¿Estudias Derecho o conoces a alguien que lo haga?: recomiéndale este libro:
Al final del libro, el Dr. Leoni compara las votaciones legislativas con el proceso de mercado. A continuación adelanto un extracto de esta última parte:
"La votación puede, desde luego, estar precedida por debates y
negociaciones, que pueden ser racionales en el mismo sentido que cualquier
operación del mercado. Pero cuando llega el momento de votar, ya no se discute
o negocia más. Nos hallamos en una esfera distinta. Se acumulan papeletas de
voto como podrían acumularse piedras o conchas; la consecuencia es que no se
gana porque se posea más razones que otros, sino simplemente porque se dispone
de un mayor número de papeletas ...
... el resultado final no es algo que pueda explicarse simplemente como
una mezcla o combinación de las razones de todos los votantes. El lenguaje
político refleja muy bien este aspecto de la votación: los políticos gustan de
hablar de campañas que
van a realizar, de batallas que
deben ganar, de enemigos a
quienes combatir, y así sucesivamente. Este lenguaje no se da, por lo general,
en el mercado. Por una razón evidente: mientras en el mercado la oferta
y la demanda no sólo son compatibles sino complementarias, en el ámbito
político, al que pertenece la legislación, la elección de ganadores por un lado
y de perdedores por otro no sólo no son complementarias sino que ni siquiera
son compatibles. Es
sorprendente que una consideración tan simple —y yo diría tan evidente— de la
naturaleza de las decisiones de grupo (y de la votación, en particular, que es
el mecanismo habitual empleado para efectuarlas) pase inadvertida tanto a los
expertos como al hombre de la calle. La votación, y en particular la votación
según la regla mayoritaria, suele considerarse como un procedimiento racional, no sólo en el sentido de que
permite alcanzar decisiones cuando los miembros del grupo no se muestran unánimes,
sino también en el sentido de que parece ser el procedimiento más lógico dadas
las circunstancias...
De acuerdo con el Dr. Downs, los argumentos básicos a favor de la regla de la mayoría simple se asientan sobre la premisa de que cada votante debería tener un peso igual respecto a los demás votantes. Por consiguiente, si se producen desacuerdos pero la acción no puede posponerse hasta alcanzar la unanimidad, es mejor satisfacer a los más que a los menos. El único arreglo práctico para llevarlo a cabo es la regla de la mayoría simple. Cualquier norma que requiera más que una mayoría simple para la aprobación de un decreto permite a una minoría impedir la actuación de la mayoría, otorgando así al voto de cada miembro de la minoría más peso que al voto de cada miembro de la mayoría.
De acuerdo con el Dr. Downs, los argumentos básicos a favor de la regla de la mayoría simple se asientan sobre la premisa de que cada votante debería tener un peso igual respecto a los demás votantes. Por consiguiente, si se producen desacuerdos pero la acción no puede posponerse hasta alcanzar la unanimidad, es mejor satisfacer a los más que a los menos. El único arreglo práctico para llevarlo a cabo es la regla de la mayoría simple. Cualquier norma que requiera más que una mayoría simple para la aprobación de un decreto permite a una minoría impedir la actuación de la mayoría, otorgando así al voto de cada miembro de la minoría más peso que al voto de cada miembro de la mayoría.
Prosiguiendo con nuestra equiparación predilecta entre la votación y el funcionamiento del mercado, este argumento parece reducirse a la afirmación de que debemos dar un billete de un dólar a todo el mundo a fin de otorgar a cada uno el mismo poder adquisitivo. Mas cuando consideramos la analogía de cerca, comprendemos que dando por sentado que 51 votantes de un total de 100 son "políticamente" igual a 100, y que los restantes 49 (contrarios) son "políticamente" igual a cero (que es exáctamente, lo que sucede cuando una decisión de grupo se toma conforme a la regla de la mayoría), otorgamos mucho mas "peso" a cada votante que figura en el bando de los 51 ganadores que a cada votante que figura en el de los 49 perdedores.
...
Cuando concebimos la ley como legislación, aparece claramente que la ley y el mercado no pueden en forma alguna considerarse análogos desde el punto de vista del individuo y sus decisiones.
El proceso de mercado y el proceso legislativo se hallan, en realidad, ineludíblemente en desacuerdo. El mercado permite a los individuos efectuar elecciones libres con la única condición de que estén dispuestos a pagarlas, en tanto que la legislación no lo permite".
Prólogo
Jesús Huerta de Soto (Catedrático de Economía Política)
La libertad y la Ley es uno de los libros más
importantes sobre la teoría y la política de la libertad y la filosofía del
derecho que se han escrito en este siglo. Constituye una magnífica aportación a
la teoría del liberalismo escrita desde el punto de vista jurídico-político por
un autor brillante y multidisciplinar que, a diferencia de lo que suele ser
habitual en el resto de los teóricos liberales (en su mayoría de tradición
cultural germana o anglosajona), fundamenta su análisis y desarrolla sus
razonamientos fuertemente enraizados en la tradición cultural mediterránea de
Grecia y, sobre todo, de Roma. Por ello, La libertad y la ley ha de ser lectura
obligada para todo jurista, político y científico social amante de la libertad, y estoy seguro de que la
lectura y estudio de este libro habrá de crear en el lector la misma profunda
emoción e impresión intelectual que a mí me produjo cuando, ya hace veinte
años, estudié por primera vez esta obra de Bruno Leoni. En el presente Prólogo,
y tras unas breves referencias biográficas sobre el autor, explicaré la esencia
de la aportación de Bruno Leoni y el papel que la misma juega dentro de la
teoría política y del movimiento liberal contemporáneo.
Bruno Leoni nació el 26 de abril de 1913 y llevó una vida muy intensa y multifacética. Catedrático de Filosofía del Derecho y de Teoría del Estado enla Universidad
de Pavía, fue decano de la
Facultad de Ciencias Políticas de esta universidad y fundador
de la famosa revistaIl Politico. Igualmente fue abogado en ejercicio con bufete abierto en
Turín, empresario, arquitectoamateur, músico, gran amante del arte y lingüista (hablaba a la
perfección, aparte del italiano, el inglés, el francés y el alemán). Por todo
ello, y por la gran amplitud de sus miras e intereses intelectuales y
artísticos, puede considerarse a Bruno Leoni más un hombre del Renacimiento que
el típico investigador científico de nuestro días.2 Además, Bruno Leoni tuvo
una intervención muy significada durante la Segunda Guerra
Mundial, ayudando a salvar a multitud de soldados aliados en la Italia ocupada por los
alemanes. En septiembre de 1967 fue nombrado presidente de la Sociedad Mont
Pèlerin, falleciendo trágicamente poco después, el 21 de noviembre de 1967.3
Bruno Leoni nació el 26 de abril de 1913 y llevó una vida muy intensa y multifacética. Catedrático de Filosofía del Derecho y de Teoría del Estado en
La historia de la elaboración del libro La libertad y la ley es también bastante
curiosa. El libro tiene su origen en un seminario que organizó Arthur Kemp en
el Claremont College del 15 al 28 de junio de 1958, y en el que participaron
Friedrich A. Hayek, Milton Friedman y Bruno Leoni.4 Leoni expuso sus ideas
verbalmente, utilizando para ello unas simples notas manuscritas. Su
conferencia fue grabada y transcrita en inglés, siendo posteriormente, tras
recibir la aprobación definitiva del autor, editada en forma de libro en 1961.5
La aportación esencial de Bruno Leoni radica en su concepción
del Derecho como producto eminentemente evolutivo y consuetudinario, en su
crítica de la legislación y de la concepción kelseniana del Derecho y en su
análisis comparativo entre el proceso de formación del Derecho romano y la common law de origen anglosajón. De
forma incluso más convincente y en muchas ocasiones mejor articulada que la del
propio Hayek, Bruno Leoni explica los graves peligros que para la libertad
ciudadana supone la inflación legislativa y la amenaza que el intervencionismo
legislativo del Estado basado en la concepción kelseniana del Derecho supone
para la civilización. Y todo ello fundamentado en un análisis enraizado en la
tradición jurídica continental romana que pone de manifiesto, una vez más, cómo
las verdaderas raíces intelectuales e históricas del liberalismo se encuentran
más en nuestra propia tradición cultural que en la del mundo anglosajón.6
La idea central de Bruno Leoni sobre el Derecho se encuentra
íntimamente relacionada con la teoría de la Escuela Austriaca
de Economía, originariamente desarrollada por Carl Menger, en torno al
surgimiento evolutivo de las instituciones. En efecto, para Menger las
instituciones surgen de forma espontánea y evolutiva a lo largo de un periodo
muy prolongado de tiempo y de muchas generaciones, en las que una multitud de
seres humanos va aportando, cada uno de ellos, su pequeño «grano de arena» o
acervo de conocimiento y de experiencias personales generadas en sus
circunstancias particulares de tiempo y lugar. Menger desarrolló su teoría
sobre el nacimiento y evolución de las instituciones sociales aplicándola al
caso concreto del surgimiento del dinero, pero también indicó que podría
aplicarse de la misma manera a otras instituciones sociales de gran
importancia, como las lingüísticas y las jurídicas.7 Pues bien, es en relación
con el desarrollo de las instituciones jurídicas donde entra de lleno la
aportación de Bruno Leoni que, muy influenciado por estas ideas de la Escuela Austriaca ,
las aplicó al campo del surgimiento y evolución del Derecho, ilustrándolas con
los procesos de formación del Derecho romano y de la rule of law en el mundo anglosajón.
En efecto, para Bruno Leoni el Derecho no es un cuerpo de normas positivas
emanadas de un parlamento, sino que es un conjunto de comportamientos pautados
que se han ido formando a lo largo de un periodo muy dilatado de tiempo y que
conllevan una gran sabiduría, puesto que en su proceso evolutivo de formación han
intervenido una multitud de personas en una infinita variedad de
circunstancias. Además, estas instituciones jurídicas se forman de manera selectiva, y aquellas sociedades y grupos que son capaces de adaptar
su comportamiento a las normas pautadas que más favorecen el ajuste y
coordinación social consiguen una ventaja comparativa sobre otros grupos
sociales, por lo que terminan preponderando y extendiéndose a través del
proceso social de simulación y aprendizaje.
