miércoles, 3 de agosto de 2016

Efectos del IVA (por Murray N. Rothbard)

 


El impuesto general sobre las ventas y las leyes de incidencia

por Murray Rothbard

Uno de los problemas más antiguos relacionados con la fiscalidad es este: ¿Quién paga impuestos? Parecería que la respuesta es obvia, pues el gobierno sabe a quién le cobra un impuesto determinado. Sin embargo, el problema no es quién paga el impuesto inmediatamente, sino quién lo sufre a largo plazo: es decir, si puede o no «trasladarse» del contribuyente inmediato a otro. El traslado se produce cuando el contribuyente puede subir su precio de venta para cubrir el impuesto, «trasladándolo» así al comprador, o si es capaz de bajar el precio de compra de lo que adquiere, «trasladándolo» así al vendedor.

Además de este problema de la incidencia de la fiscalidad, hay que analizar otros efectos económicos de distintos tipos y cantidades de impuestos.

La primera ley de la incidencia se puede enunciar de inmediato y es bastante radical: No puede trasladarse ningún impuesto. En otras palabras: ningún impuesto puede trasladarse del vendedor al comprador o al consumidor final. Más adelante veremos cómo se aplica esto específicamente a impuestos sobre consumos específicos y ventas, en los que generalmente se supone que se pueden trasladar.

Se considera en general que cualquier impuesto a la producción o a las ventas incrementa el coste de producción y, por consiguiente se traslada al consumidor, mediante un aumento en el precio. Sin embargo, los precios nunca vienen determinados por los costes de producción, sino al contrario. El precio de un bien se determina por el volumen de sus existencias y su plan de demanda en el mercado. El plan de demanda no se ve afectado por el impuesto. El precio de venta lo fija cada empresa en el punto de ingreso neto máximo y cualquier precio superior, si no varía el plan de demanda, simplemente contribuirá a reducir el ingreso neto. Por tanto, un impuesto no puede trasladarse al consumidor.

Es verdad que un impuesto puede trasladarse, en cierto sentido, si da lugar a que la oferta del producto disminuya y por tanto su precio en el mercado suba. Pero difícilmente puede llamarse a esto per se, traslado, pues un traslado implica que el impuesto se pasa con poco o ningún problema hacia el productor. Si algunos productores deben dejar el negocio para que se «traslade» el impuesto, difícilmente será un verdadero traslado; más bien debería considerarse dentro de la categoría de otros efectos de la fiscalidad.

Un impuesto general sobre las ventas es el ejemplo clásico de impuesto a los productores que se cree que es trasladable. Supongamos que el gobierno impone un impuesto del 20% a todas las ventas al por menor. Supongamos asimismo que el impuesto puede imponerse por igual en todo tipo de ventas. Parece obvio que, en relación con la mayoría de la gente, el negocio sencillamente añadirá un 20% a su precio de venta y sirve sin más como agencia recaudadora gratuita del gobierno. Sin embargo, el problema no es ni mucho menos tan simple. De hecho, como hemos visto, no hay razón para que los precios puedan incrementarse en modo alguno. Los precios ya se encuentran en su punto de ingreso neto máximo, las existencias no han disminuido y los planes de demanda no han cambiado. Por tanto, los precios no pueden subir. Además, si nos fijamos en los precios en general, estos vienen determinados por la oferta y la demanda de dinero. Para que los precios suban, debe haber un incremento en la oferta de dinero, una disminución en su plan de demanda o ambas cosas. Pero no ha ocurrido ninguna de estas alternativas. La demanda de dinero en efectivo no ha disminuido, la oferta de bienes disponibles a cambio de dinero tampoco y la oferta de dinero permanece constante. No hay manera posible de que pueda obtenerse un incremento general en los precios.

