domingo, 28 de octubre de 2018

"Por qué no soy conservador": Versión corta por Gloria Alvarez. Versión extendida por F. Hayek

Gloria Alvarez 27 de Octubre de 2018 (versión corta):


Gloria Alvarez: "La Libertad es única"

Por qué no soy conservador - Friedrich A. Hayek
(Versión extendida) 
Este texto es el post scriptum de Los fundamentos de la libertad, publicado por primera vez en 1959. Agradecemos a Unión Editorial el permiso para su reproducción.


"Siempre fue reducido el número de los auténticos amantes de la libertad; por eso, para triunfar, frecuentemente hubieron de aliarse con gentes que perseguían objetivos bien distintos de los que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos argumentos abru­madores". Lord Acton, History of Freedom.

1. El conservador carece de objetivo propio

Cuando, en épocas como la nuestra, la mayoría de quienes se consideran progresistas no hacen más que abogar por continuas menguas de la libertad individual[1], aquellos que en verdad la aman suelen tener que malgastar sus energías en la oposición, viéndose asimilados a los grupos que habitualmen­te se oponen a todo cambio y evolución. Hoy por hoy, en efecto, los defen­sores de la libertad no tienen prácticamente más alternativa, en el terreno político, que apoyar a los llamados partidos conservadores. La postura que he defendido a lo largo de esta obra suele calificarse de conservadora, y, sin embargo, es bien distinta de aquella a la que tradicionalmente corresponde tal denominación. Encierra indudables peligros esa asociación de los parti­darios de la libertad con los conservadores, en común oposición a institu­ciones igualmente contrarias a sus respectivos ideales. Conviene, pues, tra­zar una clara separación entre la filosofía que propugno y la que tradicional­mente defienden los conservadores.
El conservadurismo implica una legítima, seguramente necesaria y, des­de luego, bien difundida actitud de oposición a todo cambio súbito y drás­tico. Nacido tal movimiento como reacción frente a la Revolución Francesa, ha desempeñado, durante siglo y medio, un importante papel político en Europa. Lo contrario del conservadurismo, hasta el auge del socialismo, fue el liberalismo. No existe en la historia de los Estados Unidos nada que se asemeje a esta oposición, pues lo que en Europa se llamó liberalismo constituyó la base sobre la que se edificó la vida política americana; por eso, los defensores de la tradición americana han sido siempre liberales en el sentido europeo de la palabra[2]. La confusión que crea esa disparidad entre ambos continentes ha sido últimamente incrementada al pretenderse trasplantar a América el conservadurismo europeo, que, por ser ajeno a la tradición americana, adquiere en los Estados Unidos un tinte hasta cierto punto exótico. Aun antes de que esto ocurriera, los radicales y los socialistas americanos comenzaron a atribuirse el apelativo de liberales. Pese a ello, yo continúo calificando de liberal mi postura, que estimo difiere tanto del conservadurismo como del socialismo. Sin embargo, últimamente siento graves dudas acerca de la conveniencia de tal denominación, y más adelante examinaremos el problema de la que mejor convendría al partido de la libertad. Mi recelo ante el término liberal brota no sólo de que su empleo, en los Estados Unidos, es causa de constante confusión, sino del hecho de que el liberalismo europeo de tipo racionalista, lejos de propagar la filosofía realmente liberal, desde hace tiempo viene allanando los caminos al socialismo y facilitando su implantación.
Permítaseme ahora pasar a referirme al mayor inconveniente que veo en el auténtico conservadurismo. Es el siguiente: la filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos ofrece alternativa ni nos brinda novedad alguna. Tal mentalidad, interesante cuando se trata de impedir el desarrollo de procesos perjudiciales, de nada nos sirve si lo que pretendemos es modi­ficar y mejorar la situación presente. De ahí que el triste sino del conserva­dor sea ir siempre a remolque de los acontecimientos. Es posible que el quietismo conservador, aplicado al ímpetu progresista, reduzca la velocidad de la evolución, pero jamás puede hacer variar de signo al movimiento. Tal vez sea preciso "aplicar el freno al vehículo del progreso"[3]; pero yo, perso­nalmente, no concibo dedicar con exclusividad la vida a tal función. Al liberal no le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo único que le importa es aclarar si marchamos en la buena dirección. En realidad, se halla mucho más distante del fanático colectivista que el conservador. Comparte este último, por lo general, todos los prejuicios y errores de su época, si bien de un modo moderado y suave; por eso se enfrenta tan a menudo al auténtico liberal, quien, una y otra vez, ha de mostrar su tajante disconformidad con falacias que tanto los conservadores como los socialistas mantie­nen.