La gran aportación de Bruno Leoni consiste en haber puesto de
manifiesto que la teoría austriaca sobre el surgimiento y la evolución de las
instituciones sociales no sólo cuenta con una perfecta ilustración en el caso
del surgimiento del Derecho, sino que además había sido plenamente desarrollada
y articulada con carácter previo por toda la escuela jurídica clásica del
Derecho romano. Así, Leoni, citando a Catón por boca de Cicerón, señala
expresamente cómo los juristas romanos ya eran conscientes de que el Derecho
romano era muy superior al de otros pueblos porque no se debía a la creación
personal de un solo hombre, sino de muchos, a través de una serie de siglos y
generaciones, porque «no ha habido nunca en el mundo un hombre tan inteligente
como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos los cerebros
en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo
al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la
práctica en el transcurso de un largo periodo de historia».8 En suma, para Bruno Leoni
el Derecho surge como resultado de una serie continua de tentativas en las que
cada individuo tiene en cuenta sus propias circunstancias y el comportamiento
de los demás, perfeccionándose a través de un proceso selectivo y evolutivo.9
La influencia, por tanto, de la Escuela Austriaca
de Economía sobre el pensamiento de Bruno Leoni es evidente. Basta con repasar
el número de veces que cita las obras de Mises y de Hayek en sus diferentes
trabajos, así como constatar su plena familiaridad con las teorías
desarrolladas por estos autores. Como botón de muestra podemos mencionar el
tratamiento que Bruno Leoni dedica al estudio del teorema de la imposibilidad
del cálculo económico socialista, descubierto por Ludwig von Mises en 1920.10 Bruno Leoni fue el primer
teórico de la ciencia política que se dio cuenta y puso de manifiesto que el
argumento esencial de Mises en contra del socialismo no era sino un caso
particular de la «concepción más general según la cual ningún legislador podría
establecer por sí mismo, sin algún tipo de colaboración por parte de todo el
pueblo involucrado, las normas que regulan la conducta de cada uno en esa
perpetua cadena de relaciones que todos tenemos con todos».11 Es más, Bruno Leoni
completa la teoría de los economistas austriacos sobre el socialismo y va más
allá, llegando a la conclusión de que ningún mercado libre es, en última
instancia, compatible con el proceso centralizado de legislación parlamentaria
a que hemos llegado a estar tan acostumbrados hoy en día, de manera que existe
un claro paralelismo entre el concepto de legislación positiva y el socialismo,
por un lado, y el concepto de Derecho entendido como producto evolutivo y
consuetudinario y la libertad, por otro. Por eso, es claramente aplicable al
propio Bruno Leoni su conclusión en relación con la aportación de Mises y Hayek
sobre la imposibilidad del socialismo, la cual calificó como «la contribución
más importante hecha a la causa liberal en nuestro tiempo».12
Ahora bien, Leoni no sólo se vio altamente influenciado por
las teorías de la
Escuela Austriaca , dándose cuenta de que las mismas tenían
unos precursores mucho más antiguos en toda la corriente del pensamiento
clásico jurídico de Roma, sino que a su vez también influyó notablemente en los
pensadores austriacos en general y, en particular, en el propio Hayek, el cual
hasta que entró en contacto con Bruno Leoni en 1954 sólo había logrado conectar
la teoría austriaca sobre el proceso de formación evolutiva de las
instituciones con la tradición del liberalismo escocés encabezada por Hume.13 Así, es evidente que,
gracias a la positiva influencia de Bruno Leoni, Hayek empezó a ser cada vez
más consciente de la importancia del Derecho, entendido como resultado de un
proceso evolutivo, como garantía de la libertad individual, comprendiendo de manera
cada vez más clara y profunda el grave peligro que la legislación positiva
emanada de los Estados y fundamentada en la concepción kelseniana del derecho
positivo suponía para la libertad individual. Ésta es la idea que fue depurando
Hayek en las últimas décadas de su vida, gracias a los trabajos iniciales de
Leoni que, sin duda alguna, ha sido en nuestro siglo el crítico más efectivo,
profundo y original de la legislación positiva y de la concepción kelseniana
del Derecho.14 Bruno Leoni tiene el
importante mérito de haber centrado los trabajos de Hayek,15 dándoles no sólo una
fundamentación basada en la concepción clásica del Derecho romano, sino también
realizando una magistral integración, dentro de una teoría sintética de la
libertad, de la más clásica tradición jurídica romana con la tradición
anglosajona de la rule of law y la teoría económica de
los procesos sociales desarrollada por la Escuela Austriaca.16
La prematura muerte de Bruno Leoni en 1967 privó a la ciencia
social, a la filosofía política y a la teoría de la libertad de nuestro tiempo
de aportaciones de inimaginable valor. Sin embargo, las obras de Leoni, y en
especial La libertad y la ley, constituyen un instrumento seminal de trabajo de
incalculable valor para los jóvenes investigadores de nuestros días que hoy
tenemos la responsabilidad moral y profesional de impulsar y continuar. Y me
gustaría terminar este Prólogo con las siguientes palabras en las que Hayek
evaluó el trabajo de Bruno Leoni de la siguiente manera: La libertad y la ley ha establecido «el puente
intelectual que ha vencido la tradicional separación existente entre el estudio
del Derecho y el análisis teórico de las Ciencias Sociales. Quizá la enorme
riqueza de sugerencias que este libro contiene sólo se hará completamente
evidente para aquellos que ya hayan trabajado en líneas similares. En todo
caso, Bruno Leoni sería el último en negar que este libro simplemente señala el
camino del mucho trabajo intelectual que todavía nos queda por delante hasta
que las semillas de las nuevas y tan fructíferas ideas que este libro contiene
puedan fructificar en todo su esplendor.»17 Que así sea.
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A continuación un estracto del libro: dos de las cuatro conferencias que forman parte del último título:
Derecho y política
Esta serie de conferencias, bajo el epígrafe general de «El
derecho como reclamación individual», la impartió el Autor en la Freedom School de
Colorado Springs, Colorado, en los días 2 a 6 de diciembre de 1963.
Una versión del primer capítulo apareció, en 1964, con
ciertas modificaciones, en Archives for Philosophy of Law and Social Philosophy, Hermann Luchterhand Verlag, Berlín.
El capítulo tercero se basa, en su mayor parte, en dos
artículos anteriores del Autor: «The Economic Approach to Politics», Il
Politico, 26/3, 196l, pp. 491-502, y «The Meaning of ‘Political’ in Political
Decisions», Political Studies, 5/3, octubre 1957, pp.225-239.
El capítulo cuarto se basa en «Political Decisions and
Majority Rule», Il Politico, 25/4, 1960, pp. 724-733.
Las cuatro conferencias aparecen en la reciente edición de The Freedom and the Law de Liberty Fund
(Indianápolis 1994). La traducción de las mismas para la presente edición ha
sido realizada por Alberto Caballero. [N. del E.]
3. El enfoque económico
de lo político
Ya he manifestado durante estas conferencias que carecemos
aún de estudios dignos de mención sobre la naturaleza del proceso de
elaboración del derecho en comparación con la naturaleza del proceso de
mercado. Sin embargo, esta afirmación precisa de alguna matización. En estos
últimos años han aparecido algunos estudios con el propósito de comparar la
elección de mercado, por una parte, y la elección política mediante el voto,
por otra. El propio derecho puede concebirse como objeto de elección, esto es,
de elección política. En la medida en que identificamos derecho con
legislación, podemos sacar partido de los recientes estudios mencionados con la
finalidad de trazar una comparación entre el mercado y el derecho así
concebido.
La perspectiva habitual de las teorías sobre la toma de
decisiones y opciones es de índole individualista. Por lo general se admite, al
menos de forma implícita, que toda decisión debe ser decisión de alguien. Mas
los teóricos son además conscientes de que las decisiones de los individuos no
sólo son competitivas (como cuando ambicionan
algo para sí mismos), sino también cooperativas (como cuando tratan de
alcanzar una sola decisión para todo un grupo). A estas decisiones cooperativas
algunos autores las llaman «decisiones de grupo» e intentan desarrollar
sistemas especiales que capaciten a individuos diferentes (aplicando, de un
modo independiente, los procedimientos estandard del sistema a un conjunto dado
de datos) para mostrarse en esencia con las mismas conclusiones y,
posiblemente, con las mismas decisiones. Sin embargo, los propios autores
reconocen que la validez de su sistema aún debe ser confirmada, cuando menos
para decisiones de grupo más allá de los límites del mundo científico. Es una
lástima (como afirma uno de ellos), ya que hasta el momento sólo se han
inventado muy escasos y sólo cuestionables mecanismos para otras decisiones de
grupo; por ejemplo, procedimientos de votación (como la regla de la mayoría) y
la negociación o regateo verbal. De hecho, se reconoce que las urnas electorales «funcionan
(únicamente) cuando las decisiones son relativamente no-técnicas, y cuando la
lealtad del grupo es lo bastante fuerte para que los votantes de la minoría
estén dispuestos a permanecer en su seno y acepten la decisión mayoritaria».114 Por otro lado, el regateo
verbal, que puede, desde luego, desarrollarse conjuntamente con los
procedimientos de votación, está sometido a serias restricciones.
Creo, sin embargo, que la decisión de grupo, en calidad de
decisión cooperativa de un número de individuos de acuerdo con cierto
procedimiento, es para el experto en ciencias políticas una idea al mismo
tiempo comprensible y provechosa, sin que ello signifique que debamos equiparar
la decisión de grupo y la decisión política. Probablemente no podemos excluir a algunos agentes
individuales, cuyas decisiones Max Weber llamaría «monocráticas»; tampoco
podemos afirmar que todas las decisiones de grupo sean políticas. Los consejos
de administración de las sociedades mercantiles llevan a cabo decisiones de grupo
que no podríamos calificar de políticas en el sentido ordinario. Así, pues,
hemos de ser cautelosos en mostrarnos de acuerdo con el profesor Duncan Black
cuando habla de su teoría de las decisiones de comités como decisiones
políticas sin más.115
Pero es claro que muchas decisiones que habitualmente
denominamos «políticas», como las referentes a elecciones o a organismos
administrativos o ejecutivos, asambleas legislativas, etc., son verdaderamente
decisiones de grupo o decisiones cooperativas en el sentido indicado por Bross
de decisiones individuales logradas por varios
individuos para todo un grupo.
Llegados a este punto, debemos observar que la perspectiva
individualista parece haberse modificado un poco cuando hablamos de decisiones
de grupo. La decisión de un «grupo entero» puede ser o puede no ser la misma
que efectuaría cada individuo que lo integra si se hallase en situación de
decidir por todo el grupo. Me pregunto si ocurriría otro tanto dentro del mundo
científico mencionado por Bross... Pero tal es el caso siempre que no existe
unanimidad entre las decisiones de los diversos miembros que integran un grupo,
y tal falta de unanimidad en los grupos es la regla más que la excepción: de
ordinario, las decisiones de grupo no concuerdan con cada decisión individual
adoptada en el seno del mismo.
Este hecho nos ayuda a explicar el atractivo de esas
interpretaciones semi-místicas o semi-filosóficas en las cuales las
colectividades, caso por ejemplo del Estado, se conciben como entidades
independientes que toman decisiones como si se tratara de individuos.116 Creo, sin embargo, que no
es necesario apelar a semejante idea de una «persona inaccesible» con la que
«no se puede tratar» (como diría la señorita MacDonald) para analizar las
consecuencias de la falta de unanimidad en los grupos.117
Pero cuando las decisiones políticas son decisiones de grupo,
debemos tener en cuenta dicha falta de unanimidad; y el procedimiento habitual
para ello es votar conforme al principio mayoritario. En realidad, muchas
decisiones políticas se realizan de este modo. Son, por tanto, diferentes de
las elecciones individuales del mercado, donde no se precisa de procedimientos
de votación para adquirir géneros. El hecho, sin embargo, de que votar implique
la elección individual ha llevado a algunos estudiosos a comparar la elección
individual en la votación política y en el mercado: en efecto, se ha dicho que
«una parte sustancial del análisis resultará intuitivamente familiar a todos
los expertos en ciencias sociales, ya que constituye la base de gran parte tanto
de la teoría política como de la económica».118
Todos los rasgos distintivos del proceso de elección parecen
hallarse presentes tanto en las decisiones de grupo como en las individuales:
jerarquía de valores, valoraciones de probabilidades, cálculos de expectativas,
elección de estrategias, etc. Se afirma que la votación se parece a la elección
de mercado, y el propio mercado se concibe (sin mucho fundamento) como un gran
grupo de decisión donde todos votan mediante la compra o venta de mercancías,
servicios, etc. Basándose en estas analogías, Duncan Black ha llegado incluso a
considerar su teoría de los comités como una «teoría general de la elección
económica y política». Así concebidas, ambas ciencias «constituyen realmente
dos ramas de la misma materia... Cada una de ellas se refiere a algún tipo de
elección..., [hace] uso del mismo lenguaje, del mismo modo de abstracción, de
los mismos instrumentos de pensamiento y de los mismos métodos de
razonamiento.»
