"Todo individuo es libre de discrepar con el resultado de una campaña electoral o el proceso del mercado. Pero en una democracia no tiene otro medio de alterar las cosas que la persuasión. Si un hombre dijera: "No me gusta el alcalde elegido por voto mayoritario, por tanto pido al gobierno que lo reemplace por el hombre que prefiero", difícilmente le llamaríamos demócrata. Pero si se plantean las mismas cosas con respecto al mercado, la mayoría de la gente es demasiado torpe como para descubrir las aspiraciones dictatoriales que implica".
"Lo que pretende el intervencionista es la sustitución de la decisión de los consumidores por la presión policial. Toda esta palabrería: el estado debería hacer esto o aquello, significa en definitiva: la policía debería obligar a los consumidores a comportarse de otra manera de como lo harían espontáneamente".
"El mercado es una democracia en la que cada centavo da un derecho de voto. Es verdad que los diversos individuos no tienen el mismo poder de voto. El hombre rico tiene más votos que el pobre. Pero ser rico y tener una renta superior es, en la economía de mercado, ya el resultado de una elección -de una votación- previa. Los únicos medios para adquirir riqueza y conservarla, en una economía de mercado no adulterada por privilegios y restricciones creados por el gobierno, es servir a los consumidores de la forma mejor y más barata. Los capitalistas y terratenientes que fracasan en esto sufren pérdidas. Si no cambian su proceder, pierden su riqueza y se hacen pobres. Son los consumidores los que hacen pobres a los ricos y ricos a los pobres. Son los consumidores los que fijan los salarios de una estrella de cine y un cantante de ópera a un nivel superior o al de un soldador o un contable".
A muchos
defensores del intervencionismo les desconcierta que uno les diga que al
recomendar el intervencionismo ellos mismos están alimentando tendencias
antidemocráticas y dictatoriales y el establecimiento de un socialismo totalitario.
Protestan diciendo que son creyentes sinceros y se oponen a la tiranía y el
socialismo real. Lo que buscan es solo la mejora de las condiciones de los pobres.
Dicen que les mueven consideraciones de justicia social y están a
favor de una distribución más justa de la renta precisamente porque tratan de
conservar el capitalismo y su corolario político o superestructura, es decir,
el gobierno democrático.
De lo que no se da cuenta esta gente es
de que las diversas medidas que sugieren no son capaces de producir los
resultados benéficos pretendidos. Por el contrario, producen un estado de cosas
que desde el punto de vista de sus defensores es peor que el estado previo que
estaba pensado alterar. Si el gobierno,
ante el fracaso de su primera intervención, no está dispuesto a deshacer
esta interferencia con el mercado y volver a una economía libre, debe añadir a
su primera medida cada vez más regulaciones y restricciones. Procediendo paso a
paso en esta vía acaba llegando a un punto en el que ha desaparecido toda
libertad económica de los individuos. Entonces aparece el socialismo de patrón
alemán, el Zwangswirtschaft.
Ya hemos mencionado el caso de los
salarios mínimos. Veamos el asunto con más detalle con un análisis de un caso
típico de control de precios.
Si el gobierno quiere hacer posible a
padres pobres dar más leche a sus hijos, debe comprar leche al precio del
mercado y venderla a esos pobres con una pérdida a un precio más abarato; la
pérdida se puede cubrir con los medios recaudados por impuestos. Pero si el
gobierno sencillamente fija el precio de la leche a un nivel inferior al de
mercado, los resultados obtenidos serán los contrarios a los objetivos del
gobierno. Los productores marginales, para evitar pérdidas, cerrarán sus
negocios de producir y vender leche. Habrá menos leche disponible para los
consumidores, no más. Este resultado es contrario a las intenciones del
gobierno. El gobierno interfirió porque consideraba a la leche como una necesidad
vital. No quería restringir su oferta.
