"Préparense: vuelve el BOE" (por Juan Ramón Rallo) |
"Tanto los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley es algo que se debe descubrir más bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en su sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del país."
Libertad, Ley y Legislación
(extracto de La Libertad y la Ley de Bruno Leoni)
La gente, a menudo, cuando habla de «libertad» quiere decir tanto la
ausencia de coacción como algo más; por ejemplo, como un distinguido juez
americano acostumbraba a decir, «una seguridad económica suficiente para
permitir a su poseedor el disfrute de una vida satisfactoria». Una misma
persona, con frecuencia, no llega a comprender las posibles contradicciones que
existen entre estos dos diferentes significados de la libertad y el hecho
desagradable de que no se pueda adoptar el segundo sin sacrificar, hasta un
cierto punto, el primero, y viceversa. Su idea sincretista de la libertad se
basa simplemente en una confusión semántica. Otras personas, mientras defienden
que hay que aumentar el grado de represión en la sociedad para aumentar la
«libertad», pasan en silencio el hecho de que la «libertad» de la que hablan es
únicamente la suya, mientras que la coacción que pretenden incrementar de la
«libertad» que predican es sólo libertad de coaccionar a otras personas para
que hagan lo que no harían nunca si fueran libres de elegir por sí mismas.
Hoy en día la libertad y la coacción
dependen más y más de la legislación. La gente comprende en general plenamente
la extraordinaria importancia de la tecnología en los cambios que están
teniendo lugar en la sociedad contemporánea. En cambio, parecen no comprender
tan fácilmente los cambios paralelos ocasionados por la legislación, a menudo
sin ninguna conexión necesaria con la tecnología. Lo que aún parecen entender
menos es que la importancia de estos últimos cambios en la sociedad contemporánea
depende, a su vez, de una revolución silenciosa en las ideas actuales sobre la
verdadera función de la legislación. De hecho, la creciente importancia de la
legislación en casi todos los sistemas legales del mundo es probablemente la
característica más notable de nuestra era, aparte del progreso tecnológico y
científico. Mientras que en los países anglosajones el derecho consuetudinario
y los tribunales ordinarios de justicia están perdiendo constantemente terreno
frente a la ley estatutaria y las autoridades administrativas, en los países
continentales el derecho civil está sufriendo un proceso paralelo de sumersión
como resultado de los miles de leyes que se acumulan cada año en las
colecciones legislativas. Sólo sesenta años después de la aparición del Código
Civil alemán, y poco después de un siglo y medio de la aprobación del Código de
Napoleón, la simple idea de que el Derecho pudiera no ser idéntico a la
legislación resulta extraña tanto a los estudiantes de leyes como a los legos.
La legislación parece ser hoy en día
un remedio rápido, racional y de largo alcance contra todo tipo de mal o
incomodidad, en comparación, por ejemplo, con las decisiones judiciales, la
solución de las disputas por arbitraje privado, las convenciones, las
costumbres y otros tipos similares de ajuste espontáneo entre los individuos.
Un hecho que casi siempre permanece ignorado es que un remedio que se hace a
través de la legislación puede resultar demasiado rápido para ser eficaz,
demasiado amplio en su alcance para ser enteramente beneficioso, y estar
demasiado directamente conectado con los puntos de vista e intereses fortuitos
de un pequeño grupo de personas (los legisladores), quienes quiera que sean,
para ser, de hecho, un remedio para todos aquellos a quienes concierne. Aunque
se tenga en cuenta todo eso, la crítica se dirige por lo común contra leyes
particulares más bien que contra la legislación como tal, y se busca una
solución siempre a través de una ley «mejor» en vez de tratar de hallarla en
algo enteramente diferente de la legislación.
Los defensores de la legislación —o,
más bien, de la idea de la legislación como una panacea— justifican su total
identificación con el derecho en la sociedad contemporánea señalando los
cambios continuamente producidos por la tecnología. El desarrollo industrial,
así nos dicen, trae consigo muchos y graves problemas que las sociedades más
antiguas no estaban preparadas para resolver con su idea sobre el derecho.