Es decir, en ambas ciencias el individuo se halla
representado por su escala de preferencias, y ambas dejan realmente al margen
hechos tecnológicos. Pese a que hay una diferencia en el grado de conocimiento
del resultado de las diversas líneas de actuación que podrían elegirse, siendo
a menudo este conocimiento superior en la economía que en la política, no
habría en principio diferencia «entre las estimaciones económicas y las
políticas que la gente puede realizar». Además (según Black), el mismo
instrumento es común a ambas ciencias: el concepto de equilibrio.119
También según Black, en la economía «si bien esta concepción
ha sido tratada de manera diferente por distintos autores», la idea fundamental
ha sido siempre que el equilibrio se obtiene igualando la oferta y la demanda.
«En la ciencia política, las mociones ante una comisión ocupan en cierto orden
definido el lugar de las escalas de preferencias de los miembros. El equilibrio
se alcanzará a través de una moción seleccionada como decisión de la comisión
mediante la votación. La fuerza impulsora hacia la selección de una determinada
moción la constituirá el rango en que los programas de los miembros,
considerados como un grupo, la tengan en una estima superior a las otras...»
Black reconoce que existen obstáculos que dificultan este proceso, siendo uno
de ellos la particularidad del procedimiento empleado por la comisión, ya que
puede demostrarse que con un grupo dado de programas «un procedimiento
seleccionará una moción determinada; otro procedimiento diferente seleccionará
otra». Este hecho no impide a Black llegar a la conclusión de que si bien cada
ciencia utiliza una definición de equilibrio distinta, «los conceptos
subyacentes son idénticos en el fondo». Si la definición de equilibrio se
refiere a la igualdad entre oferta y demanda, los fenómenos serán de naturaleza
económica; si se refiere al equilibrio logrado mediante la votación, serán de naturaleza
política, y el modelo más usual de teoría del equilibrio en ambas ciencias «se
formularía en términos matemáticos». La teoría pura nos capacitaría para
calcular los efectos de cualquier cambio dado en las circunstancias políticas.
Se examinaría el estado inicial de equilibrio, antes de introducir el cambio; y
cuando los datos hubiesen variado al introducir éste, el nuevo estado de
equilibrio ofrecería los efectos del cambio político en cuestión. «El método
empleado para descubrir los efectos de semejante cambio político es un método
tan familiar dentro de la economía como el de la estática comparativa.»
Me ocupé de las teorías de Black en mis lecciones de Teoría
del Estado en la
Universidad de Pavía en los años 1953 y 1954, y
posteriormente resulté gratamente sorprendido al constatar que algunas de las
críticas que yo había formulado habían sido desarrolladas independientemente
por Buchanan en su artículo, publicado en 1954, sobre «Individual Choices in
Voting and the Market». En aquel tiempo Buchanan se hallaba interesado por el
problema general de comparar las elecciones de mercado y las votaciones
políticas, no en los términos habituales de la eficiencia relativa de la
adopción de decisiones centralizada y descentralizada, sino en términos de una
comprensión más plena del comportamiento individual en ambos procesos. Aunque
no mencionó la teoría de Black, tal vez porque entonces la desconocía, Buchanan
logró probar que existen diferencias sustanciales entre la elección de mercado
y la elección de voto, y que la analogía del dicho popular «un dólar, un voto»
es cierta sólo en parte. En la elección de mercado, el individuo es la entidad
electora, además de la entidad para la cual se llevan a efecto dichas
elecciones, mientras que en la votación (por lo menos en lo que solemos
denominar votación política), aunque el individuo es la entidad que actúa o
elige, la colectividad de todos los individuos restantes es la entidad para
quien se efectúan las elecciones. Más aún: la acción de elegir en el mercado y
sus consecuencias mantienen una exacta correspondencia, mientras que el votante
nunca puede predecir con certeza cuál de las alternativas presentadas resultará
elegida.
Buchanan señaló otras diferencias esenciales entre ambos
procesos. El individuo que elige en el mercado «tiende a obrar como si todas
las variables sociales estuvieran determinadas al margen de su proceder,
mientras que, por el contrario, el individuo en el centro electoral reconoce
que su voto resulta influyente para determinar la elección colectiva final.»
Por otra parte, «puesto que la votación implica una elección colectiva, la
responsabilidad de tomar cualquier decisión colectiva o social se halla
inevitablemente dividida, sin que exista ningún beneficio o coste tangible
imputable directamente al elector a propósito de su elección personal.» El
resultado es, con toda probabilidad, una consideración menos precisa y menos
objetiva de los costes alternativos que la que se verifica en la mente de
aquellos individuos que eligen en el mercado. Buchanan puso de relieve una
diferencia ulterior y de mayor trascendencia casi en los mismos términos que yo
empleé en las mencionadas lecciones: «Las alternativas de la elección de
mercado normalmente sólo están reñidas en el sentido de que se aplica la ley
del rendimiento decreciente... Si un individuo desea más de ciertas mercancías
o servicios concretos, por lo regular el mercado le exige únicamente que tome
menos de otros.» Por el contrario, «las alternativas de la elección de voto son
más excluyentes», es decir, la opción por una hace imposible la opción por
otra. Las elecciones de grupo, en lo que respecta a los individuos que a él
pertenecen, propenden a ser «mutuamente excluyentes por la misma naturaleza de
las alternativas», que son por lo regular (como reconoció Buchanan en 1954) de
la «variedad de todo o nada». Ello es consecuencia no sólo de la pobreza de los
esquemas adoptados y adoptables habitualmente para la distribución de la fuerza
electoral, sino también de que (como Buchanan y yo sostuvimos en 1954) muchas
alternativas que solemos llamar políticas no permiten esas combinaciones o
soluciones mixtas que hacen que las elecciones realizadas en el mercado sean
tan articuladas en comparación con las elecciones políticas. Una consecuencia
importante es que en el mercado el voto del dólar siempre tiene un valor. Como
escribe Mises, el individuo nunca se halla en la situación de una minoría
disidente: «...en el mercado ningún voto se emite en vano»,120 por lo menos en lo que
respecta a las alternativas existentes o potenciales de dicho mercado. En otras
palabras, el voto implica una posible coacción que no se da en el mercado. El
votante únicamente elige entre alternativas potenciales: «Puede perder su voto
y verse obligado a aceptar [cito de nuevo a Buchanan] un resultado contrario a
su preferencia expresada.»
Podemos observar que no existe coherencia alguna (en el
sentido indicado) entre las elecciones de los votantes individuales y las
decisiones de grupo resultantes cuando aquéllos se hallan en el bando perdedor.
El votante que pierde efectúa inicialmente una elección, pero debe, a la
postre, aceptar otra que había previamente rechazado. Su proceso decisorio
individual ha sido, pues, subvertido. Es cierto que en el bando ganador puede
percibirse coherencia entre las elecciones individuales y las del grupo; mas
difícilmente podemos hablar de una coherencia de todo el proceso de las
decisiones de grupo del mismo modo que podemos hacerlo en un proceso decisorio
individual. Y quizá podamos ir más lejos y dudar de si tiene algún sentido
—cualquiera que sea— hablar de racionalidad en este proceso de votación, a no
ser que sencillamente nos refiramos a la conformidad con las reglas establecidas
para los procedimientos de decisión. Dicho de otro modo: probablemente
tendríamos que hablar mejor de procedimiento que de proceso. Cuando no puede
encontrarse un proceso plenamente coherente de elección, es posible que el
procedimiento coherente sea el menos malo. A algunos estudiosos, una
comparación real entre ambos tipos de coherencia les ha parecido tan
desprovista de sentido como tratar de averiguar «si un cerdo es más gordo que
alta es una jirafa».121
Otra conclusión a extraer de lo que antes dijimos es que el
concepto de equilibrio puede utilizarse sólo de maneras diferentes en la
economía y en la política. En la economía, el equilibrio se define como
igualdad entre oferta y demanda, una igualdad comprensible cuando el elector
individual puede expresar claramente su elección a fin de permitir a cada uno
de los billetes de dólar votar con éxito. Pero ¿qué clase de igualdad entre
oferta y demanda para leyes y normas puede haber en política, donde el
individuo acaso pierda su voto, y donde puede pedir pan y recibir una piedra?
No obstante, existe aún la posibilidad de utilizar el término
«equilibrio» en política siempre que uno pueda imaginar que todos los
individuos pertenecientes a un grupo se muestren unánimes en tomar una
decisión. Como en cierta ocasión dijo Rousseau, cabe concebir una comunidad
como «unánime » en la medida en que al menos sus miembros convengan en
someterse a la voluntad mayoritaria. Significa esto que siempre que se produce
una decisión de grupo, los miembros individuales del mismo están unánimemente
convencidos de que una mala decisión es mejor que ninguna, o, por expresarlo
con mayor propiedad, que una decisión colectiva que un miembro del grupo considera
mala es mejor que ninguna. El acuerdo unánime no requiere procedimiento
especial alguno para que la decisión tomada sea adoptada por los miembros del
grupo. Una decisión de grupo —cuando ha sido convenida por unanimidad— puede
considerarse tan coherente como cualquier otra tomada en el mercado por el
elector individual. Así, llegados a este punto, da la impresión de que nos
enfrentamos con el mismo tipo de cerdo que en la economía, y cobra por ello
sentido preguntarse si este cerdo «político» es más gordo que el «económico».
Estas últimas consideraciones pueden conducirnos —y en realidad lo hicieron, de
manera independiente, en el artículo que cité más arriba, en las conferencias
que pronuncié en Claremont, California, en el año 1958 (las cuales se convirtieron
en La libertad y la ley) y en la reciente obra del profesor Buchanan The Calculus of Consent,122editada en colaboración con Gordon Tullock— a poner
nuevamente de relieve, y con bastante firmeza, ciertas posibles semejanzas
entre las decisiones económicas y las políticas.
Si cabe concebir una comunidad como «unánime» en la medida en
que sus miembros convengan al menos en someterse a cierto tipo de mayoría o,
por decirlo en términos más generales, a cierto tipo de voluntad inferior a la
unánime, la semejanza entre las decisiones políticas unánimes y las decisiones
económicas reaparece a un nivel más alto. La gente no decide aún ninguna medida
política concreta, sino primeramente cuáles son las reglas a adoptar en
cualquier decisión política, esto es, en el juego político.
