Gloria Alvarez: "La Libertad es única"
(Versión extendida)
Este texto es el post scriptum de Los fundamentos de la libertad, publicado por primera vez en 1959. Agradecemos a Unión Editorial el permiso para su reproducción.
Este texto es el post scriptum de Los fundamentos de la libertad, publicado por primera vez en 1959. Agradecemos a Unión Editorial el permiso para su reproducción.
"Siempre fue reducido el número de
los auténticos amantes de la libertad; por eso, para triunfar, frecuentemente
hubieron de aliarse con gentes que perseguían objetivos bien distintos de los
que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre peligrosas, a veces han
resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos
argumentos abrumadores". Lord Acton, History of Freedom.
1. El
conservador carece de objetivo propio
Cuando, en épocas como la nuestra, la
mayoría de quienes se consideran progresistas no hacen más que abogar por
continuas menguas de la libertad individual[1],
aquellos que en verdad la aman suelen tener que malgastar sus energías en la
oposición, viéndose asimilados a los grupos que habitualmente se oponen a todo
cambio y evolución. Hoy por hoy, en efecto, los defensores de la libertad no
tienen prácticamente más alternativa, en el terreno político, que apoyar a los
llamados partidos conservadores.
La postura que he defendido a lo largo de esta obra suele calificarse de
conservadora, y, sin embargo, es bien distinta de aquella a la que
tradicionalmente corresponde tal denominación. Encierra indudables peligros esa
asociación de los partidarios de la libertad con los conservadores, en común
oposición a instituciones igualmente contrarias a sus respectivos ideales.
Conviene, pues, trazar una clara separación entre la filosofía que propugno y
la que tradicionalmente defienden los conservadores.
El conservadurismo implica una
legítima, seguramente necesaria y, desde luego, bien difundida actitud de
oposición a todo cambio súbito y drástico. Nacido tal movimiento como reacción
frente a la Revolución Francesa, ha desempeñado, durante siglo y medio, un
importante papel político en Europa. Lo contrario del conservadurismo, hasta el
auge del socialismo, fue el liberalismo. No existe en la historia de los
Estados Unidos nada que se asemeje a esta oposición, pues lo que en Europa se
llamó liberalismo constituyó
la base sobre la que se edificó la vida política americana; por eso, los
defensores de la tradición americana han sido siempre liberales en el sentido
europeo de la palabra[2].
La confusión que crea esa disparidad entre ambos continentes ha sido
últimamente incrementada al pretenderse trasplantar a América el
conservadurismo europeo, que, por ser ajeno a la tradición americana, adquiere
en los Estados Unidos un tinte hasta cierto punto exótico. Aun antes de que
esto ocurriera, los radicales y los socialistas americanos comenzaron a
atribuirse el apelativo de liberales.
Pese a ello, yo continúo calificando de liberal mi postura, que estimo difiere tanto del
conservadurismo como del socialismo. Sin embargo, últimamente siento graves
dudas acerca de la conveniencia de tal denominación, y más adelante
examinaremos el problema de la que mejor convendría al partido de la libertad.
Mi recelo ante el término liberal brota
no sólo de que su empleo, en los Estados Unidos, es causa de constante confusión,
sino del hecho de que el liberalismo europeo de tipo racionalista, lejos de
propagar la filosofía realmente liberal, desde hace tiempo viene allanando los
caminos al socialismo y facilitando su implantación.
Permítaseme ahora pasar a referirme al
mayor inconveniente que veo en el auténtico conservadurismo. Es el siguiente:
la filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos ofrece
alternativa ni nos brinda novedad alguna. Tal mentalidad, interesante cuando se
trata de impedir el desarrollo de procesos perjudiciales, de nada nos sirve si
lo que pretendemos es modificar y mejorar la situación presente. De ahí que el
triste sino del conservador sea ir siempre a remolque de los acontecimientos.
Es posible que el quietismo conservador, aplicado al ímpetu progresista,
reduzca la velocidad de la evolución, pero jamás puede hacer variar de signo al
movimiento. Tal vez sea preciso "aplicar el freno al vehículo del
progreso"[3];
pero yo, personalmente, no concibo dedicar con exclusividad la vida a tal
función. Al liberal no le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo
único que le importa es aclarar si marchamos en la buena dirección. En
realidad, se halla mucho más distante del fanático colectivista que el
conservador. Comparte este último, por lo general, todos los prejuicios y
errores de su época, si bien de un modo moderado y suave; por eso se enfrenta tan
a menudo al auténtico liberal, quien, una y otra vez, ha de mostrar su tajante
disconformidad con falacias que tanto los conservadores como los socialistas
mantienen.
2. Relación
triangular de los partidos
La esquemática descripción de la
respectiva posición que ocupa cada uno de los tres partidos oscurece más que
aclara las cosas. Se suele suponer que, sobre una hipotética línea, los
socialistas ocupan la extrema izquierda y los conservadores la opuesta derecha,
mientras los liberales quedan ubicados más o menos en el centro; pero tal
representación encierra una grave equivocación. A este respecto, sería más
exacto hablar de un triángulo, uno de cuyos vértices estaría ocupado por los
conservadores, mientras socialistas y liberales, respectivamente, ocuparían los
otros dos. Así situados, y comoquiera que, durante las últimas décadas, los
socialistas han mantenido un mayor protagonismo que los liberales, los
conservadores se han ido aproximando paulatinamente a los primeros, mientras
se apartaban de los segundos; los conservadores han ido asimilando una tras
otra casi todas las ideas socialistas a medida que la propaganda las iba
haciendo atractivas. Han transigido siempre con los socialistas, para acabar
robando a éstos su caja de truenos. Esclavos de la vía intermedia[4],
sin objetivos propios, los conservadores fueron siempre víctimas de aquella
superstición según la cual la verdad tiene que hallarse por fuerza en algún
punto intermedio entre dos extremos; por eso, casi sin darse cuenta, han sido
atraídos alternativamente hacia el más radical y extremista de los otros dos
partidos.
Así, pues, la posición conservadora
siempre ha dependido de la ubicación de las demás tendencias a la sazón
operantes. Puesto que, por lo general, las cosas han marchado durante las
últimas décadas hacia el socialismo, puede parecer a algunos que tanto
conservadores como liberales no pretenden sino retrasar la evolución del
género humano. Sin embargo, los liberales tienen objetivos específicos hacia
los cuales se orientan continuamente, repugnándoles como al que más la quietud
y el estancamiento. El que otrora la filosofía liberal tuviera más partidarios
y algunos de sus ideales casi se consiguieran da lugar a que haya quienes crean
que los liberales sólo saben mirar hacia el pasado. Pero la verdad es que el
liberalismo ni ahora ni nunca ha mirado atrás. Aquellos objetivos a los que los
liberales aspiran jamás en la historia fueron enteramente conseguidos. De ahí
que el liberalismo siempre mirará hacia adelante, deseando continuamente
purgar de imperfecciones las instituciones sociales. El liberalismo nunca se
ha opuesto a la evolución y al progreso. Es más: allí donde el desarrollo libre
y espontáneo se halla paralizado por el intervencionismo, lo que el liberal
desea es introducir drásticas y revolucionarias innovaciones. Muy escasas
actividades públicas de nuestro mundo actual perdurarían bajo un auténtico
régimen liberal. En su opinión, lo que hoy con mayor urgencia precisa el mundo
es suprimir, sin respetar nada ni a nadie, esos innumerables obstáculos con que
se impide el libre desarrollo.