Por mi parte, me permito decir que aún no poseemos pruebas de que todos
estos nuevos problemas a los que se refieren estos defensores de una
legislación desmesurada estén realmente producidos por la tecnología,[18] ni de
que la sociedad contemporánea, con su concepto de la legislación como una
panacea, esté mejor equipada para resolverlos que aquellas más antiguas
sociedades que nunca identificaron tan rotundamente derecho y legislación.
Es preciso llamar la atención a
todos los defensores de una legislación exagerada como supuesta parte necesaria
del progreso científico y técnico de la sociedad contemporánea sobre el hecho
de que el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, por una parte, y el de
la legislación, por otra, se basan respectivamente en dos ideas completamente
distintas e incluso contradictorias. En realidad, el desarrollo de la ciencia y
de la tecnología a comienzos de nuestra era moderna se hizo posible
precisamente porque se adoptaron procedimientos que estaban totalmente en
desacuerdo con los que, normalmente, conducen a la legislación. La
investigación científica y técnica precisó, y aún necesita, la iniciativa
individual y la libertad individual para permitir que las conclusiones o
resultados a los que llegan las personas, quizá contrarios a la autoridad,
prevalezcan. La legislación, en cambio, es el punto terminal de un proceso en
el que la autoridad prevalece siempre, a veces incluso contra la iniciativa y
la libertad del individuo. Mientras que los resultados científicos y
tecnológicos se deben siempre a unas minorías relativamente reducidas o a
individuos particulares, a menudo, si no siempre, en oposición a las mayorías
ignorantes o indiferentes, la legislación, sobre todo hoy, refleja siempre la
voluntad de una mayoría eventual dentro de un comité de legisladores que no son
necesariamente más cultos o ilustrados que los disidentes. Donde la autoridad y
la mayoría prevalecen, como en la legislación, el individuo debe ceder, tengan
ellos razón o no la tengan.
Otro rasgo característico de la legislación en la sociedad contemporánea
(aparte de unos pocos ejemplos de democracia directa en comunidades políticas
pequeñas, tales como las Landsgemeinde de Suiza) es que se
supone que los legisladores representan a
sus conciudadanos en el proceso legislativo. Sea cual fuere lo que esto
signifique —y esto es lo que trataremos de descubrir en las páginas que
siguen—, resulta obvio que la representación, como la legislación, es algo
enteramente extraño a los procedimientos adoptados por el progreso científico y
tecnológico. La mera idea de que un científico o un técnico hubieran de ser
«representados» por otras personas en sus tareas de investigación científica o
técnica aparece tan ridícula como la de que la investigación científica se
encomendase no a individuos particulares que actúan como tales, incluso cuando
colaboran en un equipo, sino a cualquier clase de comité legislativo habilitado
para tomar decisiones por voto mayoritario.
Sin embargo, esta manera de adoptar
decisiones, que sería rechazada en el terreno científico y tecnológico, se
adopta más y más en todo lo que concierne a la ley. La situación resultante en
la sociedad contemporánea es una especie de esquizofrenia que, lejos de ser
denunciada, apenas si se ha empezado a notar.
La gente se comporta como si su
necesidad de iniciativa individual y decisión individual estuvieran casi
completamente satisfechas por el hecho de su acceso personal a los beneficios
de los logros científicos y tecnológicos. En cambio, y de manera extraña, sus
correspondientes necesidades de iniciativa y decisión individual en la esfera
política y legal parecen satisfacerse mediante unos procedimientos ceremoniosos
y casi mágicos, tales como las elecciones de «representantes », que se
supone conocen por cierta inspiración misteriosa lo que sus electores desean en
realidad y parecen estar capacitados para decidir de acuerdo con ello. Es
cierto que, al menos en el mundo occidental, los individuos conservan aún la
posibilidad de decidir y actuar como individuos en muchos aspectos: en el
comercio (al menos dentro de amplios límites), en su conversación, en sus
relaciones personales y en otras muchas formas de trato social. Sin embargo,
también parece que han aceptado en principio, de una vez y para siempre, un
sistema por el cual un puñado de personas, a las que raramente conocen
personalmente, están capacitadas para decidir lo que cada uno debe hacer, y
ello dentro de unos límites muy vagamente definidos, o prácticamente sin
límites.