2. Relación triangular de los partidos

La esquemática descripción de la respectiva posición que ocupa cada uno de los tres partidos oscurece más que aclara las cosas. Se suele suponer que, sobre una hipotética línea, los socialistas ocupan la extrema izquierda y los conservadores la opuesta derecha, mientras los liberales quedan ubica­dos más o menos en el centro; pero tal representación encierra una grave equivocación. A este respecto, sería más exacto hablar de un triángulo, uno de cuyos vértices estaría ocupado por los conservadores, mientras socialistas y liberales, respectivamente, ocuparían los otros dos. Así situados, y como­quiera que, durante las últimas décadas, los socialistas han mantenido un mayor protago­nismo que los liberales, los conservadores se han ido aproxi­mando paulatinamente a los primeros, mientras se apartaban de los segun­dos; los conservadores han ido asimilando una tras otra casi todas las ideas socialistas a medida que la propaganda las iba haciendo atractivas. Han transigido siempre con los socialistas, para acabar robando a éstos su caja de truenos. Esclavos de la vía intermedia[4], sin objetivos propios, los conser­vadores fueron siempre víctimas de aquella superstición según la cual la verdad tiene que hallarse por fuerza en algún punto intermedio entre dos extremos; por eso, casi sin darse cuenta, han sido atraídos alternativamente hacia el más radical y extremista de los otros dos partidos.
Así, pues, la posición conservadora siempre ha dependido de la ubica­ción de las demás tendencias a la sazón operantes. Puesto que, por lo gene­ral, las cosas han marchado durante las últimas décadas hacia el socialismo, puede parecer a algunos que tanto conservadores como liberales no preten­den sino retrasar la evolución del género humano. Sin embargo, los liberales tienen objetivos específicos hacia los cuales se orientan continuamente, repugnándoles como al que más la quietud y el estancamiento. El que otrora la filosofía liberal tuviera más partidarios y algunos de sus ideales casi se consiguieran da lugar a que haya quienes crean que los liberales sólo saben mirar hacia el pasado. Pero la verdad es que el liberalismo ni ahora ni nunca ha mirado atrás. Aquellos objetivos a los que los liberales aspiran jamás en la historia fueron enteramente conseguidos. De ahí que el liberalis­mo siempre mirará hacia adelante, deseando continuamente purgar de im­perfecciones las instituciones sociales. El liberalismo nunca se ha opuesto a la evolución y al progreso. Es más: allí donde el desarrollo libre y espontá­neo se halla paralizado por el intervencionismo, lo que el liberal desea es introducir drásticas y revolucionarias innovaciones. Muy escasas actividades públicas de nuestro mundo actual perdurarían bajo un auténtico régimen liberal. En su opinión, lo que hoy con mayor urgencia precisa el mundo es suprimir, sin respetar nada ni a nadie, esos innumerables obstáculos con que se impide el libre desarrollo.
No oscurece la diferencia entre liberalismo y conservadurismo el que en los Estados Unidos sea posible abogar por la libertad individual defendien­do tradicionales instituciones formadas hace tiempo. Tales instituciones, para el liberal, no resultan valiosas por ser antiguas o americanas, sino porque convienen y apuntan hacia aquellos objetivos que él desea conseguir.
3. Conservadurismo y liberalismo