No oscurece la diferencia entre liberalismo
y conservadurismo el que en los Estados Unidos sea posible abogar por la
libertad individual defendiendo tradicionales instituciones formadas hace
tiempo. Tales instituciones, para el liberal, no resultan valiosas por ser
antiguas o americanas, sino porque convienen y apuntan hacia aquellos objetivos
que él desea conseguir.
3. Conservadurismo
y liberalismo
Antes de pasar a ocuparnos de los
puntos en que más difieren las posiciones liberal y conservadora, me parece
oportuno resaltar cuánto podían haber aprendido los liberales en las obras de
algunos pensadores netamente conservadores. Los profundos y certeros estudios
(ajenos por completo a los temas económicos) que tales pensadores nos legaron,
demostrando la utilidad que encierran las instituciones natural y
espontáneamente surgidas, vienen a subrayar hechos de enorme trascendencia para
la mejor comprensión de lo que realmente es una sociedad libre. Por
reaccionarias que fueran en política figuras como Coleridge, Bonald, De
Maistre, Justus Möser o Donoso Cortés, lo cierto es que advirtieron claramente
la importancia de instituciones formadas espontáneamente tales como el
lenguaje, el derecho, la moral y diversos pactos y contratos, anticipándose a
tantos modernos descubrimientos, de tal suerte que habría sido de gran utilidad
para los liberales estudiar cuidadosamente sus escritos. Por lo general, los
conservadores reservan para la evolución del pasado la admiración y el respeto
que los liberales sienten por la libre evolución de las cosas. Carecen del
valor necesario para dar la alegre bienvenida a esos mismos cambios
engendradores de riqueza y progreso cuando son coetáneos.
He aquí la primera gran diferencia que
separa a liberales y conservadores. Lo típico del conservador, según una y
otra vez se ha hecho notar, es el temor a la mutación, el miedo a lo nuevo
simplemente por ser nuevo[5];
la postura liberal, por el contrario, es abierta y confiada, atrayéndole, en
principio, todo lo que sea libre transformación y evolución, aun constándole
que, a veces, se procede un poco a ciegas. La posición de los conservadores no
sería, en verdad, demasiado criticable si limitaran su oposición a la excesiva
rapidez en la modificación de las instituciones sociales y políticas. Existen
poderosas razones que aconsejan ser precavidos y cautos en tales materias. Pero
los conservadores, cuando gobiernan, tienden a paralizar la evolución o, en
todo caso, a limitarla a aquello que hasta el más tímido aprobaría. Jamás,
cuando avizoran el futuro, piensan que puede haber fuerzas desconocidas que
espontáneamente arreglen las cosas; mentalidad ésta en abierta contraposición
con la filosofía de los liberales, quienes, sin complejos ni recelos, aceptan
la libre evolución, aun ignorando a veces hasta dónde puede llevarles el
proceso. Tal actitud mental contribuye a que, por principio, estos últimos
confíen en que, sobre todo la economía, gracias a las fuerzas autorreguladoras
del mercado, se irá acomodando espontáneamente a cualquier nueva
circunstancia, aun cuando con frecuencia nadie pueda prever con detalle cómo se
realizará esa acomodación. La incapacidad de la gente para percibir por qué
tiene que ajustarse la oferta a la demanda, por qué han de coincidir las
exportaciones con las importaciones y otros extremos parecidos tal vez sea la
razón fundamental que les hace oponerse al libre desenvolvimiento del mercado.
Los conservadores sólo se sienten tranquilos si piensan que hay una mente
superior que todo lo vigila y supervisa; ha de haber siempre alguna autoridad que vele por que los
cambios y las mutaciones se lleven a cabo "ordenadamente".
Ese temor a que operen unas fuerzas
sociales aparentemente incontroladas explica otras dos características del
conservador: su afición al autoritarismo y su incapacidad para comprender el
mecanismo de las fuerzas que regulan el mercado. Como desconfía tanto de las
teorías abstractas como de los principios generales[6],
no logra percatarse de cómo funcionan esas fuerzas espontáneas que constituyen
el fundamento de la libertad, ni puede, por tanto, trazarse directrices
políticas. Para el conservador el orden es, en todo caso, fruto de la
permanente atención y vigilancia ejercida por las autoridades; éstas, a tal
fin, deben disponer de los más amplios poderes discrecionales, actuando en cada
circunstancia según estimen mejor, sin tener que sujetarse a reglamentos
rígidos. El establecer normas y principios generales presupone haber
comprendido cómo operan aquellas fuerzas que coordinan las respectivas
actuaciones de los componentes de la sociedad. Ahora bien, esta teoría general
de la sociedad, y sobre todo del mundo económico, es lo que les falta a los
conservadores. Han sido hasta tal punto incapaces de formular una doctrina
acerca del orden social, que últimamente, en su deseo de conseguir una base
teórica, han tenido que recurrir a los escritos de autores que siempre se
consideraron a sí mismos liberales. Macaulay, Tocqueville, Lord Acton y Locke,
indudablemente, eran liberales de los más puros. El propio Edmund Burke fue
siempre un "viejo whig"
y, al igual que cualquiera de los personajes antes citados, se habría horrorizado
ante la posibilidad de que alguien le tomara por tory.
Pero no nos desviemos del tema que
ahora nos interesa. Lo típico del conservador, decíamos, es el conferir siempre
el más amplio margen de confianza a las autoridades constituidas y el procurar
invariablemente que los poderes de éstas, lejos de debilitarse, se refuercen.
Es ciertamente difícil, bajo tal clima, preservar la libertad. El conservador,
por lo general, no se opone a la coacción ni a la arbitrariedad estatal cuando
los gobernantes persiguen aquellos objetivos que él considera acertados. No se
debe coartar –piensa– con normas rígidas y prefijadas la acción de quienes
están en el poder, si son gentes honradas y rectas. El conservador,
esencialmente oportunista y carente de principios generales, se limita, al
final, a recomendar que se encomiende la jefatura del país a un gobernante
sabio y bueno, cuyo imperio no proviene de esas sus excepcionales cualidades
–que todos desearíamos adornaran a la superioridad–, sino de los autoritarios
poderes que ejerce[7].
Al conservador, como al socialista, lo que le preocupa es quién gobierna,
desentendiéndose del problema relativo a la limitación de las facultades
atribuidas al gobernante; y, como el marxista, considera natural imponer a los
demás sus valoraciones personales.