Que los legisladores, al menos en el
mundo occidental, se abstengan todavía de interferir en campos de actividad
individual como la conversación o la elección del cónyuge para el matrimonio, o
en el tipo particular de vestido o ropa a llevar, o en la manera de viajar,
oculta por lo general el crudo hecho de que en realidad tienen el poder de
interferir en cualquiera de estos terrenos. Otros países, que ofrecen ya una
imagen totalmente diferente, revelan al mismo tiempo hasta qué punto los
legisladores pueden llegar a este respecto. Por otra parte, cada vez menos
gente parece comprender que, lo mismo que el lenguaje y la moda son el producto
de la convergencia de acciones y decisiones espontáneas de un vasto número de
individuos, también el derecho puede, teóricamente, ser un producto similar de
convergencia en otros campos.
Hoy, el hecho de que no necesitemos confiar a otras personas la tarea de
decidir, por ejemplo, cómo debemos hablar o cómo debemos pasar nuestro tiempo
libre nos impide comprender que lo mismo debería ocurrir con muchas otras
acciones y decisiones que tomamos en la esfera legal. Nuestra noción actual de
la ley está básicamente afectada por la abrumadora importancia que concedemos a
la función de la legislación, esto es, a la voluntad de otras personas (quienes quiera que sean) en
relación con nuestra conducta de todos los días. En las páginas que siguen voy a tratar
de poner en claro una de las consecuencias principales de nuestras ideas a este
respecto. Actualmente estamos muy lejos de conseguir a través de la legislación
la certeza ideal de la ley, en el sentido práctico que este ideal debería tener
para cualquiera que deba planificar su futuro y conocer, por tanto, cuáles
serán las consecuencias legales de sus decisiones. Si bien la legislación casi
siempre es cierta, es decir, segura y reconocible en tanto y en cuanto está
«vigente», la gente nunca podrá tener la seguridad de que la legislación hoy en
día vigente también estará vigente mañana, incluso mañana por la mañana. El
sistema legal centrado en la legislación no sólo implica la posibilidad de que
otras personas (los legisladores) puedan interferir en nuestras acciones diarias, sino que también implica la posibilidad de que puedan cambiar su
manera de interferir en esas actividades diarias. Como resultado, la gente no
sólo se ve privada de decidir libremente lo que quiera hacer, sino incluso de
prever los efectos legales de su conducta diaria..... [...].....
La Pesada Losa de la Regulación (Vox Populi) |
Lo que sugiero seriamente es que aquellos que valoran la libertad
individual reafirmen el lugar del individuo dentro del sistema legal global. Ya no se trata de defender esta o
aquella libertad particular — comerciar, hablar, asociarse con otras personas,
etc.—; tampoco se trata de decidir el tipo especial de legislación «buena» que
deberíamos adoptar en vez de esta «mala». Lo que hay que decidir es si la
libertad individual es compatible en principio con el sistema presente,
centrado en la legislación e identificado casi completamente con ella. Esto
puede parecer un punto de vista radical. No niego que lo sea. Pero los puntos
de vista radicales son a veces más fecundos que las teorías sincretistas, que
sirven para ocultar los problemas más bien que para solucionarlos.