En realidad, la elección de las reglas del juego político
podría deberse a un proceso tan racional y tan libre como el que se traduce en
cualquier otra elección en el ámbito del mercado. En este nivel superior, la
gente puede comparar los beneficios y los costes relativos a cualquier regla
por la que opte para efectuar decisiones políticas. Puede, por ejemplo, decidir
que, en ciertos casos, determinadas reglas serán más adoptables que otras y,
concretamente, que las reglas de unanimidad o las reglas de la mayoría
cualificada resultarán más convenientes que otras para proteger a los
individuos potencialmente disidentes de posibles efectos nocivos de la acción coactiva
de las mayorías que deciden.
La comparación, a este respecto, entre la acción política y
la económica no se limita, sin embargo, al nivel de la elección de las reglas
generales para efectuar decisiones. Resulta un indudable mérito de Tullock y de
Buchanan haber extendido, en fecha reciente, su análisis a las decisiones
políticas ordinarias, también bajo el supuesto de que éstas se toman de
conformidad con reglas de procedimiento (que ellos llaman normas
«constitucionales ») acordadas unánimemente por los miembros del grupo político
en cuestión. Un rasgo característico de este análisis es el reconocimiento del
hecho de que el comercio del voto (o intercambio de favores políticos) se
verifica con mucha frecuencia en el proceso político real, y el reconocimiento
correspondiente de que el comercio del voto, en determinadas circunstancias,
debería ser considerado beneficioso para todos los miembros del colectivo
político, de igual forma que el comercio de bienes y servicios ordinarios ha
sido considerado, por los padres de la economía, beneficioso para todos los
miembros de la comunidad donde se ha adoptado el sistema de mercado. Además,
las condiciones en las cuales el comercio del voto podría resultar beneficioso
para todos los miembros de la comunidad política son análogas a las condiciones
en que el comercio habitual de bienes y servicios resulta provechoso; es decir,
en las condiciones en que uno o más miembros de la comunidad no pueden
establecer monopolio ni contubernio alguno con la finalidad de explotar a los
demás.
Los miembros de un grupo político, «traficando» con sus votos
a través de un proceso largo y continuo de negociación hasta alcanzar un
acuerdo unánime, se enfrentan con diversas opciones posibles y pueden impedir a
cualquier coalición de miembros del mismo tomar decisiones que puedan ser
perjudiciales para los restantes. La situación resultante sería un acuerdo
general similar al que posibilita un mercado competitivo eficiente. Esta teoría
se presenta como descriptiva además de normativa, según el modelo habitual de
las modernas teorías sobre la elección.
Con todo, cabe preguntarse hasta dónde puede llegar semejante
análisis asimilando las decisiones políticas a las económicas desde este punto
de vista. Me propongo, pues, examinar aquí los límites de un concepto que
admite el comercio del voto en la política, dando sencillamente por sentado que
la votación significa, exclusivamente, un modo de garantizar al individuo a
quien afecta algunas ventajas de acuerdo con cierta escala de valores aceptada
privadamente.
En primer lugar, deseo sugerir una reconsideración de un
probable punto débil en este por lo demás hábil e interesante análisis de las
posibles semejanzas entre las decisiones políticas y económicas. A mi entender,
este análisis, en la forma en que lo adoptan los autores en el actual estadio
de su trabajo, revela cierta carencia de definiciones preliminares y precisas
relativas a algunos de sus conceptos básicos. Distinguen, por una parte, la
elección «política» o «colectiva» y, por otra, la elección «privada» o
«voluntaria». Según la teoría, las elecciones privadas pueden ser
individualistas o cooperativas; a su vez, las elecciones cooperativas, por un
lado, y las elecciones colectivas, por otro, se consideran siempre, bastante
atinadamente, como distintas en su género, aun cuando parezcan ser semejantes.
Pero, a menos que me halle equivocado, en esta teoría la acción «colectiva»
nunca se define satisfactoria o explícitamente. La razón de esta debilidad de
un análisis por lo demás preciso y penetrante es probablemente de índole
psicológica. Toda la teoría se halla basada en un criterio individualista con
el que estoy plenamente de acuerdo; sin embargo, cuanto más tratan de subrayar
sus autores el papel que en una comunidad política desempeña el asentimiento
voluntario, tanto a nivel «constitucional» como a nivel ordinario, menos
parecen inclinarse a reconocer abiertamente (aunque implícitamente lo admiten)
que lo que en el nivel individualista hace que una decisión «colectiva» sea en
efecto «colectiva » y no simplemente «cooperativa» es el hecho de que aquélla,
en último término, es siempre susceptible de ser impuesta a todos los miembros
del grupo, sin reparar en su actitud individual concreta hacia tal decisión en
cualquier momento dado. Y las decisiones que pueden imponerse son, en
definitiva, decisiones coactivas. Mientras que la coacción es algo que los
economistas nunca precisan tener en cuenta cuando se interesan por los bienes y
servicios que se ofrecen o demandan voluntariamente en el mercado, dicha
coacción no puede menos de tenerse en cuenta cuando se pasa del mercado a la
escena política.
A propósito de su vacilación en reconocer abiertamente la
importancia del concepto de «coacción» (sea cual fuere su significado) en su
análisis de la política, los autores de la teoría rechazan explícitamente
cualquier planteamiento de poder con respecto a los problemas a los que se
enfrentan al tratar de decisiones políticas. Dan por sentado que tal enfoque es
irremediablemente contradictorio con el planteamiento económico. Apelan al
argumento de que si bien pueden maximizarse simultáneamente, mediante el
intercambio económico, las utilidades del vendedor y del comprador en el
mercado, con el resultado de una ganancia neta para ambos, no ocurre lo mismo
cuando se intenta maximizar el poder individual. No se puede maximizar al mismo
tiempo los poderes del ganador y del perdedor en la lucha por el poder.
Ya dije en otra ocasión que esta comparación, aunque aceptada
como evidente por varios economistas, no se expone de un modo conveniente. Yo
no compararía poder y utilidad. El poder, como los bienes y servicios que
estudian los economistas, posee su propia utilidad para el individuo
interesado. Mas no es ésta la única semejanza entre el poder y los bienes y
servicios: también puede hablarse de intercambio de poder en el mismo sentido
en que se habla de intercambio de bienes y servicios. Y ese intercambio de
poder puede convertirse en una maximización de utilidades para los individuos
que participan en el mismo. Así, por ejemplo, si yo les concedo a ustedes poder
para impedir que yo les cause daño, a condición de que ustedes me concedan un
poder análogo para impedir que ustedes me causen daño a mí, ambas partes hemos
ganado tras este intercambio, y lo hemos hecho precisamente en términos de
utilidades. Es decir, ambas partes hemos maximizado la utilidad de nuestro
respectivo poder. (Evidentemente, una maximización semejante ocurre cuando dos
o más individuos acuerdan unir sus poderes a fin de impedir que otros les
perjudiquen.)
Creo que puede afirmarse que la comunidad política surge
precisamente cuando se verifica este intercambio de poderes, que es previo a
cualquier otro, sea de mercancías o de servicios. A decir verdad, el enfoque o
aproximación del poder no constituye una invención reciente de los expertos en
ciencias políticas. Podemos encontrarlo ya en la literatura política clásica, y
toda la teoría aristotélica de la política puede considerarse como basada, en
alto grado, en tal enfoque. En efecto, Aristóteles reconoció al principio mismo
de su tratado sobre la
Política que existen hombres que están destinados por
naturaleza a tener poder sobre otros (arjoi) y hombres destinados también por la naturaleza a estar
sometidos al poder de otros (arjomenoi). En la teoría aristotélica existe un reconocimiento
explícito del beneficio que tanto los arjoi como los arjomenoi obtienen de su
cooperación, si bien Aristóteles no ve claramente que toda colaboración entre
ambas clases de sujetos entraña siempre la existencia de algunos poderes
mínimos (al menos negativos) garantizados a los arjomenoi como una especie de
compensación por los poderes más evidentes y positivos concedidos a los arjoi.
Esta manera de considerar la cuestión no excluiría en
absoluto el enfoque económico, reconciliándolo con un enfoque (esto es, el
enfoque del poder) que hoy encuentra crecientes simpatías entre los expertos en
ciencias políticas.
Creo, sin embargo, que existen ciertos límites en esta
concepción comercial del voto político que sostiene explícitamente que la
votación significa sencillamente un modo de garantizar ciertas utilidades a los
afectados, e implica que tales utilidades son de índole semejante a las que
obtienen los individuos en el mercado.
1) Hemos visto que los autores de esta teoría suponen que no
siempre el comercio del voto es beneficioso. Insisten en la necesidad de que se
cumplan, según las reglas de Pareto bajo las cuales tal comercio podría ser
realmente beneficioso para todos los miembros de la comunidad interesada,
aquellas condiciones que imposibiliten el que uno o varios miembros de la
comunidad constituyan un monopolio o conspiración para satisfacer sus
«siniestros intereses» a costa de algunos o de todos los demás miembros.
Estas condiciones restrictivas no son, sin embargo, las
únicas que debiéramos tener presentes. En primer lugar, existe un estadio en
que ningún comercio del voto tendría sentido, esto es, el estadio
constitucional. Según los autores de la teoría, es en este momento cuando deben
establecerse las normas más idóneas para llevar a cabo con éxito cualquier tipo
de decisiones, incluso las que deben alcanzarse mediante negociaciones
semejantes a las que se producen en el comercio del voto. El motivo por el cual
no tendría ningún sentido, en este estadio, el comercio del voto no es
únicamente porque no dispongamos aún de norma de procedimiento alguna con
arreglo a la cual votar. Existe una razón más poderosa todavía. El proceso de
establecer unas reglas es de naturaleza teórica. Hay, por supuesto, formas
útiles de fijar tales reglas, pero no es posible intercambiar sus utilidades,
como si se tratara sólo de utilidades propias, con las utilidades de otras
formas de fijar idénticas reglas, como si estas últimas utilidades
perteneciesen sólo a otras personas. No tiene sentido negociar cuando se trata
de conocer cuál es la suma de 2+2, o cuál es, en la geometría euclidiana, el
cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo.
Por expresarlo en términos más generales, no hay base
racional para negociar o comerciar cuando de lo que se trata es de establecer
la veracidad de un juicio referente al tema que sea. Los argumentos que
conducen a una conclusión correcta no se pueden vender.
Si bien los autores de la teoría dan por sentado, al menos
implícitamente, que el comercio del voto no es razonablemente posible en el
estadio constitucional, parecen desdeñar la posibilidad de que, en un estadio
inferior al constitucional, la votación puede ser un proceso por medio del cual
los miembros de una comunidad política podrían emitir juicios de veracidad al
margen de su interés personal en el asunto en cuestión. Si realmente es así, la
negociación y el comercio del voto serían tan irracionales como lo son en el
estadio constitucional.
Podemos imaginar diversos casos en los que se pida a los
votantes que emitan juicios de veracidad al margen de sus propios intereses
personales. Si, por ejemplo, suponemos que el jurado es una institución
política, y que por lo tanto sus miembros emiten mediante el voto una decisión
política, no se puede sostener que actuarían racionalmente si intercambiaran
sus votos con otros miembros del jurado, de acuerdo con sus personales
conveniencias. Naturalmente, podemos concebir que ciertos miembros corruptos de
un jurado sean sobornados por gente interesada en su decisión. Podemos
calificar su comercio del voto de «racional» aunque muy censurable desde un
punto de vista ético. Pero no ocurre así si suponemos que los miembros de un
jurado actuarán al margen de todo posible soborno. El comercio del voto
aparecería entonces simplemente irracional desde cualquier punto de vista.