Antes de pasar a ocuparnos de los puntos en que más difieren las posi­ciones liberal y conservadora, me parece oportuno resaltar cuánto podían haber aprendido los liberales en las obras de algunos pensadores netamente conservadores. Los profundos y certeros estudios (ajenos por completo a los temas económicos) que tales pensadores nos legaron, demostrando la utilidad que encierran las instituciones natural y espontáneamente surgidas, vienen a subrayar hechos de enorme trascendencia para la mejor com­prensión de lo que realmente es una sociedad libre. Por reaccionarias que fueran en política figuras como Coleridge, Bonald, De Maistre, Justus Mö­ser o Donoso Cortés, lo cierto es que advirtieron claramente la importancia de instituciones formadas espontáneamente tales como el lenguaje, el derecho, la moral y diversos pactos y contratos, anticipándose a tantos modernos descubrimientos, de tal suerte que habría sido de gran utilidad para los liberales estudiar cuidadosamente sus escritos. Por lo gene­ral, los conservadores reservan para la evolución del pasado la admiración y el respeto que los liberales sienten por la libre evolución de las cosas. Carecen del valor necesario para dar la alegre bienvenida a esos mismos cambios engendradores de riqueza y progreso cuando son coetáneos.
He aquí la primera gran diferencia que separa a liberales y conservado­res. Lo típico del conservador, según una y otra vez se ha hecho notar, es el temor a la mutación, el miedo a lo nuevo simplemente por ser nuevo[5]; la postura liberal, por el contrario, es abierta y confiada, atrayéndole, en prin­cipio, todo lo que sea libre transformación y evolución, aun constándole que, a veces, se procede un poco a ciegas. La posición de los conservadores no sería, en verdad, demasiado criticable si limitaran su oposición a la excesiva rapidez en la modificación de las instituciones sociales y políticas. Existen poderosas razones que aconsejan ser precavidos y cautos en tales materias. Pero los conservadores, cuando gobiernan, tienden a paralizar la evolución o, en todo caso, a limitarla a aquello que hasta el más tímido aprobaría. Jamás, cuando avizoran el futuro, piensan que puede haber fuerzas desco­nocidas que espontáneamente arreglen las cosas; mentalidad ésta en abierta contraposición con la filosofía de los liberales, quienes, sin complejos ni recelos, aceptan la libre evolución, aun ignorando a veces hasta dónde pue­de llevarles el proceso. Tal actitud mental contribuye a que, por principio, estos últimos confíen en que, sobre todo la economía, gracias a las fuerzas autorreguladoras del mercado, se irá acomodando espontáneamente a cual­quier nueva circunstancia, aun cuando con frecuencia nadie pueda prever con detalle cómo se realizará esa acomodación. La incapacidad de la gente para percibir por qué tiene que ajustarse la oferta a la demanda, por qué han de coincidir las exportaciones con las importaciones y otros extremos parecidos tal vez sea la razón fundamental que les hace oponerse al libre desenvolvimiento del mercado. Los conservadores sólo se sienten tranquilos si piensan que hay una mente superior que todo lo vigila y supervisa; ha de haber siempre alguna autoridad que vele por que los cambios y las muta­ciones se lleven a cabo "ordenadamente".
Ese temor a que operen unas fuerzas sociales aparentemente incontrola­das explica otras dos características del conservador: su afición al autorita­rismo y su incapacidad para comprender el mecanismo de las fuerzas que regulan el mercado. Como desconfía tanto de las teorías abstractas como de los principios generales[6], no logra percatarse de cómo funcionan esas fuerzas espontáneas que constituyen el fundamento de la libertad, ni puede, por tanto, trazarse directrices políticas. Para el conservador el orden es, en todo caso, fruto de la permanente atención y vigilancia ejercida por las autoridades; éstas, a tal fin, deben disponer de los más amplios poderes discrecionales, actuando en cada circunstancia según estimen mejor, sin tener que sujetarse a reglamentos rígidos. El establecer normas y principios generales presupone haber comprendido cómo operan aquellas fuerzas que coordinan las respectivas actuaciones de los componentes de la sociedad. Ahora bien, esta teoría general de la sociedad, y sobre todo del mundo económico, es lo que les falta a los conservadores. Han sido hasta tal punto incapaces de formular una doctrina acerca del orden social, que última­mente, en su deseo de conseguir una base teórica, han tenido que recurrir a los escritos de autores que siempre se consideraron a sí mismos liberales. Macaulay, Tocqueville, Lord Acton y Locke, indudablemente, eran liberales de los más puros. El propio Edmund Burke fue siempre un "viejo whig" y, al igual que cualquiera de los personajes antes citados, se habría horroriza­do ante la posibilidad de que alguien le tomara por tory.
Pero no nos desviemos del tema que ahora nos interesa. Lo típico del conservador, decíamos, es el conferir siempre el más amplio margen de confianza a las autoridades constituidas y el procurar invariablemente que los poderes de éstas, lejos de debilitarse, se refuercen. Es ciertamente difícil, bajo tal clima, preservar la libertad. El conservador, por lo general, no se opone a la coacción ni a la arbitrariedad estatal cuando los gobernantes persiguen aquellos objetivos que él considera acertados. No se debe coartar –piensa– con normas rígidas y prefijadas la acción de quienes están en el poder, si son gentes honradas y rectas. El conservador, esencialmente opor­tunista y carente de principios generales, se limita, al final, a recomendar que se encomiende la jefatura del país a un gobernante sabio y bueno, cuyo imperio no proviene de esas sus excepcionales cualidades –que todos de­searíamos adornaran a la superioridad–, sino de los autoritarios poderes que ejerce[7]. Al conservador, como al socialista, lo que le preocupa es quién gobierna, desentendiéndose del problema relativo a la limitación de las fa­cultades atribuidas al gobernante; y, como el marxista, considera natural imponer a los demás sus valoraciones personales.
Al decir que el conservador no tiene principios, en modo alguno preten­demos afirmar que carezca de convicciones morales; todo lo contrario, ordi­na­­riamente las tiene y muy arraigadas. De lo que adolece es de falta de principios políticos que le permitan colaborar lealmente con gentes cuyas valoraciones morales difieran de las suyas, con miras a así, entre todos, organizar una sociedad en la que cada uno pueda ser fiel a sus propias convicciones. Ahora bien, sólo tal filosofía permite la pacífica coexistencia de personas de mentalidad diferente y la pervivencia de agrupaciones hu­manas que puedan prescindir sustancialmente de la coacción y la fuerza. Ello exige estar todos dispuestos a tolerar muchas cosas que personalmente tal vez nos desagraden. Los objetivos de los conservadores, en términos generales, me agradan mucho más que los de los socialistas; para un liberal, sin embargo, por mucho que valore determinados fines, jamás es lícito obli­gar a quienes aprecien de otro modo las cosas a esforzarse por la consecu­ción de las metas apetecidas. Estoy seguro de que algunos de mis amigos conservadores se sobresaltarán por las concesiones que al parecer hago a las tendencias modernas en la parte tercera de esta obra. Tales tendencias, a mí, personalmente, en gran parte, me gustan tan poco como a ellos, y, llegado el caso, incluso votaría en contra de las mismas; pero no puedo invocar argumento alguno de tipo general para demostrar a quienes mantie­nen un punto de vista distinto al mío que esas medidas son incompatibles con aquella sociedad que tanto ellos como yo deseamos. El convivir y el colaborar fructíferamente en sociedad exige por tanto respeto para aquellos objetivos que pueden diferir de los nuestros personales, presupone permitir a quienes valoren de modo distinto al nuestro tener aspiraciones diferentes a las que nosotros abrigamos, por mucho que estimemos los propios ideales.
Por tales razones, el liberal, en abierta contraposición a conservadores y socialistas, en ningún caso admite que alguien tenga que ser coaccionado por razones de moral o religión. Pienso con frecuencia que la nota que tipifica al liberal, distinguiéndole tanto del conservador como del socialista, es precisamente esa su postura de total inhibición ante las conductas que los demás adopten siguiendo sus creencias, siempre y cuando no invadan ajenas esferas de actuación legalmente amparadas. Tal vez ello explique por qué el socialista desengañado, con mucha mayor facilidad y frecuencia, tranquiliza sus inquietudes haciéndose conservador en vez de liberal.
La mentalidad conservadora, en definitiva, entiende que dentro de cada sociedad existen personas patentemente superiores, cuyas valoraciones, po­siciones y categorías deben protegerse, correspondiendo a tales excepciona­les sujetos un mayor peso en la gestión de los negocios públicos. Los libera­les, naturalmente, no niegan que hay personas de superioridad indudable; en modo alguno son igualitaristas. Pero no creen que haya nadie que por sí y ante sí se halle facultado para decidir subjetivamente quiénes, entre los ciudadanos, deban ocupar esos puestos privilegiados. Mientras el conserva­dor tiende a mantener cierta predeterminada jerarquía y desea ejercer la autoridad para defender la posición de aquellos a quienes él personalmente valora, el liberal entiende que ninguna posición otrora conquistada debe ser protegida contra los embates del mercado mediante privilegios, autori­zaciones monopolís­ticas o intervenciones coactivas del Estado. El liberal no desconoce el decisivo papel que ciertas élites desempeñan en el progreso cultural e intelectual de nuestra civilización; pero estima que quienes pre­tenden ocupar en la sociedad una posición preponderante deben demostrar esa pretendida superioridad acatando las mismas normas que se aplican a los demás.
La actitud que el conservador suele adoptar ante la democracia está íntimamente relacionada con lo anterior. Ya antes hice constar que no con­sidero el gobierno mayoritario como un fin en sí, sino sólo como un medio, o incluso quizá como el mal menor entre los sistemas políticos entre los que tenemos que elegir. Sin embargo, se equivocan, en mi opinión, los conservadores cuando atribuyen los males de nuestro tiempo a la existencia de regímenes democráticos. Lo malo es el poder político ilimitado. Nadie tiene capacidad suficiente para ejercer sabiamente poderes omnímodos[8]. Las amplias facultades que ostentan los modernos gobiernos democráticos resultarían aún más intolerables en manos de un reducido grupo de privile­giados. Es cierto que sólo cuando la potestad quedó íntegramente transferi­da a las masas mayoritarias dejó por doquier de reclamarse la limitación de los poderes estatales. En este sentido, la democracia guarda íntima relación con la expansión de las facultades gubernamentales. Lo recusable, sin em­bargo, no es la democracia en sí, sino el poder ilimitado del que dirige la cosa pública, sea quien fuere. ¿Por qué no se limita el poder de la mayoría, como se intentó siempre hacer con el de cualquier otro gobernante? Dejan­do a un lado tales circunstancias, las ventajas que la democracia encierra, al permitir el cambio pacífico de régimen y al educar a las masas en materia política, se me antojan tan grandes, en comparación con los demás sistemas posibles, que no puedo compartir las tendencias antidemocráticas del con­servadurismo. Lo que en esta materia importa no es tanto quién gobierna, sino qué poderes ha de ostentar el gobernante.
La esfera económica nos sirve para constatar cómo la oposición conser­vadora al exceso de poder estatal no obedece a consideraciones de princi­pio, sino que es pura reacción contra determinados objetivos que ciertos gobiernos pueden perseguir. Los conservadores rechazan, por lo general, las medidas socializantes y dirigistas cuando del terreno industrial se trata, postura ésta a la que se suma el liberal. Ello no impide que al propio tiempo suelan ser proteccionistas en los sectores agrarios. Si bien la mayor parte del dirigismo que hoy domina en la industria y el comercio es fruto del esfuerzo socialista, no es menos cierto que las medidas restrictivas en el mercado agrario fueron, por lo general, obra de conservadores que las im­plantaron aun antes de imponerse las primeras. Es más: muchos políticos conservadores no se mostraron inferiores a los socialistas en sus esfuerzos por desacreditar la libre empresa[9].