Debería ser bastante evidente que si los negocios fueran capaces de trasladar los incrementos de los impuestos a los consumidores en forma de precios más altos, ya los hubieran subido sin esperar al estímulo de dicho incremento. Los negocios no se ajustan deliberadamente a los precios de venta más bajos que encuentren. Si la situación de la demanda hubiera permitido precios más altos, las empresas se habrían aprovechado de ello hace tiempo. Podría objetarse que un incremento del impuesto sobre las ventas es general y, por tanto, todas las empresas de consumo pueden trasladarlo. Sin embargo cada empresa obedece a la curva de demanda de su propio producto, sin que haya cambiado ninguna de esas curvas de demanda. Un incremento de los impuestos de ninguna manera hace que precios más altos sean más rentables.

El mito de que un impuesto sobre las ventas puede trasladarse es comparable al de que un incremento general en los salarios impuesto sindicalmente puede trasladarse en forma de precios más altos, causando así «inflación». No hay manera de que los precios en general puedan subir y el único resultado de esa subida de salarios será el desempleo masivo.

Muchas personas se engañan por el hecho de que el precio que paga el consumidor debe necesariamente incluir el impuesto. Cuando alguien va al cine y ve claramente resaltado que la entrada por $1.00 incluye un «precio» de 85¢ y un impuesto de 15¢, entiende generalmente que simplemente se ha añadido el impuesto al «precio». Pero el precio es $1.00, no 85¢, siendo esta última cantidad el ingreso total de la empresa después de pagar los impuestos. Este ingreso bien podría haberse reducido, precisamente para permitir el pago de los impuestos.

De hecho, este es precisamente el efecto de un impuesto general sobre las ventas. Su impacto inmediato es la rebaja del ingreso bruto de las empresas, equivalente al importe del impuesto. Por supuesto, a largo plazo las empresas no pueden pagarlo, pues sus pérdidas de ingresos brutos se imputan a los intereses de los capitalistas, y a salarios y rentas de los factores originales (trabajo y terreno). Una disminución en los ingresos brutos de las empresas de venta al por menor se traduce en una disminución de la demanda de productos de la totalidad de las empresas mayoristas. Sin embargo, a largo plazo todas obtienen un retorno uniforme de intereses.

Aquí aparece una diferencia entre un impuesto general sobre las ventas y, por ejemplo, un impuesto a rentas corporativas. No ha habido cambios en los planes de preferencia temporal u otros componentes de tipo de interés. Mientras que un impuesto de la renta impone un tipo más bajo de retorno de interés, un impuesto sobre las ventas se puede trasladar, y se trasladará completamente, de la inversión a los factores originales. El resultado de un impuesto general sobre las ventas es una reducción general del beneficio neto de los factores originales: es decir, de todos los salarios y rentas inmobiliarias. El impuesto a las ventas se ha trasladado a la inversa a los retornos de los factores originales. Los factores originales de producción ya no ganarán su valor descontado marginal del producto (VDMP). Ahora ganarán menos que sus VDMP, siendo la reducción equivalente a los impuestos sobre las ventas pagados al gobierno.

Ahora es necesario integrar este análisis de la incidencia de un impuesto general sobre las ventas con nuestro análisis general previo sobre los beneficios y costes de la fiscalidad. Lo haremos recordando que lo recaudado fiscalmente lo gasta el gobierno posteriormente. Gaste el gobierno el dinero en recursos para sus propias actividades o simplemente lo transfiera a la gente a quien subsidie, el resultado es cambiar la demanda de consumo e inversión de manos privadas a las del gobierno o a individuos apoyados por este, por el total de lo recaudado. En este caso, el impuesto se ha recaudado en último término de los ingresos de los factores originales y el dinero transferido de sus manos a las del gobierno. Los ingresos del gobierno y de quienes este subsidia se han incrementado a costa de los sujetos pasivos del impuesto y por tanto las demandas de consumo e inversión del mercado se han trasladado de los últimos al primero por el total recaudado. En consecuencia, el valor de la unidad monetaria permanece igual —salvo una diferencia en demandas de dinero entre contribuyentes y consumidores de impuestos—, pero los precios variarán de acuerdo con el cambio en las demandas. Así, si el mercado ha estado gastando mucho en ropa y el gobierno emplea la recaudación principalmente en la compra de armas, habrá una rebaja en el precio de la ropa, una subida en el precio de las armas, y una tendencia de los factores no específicos a abandonar el negocio de la ropa y entrar en el de la producción de armamento.