Ahora el gobierno tiene que afrontar la
alternativa: o refrenar sus esfuerzos por controlar los precios o añadir a su
primera medida una segunda, es decir, fijar los precios de los factores de
producción necesarios para la producción de leche. Luego la historia se remite
a otro nivel: el gobierno tiene que fijar de nuevo los precios de los factores
de producción necesarios para la producción de aquellos factores de producción
que se necesitan para la producción de leche. Así que el gobierno tiene ir cada
vez más allá, fijando los precios de todos los factores de producción, tanto
humanos (trabajo) como materiales, y obligando a cada empresario y a cada
trabajador a continuar trabajando con esos precios y salarios. No puede
omitirse ninguna rama productiva de esta fijación completa de precios y
salarios y esta orden general de continuar con la producción. Si se dejaran en
libertad algunas ramas de la producción, el resultado sería un traslado de
capital y mano de obra a ellas y una caída
correspondiente en la oferta de bienes cuyos precios había fijado el
gobierno. Sin embargo, son precisamente estos bienes los que el gobierno
considera especialmente importantes para la satisfacción de las necesidades de
las masas.
Pero
cuando se alcanza este estado de control completo de los negocios, la
economía de mercado se ha visto reemplazada por un sistema de economía
planificada, por socialismo. Por supuesto, no es el socialismo de gestión
directa de toda fábrica por el estado,
como en Rusia, sino el socialismo del patrón alemán o nazi.
A mucha gente le fascinaba el supuesto
éxito del control alemán de precios. Decían: Solo tienes que ser tan brutal y
despiadado como los nazis y conseguirán controlar los precios. Lo que no veía
esa gente, ansiosa por luchar contra el nazismo adoptando sus métodos, era que
los nazis no aplicaron un control de precios dentro de una sociedad de mercado,
sino que establecieron un sistema socialista completo, una comunidad
totalitaria.
El control de precios es contrario al
fin si se limita solo a algunos productos. No puede funcionar
satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Si el gobierno no deduce
de este fracaso la conclusión de que debe abandonar todos los intentos de
controlar los precios, debe ir cada vez más allá hasta que sustituya la
economía de mercado por una completa planificación socialista.
La producción puede dirigirse o bien
por los precios fijados en el mercado por los compradores y por la abstención
de comprar por parte del público o puede dirigirse por el consejo central
público de gestión de la producción. No hay disponible una tercera alternativa.
No hay un tercer sistema social viable que no sea economía de mercado ni
socialismo. El control público de solo una parte de los precios debe llevar a
un estado de cosas que, sin ninguna excepción, todos consideran como absurdo y
contrario a sus fines. Su resultado inevitable es el caos y la inquietud
social.
Es esto lo que los economistas tienen
en mente al referirse a la ley económica y afirmar que el intervencionismo es
contrario a las leyes económicas.
En la economía de mercado, los
consumidores son supremos. Sus compras y sus abstenciones de comprar determinan
en definitiva lo que producen los empresarios y en qué cantidad y con qué
calidad. Determinan directamente los precios de los bienes de consumo e
indirectamente los precios de todos los demás bienes de producción, como mano
de obra y factores materiales de producción. Determinan la aparición de
beneficios y pérdidas y la formación del tipo de interés. Determinan las rentas
de cada individuo. El punto focal de la economía de mercado es el mercado, es
decir, el proceso de formación de los precios de las materias primas, los
salarios y los tipos de interés y sus derivados, ganancias y pérdidas. Hacen
que todos los hombres sean responsables ante los consumidores en su capacidad
como productores. Esta dependencia es directa con empresarios, capitalistas,
granjeros y profesionales e indirecta con gente que trabaja por un salario. El
mercado ajusta los esfuerzos de todos los dedicados al suministro de las
necesidades de los consumidores a los deseos de aquellos para los que producen,
los consumidores. Somete la producción al consumo.
El mercado es una democracia en la que
cada penique da un derecho de voto. Es verdad que los diversos individuos no
tienen el mismo poder de voto. El hombre rico tiene más votos que el pobre.