Al decir que el conservador no tiene
principios, en modo alguno pretendemos afirmar que carezca de convicciones
morales; todo lo contrario, ordinariamente las tiene y muy arraigadas. De lo
que adolece es de falta de principios políticos que le permitan colaborar
lealmente con gentes cuyas valoraciones morales difieran de las suyas, con
miras a así, entre todos, organizar una sociedad en la que cada uno pueda ser
fiel a sus propias convicciones. Ahora bien, sólo tal filosofía permite la
pacífica coexistencia de personas de mentalidad diferente y la pervivencia de
agrupaciones humanas que puedan prescindir sustancialmente de la coacción y la
fuerza. Ello exige estar todos dispuestos a tolerar muchas cosas que
personalmente tal vez nos desagraden. Los objetivos de los conservadores, en
términos generales, me agradan mucho más que los de los socialistas; para un
liberal, sin embargo, por mucho que valore determinados fines, jamás es lícito
obligar a quienes aprecien de otro modo las cosas a esforzarse por la consecución
de las metas apetecidas. Estoy seguro de que algunos de mis amigos
conservadores se sobresaltarán por las concesiones que al parecer hago a las tendencias modernas
en la parte tercera de esta obra. Tales tendencias, a mí, personalmente, en
gran parte, me gustan tan poco como a ellos, y, llegado el caso, incluso
votaría en contra de las mismas; pero no puedo invocar argumento alguno de tipo
general para demostrar a quienes mantienen un punto de vista distinto al mío
que esas medidas son incompatibles con aquella sociedad que tanto ellos como yo
deseamos. El convivir y el colaborar fructíferamente en sociedad exige por
tanto respeto para aquellos objetivos que pueden diferir de los nuestros
personales, presupone permitir a quienes valoren de modo distinto al nuestro
tener aspiraciones diferentes a las que nosotros abrigamos, por mucho que
estimemos los propios ideales.
Por tales razones, el liberal, en
abierta contraposición a conservadores y socialistas, en ningún caso admite que
alguien tenga que ser coaccionado por razones de moral o religión. Pienso con
frecuencia que la nota que tipifica al liberal, distinguiéndole tanto del
conservador como del socialista, es precisamente esa su postura de total
inhibición ante las conductas que los demás adopten siguiendo sus creencias,
siempre y cuando no invadan ajenas esferas de actuación legalmente amparadas.
Tal vez ello explique por qué el socialista desengañado, con mucha mayor
facilidad y frecuencia, tranquiliza sus inquietudes haciéndose conservador en
vez de liberal.
La mentalidad conservadora, en
definitiva, entiende que dentro de cada sociedad existen personas patentemente
superiores, cuyas valoraciones, posiciones y categorías deben protegerse,
correspondiendo a tales excepcionales sujetos un mayor peso en la gestión de
los negocios públicos. Los liberales, naturalmente, no niegan que hay personas
de superioridad indudable; en modo alguno son igualitaristas. Pero no creen que
haya nadie que por sí y ante sí se halle facultado para decidir subjetivamente
quiénes, entre los ciudadanos, deban ocupar esos puestos privilegiados.
Mientras el conservador tiende a mantener cierta predeterminada jerarquía y
desea ejercer la autoridad para defender la posición de aquellos a quienes él
personalmente valora, el liberal entiende que ninguna posición otrora
conquistada debe ser protegida contra los embates del mercado mediante
privilegios, autorizaciones monopolísticas o intervenciones coactivas del
Estado. El liberal no desconoce el decisivo papel que ciertas élites desempeñan
en el progreso cultural e intelectual de nuestra civilización; pero estima que
quienes pretenden ocupar en la sociedad una posición preponderante deben
demostrar esa pretendida superioridad acatando las mismas normas que se aplican
a los demás.
La actitud que el conservador suele
adoptar ante la democracia está íntimamente relacionada con lo anterior. Ya
antes hice constar que no considero el gobierno mayoritario como un fin en sí,
sino sólo como un medio, o incluso quizá como el mal menor entre los sistemas
políticos entre los que tenemos que elegir. Sin embargo, se equivocan, en mi
opinión, los conservadores cuando atribuyen los males de nuestro tiempo a la
existencia de regímenes democráticos. Lo malo es el poder político ilimitado.
Nadie tiene capacidad suficiente para ejercer sabiamente poderes omnímodos[8].
Las amplias facultades que ostentan los modernos gobiernos democráticos
resultarían aún más intolerables en manos de un reducido grupo de privilegiados.
Es cierto que sólo cuando la potestad quedó íntegramente transferida a las
masas mayoritarias dejó por doquier de reclamarse la limitación de los poderes
estatales. En este sentido, la democracia guarda íntima relación con la
expansión de las facultades gubernamentales. Lo recusable, sin embargo, no es
la democracia en sí, sino el poder ilimitado del que dirige la cosa pública,
sea quien fuere. ¿Por qué no se limita el poder de la mayoría, como se intentó
siempre hacer con el de cualquier otro gobernante? Dejando a un lado tales
circunstancias, las ventajas que la democracia encierra, al permitir el cambio
pacífico de régimen y al educar a las masas en materia política, se me antojan
tan grandes, en comparación con los demás sistemas posibles, que no puedo
compartir las tendencias antidemocráticas del conservadurismo. Lo que en esta
materia importa no es tanto quién gobierna, sino qué poderes ha de ostentar el
gobernante.
La esfera económica nos sirve para
constatar cómo la oposición conservadora al exceso de poder estatal no obedece
a consideraciones de principio, sino que es pura reacción contra determinados
objetivos que ciertos gobiernos pueden perseguir. Los conservadores rechazan,
por lo general, las medidas socializantes y dirigistas cuando del terreno
industrial se trata, postura ésta a la que se suma el liberal. Ello no impide
que al propio tiempo suelan ser proteccionistas en los sectores agrarios. Si
bien la mayor parte del dirigismo que hoy domina en la industria y el comercio
es fruto del esfuerzo socialista, no es menos cierto que las medidas
restrictivas en el mercado agrario fueron, por lo general, obra de
conservadores que las implantaron aun antes de imponerse las primeras. Es más:
muchos políticos conservadores no se mostraron inferiores a los socialistas en
sus esfuerzos por desacreditar la libre empresa[9].
4. La
debilidad del conservador
Ya hemos aludido a las diferencias que
separan a conservadores y liberales en el campo estrictamente intelectual.
Conviene, no obstante, volver sobre el tema, pues la postura conservadora en
tal materia no sólo supone grave quiebra para el conservadurismo como partido,
sino que, además, puede perjudicar gravemente a cualquier otro grupo que con él
se asocie. Intuyen los conservadores que son sobre todo nuevos idearios los
agentes que provocan las mutaciones sociales. Y teme el conservador a las
nuevas ideas precisamente porque sabe que carece de pensamiento propio que
oponerles. Su repugnancia a la teoría abstracta, y la escasez de su imaginación
para representarse cuanto en la práctica no ha sido ya experimentado, le dejan
por completo inerme en la dura batalla de las ideas. A diferencia del liberal,
convencido siempre del poder y la fuerza que, a la larga, tienen las ideas, el
conservador se encuentra maniatado por los idearios heredados. Como, en el
fondo, desconfía totalmente de la dialéctica, acaba siempre apelando a una
sabiduría particular que, sin más, se atribuye.
Donde mejor se aprecia la disparidad
entre estos dos modos de pensar es en su respectiva actitud ante el progreso de
las ciencias. El liberal no comete el error de creer que toda evolución implica
mejora; pero estima que la ampliación del conocimiento constituye uno de los
más nobles esfuerzos del hombre y piensa que sólo de este modo es posible
resolver aquellos problemas que tienen humana solución. No es que lo nuevo, por
su novedad, le atraiga; pero sabe que es típico del hombre buscar siempre cosas
nuevas antes desconocidas, y por eso está siempre dispuesto a examinar todo
desarrollo científico, aun en aquellos casos en que le disgustan las
consecuencias inmediatas que la novedad parezca implicar.
