Extraído de "Historia Criminal del Comunismo"
El desierto soviético del mar de Aral
A mediados del siglo XIX los soldados rusos llegaron a las
costas del mar de Aral, en las resecas estepas del corazón de Eurasia. Era una
tierra salvaje, casi virgen, patria de los jinetes nómadas que un día habían
dominado el mundo. Los zares incorporaron a su imperio este área tan extensa y
prácticamente ingobernable porque se encontraban en plena carrera contra los
británicos por el dominio del Asia central. Aquella frenética competición duró
un siglo y se la recuerda como “el gran juego”. Rusos y británicos fueron
tomando posiciones. Los unos desde la gélida Siberia; los otros desde su
imperio indio por controlar todas las vías de comercio entre el este y el
oeste.
Los rusos se hicieron fuertes en las estepas, los ingleses en la costa.
Al final, después de un siglo de rivalidad, llegaron a un acuerdo poco antes de
la primera guerra mundial, en 1907, porque, ya para entonces, los dos
corredores se necesitaban mutuamente para frenar el poderío de la Alemania
imperial. El hecho es que, todavía en 1847, faltaba mucho para ese acuerdo
amistoso. Los militares rusos destacados en la región de Uzbekistán, temerosos
de que los ingleses apareciesen de improviso por el horizonte, ordenaron armar
una pequeña flota en el inmenso lago salado que acababan de añadir al
inventario de posesiones del zar.
Fundaron una ciudad, Aralsk, que sería puerto
principal y centro de operaciones de la flotilla rusa del mar de Aral, la flota
de guerra más alejada del mar en todo el mundo. La pesca, que había sido
siempre la principal actividad económica en las costas del mar de Aral, se
sofisticó con la llegada de los rusos. Los pueblos ribereños crecieron y se
armaron flotas pesqueras que, en sus mejores tiempos, llegaron a capturar un
sexto de toda la pesca rusa. Los dos primeros barcos que navegaron por el Aral
eran dos goletas llamadas Nikolai y Mijail, luego llegaría el Constantino, que
realizó el primer mapa detallado de las costas de este mar interior, de cuya
existencia se sabía pero que era una incógnita en todo lo demás. En 1851
llegaron los vapores cuyas calderas se alimentaban con el carbón traído desde
la cuenca del Don, en la lejana Ucrania. El ejército pagaba el transporte por
las estepas porque, a fin de cuentas, aquello de la flota del Aral no era más
que una cuestión de hegemonía. Aparte de la testimonial presencia militar, los
zares no se metieron con el mar de Aral, ni con su avifauna, ni con sus ríos,
ni siquiera con la gente que poblaba sus riberas. El poder de los Romanov era
absoluto, pero no uniformador. Las cosas cambiarían con la revolución. Los
bolcheviques, que destronaron y heredaron a los zares haciéndolos incluso
buenos, anexionaron –generalmente por la fuerza– a su unión de repúblicas
soviéticas a los antiguos súbditos del imperio. Los uzbecos también fueron
sometidos contra su voluntad a la disciplina socialista y, con ellos, su mar de
Aral. Una vez amarrados al poder, los hombres del Politburó consideraron que
ese mar, allí, en mitad de la nada, consumiendo el agua preciosa de los ríos
Sir Daria y Amu Daria, era un error de la naturaleza, un recurso ocioso que la
revolución podría poner en valor. En 1918 el primer Gobierno comunista dedicó
30 millones de rublos para canalizar los ríos e irrigar una vasta zona de
estepa que habría de convertirse en la mayor plantación de algodón del mundo.
Vista satélite 1989 y 2014 |
El propio Lenin escribió que “la irrigación hará más que cualquier otra cosa
para revitalizar y regenerar la región, enterrando el pasado y haciendo la
transición al socialismo más segura”. Las aguas de los dos únicos tributarios
del mar fueron desviadas de sus cauces para regar miles de hectáreas de
terreno. En sólo una década, la república soviética de Uzbekistán vivía ya en
exclusiva del monocultivo de algodón. La idea era competir con los Estados
Unidos y, gracias a la abundancia de agua y la extensión cultivada, copar el
mercado mundial de algodón que, de este modo, se transformaría en una suerte de
oro blanco para las arcas soviéticas. Los planificadores no contaban,
obviamente, con la supina ineficiencia del sistema y la baja productividad de
la agricultura colectivizada. Se construyeron más de 30.000 kilómetros de
acequias y canales, 45 presas y 80 embalses. Pero la infraestructura estaba tan
mal hecha que, en algunos casos, dejaba escapar hasta tres cuartas partes del
agua que transportaba.