Análogas consideraciones pueden aplicarse a cualquier otro tipo de juicios de
veracidad que emitan los miembros de una comunidad política mediante el proceso
de votación.
Ciertamente, los autores de la teoría pueden replicar con
razón que la votación no es el procedimiento indicado para obtener conclusiones
sólidas respecto a una verdad objetiva, y que, por consiguiente, pretender
hacerlo en el ámbito político corre el riesgo de ser un puro espejismo. Aun
así, existen situaciones en las que los juicios de veracidad formulados por los
votantes son útiles para conocer sus posibles opiniones acerca de una cuestión
política determinada. En tales casos, el procedimiento de votación puede
constituir la fórmula más apropiada para averiguar con precisión cuáles son
dichas opiniones, prescindiendo de que estas opiniones puedan ser verdaderas o
falsas según un criterio científico. Es claro que no se trata aquí de ningún
comercio de votos.
2) Acaso sea razonable sospechar que la aplicabilidad del
modelo del comercio del voto se ve restringida siempre que surgen diferencias
entre la elección individual en el distrito electoral y en el mercado
competitivo, diferencias que son lo suficientemente notables como para
obligarnos a desdeñar las semejanzas existentes. Por ejemplo, a) el hecho, ya
señalado, de que existe una mayor incertidumbre y en general un mayor
desconocimiento de los costes y beneficios presentes en el proceso de elegir
mediante el voto que en el proceso de comprar o vender en el mercado hace mucho
más difícil comerciar con votos que comerciar con bienes y servicios. Por otra
parte, b) el comercio del voto parece ser irremediablemente menos beneficioso
que el comercio regular del mercado, ya que el votante asume con su elección
una responsabilidad mucho menor que cualquier agente del mercado. Mientras que
los agentes económicos que fracasan son excluidos del mercado y sustituidos por
otros más afortunados, nada parecido acontece en el escenario político, donde
los votantes que fracasan no son eliminados para dejar el lugar a otros
posibles votantes con más suerte, como acontece con los que triunfan en el
mercado. Podría replicarse que en el proceso político los votantes fracasados pueden
verse obligados a abandonar la escena como tales si de algún modo permiten que
un tirano acabe con la democracia. Pero este hecho, lejos de constituir una
prueba aceptable en favor de las semejanzas entre los votantes fracasados y los
agentes del mercado sin éxito, nos obliga a reconocer una diferencia sustancial
entre unos y otros. En el caso de los votantes sin éxito eliminados por un
tirano, todos y cada uno de ellos se ven excluidos de la escena política en
cuanto votantes, incluso los potencialmente exitosos, con lo que la situación
resultante no es una selección de los mejores votantes, sino la ruina final de
una comunidad política basada en el sistema electoral. c) Una restricción
similar a la limitación del modelo del comercio del voto parece surgir allí
donde las soluciones políticas alternativas son más excluyentes que las que se
ofrecen a los individuos en el mercado. El comercio del voto en presencia de
dos soluciones que se excluyen mutuamente es parecido al comercio de bienes y
servicios en una situación en que el oligopolio o el oligopsonio dominen el
mercado, es decir, en una situación en que los precios de mercado tienen menos
probabilidad de emerger que en otra en la que domine la competencia.
Finalmente, d) debe advertirse que, aun cuando los inconvenientes que hemos
subrayado se verifican bajo cualquier norma de mayoría o minoría, la relación
entre la acción colectiva tomada bajo la regla de unanimidad por un lado, y la
actuación puramente voluntaria, cual ocurre en el mercado, por otro, no es tan
estrecha como probablemente les parece a los autores de la teoría. En el caso
de unanimidad, un votante cuya aceptación es imprescindible a todos los demás
votantes para efectuar una decisión de grupo sólo hasta cierto punto es
equiparable a un individuo cuyo asentimiento es indispensable a quienes en el
mercado desean comprarle o venderle bienes o servicios. Ninguno de los dos se
halla obligado a aceptar las decisiones de los demás sin su propia aprobación.
Ahora bien, esta aprobación es una condición necesaria pero no suficiente para
que exista un mercado competitivo.
De hecho, el votante sometido a la regla de unanimidad se
encuentra en una posición muy parecida a la del monopolista discriminatorio que
puede obtener todo el beneficio del intercambio de bienes o servicios que es
capaz de vender y, por tanto, puede adquirir todo o casi todo el denominado
excedente del consumidor. Este hecho, que a veces ha sido, bastante
impropiamente, considerado como un posible «chantaje» del votante disconforme
bajo la regla de la unanimidad, no debería ser desatendido en una teoría que
trata de garantizar en la política las condiciones de un mercado competitivo.
Si en un grupo de 100 votantes 99 están a favor de una decisión determinada y
uno se opone a ella, la pretensión de este último de no sólo ser compensado por
renunciar a su oposición, sino más que compensado por sus 99 compañeros de voto
con una ganancia neta para él, es perfectamente racional desde el punto de
vista de la teoría que estamos comentando. Si esto ocurre, la ley de Pareto
acaso sea respetada, pero no podemos equiparar la posición de los votantes a la
de los individuos en un mercado competitivo. Podría replicarse que, bajo la
regla de unanimidad, cualquier votante puede hallarse interesado en otorgar su
aprobación a los 99 restantes a cambio de un pequeño beneficio, antes que
arriesgar la pérdida de ese beneficio si aquéllos estiman que el precio exigido
a cambio de dicha aprobación es demasiado elevado. Mas este hecho no impide al
votante disconforme negociar en una condición más ventajosa que la de los otros
99 votantes, condición equiparable a la del monopolista discriminatorio. Por
supuesto, los monopolios discriminatorios pueden existir tanto en el mercado
como en las decisiones políticas. Pero mientras en el mercado tienden a ser
reducidos al menos a la larga, hasta que los costes se equilibran con los
precios, no existen esperanzas de un resultado análogo para las decisiones de
grupo bajo la regla de unanimidad.
Los mismos autores admiten que su teoría puede sólo
proporcionar una explicación parcial del proceso efectivo de votación en la
política; de ahí que su valor normativo sea limitado. Creo que un estudio más
preciso de los límites de aplicabilidad de este interesante enfoque económico
de lo político sería de gran utilidad tanto a los economistas como a los
expertos en ciencias políticas para alcanzar una comprensión más profunda de
sus respectivas materias.
4. Voto frente a mercado
Hemos visto en la conferencia anterior que, a pesar de que
puedan existir muchas semejanzas entre los votantes, por una parte, y los
operadores del mercado o agentes económicos, por otra, las acciones de ambos
son profundamente diferentes. Ninguna norma de procedimiento parece capaz de
permitir a los votantes actuar de la misma manera flexible, independiente,
coherente y eficiente con que actúan los agentes que en el mercado emplean la
elección individual. Si bien es cierto que tanto votar como operar en el
mercado son acciones individuales, con todo nos vemos obligados a colegir que
la votación es una suerte de acción individual que se halla casi
inevitablemente sometida a una especie de distorsión en su desarrollo.
La legislación considerada como
resultado de una decisión colectiva tomada por un grupo —aun cuando esté
formado por todos los ciudadanos afectados, como en las democracias directas de
la antigüedad o en algunas pequeñas comunidades democráticas de las épocas
medieval y moderna— es un proceso de elaboración de la ley que dista mucho de
poder ser identificable con el proceso de mercado. Sólo los votantes que
figuran en las mayorías ganadoras (si, por ejemplo, la norma de voto es la
mayoritaria) son equiparables a quienes operan en el mercado. Quienes integran
las minorías perdedoras no son comparables ni siquiera con los más débiles
operadores del mercado, quienes al menos, conforme a la divisibilidad de los
bienes (que es el caso más frecuente), siempre pueden encontrar algo que elegir
y algo que conseguir, a condición de que paguen su precio. La legislación es el
resultado de una decisión «todo-o-nada ». O se gana y se consigue exactamente
lo que se deseaba, o se pierde y no se consigue nada. Peor aún, se consigue
algo que no se desea y se paga por ello como si se hubiera deseado. Los
ganadores y perdedores en las votaciones son, en este sentido, como los
ganadores y perdedores en el campo de batalla. La votación parece no ser tanto
una reproducción del funcionamiento del mercado como la imagen de una batalla.
Bien considerado, no existe en la votación nada «racional» que pueda
equipararse con la racionalidad del mercado. La votación puede, desde luego,
estar precedida por debates y negociaciones, que pueden ser racionales en el
mismo sentido que cualquier operación del mercado. Pero cuando llega el momento
de votar, ya no se discute o negocia más. Nos hallamos en una esfera distinta.
Se acumulan papeletas de voto como podrían acumularse piedras o conchas; la
consecuencia es que no se gana porque se posea más razones que otros, sino
simplemente porque se dispone de un mayor número de papeletas. No hay socios o
interlocutores en esta operación, sino solamente aliados o enemigos. Claro que
la propia actuación puede considerarse tan racional como la de los aliados o
enemigos, pero el resultado final no es algo que pueda explicarse simplemente
como una mezcla o combinación de las razones de todos los votantes. El lenguaje
político refleja muy bien este aspecto de la votación: los políticos gustan de
hablar de campañas que van a realizar, de batallas que deben ganar, de enemigos a quienes combatir, y así
sucesivamente. Este lenguaje no se da, por lo general, en el mercado. Por una
razón evidente: mientras en el mercado la oferta y la demanda no
sólo son compatibles sino complementarias, en el ámbito político, al que
pertenece la legislación, la elección de ganadores por un lado y de perdedores
por otro no sólo no son complementarias sino que ni siquiera son compatibles. Es sorprendente que una
consideración tan simple —y yo diría tan evidente— de la naturaleza de las
decisiones de grupo (y de la votación, en particular, que es el mecanismo
habitual empleado para efectuarlas) pase inadvertida tanto a los expertos como
al hombre de la calle. La votación, y en particular la votación según la regla
mayoritaria, suele considerarse como un procedimiento racional, no sólo en el sentido de que permite alcanzar decisiones
cuando los miembros del grupo no se muestran unánimes, sino también en el
sentido de que parece ser el procedimiento más lógico dadas las circunstancias.
Es cierto que, por lo general, se admite que una decisión
unánime sería lo perfecto. Pero debido al hecho de que la unanimidad en las
decisiones de grupo es poco frecuente, la gente se siente autorizada a inferir
que la segunda mejor posibilidad es adoptar decisiones conforme al voto de la
mayoría; se supone que estas decisiones no sólo son más convenientes, sino
también más lógicas que otras cualesquiera.