Uno de los aspectos para mí más
recusables de la mentalidad conservadora es su oposición, por principio, a
todo nuevo conocimiento, por temor a las consecuencias que, a primera vista,
parezca haya de producir; digámoslo claramente: lo que me molesta del
conservador es su oscurantismo. Reconozco que, mortales al fin, también los
científicos se dejan llevar por modas y caprichos, por lo que siempre es
conveniente recibir sus afirmaciones con cautela y hasta con desconfianza.
Ahora bien, nuestra crítica deberá ser siempre racional, y, al enjuiciar las
diferentes teorías, habremos de prescindir necesariamente de si las nuevas
doctrinas chocan o no con nuestras creencias preferidas. Siempre me han
irritado quienes se oponen, por ejemplo, a la teoría de la evolución o a las
denominadas explicaciones mecánicas del
fenómeno de la vida simplemente por las consecuencias morales que, en
principio, parecen deducirse de tales doctrinas, así como quienes estiman impío
o irreverente el mero hecho de plantear determinadas cuestiones. Los
conservadores, al no querer enfrentarse con la realidad, sólo consiguen
debilitar su posición. Las conclusiones que el racionalista deduce de los
últimos avances científicos encierran frecuentemente graves errores y no son
las que en verdad resultan de los hechos; ahora bien, sólo participando
activamente en la discusión científica podemos, con conocimiento de causa,
atestiguar si los nuevos descubrimientos confirman o refutan nuestro anterior
pensamiento. Si llegamos a la conclusión de que alguna de nuestras creencias se
apoyaba en presupuestos falsos, estimo que sería incluso inmoral seguir
defendiéndola pese a contradecir abiertamente la verdad.
Esa repugnancia que el conservador
siente por todo lo nuevo y desusado parece guardar cierta relación con su
hostilidad hacia lo internacional y su tendencia al nacionalismo patriotero.
Esta actitud también resulta perjudicial para la postura conservadora en la
batalla de las ideas. Es un hecho incuestionable para el conservador que las
ideas que modelan y estructuran nuestro mundo no respetan fronteras. Y pues no
está dispuesto a aceptarlas, cuando tiene que luchar contra las mismas
advierte con estupor que carece de las necesarias armas dialécticas. Las ideas
de cada época se desarrollan en lo que constituye un gran proceso
internacional; y sólo quienes participan activamente en el mismo son luego
capaces de influir de modo decisivo en el curso de los acontecimientos. En
estas lides de nada sirve afirmar que cierta idea es antiamericana,
antibritánica o antigermana. Una teoría torpe y errada no deja de serlo por
haberla concebido un compatriota.
Aunque mucho más podría decir sobre el
conservadurismo y el nacionalismo, creo que es mejor abandonar el asunto, pues
algunos tal vez pensarán que es mi personal situación lo que me induce a
criticar todo tipo de nacionalismo. Sólo agregaré que esa predisposición
nacionalista que nos ocupa es con frecuencia lo que induce al conservador a
emprender la vía colectivista. Después de calificar como nuestra tal industria o tal
riqueza, sólo falta un paso para demandar que dichos recursos sean puestos al
servicio de los intereses
nacionales. Sin embargo, es justo reconocer que aquellos liberales
europeos que se consideran hijos y continuadores de la Revolución Francesa poco
se diferencian en esto de los conservadores. Creo innecesario decir que el
nacionalismo nada tiene que ver con el patriotismo, así como que se puede
repudiar el nacionalismo sin por ello dejar de sentir veneración por las
tradiciones patrias. El que me agrade mi país, sus usos y costumbres, en modo
alguno implica que deba odiar cuanto sea extranjero y diferente.
Sólo a primera vista puede parecernos
paradójico que la repugnancia que el conservador siente por lo internacional
vaya frecuentemente asociada a un agudo imperialismo. El repugnar lo foráneo y
el hallarse convencido de la propia superioridad inducen al individuo a
considerar como misión suya civilizar a
los demás[10] y,
sobre todo, civilizarlos,
no mediante el intercambio libre y deseado por ambas partes que el liberal
propugna, sino imponiéndoles "las bendiciones de un gobierno
eficiente". Es significativo que en este terreno encontremos con
frecuencia a conservadores y socialistas aunando sus fuerzas contra los
liberales. Ello aconteció no sólo en Inglaterra, donde fabianos y webbs fueron siempre
abiertamente imperialistas, o en Alemania, donde fueron de la mano el
socialismo de Estado y la expansión colonial, también en los Estados Unidos,
donde ya en tiempos del primer Roosevelt pudo decirse: "Los jingoístas y los reformadores
sociales habían aunado sus esfuerzos formando un partido político que amenazaba
con ocupar el poder y utilizarlo para su programa de cesarismo paternalista;
tal peligro, de momento, parece haber sido evitado, pero sólo a costa de haber
adoptado los demás partidos idéntico programa, si bien en forma más gradual y
suave"[11].
5. ¿Por
qué no soy conservador?
En un solo aspecto puede decirse con
justicia que el liberal se sitúa en una posición intermedia entre socialistas y
conservadores. En efecto, rechaza tanto el torpe racionalismo del socialista,
que quisiera rehacer todas las instituciones sociales a tenor de ciertas normas
dictadas por sus personales juicios, como del misticismo en que con tanta
facilidad cae el conservador. El liberal se aproxima al conservador en cuanto desconfía
de la razón, pues reconoce que existen incógnitas aún sin desentrañar; incluso
duda a veces que sea rigurosamente cierto y exacto todo aquello que se suele
estimar definitivamente resuelto, y, desde luego, le consta que jamás el hombre
llegará a la omnisciencia. El liberal, por otra parte, no deja de recurrir a
instituciones o usos útiles y convenientes aunque no hayan sido objeto de
organización consciente. Difiere del conservador precisamente en este su modo
franco y objetivo de enfrentarse con la humana ignorancia y reconoce lo poco
que sabemos, rechazando todo argumento de autoridad y toda explicación de
índole sobrenatural cuando la razón se muestra incapaz de resolver determinada
cuestión. A veces puede parecernos demasiado escéptico[12],
pero la verdad es que se requiere un cierto grado de escepticismo para mantener
incólume ese espíritu tolerante típicamente liberal que permite a cada uno
buscar su propia felicidad por los cauces que estima más fecundos.
De cuanto antecede en modo alguno se
sigue que el liberal haya de ser ateo. Antes al contrario, y a diferencia del
racionalismo de la Revolución Francesa, el verdadero liberalismo no tiene
pleito con la religión, siendo muy de lamentar la postura furibundamente
antirreligiosa adoptada en la Europa decimonónica por quienes se
denominaban liberales. Que
tal actitud es esencialmente antiliberal lo demuestra el que los fundadores
de la doctrina, los viejos whigs ingleses,
fueron en su mayoría gente muy devota. Lo que en esta materia distingue al
liberal del conservador es que, por profundas que puedan ser sus creencias,
aquél jamás pretende imponerlas coactivamente a los demás. Lo espiritual y lo
temporal son para él esferas claramente separadas que nunca deben confundirse.