Afortunadamente, no precisamos
refugiarnos en la utopía para encontrar sistemas legales diferentes del
presente. Tanto la historia romana como la inglesa nos enseñan, por ejemplo, una
lección completamente distinta de la que predican los partidarios de la
inflación legislativa de nuestro tiempo. Todo el mundo hace hoy ostentación de
alabar a los romanos y a los ingleses por su sabiduría legal. Pero muy pocos
comprenden, sin embargo, en qué consistía esta sabiduría; esto es, hasta qué
punto estos sistemas eran independientes de la legislación en cuanto concernía
a la vida común del pueblo y, consiguientemente, lo amplia que era la esfera de
la libertad individual, tanto en Roma como en Inglaterra, durante los siglos en
que sus respectivos sistemas legales florecieron con más éxito. Y hasta puede
preguntarse con qué objeto se sigue estudiando la historia del derecho romano y
del derecho inglés, siendo así que la referida constitución de ambos sistemas
jurídicos se ignora u olvida en tal medida.
Tanto los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley
es algo que se debe descubrir más
bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en su
sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del país. La
tarea de «descubrir» la ley se confió en esos países a los jurisconsultos y a
los jueces, respectivamente; dos categorías de personas comparables, al menos
hasta cierto punto, con los científicos expertos actuales. Este hecho sorprende
aún más si consideramos que los magistrados romanos, por un lado, y el
Parlamento británico, por el otro, tenían, y el último tiene todavía, en
principio, casi un poder despótico sobre los ciudadanos.
Durante siglos, incluso en el continente, la tradición en materia
jurídica estuvo muy lejos de gravitar en torno a la legislación. La adopción
del corpus juris de Justiniano en los países
continentales dio por resultado una actividad peculiar de los juristas, cuyo
trabajo consistió una vez más en averiguar qué era la ley, y esto, en gran
parte, independientemente de la voluntad de los soberanos de cada país. Así, el
derecho continental se llamó, muy apropiadamente, «derecho de los
juristas » (Juristenrecht) y nunca perdió este
carácter, ni siquiera bajo los regímenes absolutistas que precedieron a la Revolución Francesa.
Incluso la nueva era de la legislación a comienzos del siglo XIX se inició con
la idea, muy modesta, de reafirmar y reformar el derecho de los juristas
escribiéndolo de nuevo en los códigos, sin la menor intención de adulterarlo,
aprovechándose de ellos. La legislación pretendía fundamentalmente ser una
compilación de disposiciones existentes, y sus defensores solían insistir
precisamente en sus ventajas de ser un resumen inequívoco y claro, en
comparación con la masa bastante caótica de obras legales individuales
producidas por los juristas. Como fenómeno paralelo, se adoptaron
constituciones escritas en el continente, mayormente como una manera de poner
sobre el papel todos aquellos principios que los jueces ingleses habían ido
estableciendo poco a poco y que concernían a la constitución inglesa. En los
países continentales del siglo XIX, tanto los códigos como las constituciones
se concebían como medio para expresar la ley, en cuanto ésta era algo distinto
de la voluntad fortuita de las personas que promulgaban esos códigos y
constituciones. Mientras tanto, la creciente importancia de la legislación en
los países anglosajones tenía básicamente la misma función, y correspondía a la
misma idea, a saber: la de consignar por escrito y compilar el derecho
existente, tal y como había sido elaborado por los tribunales a través de los
siglos.
Hoy, tanto en los países anglosajones como en el continente, la imagen
ha cambiado casi completamente. La legislación ordinaria, e incluso las
constituciones y los códigos, se presentan más y más como la expresión directa
de la voluntad fortuita de quienes los promulgan, mientras que a menudo la idea
subyacente es que su función consiste en expresar no lo que la ley es como
resultado de un proceso secular, sino lo que debería ser como resultado
de una manera completamente nueva de abordar el tema y de unas decisiones sin
precedentes.
Mientras que el hombre de la calle
se va acostumbrando a esta nueva significación de la legislación, se adapta
también cada vez más a la idea de que ésta corresponde no a la voluntad
«común», esto es, a una voluntad que se presume existe en todos los ciudadanos,
sino a la expresión de la voluntad particular de ciertos individuos y grupos
que han tenido la suerte suficiente de disfrutar de una mayoría contingente de
legisladores que les han apoyado en el momento oportuno.
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