Pero ser rico y tener una renta superior es, en la economía de mercado, ya el
resultado de una elección -una votación- previa. Los únicos medios para adquirir riqueza y
conservarla, en una economía de mercado no adulterada por privilegios y
restricciones creados por el gobierno, es servir a los consumidores de la forma
mejor y más barata. Los capitalistas y terratenientes que fracasan en esto sufren
pérdidas. Si no cambian su proceder, pierden su riqueza y se hacen pobres. Son
los consumidores los que hacen pobres a los ricos y ricos a los pobres. Son los
consumidores los que fijan los salarios de una estrella de cine y un cantante
de ópera a un nivel superior o al de un soldador o un contable.
Todo individuo es libre de discrepar
con el resultado de una campaña electoral o el proceso del mercado. Pero en una
democracia no tiene otro medio de alterar las cosas que la persuasión. Si un
hombre dijera: "No me gusta el alcalde elegido por voto mayoritario, por
tanto pido al gobierno que lo reemplace por el hombre que prefiero",
difícilmente le llamaríamos demócrata. Pero si se plantean las mismas cosas con
respecto al mercado, la mayoría de la gente es demasiado torpe como para
descubrir las aspiraciones dictatoriales que implica.
Los consumidores han tomado sus
decisiones y determinado la renta del fabricante de zapatos, la estrella de
cine y el soldador. ¿Quién es el Profesor X para arrogarse el privilegio de
anular su decisión? Si no fuera un potencial dictador, no pediría al gobierno
que interfiriera. Trataría de convencer a sus conciudadanos para que aumentaran
la demanda de los productos de los soldadores y redujera su demanda de zapatos
y películas.
Los consumidores no están dispuestos a
pagar por el algodón precios que harían rentable a las granjas marginales, es
decir, a las que producen bajo las
condiciones menos favorables. Es realmente una desgracia para los granjeros
afectados: deben dejar de cultivar algodón y tratar de integrarse de otra
manera en toda la producción.
¿Pero qué pensaremos del estadista que
interfiere por fuerza para aumentar el precio del algodón por encima del nivel
al que llagaría en el mercado libre? Lo que pretende el intervencionista es la
sustitución de la decisión de los consumidores por la presión policial. Toda
esta palabrería: el estado debería hacer esto o aquello, significa en
definitiva: la policía debería obligar a los consumidores a comportarse de otra
manera de como lo harían
espontáneamente. En propuestas como: aumentemos nosotros los precios agrícolas,
aumentemos nosotros los salarios, rebajemos nosotros los beneficios, rebajemos
nosotros los salarios de los ejecutivos, el nosotros se refiere en último
término a la policía. Aun así los autores de estos proyectos protestan diciendo
que están planificando para la libertad y la democracia industrial.
En la mayoría de los países no
socialistas, se concede a los sindicatos derechos especiales. Se les permite
impedir trabajar a no miembros. Se les permite convocar una huelga y, durante
la huelga, tienen prácticamente libertad para emplear la violencia contra todos
los dispuestos a continuar trabajando, es decir, los esquiroles. Este sistema
atribuye un privilegio ilimitado a los dedicados a ramas vitales de la
industria. Aquellos trabajadores cuya huelga corta el suministro de agua, luz,
alimentos u otras necesidades están de disposición de obtener lo que quieran a
coste del resto de la población. Es verdad que en Estados Unidos sus sindicatos
hasta ahora han ejercitado cierta moderación para aprovechar estas
oportunidades. Otros sindicatos americanos y muchos sindicatos europeos han
sido menos cautos. Tratan de forzar aumentos salariales sin preocuparse por el
desastre inevitablemente resultante.
