viernes, 4 de noviembre de 2016

Libertad, Ley y Legislación (por Bruno Leoni)

"Préparense: vuelve el BOE" (por Juan Ramón Rallo)



"Tanto los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley es algo que se debe descubrir más bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en su sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del país."

Libertad, Ley y Legislación
(extracto de La Libertad y la Ley de Bruno Leoni)


La gente, a menudo, cuando habla de «libertad» quiere decir tanto la ausencia de coacción como algo más; por ejemplo, como un distinguido juez americano acostumbraba a decir, «una seguridad económica suficiente para permitir a su poseedor el disfrute de una vida satisfactoria». Una misma persona, con frecuencia, no llega a comprender las posibles contradicciones que existen entre estos dos diferentes significados de la libertad y el hecho desagradable de que no se pueda adoptar el segundo sin sacrificar, hasta un cierto punto, el primero, y viceversa. Su idea sincretista de la libertad se basa simplemente en una confusión semántica. Otras personas, mientras defienden que hay que aumentar el grado de represión en la sociedad para aumentar la «libertad», pasan en silencio el hecho de que la «libertad» de la que hablan es únicamente la suya, mientras que la coacción que pretenden incrementar de la «libertad» que predican es sólo libertad de coaccionar a otras personas para que hagan lo que no harían nunca si fueran libres de elegir por sí mismas.



Hoy en día la libertad y la coacción dependen más y más de la legislación. La gente comprende en general plenamente la extraordinaria importancia de la tecnología en los cambios que están teniendo lugar en la sociedad contemporánea. En cambio, parecen no comprender tan fácilmente los cambios paralelos ocasionados por la legislación, a menudo sin ninguna conexión necesaria con la tecnología. Lo que aún parecen entender menos es que la importancia de estos últimos cambios en la sociedad contemporánea depende, a su vez, de una revolución silenciosa en las ideas actuales sobre la verdadera función de la legislación. De hecho, la creciente importancia de la legislación en casi todos los sistemas legales del mundo es probablemente la característica más notable de nuestra era, aparte del progreso tecnológico y científico. Mientras que en los países anglosajones el derecho consuetudinario y los tribunales ordinarios de justicia están perdiendo constantemente terreno frente a la ley estatutaria y las autoridades administrativas, en los países continentales el derecho civil está sufriendo un proceso paralelo de sumersión como resultado de los miles de leyes que se acumulan cada año en las colecciones legislativas. Sólo sesenta años después de la aparición del Código Civil alemán, y poco después de un siglo y medio de la aprobación del Código de Napoleón, la simple idea de que el Derecho pudiera no ser idéntico a la legislación resulta extraña tanto a los estudiantes de leyes como a los legos.
La legislación parece ser hoy en día un remedio rápido, racional y de largo alcance contra todo tipo de mal o incomodidad, en comparación, por ejemplo, con las decisiones judiciales, la solución de las disputas por arbitraje privado, las convenciones, las costumbres y otros tipos similares de ajuste espontáneo entre los individuos. Un hecho que casi siempre permanece ignorado es que un remedio que se hace a través de la legislación puede resultar demasiado rápido para ser eficaz, demasiado amplio en su alcance para ser enteramente beneficioso, y estar demasiado directamente conectado con los puntos de vista e intereses fortuitos de un pequeño grupo de personas (los legisladores), quienes quiera que sean, para ser, de hecho, un remedio para todos aquellos a quienes concierne. Aunque se tenga en cuenta todo eso, la crítica se dirige por lo común contra leyes particulares más bien que contra la legislación como tal, y se busca una solución siempre a través de una ley «mejor» en vez de tratar de hallarla en algo enteramente diferente de la legislación.
Los defensores de la legislación —o, más bien, de la idea de la legislación como una panacea— justifican su total identificación con el derecho en la sociedad contemporánea señalando los cambios continuamente producidos por la tecnología. El desarrollo industrial, así nos dicen, trae consigo muchos y graves problemas que las sociedades más antiguas no estaban preparadas para resolver con su idea sobre el derecho.
Por mi parte, me permito decir que aún no poseemos pruebas de que todos estos nuevos problemas a los que se refieren estos defensores de una legislación desmesurada estén realmente producidos por la tecnología,[18] ni de que la sociedad contemporánea, con su concepto de la legislación como una panacea, esté mejor equipada para resolverlos que aquellas más antiguas sociedades que nunca identificaron tan rotundamente derecho y legislación.
Es preciso llamar la atención a todos los defensores de una legislación exagerada como supuesta parte necesaria del progreso científico y técnico de la sociedad contemporánea sobre el hecho de que el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, por una parte, y el de la legislación, por otra, se basan respectivamente en dos ideas completamente distintas e incluso contradictorias. En realidad, el desarrollo de la ciencia y de la tecnología a comienzos de nuestra era moderna se hizo posible precisamente porque se adoptaron procedimientos que estaban totalmente en desacuerdo con los que, normalmente, conducen a la legislación. La investigación científica y técnica precisó, y aún necesita, la iniciativa individual y la libertad individual para permitir que las conclusiones o resultados a los que llegan las personas, quizá contrarios a la autoridad, prevalezcan. La legislación, en cambio, es el punto terminal de un proceso en el que la autoridad prevalece siempre, a veces incluso contra la iniciativa y la libertad del individuo. Mientras que los resultados científicos y tecnológicos se deben siempre a unas minorías relativamente reducidas o a individuos particulares, a menudo, si no siempre, en oposición a las mayorías ignorantes o indiferentes, la legislación, sobre todo hoy, refleja siempre la voluntad de una mayoría eventual dentro de un comité de legisladores que no son necesariamente más cultos o ilustrados que los disidentes. Donde la autoridad y la mayoría prevalecen, como en la legislación, el individuo debe ceder, tengan ellos razón o no la tengan.
Otro rasgo característico de la legislación en la sociedad contemporánea (aparte de unos pocos ejemplos de democracia directa en comunidades políticas pequeñas, tales como las Landsgemeinde de Suiza) es que se supone que los legisladores representan a sus conciudadanos en el proceso legislativo. Sea cual fuere lo que esto signifique —y esto es lo que trataremos de descubrir en las páginas que siguen—, resulta obvio que la representación, como la legislación, es algo enteramente extraño a los procedimientos adoptados por el progreso científico y tecnológico. La mera idea de que un científico o un técnico hubieran de ser «representados» por otras personas en sus tareas de investigación científica o técnica aparece tan ridícula como la de que la investigación científica se encomendase no a individuos particulares que actúan como tales, incluso cuando colaboran en un equipo, sino a cualquier clase de comité legislativo habilitado para tomar decisiones por voto mayoritario.
Sin embargo, esta manera de adoptar decisiones, que sería rechazada en el terreno científico y tecnológico, se adopta más y más en todo lo que concierne a la ley. La situación resultante en la sociedad contemporánea es una especie de esquizofrenia que, lejos de ser denunciada, apenas si se ha empezado a notar.
La gente se comporta como si su necesidad de iniciativa individual y decisión individual estuvieran casi completamente satisfechas por el hecho de su acceso personal a los beneficios de los logros científicos y tecnológicos. En cambio, y de manera extraña, sus correspondientes necesidades de iniciativa y decisión individual en la esfera política y legal parecen satisfacerse mediante unos procedimientos ceremoniosos y casi mágicos, tales como las elecciones de «representantes », que se supone conocen por cierta inspiración misteriosa lo que sus electores desean en realidad y parecen estar capacitados para decidir de acuerdo con ello. Es cierto que, al menos en el mundo occidental, los individuos conservan aún la posibilidad de decidir y actuar como individuos en muchos aspectos: en el comercio (al menos dentro de amplios límites), en su conversación, en sus relaciones personales y en otras muchas formas de trato social. Sin embargo, también parece que han aceptado en principio, de una vez y para siempre, un sistema por el cual un puñado de personas, a las que raramente conocen personalmente, están capacitadas para decidir lo que cada uno debe hacer, y ello dentro de unos límites muy vagamente definidos, o prácticamente sin límites.
Que los legisladores, al menos en el mundo occidental, se abstengan todavía de interferir en campos de actividad individual como la conversación o la elección del cónyuge para el matrimonio, o en el tipo particular de vestido o ropa a llevar, o en la manera de viajar, oculta por lo general el crudo hecho de que en realidad tienen el poder de interferir en cualquiera de estos terrenos. Otros países, que ofrecen ya una imagen totalmente diferente, revelan al mismo tiempo hasta qué punto los legisladores pueden llegar a este respecto. Por otra parte, cada vez menos gente parece comprender que, lo mismo que el lenguaje y la moda son el producto de la convergencia de acciones y decisiones espontáneas de un vasto número de individuos, también el derecho puede, teóricamente, ser un producto similar de convergencia en otros campos.