El canal Karakum, cavado en el desierto de Turkmenistán, tardó más de 30 años en construirse y tenía una longitud de casi 1.500 kilómetros, pero estaba lleno de filtraciones, lo que redundó en la productividad de los cultivos. Las obras de irrigación continuaron durante las décadas siguientes hasta consumir todo el caudal del Sir y el Amu Daria. Hacia 1960 el mar ya no recibía apenas aporte hídrico y entonces, tal y como esperaban los padres de la URSS, empezó a encoger. Al principio lentamente, unos 20 centímetros al año, luego, a partir de 1975, a toda velocidad. En los años ochenta el nivel de las aguas bajaba un metro al año alejando la línea de costa más y más hacia el interior. Las autoridades ni se inmutaron. Ya tenían previsto que eso sucediese, formaba parte del plan. Un plan que había condenado a todas las localidades costeras a la ruina. Un plan que había condenado a los uzbecos y los kazacos a vivir eternamente atados a una plantación de algodón. Un plan, en definitiva, que ocasionó el mayor desastre ecológico de la Historia, y este sí que fue antropogénico y deliberado.
El canal Karakum, cavado en el desierto de Turkmenistán, tardó más de 30 años en construirse y tenía una longitud de casi 1.500 kilómetros, pero estaba lleno de filtraciones, lo que redundó en la productividad de los cultivos. Las obras de irrigación continuaron durante las décadas siguientes hasta consumir todo el caudal del Sir y el Amu Daria. Hacia 1960 el mar ya no recibía apenas aporte hídrico y entonces, tal y como esperaban los padres de la URSS, empezó a encoger. Al principio lentamente, unos 20 centímetros al año, luego, a partir de 1975, a toda velocidad. En los años ochenta el nivel de las aguas bajaba un metro al año alejando la línea de costa más y más hacia el interior. Las autoridades ni se inmutaron. Ya tenían previsto que eso sucediese, formaba parte del plan. Un plan que había condenado a todas las localidades costeras a la ruina. Un plan que había condenado a los uzbecos y los kazacos a vivir eternamente atados a una plantación de algodón. Un plan, en definitiva, que ocasionó el mayor desastre ecológico de la Historia, y este sí que fue antropogénico y deliberado.
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Vistos los indeseables efectos de la
desecación del mar sobre la población –enfermedades respiratorias y digestivas,
tuberculosis y un largo etcétera–, los ingenieros soviéticos pensaron en traer
agua desde la cuenca del río Obi, en Siberia, para rellenar el Aral, como si
éste fuese una bañera que otros ingenieros, los sociales, vaciaban y llenaban a
placer. El rellenado no fue posible, en 1986, cuando fue descartada la idea, no
quedaba ya ni dinero ni ganas de seguir transformando el Asia Central a golpe
de piqueta. La Unión Soviética colapsó poco después, dejando moribundo el que
fuera el cuarto mayor lago del mundo. Nadie, por descontando, se hizo
responsable de la salvajada, y las organizaciones ecologistas occidentales,
obsesionadas entonces con el agujero de la capa de ozono y el CFC de los
desodorantes, no dijeron ni mu. Como con Chernobil, la URSS tenía patente de
corso medioambiental. Pero el mal estaba ya hecho. Las jóvenes repúblicas
desgajadas de la URSS no tenían otra cosa de la que vivir y el mar fue a menos
hasta quedar partido primero en dos y luego en cuatro charcas diminutas con una
altísima salinidad que mataba a todo bicho viviente. En 2004 era ya sólo una
cuarta parte de lo que había sido 30 años antes, en 2007 era ya sólo el 10%.
Hoy, el mar de Aral está virtualmente muerto.
Al norte, gracias a una presa
terminada en 2005 se ha logrado salvar un pedacito que está recuperándose
lentamente. El resto, cerca del 80% de lo que fue el inmenso lago de las
estepas, es un desierto salino Su lugar lo ocupa un nuevo desierto, el de
Aralkum, que todavía no aparece en los mapas pero que ahí está como monumento
perpetuo a la arrogancia y estupidez del Homo Sovieticus.
Fernando Díaz Villanueva . Historia criminal del
comunismo.
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