Los intervencionistas no son lo
suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que la presión y
compulsión sindicales son absolutamente incompatibles con cualquier sistema de
organización social. El problema sindical no tiene ninguna relación con el
derecho de los ciudadanos a asociarse entre sí en asambleas y asociaciones:
ningún país democrático niega este derecho a sus ciudadanos. Tampoco discute
nadie el derecho de un hombre a dejar de trabajar e ir a la huelga. La única
cuestión es si los sindicatos deberían o no recibir el privilegio de recurrir
con impunidad a la violencia. Este privilegio no es menos incompatible con el
socialismo que con el capitalismo. Ninguna cooperación social bajo la división
del trabajo es posible cuando a alguna gente o sindicatos se les concede e
derecho a impedir por violencia que trabaje otra gente. Aplicar por violencia
una huelga en sectores vitales de la producción o una huelga general equivale a
una destrucción revolucionaria de la sociedad.
Un gobierno abdica si tolera que
cualquier agencia no gubernamental utilice la violencia. Si el gobierno
renuncia a su monopolio de la coacción y la compulsión, se producen condiciones
de anarquía. Si fuera verdad que un sistema democrático de gobierno no es apropiado
para proteger incondicionalmente el derecho de todo individuo a trabajar
desafiando las órdenes de un sindicato, la democracia estaría condenada. Entonces
la dictadura sería el único medio de preservar la división del trabajo y evitar
la anarquía. Lo que generó dictaduras en Rusia y Alemania fue precisamente el
hecho de que la mentalidad de estas naciones hizo inviable la supresión de la
violencia sindical bajo condiciones democráticas. Los dictadores abolieron las
huelgas y así doblaron el espinazo del sindicalismo laboral. No hay huelgas en
el imperio soviético.
Es ilusorio creer que el arbitraje de
disputas laborales pueda incluir a los sindicatos dentro del marco de la
economía de mercado y hacer compatible su funcionamiento con la preservación de
la paz interior. La resolución judicial de controversias es viable si hay una
serie de normas disponibles, según las cuales pueden juzgarse casos
individuales. Pero si un código así es válido y sus provisiones se aplican a la
determinación de los niveles salariales, ya no es el mercado el que los fija,
sino el código y quienes lo legislan. Luego el gobierno es supremo y ya no los
consumidores comprando y vendiendo en el mercado. Si no existe ese código,
falta un patrón sobre el que poder resolver las disputas entre empresarios y
empleados. Es inútil hablar de salarios "justos" en ausencia de dicho
código. La idea de justicia no tiene sentido si no se relaciona con un patrón
establecido. En la práctica, si los empleados no se rinden a las amenazas de
los sindicatos, el arbitraje equivale a la determinación de salarios por el
árbitro nombrado por el gobierno. Una decisión autoritaria perentoria sustituye
al precio del mercado. Siempre pasa lo mismo: el gobierno o el mercado. No hay
una tercera solución.
Las metáforas son a menudo muy útiles
para resolver problemas complicados y hacerlos comprensibles a mentes menos
inteligentes. Pero se convierten en equívocas y generan sinsentidos si la gente
olvida que toda comparación es imperfecta. Es tonto tomar expresiones
metafóricas literalmente y deducir de su interpretación características del
objeto que uno quería hacer más fácilmente comprensible con su utilización. No
hay nada dañino en la descripción de los economistas de la operación del
mercado como automática y en su costumbre de hablar de las fuerzas anónimas que
operan en el mercado. No podrían prever que alguien fuera tan estúpido como
para interpretar literalmente estas metáforas.
Ninguna fuerza “automática” ni
“anónima” actúa en el “mecanismo” del mercado. Los únicos factores que dirigen
el mercado son los actos voluntarios de los hombres. No hay automatismo: hay
hombres buscando conscientemente fines elegidos y recurriendo deliberadamente a
medios concretos para alcanzar estos fines. No hay fuerzas mecánicas
misteriosas: solo existe la voluntad de cada individuo para satisfacer su
demanda de diversos bienes. No hay anonimato: hay tú y yo y Bill y Joe y todos
los demás. Y cada uno de nosotros se dedica tanto a la producción como al
consumo. Cada uno contribuye en su parte a la determinación de los precios.