4. La debilidad del conservador

Ya hemos aludido a las diferencias que separan a conservadores y libe­rales en el campo estrictamente intelectual. Conviene, no obstante, volver sobre el tema, pues la postura conservadora en tal materia no sólo supone grave quiebra para el conservadurismo como partido, sino que, además, puede perjudicar gravemente a cualquier otro grupo que con él se asocie. Intuyen los conservadores que son sobre todo nuevos idearios los agentes que provocan las mutaciones sociales. Y teme el conservador a las nuevas ideas precisamente porque sabe que carece de pensamiento propio que oponerles. Su repugnancia a la teoría abstracta, y la escasez de su imagina­ción para representarse cuanto en la práctica no ha sido ya experimentado, le dejan por completo inerme en la dura batalla de las ideas. A diferencia del liberal, convencido siempre del poder y la fuerza que, a la larga, tienen las ideas, el conservador se encuentra maniatado por los idearios heredados. Como, en el fondo, desconfía totalmente de la dialéctica, acaba siempre apelando a una sabiduría particular que, sin más, se atribuye.
Donde mejor se aprecia la disparidad entre estos dos modos de pensar es en su respectiva actitud ante el progreso de las ciencias. El liberal no comete el error de creer que toda evolución implica mejora; pero estima que la ampliación del conocimiento constituye uno de los más nobles es­fuerzos del hombre y piensa que sólo de este modo es posible resolver aquellos problemas que tienen humana solución. No es que lo nuevo, por su novedad, le atraiga; pero sabe que es típico del hombre buscar siempre cosas nuevas antes desconocidas, y por eso está siempre dispuesto a exami­nar todo desarrollo científico, aun en aquellos casos en que le disgustan las consecuencias inmediatas que la novedad parezca impli­car.
Uno de los aspectos para mí más recusables de la mentalidad conserva­dora es su oposición, por principio, a todo nuevo conocimiento, por temor a las consecuencias que, a primera vista, parezca haya de producir; digá­moslo claramente: lo que me molesta del conservador es su oscurantismo. Reconozco que, mortales al fin, también los científicos se dejan llevar por modas y caprichos, por lo que siempre es conveniente recibir sus afirmacio­nes con cautela y hasta con desconfianza. Ahora bien, nuestra crítica deberá ser siempre racional, y, al enjuiciar las diferentes teorías, habremos de pres­cindir necesariamente de si las nuevas doctrinas chocan o no con nuestras creencias preferidas. Siempre me han irritado quienes se oponen, por ejem­plo, a la teoría de la evolución o a las denominadas explicaciones mecáni­cas del fenómeno de la vida simplemente por las consecuencias morales que, en principio, parecen deducirse de tales doctrinas, así como quienes estiman impío o irreverente el mero hecho de plantear determinadas cues­tiones. Los conservadores, al no querer enfrentarse con la realidad, sólo consiguen debilitar su posición. Las conclusiones que el racionalista deduce de los últimos avances científicos encierran frecuentemente graves errores y no son las que en verdad resultan de los hechos; ahora bien, sólo partici­pando activamente en la discusión científica podemos, con conocimiento de causa, atestiguar si los nuevos descubrimientos confirman o refutan nuestro anterior pensamiento. Si llegamos a la conclusión de que alguna de nuestras creencias se apoyaba en presupuestos falsos, estimo que sería incluso inmoral seguir defendiéndola pese a contradecir abiertamente la verdad.
Esa repugnancia que el conservador siente por todo lo nuevo y desusa­do parece guardar cierta relación con su hostilidad hacia lo internacional y su tendencia al nacionalismo patriotero. Esta actitud también resulta perju­dicial para la postura conservadora en la batalla de las ideas. Es un hecho incuestionable para el conservador que las ideas que modelan y estructuran nuestro mundo no respetan fronteras. Y pues no está dispuesto a aceptar­las, cuando tiene que luchar contra las mismas advierte con estupor que carece de las necesarias armas dialécticas. Las ideas de cada época se desarrollan en lo que constituye un gran proceso internacional; y sólo quienes participan activamente en el mismo son luego capaces de influir de modo decisivo en el curso de los acontecimientos. En estas lides de nada sirve afirmar que cierta idea es antiamericana, antibritánica o antigermana. Una teoría torpe y errada no deja de serlo por haberla concebido un compatrio­ta.
Aunque mucho más podría decir sobre el conservadurismo y el naciona­lismo, creo que es mejor abandonar el asunto, pues algunos tal vez pensarán que es mi personal situación lo que me induce a criticar todo tipo de nacio­nalismo. Sólo agregaré que esa predisposición nacionalista que nos ocupa es con frecuencia lo que induce al conservador a emprender la vía colecti­vista. Después de calificar como nuestra tal industria o tal riqueza, sólo falta un paso para demandar que dichos recursos sean puestos al servicio de los intereses nacionales. Sin embargo, es justo reconocer que aquellos liberales europeos que se consideran hijos y continuadores de la Revolución Francesa poco se diferencian en esto de los conservadores. Creo innecesario decir que el nacionalismo nada tiene que ver con el patriotismo, así como que se puede repudiar el nacionalismo sin por ello dejar de sentir venera­ción por las tradiciones patrias. El que me agrade mi país, sus usos y cos­tumbres, en modo alguno implica que deba odiar cuanto sea extranjero y diferente.
Sólo a primera vista puede parecernos paradójico que la repugnancia que el conservador siente por lo internacional vaya frecuentemente asociada a un agudo imperialismo. El repugnar lo foráneo y el hallarse convencido de la propia superioridad inducen al individuo a considerar como misión suya civilizar a los demás[10] y, sobre todo, civilizarlos, no mediante el intercambio libre y deseado por ambas partes que el liberal propugna, sino imponiéndoles "las bendiciones de un gobierno eficiente". Es significativo que en este terreno encontremos con frecuencia a conservadores y socialis­tas aunando sus fuerzas contra los liberales. Ello aconteció no sólo en Ingla­terra, donde fabianos y webbs fueron siempre abiertamente imperialistas, o en Alemania, donde fueron de la mano el socialismo de Estado y la expansión colonial, también en los Estados Unidos, donde ya en tiempos del primer Roosevelt pudo decirse: "Los jingoístas y los reformadores sociales habían aunado sus esfuerzos formando un partido político que amenazaba con ocupar el poder y utilizarlo para su programa de cesarismo paternalista; tal peligro, de momento, parece haber sido evitado, pero sólo a costa de haber adoptado los demás partidos idéntico programa, si bien en forma más gradual y suave"[11].