Como consecuencia, no habrá, como podría suponerse, una caída del 20% en los ingresos de todos los factores originales como consecuencia de un impuesto general sobre las ventas del 20%. Los factores específicos en industrias que han perdido negocio, como resultado del cambio de la demanda privada a gubernamental perderán proporcionalmente más. Los factores específicos de industrias que aumentan en demanda perderán proporcionalmente menos y algunos pueden ganar tanto como para ganar en el total del cambio. Los factores no específicos no se verán tan afectados proporcionalmente, pero también perderán y ganarán de acuerdo con la diferencia que el cambio concreto ocasione en su productividad marginal.

El conocimiento de que los impuestos nunca pueden trasladarse es una consecuencia de seguir en análisis «austriaco» del valor: es decir, que los precios se determinan en último término por la demanda de existencias y en modo alguno por los «costes de producción». Desgraciadamente, toda la exposición previa sobre la incidencia de la fiscalidad ha sido estropeada por la reliquia de la teoría clásica del «coste de producción» y no por adoptar un consistente punto de vista «austriaco». Los propios economistas austriacos nunca han aplicado realmente sus doctrinas a la teoría de la incidencia de los impuestos, debido a lo cual esta exposición se hace en nuevos términos.

La verdad es que la doctrina de la transmisión se ha llevado hasta su lógica y absurda conclusión de que los productores trasladan los impuestos a los consumidores y estos, a su vez, los pueden trasladar a sus empleadores, y así sucesivamente hasta el infinito, sin que nadie pague realmente ningún impuesto.

Hay que tener cuidado en advertir que el impuesto general sobre las ventas es un buen ejemplo del fracaso de gravar al consumo. Se supone comúnmente que un impuesto sobre las ventas penaliza el consumo, en lugar de penalizar los ingresos o el capital. Pero hemos visto que el impuesto sobre las ventas no solo reduce el consumo, sino los ingresos de los factores originales. El impuesto general sobre las ventas es un impuesto a las rentas, aunque bastante caótico, pues no hay forma de hacer uniforme su impacto en las clases afectadas. Muchos economistas «de derechas» han defendido la fiscalidad general sobre ventas, como opuesta a la fiscalidad sobre rentas, basándose en que la primera grava el consumo, pero no los ahorros/inversiones; muchos economistas «de izquierdas» se han opuesto a la fiscalidad sobre las ventas por la misma razón. Unos y otros se equivocan: el impuesto sobre ventas es un impuesto sobre rentas, aunque de incidencia más caótica e incierta. De hecho, como veremos, ya que el impuesto sobre la renta afecta, por su naturaleza, más a los ahorros/inversiones que al consumo, llegaremos a la conclusión paradójica e importante de que un impuesto al consumo también afectará en último término más a los ahorros/inversiones.

Hemos visto que son en vano los intentos de gravar el consumo a través de las ventas e impuestos especiales, y que inexorablemente gravan las rentas. Irving Fisher ha sugerido un plan ingenioso para un impuesto al consumo: un impuesto directo a los individuos semejante al impuesto sobre la renta, incluyendo retornos anuales, etc. Sin embargo, la base de este impuesto individual sería su renta, menos las adiciones netas a su capital o balance de caja, más las sustracciones netas de ese capital durante el periodo; es decir, su gasto en consumo. El gasto en consumo individual se gravaría de la misma forma que su renta actualmente. Hemos visto la falacia en el argumento de Fisher de que solo un impuesto al consumo sería un impuesto real sobre la renta y que el impuesto normal sobre la renta constituye una doble imposición a los ahorros. Este argumento da más peso en los ahorros que el que da el mercado, ya que el mercado sabe todo sobre la posible rentabilidad del ahorro y asigna sus gastos de acuerdo con ello. El problema que tenemos que afrontar aquí es este: Un impuesto como el que propone Fisher ¿tendría los efectos pretendidos, gravando solo el consumo?