El dilema no está entre fuerzas
automáticas y acción planificada. Está entre el proceso democrático del
mercado, en el que todo individuo tiene su parte, y el gobierno exclusivo de un
cuerpo dictatorial. Lo que hace la gente en la economía de mercado es la
ejecución de sus propios planes. En este sentido, toda acción humana significa
planificación. Lo que defienden quienes se llaman a sí mismos planificadores no
es la sustitución de dejar que las cosas sigan curso por la acción planificada.
Es la sustitución de los planes de sus conciudadanos por el plan del propio
planificador. El planificador es un dictador potencial que quiere privar al
resto de la gente del poder de planificar y actuar de acuerdo con sus propios
planes. Solo busca una cosa: la preeminencia absoluta exclusiva de su propio
plan.
No es menos erróneo declarar que un
gobierno que no sea socialista no tiene ningún plan. Todo lo que haga un
gobierno es una ejecución de un plan, es decir, de una idea. Uno puede estar en
desacuerdo con ese plan. Pero uno no debe decir que no es un plan en absoluto.
El profesor Wesley C. Mitchell mantenía que el gobierno liberal británico
“planificó no tener ningún plan”.[1]
Sin embargo, el gobierno británico en el época liberal indudablemente tuvo un
plan concreto. Su plan era la propiedad privada de los medios de producción la
libre iniciativa y la economía de mercado. Gran Bretaña fue en verdad muy
próspera bajo este plan que según el profesor Mitchell no es “ningún plan”.
Los planificadores pretenden que sus
planes son científicos y que no puede haber desacuerdo con respecto a ellos
entre la gente bienintencionada y decente. Sin embargo no existe un tendría científico. La ciencia es
competente para establecer lo que es. Nunca puede dictar lo que tendría que ser
y qué fines debería buscar la gente. Es un hecho que los hombres discrepan en
sus juicios de valor. Es insolente arrogarse el derecho a denegar los planes de
otra gente y obligarla a someterse al plan del planificador. ¿De quién debería
ejecutarse el plan? ¿El plan del director general o el de cualquier otro grupo?
¿El plan de Trotsky o el de Stalin? ¿El plan de Hitler o el de Strasser?
Cuando la gente asume la idea de que en
el campo de la religión solo debe adoptarse un plan, se producen guerras
sangrientas. Con el reconocimiento del principio de libertad religiosa cesaron
estas guerras. La economía de mercado salvaguarda la cooperación económica
pacífica porque no usa la fuerza sobre los planes económicos de los ciudadanos.
Si un plan maestro sustituye a los planes de cada ciudadano, debe aparecer una
lucha sin fin. Quienes estén en desacuerdo con el plan del dictador no tienen
otros medios para llevarlo a cabo que derrocar al déspota por la fuerza de las
armas.
Es una ilusión creer que un sistema de
socialismo planificado podría funcionar siguiendo métodos democráticos de
gobierno. La democracia está inextricablemente ligada al capitalismo. No puede
existir donde haya planificación. Refirámonos a las palabras del más eminente
de los defensores contemporáneos del socialismo. El profesor Harold Laski
declaró que la obtención del poder por el Partido Laborista Británico en la
forma parlamentaria normal debe generar una transformación radical del gobierno
parlamentario. Una administración socialista necesita “garantías” de que su
trabajo de transformación no se vería “interrumpido” por su abolición en caso
de su derrota en las urnas. Por tanto, la suspensión de la constitución es
“inevitable”.[2] ¡Cómo
les hubiera gustado a Carlos I y Jorge III haber conocido los libros del profesor
Laski!