6. ¿Qué
nombre daríamos al partido de la libertad?
Lo dicho hasta aquí basta para
evidenciar por qué no me considero conservador. Muchos, sin embargo, estimarán
dificultoso el calificar de liberal mi postura, dado el significado que hoy se
atribuye generalmente al término; parece, pues, oportuno abordar la cuestión de
si tal denominación puede ser, en la actualidad, aplicada al partido de la
libertad. Con independencia de que yo, durante toda mi vida, me he calificado
de liberal, vengo utilizando tal adjetivo, desde hace algún tiempo, con
creciente desconfianza, no sólo porque en los Estados Unidos el vocablo da
lugar a continuas confusiones, sino porque cada vez voy viendo con mayor
claridad el insoslayable valladar que me separa de ese liberalismo racionalista
típico de la Europa continental y aun del de los utilitaristas británicos.
Si por liberalismo entendemos lo que
entendía aquel historiador inglés que en 1827 definía la revolución de 1688
como "el triunfo de esos principios hoy en día denominados liberales o constitucionales"[13];
si se atreviera uno, con Lord Acton, a saludar a Burke, Macaulay o Gladstone
como los tres grandes apóstoles del liberalismo, o, con Harold Laski, a decir
que Tocqueville y Lord Acton fueron "los auténticos liberales del siglo
xix"[14],
sería para mí motivo del máximo orgullo el adjudicarme tan esclarecido
apelativo. Me siento inclinado a llamar verdadero liberalismo a las doctrinas que los citados
autores defendieron. La verdad, sin embargo, es que quienes en el continente
europeo se denominaron liberales propugnaron
en su mayoría teorías a las que estos autores habrían mostrado su más airada
oposición, impulsados más por el deseo de imponer al mundo un cierto patrón
político preconcebido que por el de permitir el libre desenvolvimiento de los
individuos. Casi otro tanto cabe predicar del sedicente liberalismo inglés, al
menos desde la época de Lloyd George.
En consecuencia, debemos reconocer que
actualmente ninguno de los movimientos y partidos políticos calificados
de liberales puede
considerarse liberal en el sentido en que yo he venido empleando el vocablo.
Asimismo, las asociaciones mentales que, por razones históricas, hoy en día
suscita el término seguramente dificultarán el éxito de quienes lo adopten.
Planteadas así las cosas, resulta muy dudoso si en verdad vale la pena intentar
devolver al liberalismo su primitivo significado. Mi opinión personal es que el
uso de tal palabra sólo sirve para provocar confusión si previamente no se han
hecho todo género de salvedades, siendo por lo general un lastre para quien la
emplea.
Por resultar imposible, de hecho, en
los Estados Unidos, servirse del vocablo en el sentido en que yo lo empleo,
últimamente se está recurriendo al uso del término libertario. Tal vez sea ésa una solución; a mí, de todas
suertes, me resulta palabra muy poco atractiva. Me parece demasiado artificiosa
y rebuscada. Por mi parte, también he pretendido hallar una expresión que
reflejara la afición del liberal por lo vivo y lo natural, su amor a todo lo
que sea desarrollo libre y espontáneo. Pero en verdad que he fracasado.
7. Apelación
a los 'old whigs'
Lo más curioso de la situación es que
esa filosofía que propugnamos, cuando apareció en Occidente, tenía un nombre, y
el partido que la defendía también poseía un apelativo por todos admitido. Los
ideales de los whigs ingleses
cristalizaron en aquel movimiento que, más tarde, toda Europa denominó liberal[15],
movimiento en el que se inspiraron los fundadores de los actuales Estados
Unidos para luchar por su independencia y al redactar su carta constitucional[16]. Whigs se denominaron, entre los
anglosajones, los partidarios de la libertad, hasta que el impulso demagógico,
totalitario y socializante que nace con la Revolución Francesa viniera a
transmutar su primitiva filosofía.
El vocablo desapareció en su país de
origen, en parte, debido a que el pensamiento que había representado durante
cierta época dejó de ser patrimonio exclusivo de un determinado partido
político y, en parte, porque quienes se agrupaban tras esa denominación
traicionaron sus originarios ideales. Su facción revolucionaria acabó
desacreditando, a lo largo del siglo pasado, tanto en Gran Bretaña como en los
Estados Unidos, a los partidos whig.
Si tenemos en cuenta que el movimiento deja de denominarse whig para adoptar el
calificativo de liberal precisamente
cuando queda infectado del racionalismo rudo y dictatorial de la Revolución
Francesa –correspondiendo a nosotros la tarea de destruir ese racionalismo
nacionalista y socializante que tanto daño ha hecho al partido–, creo que la
palabra whig es la que
mejor refleja tal conjunto de ideas. Mis estudios sobre la evolución política
me hacen ver cada vez con mayor claridad que, durante toda mi vida, siempre fui
"un viejo whig"
(y subrayo lo de "viejo").
Lo anterior, sin embargo, en modo
alguno quiere decir que desee retornar a la situación en que el mundo se
hallaba al finalizar el siglo xvii. Uno de los objetivos de este libro consiste
precisamente en demostrar cómo ideas que se gestaron en aquel momento histórico
no dejaron de desarrollarse y progresar desde entonces hasta hace unos setenta
u ochenta años, generalizándose y dejando de constituir patrimonio exclusivo de
un determinado partido. Después hemos ido paulatinamente descubriendo trascendentes
verdades otrora desconocidas, a cuya luz podemos hoy patentizar mejor lo
acertado y fecundo de aquel ideario. Tal vez nuestros modernos conocimientos
nos obliguen a dar nueva presentación a la doctrina, pero sus fundamentos
básicos siguen siendo los mismos que intuyeran los viejos whig. Es cierto que la postura
que más tarde adoptaron algunos de sus representantes ha hecho dudar a algunos
historiadores de que, efectivamente, el partido whig profesara la filosofía que le atribuimos; pero, como
acertadamente escribe Lord Acton, aunque es indudable "la torpeza de
algunos de los patriarcas de la doctrina, la idea de una ley suprema, que se
halla por encima de nuestros ordenamientos y códigos –idea de la que parte toda
la filosofía whig– es
la gran obra que el pensamiento británico legó a la nación"[17]...
y al mundo entero, agregamos nosotros. He ahí el ideario en que por entero se
basa la tradición anglosajona, la doctrina que proporcionó al liberalismo
continental europeo lo que de bueno encierra, la filosofía en que se fundamenta
el sistema político de los Estados Unidos. No coincidían con el ideario en
cuestión ni el radicalismo de un Jefferson ni el conservadurismo de un Hamilton
o incluso de un John Adams. Sólo un James Madison, el "padre de la
Constitución", sabría brindarnos la correspondiente formulación americana[18].