5. ¿Por qué no soy conservador?

En un solo aspecto puede decirse con justicia que el liberal se sitúa en una posición intermedia entre socialistas y conservadores. En efecto, recha­za tanto el torpe racionalismo del socialista, que quisiera rehacer todas las instituciones sociales a tenor de ciertas normas dictadas por sus personales juicios, como del misticismo en que con tanta facilidad cae el conservador. El liberal se aproxima al conservador en cuanto desconfía de la razón, pues reconoce que existen incógnitas aún sin desentrañar; incluso duda a veces que sea rigurosamente cierto y exacto todo aquello que se suele estimar definitivamente resuelto, y, desde luego, le consta que jamás el hombre llegará a la omnis­ciencia. El liberal, por otra parte, no deja de recurrir a instituciones o usos útiles y convenientes aunque no hayan sido objeto de organización consciente. Difiere del conservador precisamente en este su modo franco y objetivo de enfrentarse con la humana ignorancia y recono­ce lo poco que sabemos, rechazando todo argumento de autoridad y toda explicación de índole sobrenatural cuando la razón se muestra incapaz de resolver determinada cuestión. A veces puede parecernos demasiado escéptico[12], pero la verdad es que se requiere un cierto grado de escepticismo para mantener incólume ese espíritu tolerante típicamente liberal que per­mite a cada uno buscar su propia felicidad por los cauces que estima más fecundos.
De cuanto antecede en modo alguno se sigue que el liberal haya de ser ateo. Antes al contrario, y a diferencia del racionalismo de la Revolución Francesa, el verdadero liberalismo no tiene pleito con la religión, siendo muy de lamentar la postura furibundamente antirreligiosa adoptada en la Europa decimonónica por quienes se denominaban liberales. Que tal acti­tud es esencialmente antili­be­ral lo demuestra el que los fundadores de la doctrina, los viejos whigs ingle­ses, fueron en su mayoría gente muy devota. Lo que en esta materia distingue al liberal del conservador es que, por profundas que puedan ser sus creencias, aquél jamás pretende imponerlas coactivamente a los demás. Lo espiritual y lo temporal son para él esferas claramente separadas que nunca deben confundirse.

6. ¿Qué nombre daríamos al partido de la libertad?

Lo dicho hasta aquí basta para evidenciar por qué no me considero conservador. Muchos, sin embargo, estimarán dificultoso el calificar de li­beral mi postura, dado el significado que hoy se atribuye generalmente al término; parece, pues, oportuno abordar la cuestión de si tal denominación puede ser, en la actualidad, aplicada al partido de la libertad. Con indepen­dencia de que yo, durante toda mi vida, me he calificado de liberal, vengo utilizando tal adjetivo, desde hace algún tiempo, con creciente desconfian­za, no sólo porque en los Estados Unidos el vocablo da lugar a continuas confusiones, sino porque cada vez voy viendo con mayor claridad el insoslayable valladar que me separa de ese liberalismo racionalista típico de la Europa continental y aun del de los utilitaristas británicos.
Si por liberalismo entendemos lo que entendía aquel historiador inglés que en 1827 definía la revolución de 1688 como "el triunfo de esos princi­pios hoy en día denominados liberales o constitucionales"[13]; si se atreviera uno, con Lord Acton, a saludar a Burke, Macaulay o Gladstone como los tres grandes apóstoles del liberalismo, o, con Harold Laski, a decir que Tocqueville y Lord Acton fueron "los auténticos liberales del siglo xix"[14], sería para mí motivo del máximo orgullo el adjudicarme tan esclare­cido apelativo. Me siento inclinado a llamar verdadero liberalismo a las doctrinas que los citados autores defendieron. La verdad, sin embargo, es que quienes en el continente europeo se denominaron liberales propugna­ron en su mayoría teorías a las que estos autores habrían mostrado su más airada oposición, impulsados más por el deseo de imponer al mundo un cierto patrón político preconcebido que por el de permitir el libre desenvol­vimiento de los individuos. Casi otro tanto cabe predicar del sedicente libe­ralismo inglés, al menos desde la época de Lloyd George.
En consecuencia, debemos reconocer que actualmente ninguno de los movi­mientos y partidos políticos calificados de liberales puede considerarse liberal en el sentido en que yo he venido empleando el vocablo. Asimismo, las asociaciones mentales que, por razones históricas, hoy en día suscita el término seguramente dificultarán el éxito de quienes lo adopten. Planteadas así las cosas, resulta muy dudoso si en verdad vale la pena intentar devolver al liberalismo su primitivo significado. Mi opinión personal es que el uso de tal palabra sólo sirve para provocar confusión si previamente no se han hecho todo género de salvedades, siendo por lo general un lastre para quien la emplea.­
Por resultar imposible, de hecho, en los Estados Unidos, servirse del vocablo en el sentido en que yo lo empleo, últimamente se está recurriendo al uso del término libertario. Tal vez sea ésa una solución; a mí, de todas suertes, me resulta palabra muy poco atractiva. Me parece demasiado artifi­ciosa y rebuscada. Por mi parte, también he pretendido hallar una expre­sión que reflejara la afición del liberal por lo vivo y lo natural, su amor a todo lo que sea desarrollo libre y espontáneo. Pero en verdad que he fraca­sado.