Ya en otra ocasión me he ocupado de defender esta postura del
Doctor Anthony Downs.123Creo que merece la pena reconsiderar la argumentación de
Downs, que tiene el mérito de compendiar de manera sucinta las principales
razones que se aducen a favor de la regla de la mayoría en la literatura
política que conozco. De acuerdo con el Dr. Downs,
Los argumentos básicos a favor de la regla de la mayoría
simple se asientan sobre la premisa de que cada votante debería tener un peso
igual respecto a los demás votantes. Por consiguiente, si se producen
desacuerdos pero la acción no puede posponerse hasta alcanzar la unanimidad, es mejor satisfacer a los más que a los menos. El único arreglo práctico para llevarlo a cabo es la regla
de la mayoría simple. Cualquier norma que requiera más que una mayoría simple
para la aprobación de un decreto permite a una minoría impedir la actuación de
la mayoría, otorgando así al voto de cada miembro de la minoría más peso que al voto de cada
miembro de la mayoría.124
Prosiguiendo con nuestra equiparación predilecta entre la
votación y el funcionamiento del mercado, este argumento parece reducirse a la
afirmación de que debemos dar un billete de un dólar a todo el mundo a fin de
otorgar a cada uno el mismo poder adquisitivo. Mas cuando consideramos la
analogía de cerca, comprendemos que dando por sentado que 51 votantes de un
total de 100 son «políticamente» igual a 100, y que los restantes 49
(contrarios) son «políticamente» igual a cero (que es, exactamente, lo que
sucede cuando una decisión de grupo se toma conforme a la regla de la mayoría),
otorgamos mucho más «peso» a cada votante que figura en el bando de los 51
ganadores que a cada votante que figura en el de los 49 perdedores. Resultaría
más apropiado cotejar esta situación con la que se daría en el mercado si 51
personas que poseyeran cada una de ellas un dólar se asociaran para adquirir un
artilugio que costara precisamente 51 dólares, mientras que otras 49 personas,
también con un dólar cada una, tendrían que prescindir del mismo, ya que sólo
existe uno a la venta. El hecho de que no podamos, tal vez, prever quién
pertenecerá a la mayoría no modifica mucho el cuadro.
Evidentemente, ciertas razones históricas desempeñaron un
papel muy importante en impedir que la gente reflexionase sobre las
contradicciones de una doctrina que manifestaba apoyar, en la política, la
igualdad de oportunidades para todos y, simultáneamente, denegaba dicha
igualdad aplicando la norma del voto mayoritario. Los partidarios de la regla
de la mayoría solían imaginarla como el único medio posible de combatir el
poder sin restricciones sobre las grandes masas por parte de oligarcas y
tiranos. El «peso» otorgado a la voluntad o al «voto ideal» de los tiranos —en
las sociedades políticas por ellos dominadas— se mostraba tan
desproporcionadamente aplastante comparado con el peso cedido a la voluntad de
todos los restantes individuos de aquellas sociedades, que la aplicación de la
regla de la mayoría parecía ser la única forma adecuada de restaurar la
igualdad de «pesos» para las voluntades de todos los individuos afectados.
Fueron muy pocos quienes se preocuparon de preguntarse si la balanza política
no iba a acabar por desequilibrarse hacia el lado contrario. Esa postura común
a la que hemos aludido queda expresada de modo patético, por ejemplo, en una
carta —fechada el 13 de junio de 1817— que Thomas Jefferson escribió a
Alexander von Humbolt:
El primer principio del republicanismo es que la lex majoris partis es la ley fundamental de
toda sociedad de individuos de iguales derechos; la más importante de las
enseñanzas y sin embargo la última que se aprende a fondo, es que la voluntad
enunciada por mayoría de un solo voto es tan sagrada como si fuera unánime. Si
se desprecia esta ley no queda sino la de la fuerza, que conduce necesariamente
al despotismo militar. Esta ha sido la historia de la revolución francesa, y
ojalá [añadía Jefferson con talante profético] que el entendimiento de nuestros
hermanos del sur llegue a ser lo suficientemente amplio y firme como para
comprender que la suerte depende de su sagrada observancia.125
Sólo muy entrado el siglo XIX, algunos destacados científicos
y eminentes estadistas comenzaron a comprender que no había más magia en el
número 51 que en el número 49. Por ejemplo, los garantistas franceses, así como
algunos célebres pensadores ingleses, no vacilaron en manifestar su aversión a
la aplicación incondicional de la regla de la mayoría en las resoluciones
políticas, y Herbert Spencer estigmatizaría en 1884 esa suposición subyacente
como la superstición del «derecho divino de las mayorías».126
Pero repitamos la síntesis de los principales argumentos en
pro de la regla mayoritaria que hace Downs: «Si se producen desacuerdos pero la
acción no puede posponerse hasta alcanzar la unanimidad, es mejor satisfacer a
los más que a los menos. El único arreglo práctico para llevarlo a cabo es la
regla de la mayoría simple.»
Podemos admitir que las hipotéticas circunstancias de Downs —la urgencia de la decisión y la falta de
unanimidad— se dan, con mayor o
menor frecuencia, en todas las sociedades políticas. Sin embargo, la realidad
es que tanto la urgencia de la decisión como la falta de unanimidad pueden ser,
por así decirlo, creadas artificialmente por quienes se hallan en
situación de forzar a los restantes miembros de la comunidad política a adoptar
cualquier decisión de grupo, sea la que fuere, en vez de no adoptar ninguna.
Reconsideremos esta cuestión. Por el momento sólo quiero señalar que aun
suponiendo que tanto la urgencia como la falta de unanimidad sean condiciones
reales para adoptar la decisión a que nos referimos, declarar terminantemente
—como lo hace Downs— que por consiguiente «es mejor satisfacer a los más que a
los menos» es un simple nonsequitur. De hecho, podemos imaginar fácilmente
situaciones en las cuales sólo unas cuantas personas poseen el necesario nivel
de conocimientos requeridos para tomar la correspondiente decisión, y, por
tanto, resultaría en estos casos mucho menos razonable satisfacer a los más que
a los menos.
Desde luego, los partidarios entusiastas de la regla de la
mayoría sin condiciones pueden replicar que su conclusión se deriva no tanto de
las hipótesis de la urgencia y la falta de unanimidad como de las hipótesis
implícitas del conocimiento igual, o aun de la ignorancia igual, por parte de
los votantes en las cuestiones en litigio. Esta última hipótesis, no obstante,
resulta bastante ilusoria, sobre todo en las sociedades contemporáneas
altamente diferenciadas. El mismo autor admite a otro respecto que «la
especialización crea grupos minoritarios con intereses objetivos [y, añadiría
yo, con los correspondientes tipos de conocimientos] que difieren ampliamente
unos de otros». Así, la base real de la conclusión sigue siendo la famosa idea
del «peso igual» de los votantes o, por decirlo con mayor propiedad, la utilización
anfibia de este resbaladizo concepto.
Queda aún por examinar un punto más de la síntesis realizada
por Downs. Según él, «cualquier norma que requiera más que una mayoría simple
para la aprobación de un decreto permite a una minoría impedir la actuación de
la mayoría, otorgando así al voto de cada miembro de la minoría más peso que al
voto de cada miembro de la mayoría.»
Fijémonos ante todo en la última parte de esta afirmación.
Parece indudable que si la regla adoptada es una regla mayoritaria cualificada,
el número que comprendería a la mayoría ganadora sobre un total de 100 votantes
sería, digamos, 60 o 70, en vez de 51, y el número correspondiente a la minoría
perdedora sería 40 o 30, en vez de 49. Pero esto no significa que al voto de
cada miembro de la minoría se le otorgue ahora «más peso» que al voto de cada
miembro de la mayoría. La realidad es que, nuevamente, de un total o conjunto
de 100 votantes, el bando de los ganadores —quienes figuran en el subconjunto
de 60 o 70— sigue contando con un peso mayor, según la nueva regla, que el
otorgado a cada uno de los votantes del subconjunto cuya suma es 40 o 30. En
este nuevo ejemplo, los 60 o 70 votantes ganadores son considerados como
«políticamente » igual a 100, mientras que los otros 40 o 30 son considerados
como «políticamente» igual a cero.
La única diferencia que podemos percibir en este ejemplo es
que cada votante, cuando el número «mágico» es de 60 o 70, tiene —in abstracto— una probabilidad inferior de figurar en el subconjunto
perdedor que la que tenía en el ejemplo previo, donde el número mágico era 51.
Pero sería erróneo deducir de esta circunstancia que «por consiguiente» a cada
votante que figura en el subconjunto perdedor en el ejemplo último se le ha
otorgado más peso que a cada votante de los que figuran en el ganador.
Examinemos ahora la primera parte de la afirmación de Downs.
Como ya vimos, éste considera que toda regla que exija una mayoría superior a
la simple para tomar una decisión política es capaz de hacer que una minoría
impida la acción de la mayoría, y parece dar a entender que este posible
impedimento, de acuerdo con su principio de la igualdad de peso de los
votantes, debería rechazarse siempre.
Es claro, sin embargo, que existen diferentes clases de
«impedimentos », por lo que resulta indispensable realizar un análisis más
concienzudo de este concepto antes de extraer las oportunas conclusiones.
A este respecto, podría resultar de utilidad recordar un
ejemplo aducido en los albores de este siglo, y en este mismo país, por un
distinguido estudioso (cuyo nombre acaso haya sido injustamente olvidado en
nuestros días: Lawrence Lowell) en su estimulante libro Public Opinion and Popular Government.127 Ya he citado dicho
ejemplo con anterioridad, pero me parece tan bueno que me gustaría repetirlo.
Las bandas de asaltantes —decía Lowell— no constituyen una «mayoría» cuando,
tras esperar a un transeúnte en un paraje solitario, le despojan de su bolsa de
caudales, ni éste puede ser considerado una «minoría». Existen protecciones
constitucionales y, naturalmente, legislación penal en los Estados Unidos, al
igual que en otros países, tendentes a impedir la formación de tales
«mayorías». Debo admitir que diversas «mayorías» en nuestros días tienen, a
menudo, mucho en común con la «mayoría» peculiar que describe Lawrence Lowell.
Pese a ello, resulta posible todavía y —diría yo— de suma importancia
distinguir entre las «mayorías» paradójicas del tipo de la de Lowell y las
«mayorías» en un sentido más ortodoxo del término. Las mayorías como las de
Lowell no se toleran en ninguna sociedad eficazmente organizada de nuestro
mundo por la sencilla razón de que prácticamente cada miembro de estas
sociedades desea que se le otorgue la posibilidad de impedir cuando menos
ciertas actuaciones de cualquier mayoría. Nadie consideraría convincente, aun
admitiendo su corrección, el argumento de Downs de que en esos casos a cada
votante de la minoría se le otorga más peso que a cada votante de la mayoría.
¿Debemos, pues, sostener que aquellos casos en los que cada
individuo desea preservar su poder para impedir que las mayorías —con
independencia de su tamaño— emprendan acciones como asaltar o asesinar son
totalmente semejantes a otros casos en los cuales un disidente caprichoso o
malintencionado pudiera impedir a sus conciudadanos alcanzar ciertos fines
propios inocentes y de provecho? Parece evidente que el término impedir posee un significado
distinto en cada caso, y que sería conveniente diferenciar estos casos antes de
adoptar cualquier conclusión general sobre la aplicabilidad de la regla de la
mayoría. Dicho de otro modo: aun cuando admitiéramos la validez del argumento
del «peso igual», deberíamos reconocer la necesidad de algunas importantes
salvedades que revelarían sus límites insuperables.