Sidney y Beatrice Webb (Lord y Lady
Passfield) nos dicen que “en cualquier acción corporativa una leal unidad de
pensamiento es tan importante que, si ha de conseguirse algo, la discusión
pública debe suspenderse entre la promulgación de la decisión y el cumplimiento
de la tarea”. Mientras “el trabajo está en progreso”, cualquier expresión de
duda o incluso de miedo a que el plan no tenga éxito, es “un acto de deslealtad
o incluso de traición”.[3]
Como el proceso de producción no cesa nunca y algún trabajo está siempre en
progreso, de esto se deduce que un gobierno socialista nunca debe conceder
ninguna libertad de expresión ni de prensa. “Una leal unidad de pensamiento”,
¡qué resonante circunloquio para los ideales de Felipe II y la Inquisición! En
este sentido, otro eminente admirador de los soviéticos, Mr. T.G. Crowther,
habla sin reservas. Declara lisa y llanamente que la inquisición es
“beneficiosa para la ciencia cuando protege a una clase que se alza”,[4]
es decir, cuando los amigos de Mr. Crowther recurren a ella. Podrían citarse
cientos de declaraciones similares.
En la época victoriana, cuando John
Stuart Mill escribió su ensayo Sobre la
libertad, opiniones como las sostenidas por el profesor Laski, Mr. y Mrs.
Webb y Mr. Crowther se calificaban de reaccionarias. Hoy se califican como
“progresistas” y “liberales”. Por otro lado, la gente que se opone a la
suspensión del gobierno parlamentario y de la libertad de expresión y de prensa
y al establecimiento de la inquisición son desdeñados como “reaccionarios”,
como “realistas económicos” y como “fascistas”.
Aquellos intervencionistas que
consideran al intervencionismo como un método para llegar al socialismo total
paso a paso son al menos coherentes. Si las medidas adoptadas no logran los
resultados benéficos esperados y acaban en desastre, piden cada vez más
interferencia pública hasta que el gobierno se ha apropiado de la dirección de
todas las actividades económicas. Pero aquellos intervencionistas que
consideran al intervencionismo como un medio para mejorar el capitalismo y por
tanto conservándolo están completamente confundidos.
A los ojos de esta gente, todos los
efectos indeseados e indeseables de la interferencia del gobierno con los
negocios eran causados por el capitalismo. El mismo hecho de que una medida
gubernamental haya producido un estado de cosas que les desagradara era para
ellos una justificación de medidas adicionales. Por ejemplo, no entienden que
el papel que desempeñan los planes monopolistas en nuestro tiempo es el efecto
de la interferencia gubernamental, con cosas como aranceles y patentes.
Defienden la acción del gobierno para impedir el monopolio. Uno difícilmente
puede imaginar una idea menos realista. Pues los gobiernos a los que piden
luchar contra el monopolio son los mismos gobiernos que son devotos del
principio del monopolio. Así el gobierno estadounidense del New Deal se embarcó
en una organización monopolística completa de todos los sectores estadounidenses
de negocios, por medio de la NRA y buscó organizar las granjas estadounidenses
como un enorme esquema monopolista, restringiendo la producción agroganadera
para sustituir los precios más bajos del mercado por precios de monopolio. Fue
una parte de varios acuerdos de control internacional de varias materias primas
cuyo objetivo no oculto era establecer monopolios internacionales de varias
materias primas. Lo mismo es aplicable a otros gobiernos. La Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas fue asimismo parte de algunas de estas
convenciones monopolísticas intergubernamentales.[5]
Su repugnancia a la colaboración con los países capitalistas no era tan grande
como para perder una oportunidad de estimular el monopolio.
El programa de este contradictorio
intervencionismo es la dictadura, supuestamente para hacer libre al pueblo.
Pero la libertad que predican sus defensores es libertad de hacer lo “correcto”,
es decir, las cosas que ellos quieren que se hagan. No solo ignoran el problema
económico consecuente. Les falta la facultad del pensamiento lógico.