Hoy, el hecho de que no necesitemos confiar a otras personas la tarea de decidir, por ejemplo, cómo debemos hablar o cómo debemos pasar nuestro tiempo libre nos impide comprender que lo mismo debería ocurrir con muchas otras acciones y decisiones que tomamos en la esfera legal. Nuestra noción actual de la ley está básicamente afectada por la abrumadora importancia que concedemos a la función de la legislación, esto es, a la voluntad de otras personas (quienes quiera que sean) en relación con nuestra conducta de todos los días. En las páginas que siguen voy a tratar de poner en claro una de las consecuencias principales de nuestras ideas a este respecto. Actualmente estamos muy lejos de conseguir a través de la legislación la certeza ideal de la ley, en el sentido práctico que este ideal debería tener para cualquiera que deba planificar su futuro y conocer, por tanto, cuáles serán las consecuencias legales de sus decisiones. Si bien la legislación casi siempre es cierta, es decir, segura y reconocible en tanto y en cuanto está «vigente», la gente nunca podrá tener la seguridad de que la legislación hoy en día vigente también estará vigente mañana, incluso mañana por la mañana. El sistema legal centrado en la legislación no sólo implica la posibilidad de que otras personas (los legisladores) puedan interferir en nuestras acciones diarias, sino que también implica la posibilidad de que puedan cambiar su manera de interferir en esas actividades diarias. Como resultado, la gente no sólo se ve privada de decidir libremente lo que quiera hacer, sino incluso de prever los efectos legales de su conducta diaria..... [...].....

