del tipo. Y aquí tal vez descubramos
una pista sobre la relativa predilección que han mostrado los economistas del
libre mercado por los impuestos al consumo. Su atractivo, en un análisis final,
consiste en el descuento: en el hecho de que el mismo tipo en un impuesto al
consumo tiene el efecto de un impuesto a la renta más bajo. El impacto fiscal
en la sociedad y el mercado es menor. Esta reducción del impacto fiscal
puede ser un objetivo muy encomiable, pero debe declararse como tal y debería
tenerse en cuenta que el problema no reside tanto en el tipo de impuesto cuanto
en el impacto general de los impuestos en los individuos que viven en sociedad.
Ahora debemos modificar nuestras
conclusiones, admitiendo el caso del desatesoramiento o el desahorro, que hemos
dejado fuera del estudio. En la medida que hay desatesoramiento, afecta al
consumo más que a la renta, ya que el que no ahorra consume la riqueza
previamente acumulada y no su ingreso actual. El impuesto de Fisher afectaría
así al gasto de la riqueza acumulada, que permanecería sin gravar en la
fiscalidad ordinaria sobre la renta.
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