7. Apelación a los 'old whigs'

Lo más curioso de la situación es que esa filosofía que propugnamos, cuando apareció en Occidente, tenía un nombre, y el partido que la defen­día también poseía un apelativo por todos admitido. Los ideales de los whigs ingleses cristalizaron en aquel movimiento que, más tarde, toda Euro­pa denominó liberal[15], movimiento en el que se inspiraron los fundadores de los actuales Estados Unidos para luchar por su independencia y al redactar su carta constitucional[16]Whigs se denominaron, entre los anglosajones, los partidarios de la libertad, hasta que el impulso demagógico, totalitario y socializante que nace con la Revolución Francesa viniera a transmutar su primitiva filosofía.­
El vocablo desapareció en su país de origen, en parte, debido a que el pensamiento que había representado durante cierta época dejó de ser patri­monio exclusivo de un determinado partido político y, en parte, porque quienes se agrupaban tras esa denominación traicionaron sus originarios ideales. Su facción revolucionaria acabó desacreditando, a lo largo del siglo pasado, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, a los partidos whig. Si tenemos en cuenta que el movimiento deja de denominarse whig para adoptar el calificativo de liberal precisamente cuando queda infectado del racionalismo rudo y dictatorial de la Revolución Francesa –correspondiendo a nosotros la tarea de destruir ese racionalismo nacionalista y socializante que tanto daño ha hecho al partido–, creo que la palabra whig es la que mejor refleja tal conjunto de ideas. Mis estudios sobre la evolución política me hacen ver cada vez con mayor claridad que, durante toda mi vida, siempre fui "un viejo whig" (y subrayo lo de "viejo").
Lo anterior, sin embargo, en modo alguno quiere decir que desee retor­nar a la situación en que el mundo se hallaba al finalizar el siglo xvii. Uno de los objetivos de este libro consiste precisamente en demostrar cómo ideas que se gestaron en aquel momento histórico no dejaron de desarro­llarse y progresar desde entonces hasta hace unos setenta u ochenta años, generalizándose y dejando de constituir patrimonio exclusivo de un deter­minado partido. Después hemos ido paulatinamente descubriendo trascen­dentes verdades otrora desconocidas, a cuya luz podemos hoy patentizar mejor lo acertado y fecundo de aquel ideario. Tal vez nuestros modernos conocimientos nos obliguen a dar nueva presentación a la doctrina, pero sus fundamentos básicos siguen siendo los mismos que intuyeran los viejos whig. Es cierto que la postura que más tarde adoptaron algunos de sus representantes ha hecho dudar a algunos historiadores de que, efectivamen­te, el partido whig profesara la filosofía que le atribuimos; pero, como acertadamente escribe Lord Acton, aunque es indudable "la torpeza de algunos de los patriarcas de la doctrina, la idea de una ley suprema, que se halla por encima de nuestros ordenamientos y códigos –idea de la que parte toda la filosofía whig– es la gran obra que el pensamiento británico legó a la nación"[17]... y al mundo entero, agregamos nosotros. He ahí el ideario en que por entero se basa la tradición anglosajona, la doctrina que proporcionó al liberalismo continental europeo lo que de bueno encierra, la filosofía en que se fundamenta el sistema político de los Estados Unidos. No coincidían con el ideario en cuestión ni el radicalismo de un Jefferson ni el conservadurismo de un Hamilton o incluso de un John Adams. Sólo un James Madison, el "padre de la Constitución", sabría brindarnos la correspondiente formulación americana[18].
No sé realmente si vale la pena infundir nueva vida al viejo vocablo whig. El que en la actualidad, tanto en los países anglosajones como fuera de ellos, la gente sea incapaz de dar al vocablo un contenido preciso, más que un inconveniente, me parece una ventaja. Para las personas preparadas y conocedoras de la evolución política, en cambio, posiblemente sea el único término que refleja cumplidamente lo que implica este modo de pensar. Harto elocuente es el malestar y la desazón que al conservador, y aún más al socialista arrepen­tido, convertido a los ideales conservadores, produce todo lo auténticamente whig. Demuestran con ello un agudo ins­tinto político, pues fue la filosofía whig el único conjunto de ideas que opuso un racional y firme valladar a la opresión y a la arbitrariedad política.