La Pesada Losa de la Regulación (Vox Populi)

Lo que sugiero seriamente es que aquellos que valoran la libertad individual reafirmen el lugar del individuo dentro del sistema legal global. Ya no se trata de defender esta o aquella libertad particular — comerciar, hablar, asociarse con otras personas, etc.—; tampoco se trata de decidir el tipo especial de legislación «buena» que deberíamos adoptar en vez de esta «mala». Lo que hay que decidir es si la libertad individual es compatible en principio con el sistema presente, centrado en la legislación e identificado casi completamente con ella. Esto puede parecer un punto de vista radical. No niego que lo sea. Pero los puntos de vista radicales son a veces más fecundos que las teorías sincretistas, que sirven para ocultar los problemas más bien que para solucionarlos.
Afortunadamente, no precisamos refugiarnos en la utopía para encontrar sistemas legales diferentes del presente. Tanto la historia romana como la inglesa nos enseñan, por ejemplo, una lección completamente distinta de la que predican los partidarios de la inflación legislativa de nuestro tiempo. Todo el mundo hace hoy ostentación de alabar a los romanos y a los ingleses por su sabiduría legal. Pero muy pocos comprenden, sin embargo, en qué consistía esta sabiduría; esto es, hasta qué punto estos sistemas eran independientes de la legislación en cuanto concernía a la vida común del pueblo y, consiguientemente, lo amplia que era la esfera de la libertad individual, tanto en Roma como en Inglaterra, durante los siglos en que sus respectivos sistemas legales florecieron con más éxito. Y hasta puede preguntarse con qué objeto se sigue estudiando la historia del derecho romano y del derecho inglés, siendo así que la referida constitución de ambos sistemas jurídicos se ignora u olvida en tal medida.
Tanto los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley es algo que se debe descubrir más bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en su sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del país. La tarea de «descubrir» la ley se confió en esos países a los jurisconsultos y a los jueces, respectivamente; dos categorías de personas comparables, al menos hasta cierto punto, con los científicos expertos actuales. Este hecho sorprende aún más si consideramos que los magistrados romanos, por un lado, y el Parlamento británico, por el otro, tenían, y el último tiene todavía, en principio, casi un poder despótico sobre los ciudadanos.

Durante siglos, incluso en el continente, la tradición en materia jurídica estuvo muy lejos de gravitar en torno a la legislación. La adopción del corpus juris de Justiniano en los países continentales dio por resultado una actividad peculiar de los juristas, cuyo trabajo consistió una vez más en averiguar qué era la ley, y esto, en gran parte, independientemente de la voluntad de los soberanos de cada país. Así, el derecho continental se llamó, muy apropiadamente, «derecho de los juristas » (Juristenrecht) y nunca perdió este carácter, ni siquiera bajo los regímenes absolutistas que precedieron a la Revolución Francesa. Incluso la nueva era de la legislación a comienzos del siglo XIX se inició con la idea, muy modesta, de reafirmar y reformar el derecho de los juristas escribiéndolo de nuevo en los códigos, sin la menor intención de adulterarlo, aprovechándose de ellos. La legislación pretendía fundamentalmente ser una compilación de disposiciones existentes, y sus defensores solían insistir precisamente en sus ventajas de ser un resumen inequívoco y claro, en comparación con la masa bastante caótica de obras legales individuales producidas por los juristas. Como fenómeno paralelo, se adoptaron constituciones escritas en el continente, mayormente como una manera de poner sobre el papel todos aquellos principios que los jueces ingleses habían ido estableciendo poco a poco y que concernían a la constitución inglesa. En los países continentales del siglo XIX, tanto los códigos como las constituciones se concebían como medio para expresar la ley, en cuanto ésta era algo distinto de la voluntad fortuita de las personas que promulgaban esos códigos y constituciones. Mientras tanto, la creciente importancia de la legislación en los países anglosajones tenía básicamente la misma función, y correspondía a la misma idea, a saber: la de consignar por escrito y compilar el derecho existente, tal y como había sido elaborado por los tribunales a través de los siglos.
Hoy, tanto en los países anglosajones como en el continente, la imagen ha cambiado casi completamente. La legislación ordinaria, e incluso las constituciones y los códigos, se presentan más y más como la expresión directa de la voluntad fortuita de quienes los promulgan, mientras que a menudo la idea subyacente es que su función consiste en expresar no lo que la ley es como resultado de un proceso secular, sino lo que debería ser como resultado de una manera completamente nueva de abordar el tema y de unas decisiones sin precedentes.



Mientras que el hombre de la calle se va acostumbrando a esta nueva significación de la legislación, se adapta también cada vez más a la idea de que ésta corresponde no a la voluntad «común», esto es, a una voluntad que se presume existe en todos los ciudadanos, sino a la expresión de la voluntad particular de ciertos individuos y grupos que han tenido la suerte suficiente de disfrutar de una mayoría contingente de legisladores que les han apoyado en el momento oportuno.



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