Supongamos que Mr. Jones tiene una renta anual de 100 onzas de oro. Durante el año, gasta el 90%, o 90 onzas, en consumo y ahorra el 10%, o 10 onzas. Si el gobierno impone un impuesto del 20% sobre su renta, debe pagar 20 onzas al final del año. Suponiendo que su plan de preferencia temporal permanezca igual —y dejando de lado que habría una mayor proporción gastada en consumo, porque un individuo con menos dinero tiene un nivel más alto de preferencia temporal—, la relación de su consumo respecto de la inversión seguirá siendo de 90:10. Jones gastará setenta y dos onzas en consumo y ocho en inversión.

Ahora supongamos que en lugar de un impuesto sobre la renta, el gobierno grava el consumo con un impuesto del 20% anual al consumo. Fisher mantenía que un impuesto así solo debería gravar el consumo. Pero esto es incorrecto, puesto que el ahorro/inversión se basa únicamente en la posibilidad de futuros consumos. Como el consumo futuro se verá igualmente gravado, si todo sigue igual, al mismo tipo que el consumo presente, es evidente que no se estimula especialmente el ahorro. Incluso aunque fuera deseable para el gobierno favorecer el ahorro a costa del consumo, gravando el consumo no lo conseguiría. Como el consumo futuro y el presente estarán gravados por igual, no habría cambios a favor de los ahorros. De hecho, habría un cambio a favor del consumo en el sentido de que una menor cantidad de dinero causa un aumento en el tipo de preferencia sobre bienes presentes. Dejando aparte este cambio, su pérdida de fondos le hará reasignar y reducir sus ahorros y también su consumo. Cualquier pago de fondos al gobierno reduce necesariamente la renta neta que le queda y, como su preferencia temporal no ha variado, reduce sus ahorros y consumos proporcionalmente.

La aritmética nos ayudará a ver cómo funciona esto. Podemos emplear la siguiente ecuación simple, para resumir la posición de Jones:

 

(1) Ingreso Neto = Ingreso Bruto - Impuestos

(2) Consumo = 0,90 Ingreso Neto

(3) Impuesto = 0,20 Consumo

Si el Ingreso Neto es igual a 100, al resolver estas tres ecuaciones, obtenemos este resultado: 

Ingreso Neto = 85, Impuesto = 15, Consumo = 76.

Ahora podemos resumir en la siguiente tabla qué le pasaría a Jones con un impuesto a la renta y con un impuesto al consumo:

 



 

Así vemos esa importante realidad: un impuesto al consumo se traslada siempre, convirtiéndose en un impuesto a los ingresos, aunque a un tipo más bajo. De hecho el impuesto del 20% al consumo se convierte en equivalente a un impuesto sobre la renta del 15%. Es un importante argumento contra el plan. El intento de Fisher de gravar solo el consumo debe fracasar: el impuesto se traslada al individuo hasta convertirse en un impuesto a la renta, aunque sea a un tipo inferior.

Así que la conclusión bastante asombrosa a la que llega nuestro análisis es que no puede haber un impuesto que grave solo el consumo: todos los impuestos al consumo se transforman, de una manera u otra, en impuesto a la renta. Por supuesto, igual que en el impuesto directo al consumo, se descuenta el efecto del tipo. Y aquí tal vez descubramos una pista sobre la relativa predilección que han mostrado los economistas del libre mercado por los impuestos al consumo. Su atractivo, en un análisis final, consiste en el descuento: en el hecho de que el mismo tipo en un impuesto al consumo tiene el efecto de un impuesto a la renta más bajo. El impacto fiscal en la sociedad y el mercado es menor. Esta reducción del impacto fiscal puede ser un objetivo muy encomiable, pero debe declararse como tal y debería tenerse en cuenta que el problema no reside tanto en el tipo de impuesto cuanto en el impacto general de los impuestos en los individuos que viven en sociedad.

Ahora debemos modificar nuestras conclusiones, admitiendo el caso del desatesoramiento o el desahorro, que hemos dejado fuera del estudio. En la medida que hay desatesoramiento, afecta al consumo más que a la renta, ya que el que no ahorra consume la riqueza previamente acumulada y no su ingreso actual. El impuesto de Fisher afectaría así al gasto de la riqueza acumulada, que permanecería sin gravar en la fiscalidad ordinaria sobre la renta.


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