La justificación más absurda del
intervencionismo la proporcionan quienes ven el conflicto entre capitalismo y
socialismo como si fuera un concurso sobre la distribución de la riqueza. ¿Por
qué no deberían ser más sumisas las clases acaudaladas? ¿Por qué no deberían
conceder a los trabajadores pobres una parte de sus amplios ingresos? ¿Por qué
deberían oponerse al designio del gobierno de aumentar la parte de los
desfavorecidos decretando salarios mínimos y precios máximos y recortando
beneficios y tipos de interés hasta un nivel “más justo”? La flexibilidad en
esos asuntos, dicen, quitaría aire a los barcos de los revolucionarios radicales
y conservaría el capitalismo. Los peores enemigos del capitalismo, dicen, son
esos doctrinarios intransigentes que excesiva defensa de la libertad económica,
el laissez faire y el manchesterismo hace inútil todo intento de llegar a un
compromiso con las demandas de los trabajadores. Estos tercos reaccionarios son
los únicos responsables de la amargura de la lucha contemporánea y el odio
implacable que genera. Lo que se necesita es la sustitución de la actitud
puramente negativa de los realistas económicos por un programa constructivo. Y,
por supuesto, lo “constructivo” es, a los ojos de esta gente, solo el
intervencionismo.
Sin embargo este modo de razonar es
completamente defectuoso. Da por sentado que las diversas medidas de
interferencia del gobierno con los negocios alcanzarían los resultados
benéficos que sus defensores esperan. Ignora alegremente todo lo que dice la
economía acerca de la futilidad en alcanzar los fines buscados y sus
consecuencias inevitables e indeseables. La cuestión no es si los salarios
mínimos son justos o injustos, sino si producen o no desempleo de una parte de
los que desean trabajar. Al llamar justas a estas medidas, el intervencionista
no rebate las objeciones planteadas contra su eficacia por los economistas.
Simplemente muestra ignorancia sobre el asunto en cuestión.
El conflicto entre capitalismo y
socialismo no es un concurso entre dos grupos de reclamantes respecto del
tamaño de las porciones a adjudicar a cada uno de ellos de una oferta concreto
de bienes. Es una disputa respecto de qué sistema de organización social sirve
mejor al bienestar humano. Quienes luchan contra el socialismo no lo rechazan
porque envidien a los trabajadores los beneficios que estos puedan
supuestamente conseguir del modo socialista de producción. Luchan contra el
socialismo precisamente porque están convencidos de que dañaría a las masas al
reducirlas al estado de siervos pobres completamente a merced de dictadores
irresponsables.
En este conflicto de opiniones todos
deben reflexionar y tomar una postura concreta. Todos deben alinearse o con los
defensores de la libertad económica o
con los del socialismo totalitario. Uno no puede evitar este dilema adoptando
una postura supuestamente intermedia, es decir, el intervencionismo. Pues el
intervencionismo no es ni una postura intermedia ni un compromiso entre
capitalismo y socialismo. Es un tercer sistema. Es un sistema cuyo absurdo e
inutilidad es reconocido no solo por todos los economistas sino incluso por los
marxistas.
No existe una defensa “excesiva” de la
libertad económica. Por un lado, la producción puede dirigirse por los
esfuerzos de cada individuo en ajustar su conducta para atender los deseos más
urgentes de los consumidores de la manera más apropiada. Es la economía de
mercado. Por otro lado, la producción puede dirigirse por decreto autoritario.
Si estos decretos afectan solo a algunos elementos aislados de la estructura
económica, no consiguen alcanzar los fines buscados y a sus propios defensores
no les gusta su resultado. Si llegan a una reglamentación completa, significa
socialismo totalitario.
Los hombres deben elegir entre la
economía de mercado y el socialismo. El estado puede conservar la economía de
mercado protegiendo vida, salud y propiedad privada contra agresiones violentas
o fraudulentas o puede él mismo controlar la dirección de todas las actividades
de producción. Alguna agencia debe determinar qué debería producirse. Si no son
los consumidores por medio de la oferta y la demanda en el mercado, debe ser el
gobierno por coacción.
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