8. Principios teóricos y posibilidades prácticas

Pero ¿acaso tiene tanta trascendencia la cuestión del nombre? Allí don­de, como acontece en los Estados Unidos, las instituciones son aún sustan­cialmente libres y la defensa de la libertad, por tanto, las más de las veces coincide con la defensa del orden imperante, no parece que haya de ence­rrar grave peligro el denominar conservadores a los partidarios de la liber­tad, aun cuando, en más de una ocasión, a estos últimos ha de resultar embarazosa tan plena identificación con quienes sienten tan intensa aver­sión al cambio. No es lo mismo defender una determinada institución por el mero hecho de existir que propug­narla por estimarla fecunda e interesan­te. El hecho de que el liberal coincida con otros grupos en su oposición al colectivismo no debe hacer olvidar que mira siempre hacia adelante, hacia el futuro; ni siente románticas nostalgias, ni desea idealmente revivir el pasado.
Es, pues, imprescindible trazar una clara separación entre estos dos modos de pensar, sobre todo cuando, como ocurre en muchas partes de Europa, los conservadores han aceptado ya gran parte del credo colectivis­ta. En efecto, las ideas socialistas han dominado la escena política europea durante tanto tiempo, que muchas instituciones de indudable signo colecti­vista son ya por todos aceptadas, siendo incluso motivo de orgullo para aquellos partidos conservadores que las implantaron[19]. En estas circunstancias, el partidario de la libertad no puede menos de sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo, viéndose obligado a adoptar una actitud de franca rebeldía ante los prejuicios populares, los intereses creados y los privilegios legalmente reconocidos. Los errores y los abusos no resultan menos dañinos por el hecho de ser antiguos y tradicionales.
Tal vez sea sabio el político que se atiene a la máxima del quieta non movere; pero dicha postura repugna en principio al estudioso. Reconoce éste, desde luego, que en política conviene proceder con cautela, no debien­do el estadista actuar en tanto la opinión pública no esté debidamente preparada y dispuesta a seguirle; ahora bien, lo que aquél jamás hará es aceptar determinada situación simplemente porque la opinión pública la respalde. En este nuestro mundo actual, donde de nuevo, como en los albores del siglo xix, la gran tarea estriba en suprimir todos esos obstáculos e impedimentos, arbitrados por la insensatez humana, que coartan y frenan el espontáneo desarrollo, es preciso buscar el apoyo de las mentes progre­sistas; es decir, de aquellos que, aun cuando posiblemente estén hoy mo­viéndose en una dirección equivocada, desean no obstante enjuiciar de modo objetivo lo existente, a finde modificar todo lo que sea necesario.
Creo que a nadie habré confundido por utilizar en varias ocasiones el término partido al referirme a la agrupación de quienes defienden cierto conjunto de normas morales y científicas. No he querido, desde lue­go, asociarme con ninguno de los partidos políticos existentes. Dejo en manos de ese "hábil y sinuoso animal, vulgarmente denominado estadistapolítico, que sabe siempre acomodar sus actos a la situación del momen­to"[20], el problema de cómo incorporar a un programa que resulte atractivo a las masas el ideario que en el presente libro he querido exponer hilvanan­do retazos de una tradición ya casi perdida. El estudioso en materia política debe aconsejar e ilustrar a la gente; pero no le compete organizarla y dirigir­la hacia la consecución de objetivos específicos. El teórico sólo desempeña­rá eficazmente aquella función si prescinde de que sus recomendaciones sean o no, por razones políticas, plasmables en la práctica. Debe atender sólo a los "principios generales que jamás varían"[21]. Dudo mucho, por ello, que ningún auténtico investigador político pueda jamás ser de verdad con­servador. La filosofía conservadora puede ser útil en la práctica, pero no nos brinda norma alguna que nos indique hacia dónde, a la larga, debe­mos orientar nuestras acciones.