No sé realmente si vale la pena
infundir nueva vida al viejo vocablo whig. El que en la actualidad, tanto en los países anglosajones
como fuera de ellos, la gente sea incapaz de dar al vocablo un contenido preciso,
más que un inconveniente, me parece una ventaja. Para las personas preparadas y
conocedoras de la evolución política, en cambio, posiblemente sea el único
término que refleja cumplidamente lo que implica este modo de pensar. Harto
elocuente es el malestar y la desazón que al conservador, y aún más al
socialista arrepentido, convertido a los ideales conservadores, produce todo
lo auténticamente whig. Demuestran
con ello un agudo instinto político, pues fue la filosofía whig el único conjunto de ideas
que opuso un racional y firme valladar a la opresión y a la arbitrariedad
política.
8. Principios
teóricos y posibilidades prácticas
Pero ¿acaso tiene tanta trascendencia
la cuestión del nombre? Allí donde, como acontece en los Estados Unidos, las
instituciones son aún sustancialmente libres y la defensa de la libertad, por
tanto, las más de las veces coincide con la defensa del orden imperante, no
parece que haya de encerrar grave peligro el denominar conservadores a los partidarios
de la libertad, aun cuando, en más de una ocasión, a estos últimos ha de
resultar embarazosa tan plena identificación con quienes sienten tan intensa
aversión al cambio. No es lo mismo defender una determinada institución por el
mero hecho de existir que propugnarla por estimarla fecunda e interesante. El
hecho de que el liberal coincida con otros grupos en su oposición al
colectivismo no debe hacer olvidar que mira siempre hacia adelante, hacia el
futuro; ni siente románticas nostalgias, ni desea idealmente revivir el pasado.
Es, pues, imprescindible trazar una
clara separación entre estos dos modos de pensar, sobre todo cuando, como
ocurre en muchas partes de Europa, los conservadores han aceptado ya gran parte
del credo colectivista. En efecto, las ideas socialistas han dominado la
escena política europea durante tanto tiempo, que muchas instituciones de
indudable signo colectivista son ya por todos aceptadas, siendo incluso motivo
de orgullo para aquellos partidos conservadores que
las implantaron[19].
En estas circunstancias, el partidario de la libertad no puede menos de
sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo, viéndose obligado a adoptar
una actitud de franca rebeldía ante los prejuicios populares, los intereses
creados y los privilegios legalmente reconocidos. Los errores y los abusos no
resultan menos dañinos por el hecho de ser antiguos y tradicionales.
Tal vez sea sabio el político que se
atiene a la máxima del quieta non
movere; pero dicha postura repugna en principio al estudioso. Reconoce
éste, desde luego, que en política conviene proceder con cautela, no debiendo
el estadista actuar en tanto la opinión pública no esté debidamente preparada y
dispuesta a seguirle; ahora bien, lo que aquél jamás hará es aceptar
determinada situación simplemente porque la opinión pública la respalde. En
este nuestro mundo actual, donde de nuevo, como en los albores del siglo xix,
la gran tarea estriba en suprimir todos esos obstáculos e impedimentos,
arbitrados por la insensatez humana, que coartan y frenan el espontáneo
desarrollo, es preciso buscar el apoyo de las mentes progresistas; es decir, de aquellos
que, aun cuando posiblemente estén hoy moviéndose en una dirección equivocada,
desean no obstante enjuiciar de modo objetivo lo existente, a finde modificar
todo lo que sea necesario.
Creo que a nadie habré confundido por
utilizar en varias ocasiones el término partido al referirme a la agrupación de quienes defienden
cierto conjunto de normas morales y científicas. No he querido, desde luego,
asociarme con ninguno de los partidos políticos existentes. Dejo en manos de
ese "hábil y sinuoso animal, vulgarmente denominado estadistao político, que sabe siempre acomodar
sus actos a la situación del momento"[20],
el problema de cómo incorporar a un programa que resulte atractivo a las masas
el ideario que en el presente libro he querido exponer hilvanando retazos de
una tradición ya casi perdida. El estudioso en materia política debe aconsejar
e ilustrar a la gente; pero no le compete organizarla y dirigirla hacia la
consecución de objetivos específicos. El teórico sólo desempeñará eficazmente
aquella función si prescinde de que sus recomendaciones sean o no, por razones
políticas, plasmables en la práctica. Debe atender sólo a los "principios
generales que jamás varían"[21].
Dudo mucho, por ello, que ningún auténtico investigador político pueda jamás
ser de verdad conservador. La filosofía conservadora puede ser útil en la
práctica, pero no nos brinda norma alguna que nos indique hacia dónde, a la
larga, debemos orientar nuestras acciones.
[1] Esto
ha sido verdad durante algo más de un siglo. Ya en 1855, J. St. Mill pudo
afirmar (véase mi John Stuart
Mill and Harriet Taylor, Londres y Chicago, 1951, p. 216): "Casi
todos los proyectos de los reformadores sociales de nuestros días son
realmente liberticidas".
[2] B. Crick, "The Strange Quest for an American Conservatism", The Review of Politics, XVII, 1955, p. 365, dice acertadamente: "El americano normal que a sí mismo se califica de conservador es, de hecho, un liberal". Pudiera ser que la repugnancia de esos conservadores a utilizar para sí la más apropiada denominación de liberales arrancara del abuso que de tal término se hizo durante la epoca del New Deal.
[3] La expresión es de R.G. Collingwood, The New Leviathan, Oxford University Press, 1912, p. 209.
[4] Véase la característica elección de este título para la obra programática del primer ministro inglés Harold Macmillan, The Middle Way, Londres 1938.
[5] Véase Lord Hugh Cecil, Conservatism, Home University Library, Londres 1912, p. 1: "[El] conservadurismo natural (...) es una disposición contraria al cambio, que en parte brota de la desconfianza ante lo desconocido".
[6] Véase la reveladora autodescripción de un conservador en K. Feiling, Sketches in Nineteenth Century Biography, Londres, 1930, p. 174: "En general, las derechas sienten horror hacia las nuevas ideas, ya que, según palabras de Disraeli, el hombre práctico es 'aquel que incurre en los mismos errores que cometieran anteriormente sus predecesores'. Durante largos periodos de su historia se han opuesto sistemáticamente a toda innovación, y, pretextando observar obligada reverencia hacia sus antepasados, han sometido a menudo sus opiniones a vetustos y personales prejuicios. Tal manera de proceder aparece más coherente si se tiene en cuenta que dicho sector derechista se nutre constantemente de la propia izquierda; se mantiene a base de repetidas aportaciones del ideario liberal, sufriendo las consecuencias de una actitud siempre tendente a contemporizar".
[7] Espero que se me disculpe por repetir aquí las palabras que utilicé en una ocasión anterior para exponer un punto importante que hasta el momento no he tenido ocasión de reiterar en este libro: "El principal mérito del individualismo que propugnaran Adam Smith y sus contemporáneos es que se trata de un sistema por el que los malos pueden hacer menos daño. Trátase de un sistema social que no requiere para actuar la concurrencia de seres perfectos, ni mejorar la naturaleza de los individuos, pues, por el contrario, utiliza las variadas condiciones de los humanos en su real complejidad, es decir, honestos en ocasiones y en otras maliciosos, a veces inteligentes y con más frecuencia obtusos" (Individualism and Economic Order, Londres y Chicago, 1949, p. 11).
[8] Véase Lord Acton en Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, ed. H. Paul, Londres, 1913, p. 73: "El peligro no consiste en que una determinada clase sea incapaz de gobernar. Ninguna clase es apta para el gobierno. La ley de la libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, las creencias sobre las creencias o las clases sobre las clases".