Hay otro argumento, entre los que se aducen a favor de la
regla de la mayoría simple, que también conviene considerar. Como vimos, Downs
no sólo rechaza la aplicación de otras reglas como contrarias al principio de
los «pesos iguales», sino que afirma categóricamente que «el único arreglo
práctico» para que se beneficien los más en lugar de los menos es «la regla de
la mayoría simple». Esto significa que si adoptamos cualquier otra regla mayoritaria
(cualificada), la minoría podría impedir que la mayoría decidiera la acción a
seguir o, expresado de otro modo, la minoría indicaría a la mayoría qué
decisión no debe adoptarse. Para desgracia de los partidarios de la regla de la
mayoría incondicional, este argumento en pro de la regla de la mayoría simple
no es más correcto que los anteriores.
La adopción de la regla de la mayoría simple no impide, de
hecho, que minorías fuertemente organizadas impongan la acción a seguir a los
restantes miembros de la comunidad política. La teoría italiana de las élites,
formulada por Mosca, Pareto, y en cierto modo por Roberto Michels, ha destacado
siempre esta posibilidad. En su reciente ensayo The Calculus of Consent, James Buchanan y Gordon Tullock, si bien tratan de rechazar
el punto de vista de la élite, de hecho lo adoptan inconscientemente en su
análisis del comercio del voto como fenómeno real que se produce en las
democracias representativas de nuestros días.
Creo que Buchanan y Tullock demuestran de un modo irrefutable
que si una minoría se halla bien organizada y está determinada a sobornar a
tantos votantes como sea preciso para contar con una mayoría dispuesta a
aprobar una determinada decisión, la regla mayoritaria obra mucho más a favor
de tales minorías de lo que comúnmente se piensa. Si, por ejemplo, suponemos
que sólo 10 votantes de un total de 100 obtienen el beneficio íntegro de 100
dólares de una decisión de grupo cuyo coste de 100 dólares ha de ser cargado
por igual a cada miembro del grupo, esos 10 votantes pueden estar interesados
en sobornar a 41 personas más, reembolsando al menos a cada una su coste
individual por la decisión, esto es, un dólar por cabeza. Al final, 41 personas
pertenecientes a la mayoría quedarán a la par, sin ganar ni perder; 40
pertenecientes a la minoría oficial pagarán un dólar cada una sin conseguir de
dicha decisión beneficio alguno, y cada uno de los auténticos ganadores
conseguirá un beneficio de 10 dólares contra un coste de 5,10 dólares a causa
de la decisión adoptada por el grupo.
La regla, por supuesto, también puede operar de un modo
contrario, cuando los 40 perdedores logran organizarse en la siguiente ocasión
y sobornan al menos a dos miembros de la mayoría con objeto de transformar a
ésta en minoría, dejando así a los 10 sagaces compañeros con las manos vacías.
Mas es obvio que la regla de la mayoría simple puede, efectivamente, obrar en
ambos casos a favor de una minoría.
Es cierto que la regla de la mayoría simple no es la única
—fuera de las reglas minoritarias— susceptible de operar en pro de las
minorías. Todas las demás reglas mayoritarias pueden operar en favor de ciertas
minorías cuando, como resultado de la decisión de grupo, los beneficios se
concentran y sus costes se distribuyen lo bastante como para incentivar a
minorías arteras a sobornar tantos votantes como sea necesario para alcanzar la
mayoría prescrita por la regla existente. Ahora bien, los costes de este
soborno aumentan en función del número de votantes que se requiere para
alcanzar la mayoría precisa. Por tanto, podría suceder que los costes
ocasionados por el proceso de sobornar a un alto número de votantes disuadiera
a la minoría en cuestión de intentar maximizar sus utilidades a costa de sus
compañeros de voto o de una parte de ellos. La conclusión parece ser que la
regla de la mayoría simple resulta menos desalentadora para dichas minorías que
otras posibles reglas de mayoría cualificada. Es ésta una conclusión bien
distinta de la que sostiene que la regla de la mayoría simple constituye el
«único arreglo práctico» para hacer que «se beneficien los más en lugar de los
menos».
Una de las interesantes posibilidades señaladas en el
análisis que Buchanan y Tullock hacen de la forma en que la regla de la mayoría
simple puede funcionar es la permanente tentativa que realizan las nuevas
minorías de maximizadores para sobornar a otros votantes indiferentes en
principio ante la cuestión que se debate, con la finalidad de crear nuevas y
efímeras mayorías a expensas de minorías menos informadas, menos perspicaces o
menos cautelosas. Otra posible consecuencia interesante que señalan estos
autores es que la desproporción entre beneficios y costes para las minorías
maximizadoras les induzca a despreciar la posibilidad de minimizar los costes
totales de la decisión de grupo que en su propio interés están promoviendo.
La situación general puede calificarse, como ya la califiqué
en otro contexto, de una guerra legal de todos contra todos o, empleando la
famosa expresión utilizada por el eminente economista y experto en ciencias
políticas francés Fréderic Bastiat, la gran ficción del Estado «por la que cada
uno pretende vivir a costa de todos los demás».128
En una comunidad política en que las reglas para tomar
decisiones son tales que animan a las minorías de aprovechados a conseguir algo
a cambio de nada tiende a producirse una continua sobreinversión, dejando que
corran con los gastos las minorías de víctimas menos perspicaces. Downs, sin
embargo, pretende defender la regla de la mayoría simple frente a la acusación
de favorecer las iniciativas de las minorías maximizadoras a expensas de otros
miembros del grupo. En su ensayo dedicado al análisis de un artículo de
Tullock, en gran parte reproducido en el nuevo libro de Buchanan y Tullock,
Downs hace la mencionada observación de que todas las formas de reglas de
mayoría cualificada se comportan aproximadamente como la regla de la mayoría
simple a fin de alentar a las minorías de aprovechados a maximizar sus propios
beneficios a expensas de los demás votantes. En realidad, Downs se ve obligado
a admitir que la regla de la mayoría simple no se halla exenta de la susodicha
crítica, si bien parece ignorar por completo el hecho, destacado ahora por
Tullock y Buchanan, de que las reglas de la mayoría cualificada son más
disuasorias —para todos los tipos de minorías que tratan de sacar provecho— que
la regla de la mayoría simple.
Downs intenta asimismo defender la regla de la mayoría
simple, así como otras reglas mayoritarias (cualificadas), de la acusación de
que tienden a producir sobreinversión por medio de una serie de decisiones de
grupo aprobadas por mayorías efímeras y mudables. Admite que el «logrolling » o sistema de
concesiones mutuas se verifica en el mundo real, pero da por sentado que si los
costes tienden efectivamente a superar los beneficios en las decisiones
adoptadas por las comunidades políticas basadas en representantes elegidos por
el pueblo, estos representantes se verían en la necesidad de exponer los malos
resultados del comercio del voto al término de su mandato, con lo cual sus
electores se sentirían frustrados y los castigarían eligiendo a otros
representantes.
Argumento que no parece muy convincente. Un rasgo
característico del juego político es que, en las sociedades políticas
contemporáneas, el sistema de concesiones mutuas o intercambio de favores se
pone en marcha antes que en las Cámaras de los representantes. En realidad
surge cuando los electores aceptan algunos puntos desventajosos (para ellos) de
un programa político, a fin de obtener cierto beneficio de otros puntos que les
resultan ventajosos. Entre los puntos desventajosos del programa pueden
considerar la posibilidad de que el intercambio de favores que su representante
desarrollará en la Cámara
podrá acarrearles ciertas pérdidas netas en un momento dado. Este momento puede
o no coincidir con el momento en que el representante se presente a sus
electores al concluir la legislatura. Pero aun cuando coincida, su representante
podrá argüir que, si se le renueva la confianza, tendría nuevas oportunidades
para mejorar la situación actual por medio de una serie más beneficiosa de
intercambio de favores en nombre de sus electores. Puesto que el juego político
nunca acaba, no existe razón para que los electores nieguen su confianza a un
representante que siempre puede afirmar que en un momento dado, o en una serie
de momentos dados, el resultado de su intercambio de concesiones fue
beneficioso para sus electores, y que además puede argüir que prosiguiendo su
actuación en la próxima legislatura los electores podrán obtener análogos o
incluso superiores beneficios.
Downs aduce un nuevo argumento en favor de su tesis. Concede
que si los votantes ignoran algunos de los costes resultantes de una serie de
decisiones de grupo, pueden votar a favor de un programa de gobierno demasiado
cuantioso. Pero, afirma, si admitimos ignorancia en el modelo, los votantes
también pueden ignorar algunos de los beneficios que reciben, y si tal es la
situación, la ignorancia puede generar un presupuesto gubernamental que sea
tanto demasiado exiguo como demasiado elevado.
Este argumento me parece aún menos convincente que el
anterior. Partimos del supuesto bastante realista de que las minorías perspicaces
conocen mejor que sus compañeros de voto los costes y beneficios aparejados a
una decisión que intentan que sea aprobada por el grupo, a pesar de la posible
sobreinversión que para él signifique. Si semejante decisión puede aprobarse es
precisamente porque son los otros votantes quienes habrán de correr con los
gastos, lo cual quiere decir que son negligentes o se hallan menos organizados,
o ignoran las consecuencias reales que para ellos entrañará tal decisión. El
desconocimiento, por consiguiente, puede ser una de las razones que justifiquen
la sobreinversión, aunque no sea la única. Mas demos por sentado que el
desconocimiento (por parte de los votantes perdedores) es la única razón. Downs
responde que el desconocimiento puede asimismo generar un presupuesto
gubernamental que sea «demasiado exiguo», pero éste es un caso completamente
diferente que tiene muy poco que ver con el caso de sobreinversión que acabamos
de considerar. El argumento de Downs únicamente sería aceptable si pudiésemos
dar por sentado que, debido sólo al desconocimiento de los votantes que abonan
la factura de una decisión promovida por una minoría avispada, los beneficios
de esa decisión para el grupo pueden no sólo ser menores sino superiores a los
costes. Pero esto significaría que la inversión es una suerte de juego de azar
en el que los agentes económicos racionales e informados no tienen mayores
probabilidades de éxito que los irracionales o ignorantes. Si la ignorancia
pudiera producir aleatoriamente los mismos efectos beneficiosos que la
información, las actividades económicas serían, como es obvio, muy diferentes
de lo que actualmente son. En el mundo en que vivimos, la suposición de que la
ignorancia puede resultar tan provechosa como la información parece ser
bastante inapropiada para explicar la acción humana no sólo en el ámbito
económico, sino en cualquier otro. Por otra parte, es razonable suponer que las
minorías que promueven una decisión de grupo que les beneficie conocen lo que
hacen mejor que los demás votantes: poseen una idea precisa de lo que desean y
de las posibles consecuencias que para ellos tendrá la decisión de grupo en
cuestión. También pueden saber de sobra que los beneficios de la decisión para
los restantes miembros del grupo serán menores que los costes. Pero pueden
pasar por alto este hecho. El resultado final será probablemente una inversión
cuyo coste será muy superior al que habría sido en otras circunstancias.