[1] Esto ha sido verdad durante algo más de un siglo. Ya en 1855, J. St. Mill pudo afirmar (véase mi John Stuart Mill and Harriet Taylor, Londres y Chicago, 1951, p. 216): "Casi todos los proyectos de los reformadores sociales de nuestros días son realmente liberticidas".
[2] B. Crick, "The Strange Quest for an American Conservatism", The Review of Politics, XVII, 1955, p. 365, dice acertadamente: "El americano normal que a sí mismo se califica de conservador es, de hecho, un liberal". Pudiera ser que la repugnancia de esos conservadores a utilizar para sí la más apropiada denominación de liberales arrancara del abuso que de tal término se hizo durante la epoca del New Deal.
[3]
 La expresión es de R.G. Collingwood, The New Leviathan, Oxford University Press, 1912, p. 209.
[4] Véase la característica elección de este título para la obra programática del primer ministro inglés Harold Macmillan, The Middle Way, Londres 1938.
[5] Véase Lord Hugh Cecil, Conservatism, Home University Library, Londres 1912, p. 1: "[El] conservadurismo natural (...) es una disposición contraria al cambio, que en parte brota de la desconfianza ante lo desconocido".
[6] Véase la reveladora autodescripción de un conservador en K. Feiling, Sketches in Nine­teenth Century Biography, Londres, 1930, p. 174: "En general, las derechas sienten horror hacia las nuevas ideas, ya que, según palabras de Disraeli, el hombre práctico es 'aquel que incurre en los mismos errores que cometieran anteriormente sus predecesores'. Durante largos periodos de su historia se han opuesto sistemáticamente a toda innovación, y, pretextando observar obligada reverencia hacia sus antepasados, han sometido a menudo sus opiniones a vetustos y personales prejuicios. Tal manera de proceder aparece más coherente si se tiene en cuenta que dicho sector derechista se nutre constantemente de la propia izquierda; se mantiene a base de repetidas aportaciones del ideario liberal, sufriendo las consecuencias de una actitud siempre tendente a contemporizar".
[7] Espero que se me disculpe por repetir aquí las palabras que utilicé en una ocasión anterior para exponer un punto importante que hasta el momento no he tenido ocasión de reiterar en este libro: "El principal mérito del individualismo que propugnaran Adam Smith y sus contemporáneos es que se trata de un sistema por el que los malos pueden hacer menos daño. Trátase de un sistema social que no requiere para actuar la concurrencia de seres perfec­tos, ni mejorar la naturaleza de los individuos, pues, por el contrario, utiliza las variadas condiciones de los humanos en su real complejidad, es decir, honestos en ocasiones y en otras maliciosos, a veces inteligentes y con más frecuencia obtusos" (Individualism and Economic Order, Londres y Chicago, 1949, p. 11).
[8]
 Véase Lord Acton en Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, ed. H. Paul, Londres, 1913, p. 73: "El peligro no consiste en que una determinada clase sea incapaz de gobernar. Ninguna clase es apta para el gobierno. La ley de la libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, las creencias sobre las creencias o las clases sobre las clases".
[9] J. Hicks, en relación con esto, ha hablado acertadamente de la "caricatura, dibujada en forma parecida por el joven Disraeli, por Marx y por Göbbels"; "The Pursuit of Economic Freedom", What We Defend, ed. E. Jacob, Oxford University Press, 1942, p. 961. Sobre el papel desempeñado por los conservadores en relación con ello, véase mi introducción al Capitalism and the Historians, University of Chicago Press, 1954, pp. 19ss (trad. española: El capitalismo y los historiadores, Unión Editorial, 2.ª ed., 1997).
[10] Véase J. St. Mill, On Liberty, ed. R.B. McCallum, Oxford, 1946, p. 83: "No estoy seguro de que una comunidad tenga derecho a imponer a otra la civilización".
[11]
 W. Burges, The Reconciliation of Government with Liberty, Nueva York, 1915, p. 380.
[12] Véase Learned Hand, The Spirit of Liberty, ed. E. Dilliard, Nueva York, 1952: "El espí­ritu de la libertad es aquel que duda que se halle en posesión de la verdad". Véase también la declaración, a menudo citada, de O. Cromwell en su Letter to the General Assembly of the Church of Scotland, 3 de agosto de 1650: "Os exhorto, por la sangre de Cristo, a que admitáis la eventualidad de que pudierais estar equivocados". Es aleccionador que esta frase sea quizá la más recordada de las pronunciadas por el único dictador de la historia de Inglaterra.
[13] H. Hallam, Constitutional History, 1827, ed. Everyman, III, p. 90. A menudo se sugiere que el término liberalproviene del partido doceañista español; por mi parte, me inclino a creer que deriva del uso que Adam Smith hizo del término en pasajes tales como los siguientes: "El sistema liberal de libre exportación e importación", W. o N., II, p. 41, y "permitiendo a todo hombre la persecución de su propio interés bajo el plano liberal de la igualdad, la libertad y la justicia", ibid., p. 162.
[14]
 Lord Acton, en Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, p. 44. Véase también su juicio sobre Tocqueville en Lectures on the French Revolution, Londres, 1910, p. 357: "Tocqueville fue un liberal de la más pura estirpe, tan sólo un liberal que recelaba grandemente de la democracia y sus secuelas: igualdad, centralización y utilitarismo". Análogamente, en The Nine­teenth Century, XXXIII, 1893, p. 885. La afirmación de H. J. Laski está contenida en "Alexis de Tocqueville and Democracy", en The Social and Political Ideals of Some Representa­tive Thinkers of the Victorian Age, ed. F. C. J. Hearnshaw, Londres, 1936, p. 100, donde dice: "En mi opinión, podría formularse un argumento de fuerza incontestable en el sentido de que Tocqueville y Lord Acton fueron los liberales más caracterizados del siglo xix".
[15] Ya a comienzos del siglo xviii, un observador inglés destacó: "Casi nunca conocí a un extranjero establecido en Inglaterra, fuese holandés, alemán, francés, italiano o turco, que no se convirtiese en whig al poco tiempo de convivir con nosotros" (citado por G. H. Guttridge, English Whiggism and the American Revolution, University of California Press, 1942, p. 3).
[16] Desgraciadamente, el uso que se hizo del término whig en los Estados Unidos durante el siglo xix sirvió para olvidar que en el siglo xviii simbolizó los principios que guiaron la Revolución, ganaron la independencia y conformaron la constitución. Los jóvenes James Madison y John Adams desarrollaron sus ideales políticos en el seno de sociedades whigs (véase E. M. Burns, James Madison, Rutgers University Press, 1938, p. 4). Como Jefferson afirma, los principios whigs sirvieron de guía a todos los jurisperitos, quienes a su vez integra­ban una poderosa mayoría dentro de los firmantes de la Declaración de Independencia y entre los miembros de la Convención constitucional (véase Works of Thomas Jefferson, Memorial Edition, Washington, 1905, XVI, p. 156). La profesión de principios whigs fue llevada a tal extremo que incluso los soldados de Washington utilizaban en su vestimenta los tradicionales colores de los whigs, azul y ante natural, que compartieron con los foxitas del parlamento británico y que se ha conservado hasta nuestros días en las cubiertas de la Edinburgh Review. Puesto que una generación socialista ha hecho del whigismo su blanco favorito, los oponentes del socialismo cuentan con más razones aún para reivindicar el nombre. Trátase hoy de la única palabra que describe correctamente las creencias de los liberales de Gladstone, de los hombres de la generación de Maitland, Acton y Bryce, la última generación para quien la libertad, antes que la igualdad o la democracia, fue el principal objetivo.
[17] Lord Acton, Lectures on Modern History, Londres, 1906, p. 218.
[18] Véase S. K. Padover en su introducción a The Complete Madison, Nueva York, 1953, p. 10: "Dentro de la terminología moderna, Madison sería calificado de persona que se encuentra hacia la mitad del camino liberal, y Jefferson, de radical". Tal descripción es verdadera e importante, si bien debemos recordar que E. S. Corwin ("James Madison Layman, Publicist and Exegete", New York University Law Review, XXVII, 1952, p. 285) ha encasillado a Madison, posteriormente, como "sumiso a la arrogante influencia de Jefferson".
[19] Véase, por ejemplo, la declaración del partido conservador británico sobre política, The Right Road for Britain, Londres 1950, pp. 41-42, que pretende con mucha justificación que "esta nueva concepción de los servicios sociales fue desarrollada por el Gobierno de coalición, con una mayoría de ministros conservadores y la total aprobación de la mayoría conservadora en la Cámara de los Comunes (...) Nosotros establecimos los fundamentos de los planes de retiro, enfermedad, paro, accidentes laborales y la organización nacional de asistencia médico-­farmacéutica".
[20] A. Smith, W. o N., I, p. 432.
[21] Ibíd.


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