[9] J. Hicks, en relación con esto, ha hablado acertadamente de la "caricatura, dibujada en forma parecida por el joven Disraeli, por Marx y por Göbbels"; "The Pursuit of Economic Freedom", What We Defend, ed. E. Jacob, Oxford University Press, 1942, p. 961. Sobre el papel desempeñado por los conservadores en relación con ello, véase mi introducción al Capitalism and the Historians, University of Chicago Press, 1954, pp. 19ss (trad. española: El capitalismo y los historiadores, Unión Editorial, 2.ª ed., 1997).
[10] Véase J. St. Mill, On Liberty, ed. R.B. McCallum, Oxford, 1946, p. 83: "No estoy seguro de que una comunidad tenga derecho a imponer a otra la civilización".
[11] W. Burges, The Reconciliation of Government with Liberty, Nueva York, 1915, p. 380.
[12] Véase Learned Hand, The Spirit of Liberty, ed. E. Dilliard, Nueva York, 1952: "El espíritu de la libertad es aquel que duda que se halle en posesión de la verdad". Véase también la declaración, a menudo citada, de O. Cromwell en su Letter to the General Assembly of the Church of Scotland, 3 de agosto de 1650: "Os exhorto, por la sangre de Cristo, a que admitáis la eventualidad de que pudierais estar equivocados". Es aleccionador que esta frase sea quizá la más recordada de las pronunciadas por el único dictador de la historia de Inglaterra.
[13] H. Hallam, Constitutional History, 1827, ed. Everyman, III, p. 90. A menudo se sugiere que el término liberalproviene del partido doceañista español; por mi parte, me inclino a creer que deriva del uso que Adam Smith hizo del término en pasajes tales como los siguientes: "El sistema liberal de libre exportación e importación", W. o N., II, p. 41, y "permitiendo a todo hombre la persecución de su propio interés bajo el plano liberal de la igualdad, la libertad y la justicia", ibid., p. 162.
[14] Lord Acton, en Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, p. 44. Véase también su juicio sobre Tocqueville en Lectures on the French Revolution, Londres, 1910, p. 357: "Tocqueville fue un liberal de la más pura estirpe, tan sólo un liberal que recelaba grandemente de la democracia y sus secuelas: igualdad, centralización y utilitarismo". Análogamente, en The Nineteenth Century, XXXIII, 1893, p. 885. La afirmación de H. J. Laski está contenida en "Alexis de Tocqueville and Democracy", en The Social and Political Ideals of Some Representative Thinkers of the Victorian Age, ed. F. C. J. Hearnshaw, Londres, 1936, p. 100, donde dice: "En mi opinión, podría formularse un argumento de fuerza incontestable en el sentido de que Tocqueville y Lord Acton fueron los liberales más caracterizados del siglo xix".
[15] Ya a comienzos del siglo xviii, un observador inglés destacó: "Casi nunca conocí a un extranjero establecido en Inglaterra, fuese holandés, alemán, francés, italiano o turco, que no se convirtiese en whig al poco tiempo de convivir con nosotros" (citado por G. H. Guttridge, English Whiggism and the American Revolution, University of California Press, 1942, p. 3).
[16] Desgraciadamente, el uso que se hizo del término whig en los Estados Unidos durante el siglo xix sirvió para olvidar que en el siglo xviii simbolizó los principios que guiaron la Revolución, ganaron la independencia y conformaron la constitución. Los jóvenes James Madison y John Adams desarrollaron sus ideales políticos en el seno de sociedades whigs (véase E. M. Burns, James Madison, Rutgers University Press, 1938, p. 4). Como Jefferson afirma, los principios whigs sirvieron de guía a todos los jurisperitos, quienes a su vez integraban una poderosa mayoría dentro de los firmantes de la Declaración de Independencia y entre los miembros de la Convención constitucional (véase Works of Thomas Jefferson, Memorial Edition, Washington, 1905, XVI, p. 156). La profesión de principios whigs fue llevada a tal extremo que incluso los soldados de Washington utilizaban en su vestimenta los tradicionales colores de los whigs, azul y ante natural, que compartieron con los foxitas del parlamento británico y que se ha conservado hasta nuestros días en las cubiertas de la Edinburgh Review. Puesto que una generación socialista ha hecho del whigismo su blanco favorito, los oponentes del socialismo cuentan con más razones aún para reivindicar el nombre. Trátase hoy de la única palabra que describe correctamente las creencias de los liberales de Gladstone, de los hombres de la generación de Maitland, Acton y Bryce, la última generación para quien la libertad, antes que la igualdad o la democracia, fue el principal objetivo.
[17] Lord Acton, Lectures on Modern History, Londres, 1906, p. 218.
[18] Véase S. K. Padover en su introducción a The Complete Madison, Nueva York, 1953, p. 10: "Dentro de la terminología moderna, Madison sería calificado de persona que se encuentra hacia la mitad del camino liberal, y Jefferson, de radical". Tal descripción es verdadera e importante, si bien debemos recordar que E. S. Corwin ("James Madison Layman, Publicist and Exegete", New York University Law Review, XXVII, 1952, p. 285) ha encasillado a Madison, posteriormente, como "sumiso a la arrogante influencia de Jefferson".
[19] Véase, por ejemplo, la declaración del partido conservador británico sobre política, The Right Road for Britain, Londres 1950, pp. 41-42, que pretende con mucha justificación que "esta nueva concepción de los servicios sociales fue desarrollada por el Gobierno de coalición, con una mayoría de ministros conservadores y la total aprobación de la mayoría conservadora en la Cámara de los Comunes (...) Nosotros establecimos los fundamentos de los planes de retiro, enfermedad, paro, accidentes laborales y la organización nacional de asistencia médico-farmacéutica".
[20] A. Smith, W. o N., I, p. 432.
[21] Ibíd.
[2] B. Crick, "The Strange Quest for an American Conservatism", The Review of Politics, XVII, 1955, p. 365, dice acertadamente: "El americano normal que a sí mismo se califica de conservador es, de hecho, un liberal". Pudiera ser que la repugnancia de esos conservadores a utilizar para sí la más apropiada denominación de liberales arrancara del abuso que de tal término se hizo durante la epoca del New Deal.
[3] La expresión es de R.G. Collingwood, The New Leviathan, Oxford University Press, 1912, p. 209.
[4] Véase la característica elección de este título para la obra programática del primer ministro inglés Harold Macmillan, The Middle Way, Londres 1938.
[5] Véase Lord Hugh Cecil, Conservatism, Home University Library, Londres 1912, p. 1: "[El] conservadurismo natural (...) es una disposición contraria al cambio, que en parte brota de la desconfianza ante lo desconocido".
[6] Véase la reveladora autodescripción de un conservador en K. Feiling, Sketches in Nineteenth Century Biography, Londres, 1930, p. 174: "En general, las derechas sienten horror hacia las nuevas ideas, ya que, según palabras de Disraeli, el hombre práctico es 'aquel que incurre en los mismos errores que cometieran anteriormente sus predecesores'. Durante largos periodos de su historia se han opuesto sistemáticamente a toda innovación, y, pretextando observar obligada reverencia hacia sus antepasados, han sometido a menudo sus opiniones a vetustos y personales prejuicios. Tal manera de proceder aparece más coherente si se tiene en cuenta que dicho sector derechista se nutre constantemente de la propia izquierda; se mantiene a base de repetidas aportaciones del ideario liberal, sufriendo las consecuencias de una actitud siempre tendente a contemporizar".
[7] Espero que se me disculpe por repetir aquí las palabras que utilicé en una ocasión anterior para exponer un punto importante que hasta el momento no he tenido ocasión de reiterar en este libro: "El principal mérito del individualismo que propugnaran Adam Smith y sus contemporáneos es que se trata de un sistema por el que los malos pueden hacer menos daño. Trátase de un sistema social que no requiere para actuar la concurrencia de seres perfectos, ni mejorar la naturaleza de los individuos, pues, por el contrario, utiliza las variadas condiciones de los humanos en su real complejidad, es decir, honestos en ocasiones y en otras maliciosos, a veces inteligentes y con más frecuencia obtusos" (Individualism and Economic Order, Londres y Chicago, 1949, p. 11).
[8] Véase Lord Acton en Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, ed. H. Paul, Londres, 1913, p. 73: "El peligro no consiste en que una determinada clase sea incapaz de gobernar. Ninguna clase es apta para el gobierno. La ley de la libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, las creencias sobre las creencias o las clases sobre las clases".
[9] J. Hicks, en relación con esto, ha hablado acertadamente de la "caricatura, dibujada en forma parecida por el joven Disraeli, por Marx y por Göbbels"; "The Pursuit of Economic Freedom", What We Defend, ed. E. Jacob, Oxford University Press, 1942, p. 961. Sobre el papel desempeñado por los conservadores en relación con ello, véase mi introducción al Capitalism and the Historians, University of Chicago Press, 1954, pp. 19ss (trad. española: El capitalismo y los historiadores, Unión Editorial, 2.ª ed., 1997).
[10] Véase J. St. Mill, On Liberty, ed. R.B. McCallum, Oxford, 1946, p. 83: "No estoy seguro de que una comunidad tenga derecho a imponer a otra la civilización".
[11] W. Burges, The Reconciliation of Government with Liberty, Nueva York, 1915, p. 380.
[12] Véase Learned Hand, The Spirit of Liberty, ed. E. Dilliard, Nueva York, 1952: "El espíritu de la libertad es aquel que duda que se halle en posesión de la verdad". Véase también la declaración, a menudo citada, de O. Cromwell en su Letter to the General Assembly of the Church of Scotland, 3 de agosto de 1650: "Os exhorto, por la sangre de Cristo, a que admitáis la eventualidad de que pudierais estar equivocados". Es aleccionador que esta frase sea quizá la más recordada de las pronunciadas por el único dictador de la historia de Inglaterra.
[13] H. Hallam, Constitutional History, 1827, ed. Everyman, III, p. 90. A menudo se sugiere que el término liberalproviene del partido doceañista español; por mi parte, me inclino a creer que deriva del uso que Adam Smith hizo del término en pasajes tales como los siguientes: "El sistema liberal de libre exportación e importación", W. o N., II, p. 41, y "permitiendo a todo hombre la persecución de su propio interés bajo el plano liberal de la igualdad, la libertad y la justicia", ibid., p. 162.
[14] Lord Acton, en Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, p. 44. Véase también su juicio sobre Tocqueville en Lectures on the French Revolution, Londres, 1910, p. 357: "Tocqueville fue un liberal de la más pura estirpe, tan sólo un liberal que recelaba grandemente de la democracia y sus secuelas: igualdad, centralización y utilitarismo". Análogamente, en The Nineteenth Century, XXXIII, 1893, p. 885. La afirmación de H. J. Laski está contenida en "Alexis de Tocqueville and Democracy", en The Social and Political Ideals of Some Representative Thinkers of the Victorian Age, ed. F. C. J. Hearnshaw, Londres, 1936, p. 100, donde dice: "En mi opinión, podría formularse un argumento de fuerza incontestable en el sentido de que Tocqueville y Lord Acton fueron los liberales más caracterizados del siglo xix".
[15] Ya a comienzos del siglo xviii, un observador inglés destacó: "Casi nunca conocí a un extranjero establecido en Inglaterra, fuese holandés, alemán, francés, italiano o turco, que no se convirtiese en whig al poco tiempo de convivir con nosotros" (citado por G. H. Guttridge, English Whiggism and the American Revolution, University of California Press, 1942, p. 3).
[16] Desgraciadamente, el uso que se hizo del término whig en los Estados Unidos durante el siglo xix sirvió para olvidar que en el siglo xviii simbolizó los principios que guiaron la Revolución, ganaron la independencia y conformaron la constitución. Los jóvenes James Madison y John Adams desarrollaron sus ideales políticos en el seno de sociedades whigs (véase E. M. Burns, James Madison, Rutgers University Press, 1938, p. 4). Como Jefferson afirma, los principios whigs sirvieron de guía a todos los jurisperitos, quienes a su vez integraban una poderosa mayoría dentro de los firmantes de la Declaración de Independencia y entre los miembros de la Convención constitucional (véase Works of Thomas Jefferson, Memorial Edition, Washington, 1905, XVI, p. 156). La profesión de principios whigs fue llevada a tal extremo que incluso los soldados de Washington utilizaban en su vestimenta los tradicionales colores de los whigs, azul y ante natural, que compartieron con los foxitas del parlamento británico y que se ha conservado hasta nuestros días en las cubiertas de la Edinburgh Review. Puesto que una generación socialista ha hecho del whigismo su blanco favorito, los oponentes del socialismo cuentan con más razones aún para reivindicar el nombre. Trátase hoy de la única palabra que describe correctamente las creencias de los liberales de Gladstone, de los hombres de la generación de Maitland, Acton y Bryce, la última generación para quien la libertad, antes que la igualdad o la democracia, fue el principal objetivo.
[17] Lord Acton, Lectures on Modern History, Londres, 1906, p. 218.
[18] Véase S. K. Padover en su introducción a The Complete Madison, Nueva York, 1953, p. 10: "Dentro de la terminología moderna, Madison sería calificado de persona que se encuentra hacia la mitad del camino liberal, y Jefferson, de radical". Tal descripción es verdadera e importante, si bien debemos recordar que E. S. Corwin ("James Madison Layman, Publicist and Exegete", New York University Law Review, XXVII, 1952, p. 285) ha encasillado a Madison, posteriormente, como "sumiso a la arrogante influencia de Jefferson".
[19] Véase, por ejemplo, la declaración del partido conservador británico sobre política, The Right Road for Britain, Londres 1950, pp. 41-42, que pretende con mucha justificación que "esta nueva concepción de los servicios sociales fue desarrollada por el Gobierno de coalición, con una mayoría de ministros conservadores y la total aprobación de la mayoría conservadora en la Cámara de los Comunes (...) Nosotros establecimos los fundamentos de los planes de retiro, enfermedad, paro, accidentes laborales y la organización nacional de asistencia médico-farmacéutica".
[20] A. Smith, W. o N., I, p. 432.
[21] Ibíd.
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