Hemos visto que la regla de la mayoría simple no es la única
que puede causar estos efectos. Cualquier otro tipo de regla mayoritaria
(cualificada) puede tener resultados semejantes. Sin embargo, también
hemos visto que las reglas de la mayoría cualificada pueden ser más eficaces
que la regla de mayoría simple para disuadir a las minorías maximizadoras a
imponer su voluntad sobre todo el grupo mediante el conocido procedimiento del log-rolling. Podría parecer que cuanto más se incrementa la mayoría
necesaria para adoptar una decisión de grupo, mejor se protege a las minorías
disidentes de ser explotadas por las élites de maximizadores organizadas. Pero
no es así. Como Buchanan y Tullock demuestran en su obra, los costes de
alcanzar un acuerdo entre los votantes de un grupo tienden a aumentar
fuertemente cuando la regla de la mayoría cualificada se aproxima a la regla de
unanimidad. En otros términos: cualquier votante tiende a considerar su
aprobación como muy valiosa cuando sabe que el número de votantes requeridos
para alcanzar una determinada decisión es muy elevado; si los demás votantes desean
su aprobación, puede verse tentado a obrar de forma semejante a la del
monopolista discriminatorio para conseguir la ventaja íntegra de la
negociación.
Con las reglas de la mayoría altamente cualificada o con la
regla de la unanimidad tiende a surgir una situación hasta cierto punto análoga
a la que se produce con las minorías avispadas bajo la regla de la mayoría
simple. Pueden entonces aparecer nuevas minorías de maximizadores, no con el
fin de comprar los votos de otras personas al precio más barato posible, sino
para vender sus propios votos al más alto a aquellos votantes que tienen
necesidad de que se apruebe determinada decisión bajo la regla existente, esto
es, una regla de mayoría altamente cualificada. La regla de unanimidad no haría
más que exacerbar esta tendencia, por lo que muy raramente se adopta debido a
los elevados e incluso prohibitivos costes que entraña para todos cuantos
desean hacer prosperar una decisión con semejante regla.
Si volvemos ahora al concepto de «peso igual» de los votantes, debemos concluir que ninguna regla para adoptar
decisiones es verdaderamente capaz de otorgar pesos iguales en el sentido de
iguales posibilidades a todos y cada uno de los votantes. Sin embargo, podemos presumir que ciertas reglas de mayoría
cualificada contribuyen a colocar a todos los votantes en una posición de justo
equilibrio, mientras que las reglas minoritarias, las regla de mayoría simple,
las de mayoría altamente cualificada y, finalmente, la regla de unanimidad
conducen inevitablemente a un desequilibrio entre los votantes afectados.
Esta conclusión nos recuerda ciertas diferencias insuperables
entre el proceso de votación y el de comercio en el mercado en situación de
competencia. La competencia política es, por su misma naturaleza, mucho más
restringida que la competencia económica, especialmente si las reglas del juego
político tienden a crear y mantener desequilibrios en vez de actuar en la
dirección opuesta.
Debemos concluir que tiene poco sentido elogiar la regla de
la mayoría simple como la mejor regla posible para el juego político. Es mucho
más correcto adoptar diversas clases de reglas, según los fines que se desee
alcanzar; v. gr., adoptar reglas de mayoría cualificada cuando los asuntos que
están en juego son lo suficientemente importantes para cada miembro de la
comunidad, o adoptar la regla de unanimidad cuando se trata de algo
absolutamente vital para todos ellos. Creo que casi todos estos extremos han
sido brillantemente destacados en los recientes análisis basados en el enfoque o
aproximación económica.
No debemos olvidar que ninguna de las reglas adoptadas o
adoptables en las decisiones políticas puede generar una situación que sea
verdaderamente análoga a la del mercado que se desenvuelve en condiciones de
competencia. Ningún comercio del voto podría bastar para colocar a cada
individuo en una situación idéntica a la de los operadores o agentes que
compran y venden, libremente, bienes y servicios en un mercado competitivo.
Cuando concebimos la ley como legislación, aparece claramente
que la ley y el mercado no pueden en forma alguna considerarse análogos desde
el punto de vista del individuo y sus decisiones.
El proceso de mercado y el proceso legislativo se hallan, en
realidad, ineludiblemente en desacuerdo. El mercado permite a los individuos
efectuar elecciones libres con la única condición de que estén dispuestos a
pagarlas, en tanto que la legislación no.
Lo que ahora deberíamos preguntarnos y tratar de responder
es: ¿podemos realizar una comparación más fructuosa entre el mercado y los
modelos no legislativos de la ley?
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Referencias
Notas
Prólogo
1 Las conocidas declaraciones críticas sobre la doctrina de la división de poderes de Montesquieu realizadas por altos líderes del partido socialista español son una muestra clara, entre otras, del alto grado de confusión e incultura política y democrática que lamentablemente se ha generalizado en nuestro país y pone de manifiesto la urgencia y necesidad del estudio y divulgación de obras como La libertad y la ley, cuya primera edición en español fue publicada por Unión Editorial en 1974, cuando se preveía el inminente comienzo de la transición democrática española, agotándose rápidamente. Hoy, veinte años después, con nuestra democracia plenamente asentada, su estudio es, si cabe, todavía más transcendental, por lo que la aparición de esta nueva segunda edición ampliada y revisada del libro de Bruno Leoni era ya ineludible.
2 James M. Buchanan, Premio Nobel de Economía, me comentaba recientemente en Madrid la anécdota de que, compartiendo un seminario de teoría económica con Bruno Leoni en Estados Unidos, en un determinado momento desapareció éste de la escena, con gran desconcierto entre el resto de los participantes, que se convirtió en generalizada admiración cuando se supo que, al enterarse Leoni de que existía un club de vuelo cerca del lugar, ¡había decidido aprovechar la oportunidad para aprender a pilotar avionetas! Una variante, con ligeras modificaciones, de esta anécdota puede leerse en F.A. Hayek, «Bruno Leoni, the Scholar», incluido en el volumen IV de Las obras completas de F.A. Hayek titulado Las vicisitudes del Liberalismo. Ensayos sobre Economía Austriaca y el ideal de libertad, Peter G. Klein (ed.), Unión Editorial, Madrid 1996, p. 277
3 Fue asesinado durante un altercado que mantuvo con uno de sus inquilinos, que se enfureció enormemente cuando, al parecer, Leoni le acusó de quedarse con las rentas de alquiler que cobraba, por encargo suyo, del resto de los inquilinos. El carácter trágico del hecho se hizo evidente poco después del asesinato, cuando las mencionadas rentas de alquiler llegaron por correo postal, poniéndose de manifiesto que la acusación de Leoni se basaba en un malentendido y, por tanto, carecía de fundamento. Debo el conocimiento de los detalles de este hecho a James M. Buchanan.
4 Este seminario, que fue el quinto organizado por el Institute on Freedom and Competitive Enterprise, habría de tener una importancia histórica y determinante en la evolución de la teoría del liberalismo en nuestro siglo. En efecto, las conferencias de Hayek dieron lugar, en última instancia, a su magnum opus sobre Los fundamentos de la libertad (Unión Editorial, 8ª ed., Madrid 2008); las del profesor Friedman se publicaron posteriormente en forma de libro, con el título de Capitalismo y libertad (Rialp, Madrid 1966); y las del profesor Leoni fueron el germen de La libertad y la ley.
5 Freedom and the Law, D. Van Nostrand Company, Princeton, Nueva Jersey, 1961; la segunda edición en inglés se publicó, con el patrocinio del Institute for Humane Studies, por la Nash Publishing Company, Los Angeles 1972. Y una tercera edición, revisada y ampliada, ha sido magníficamente publicada hace poco por Liberty Fund, Indianápolis 1991. Aunque la mayor parte de las obras de Bruno Leoni se encuentran en italiano, curiosamente La libertad y la ley todavía no ha sido traducida a este idioma. Se han efectuado, no obstante, dos traducciones al español, una publicada por el Centro de Estudios sobre la Libertad de Buenos Aires, en 1961, y otra en una primera edición por la Biblioteca de la Libertad de Unión Editorial en Madrid en 1974 (que fue la que yo leí por primera vez hace 35 años). La segunda edición española, al igual que la presente tercera edición, conserva el título original de La libertad y la ley e incorpora, con carácter adicional, cuatro conferencias pronunciadas en 1963 por Bruno Leoni en Estados Unidos, y que están recogidas también en la tercera edición inglesa del Liberty Fund
6 Esto es algo que, incluso dentro del campo de la economía y gracias a Bruno Leoni, terminó siendo explícitamente reconocido por el propio Hayek, para el cual los fundamentos filosóficos de la economía de mercado fueron desarrollados por primera vez por los escolásticos españoles de la Escuela de Salamanca de los siglos XVI y XVII. Véase, en este sentido, el artículo seminal de Murray N. Rothbard titulado «New Light on the Prehistory of the Austrian School of Economics», en The Foundations of Modern Austrian Economics, Sheed & Ward, Kansas City 1976, pp. 52-74; así como los trabajos correspondientes de Marjorie Grice-Hutchinson ( The School of Salamanca, Clarendon Press, Oxford 1952, y El pensamiento económico en España, 1177-1740, Edit. Crítica, Barcelona 1982); de Lucas Beltrán («Sobre los orígenes hispanos de la economía de mercado», Cuadernos del pensamiento liberal, n.º 10 (1), 1985, pp. 5-38); de Alejandro A. Chafuen ( Economía y ética: Raíces cristianas de la economía de libre mercado, Rialp, Madrid 1991); y de Jesús Huerta de Soto, «Génesis, esencia y evolución de la Escuela Austriaca de Economía », nota 3.
7 Carl Menger, Untersuchungen über die Methode der Socialwissenschaften und der Politischen Ökonomie insbesondere, Duncker & Humblot, Leipzig 1883, y en especial a página 182. El propio Menger expresa impecablemente de la siguiente manera la nueva pregunta que pretende contestar su nuevo programa de investigación científica para la economía: «¿Cómo es posible que las instituciones que mejor sirven al bien común y que son más extremadamente significativas para su desarrollo hayan surgido sin la intervención de una voluntad común y deliberada para crearlas?» (pp. 163-165). Para Menger, por tanto, las instituciones sociales son, sin duda, resultado de la interacción de muchos seres humanos, pero no han sido diseñadas ni organizadas consciente ni deliberadamente por ninguno de ellos. El término en alemán utilizado por Menger para referirse, cuando explica el surgimiento de las instituciones, a «las consecuencias no intencionadas de las acciones individuales» es el de unbeabsichtigte Resultante (ob. cit., p. 182).
8 Cicerón, De republica, II,1,2. La cita completa y los comentarios a la misma de Bruno Leoni pueden verse en el capítulo V de este libro.
9 En palabras del propio Bruno Leoni, el derecho se configura como «una continua serie di tentativi, che gli individui compiono quando pretendono un comportamento altrui, e si affidano al proprio potere di determinare quel comportamento, qualora esso non si determini in modo spontaneo» (Bruno Leoni, «Diritto e Politica», incluido en sus Scritti di Scienza Politica e Teoria del Diritto, Milán 1980, p. 240). Como se ve, la teoría de Bruno Leoni es plenamente coincidente con la desarrollada previamente por Carl Menger para el dinero y el resto de las instituciones sociales.
10 Existe incluso un trabajo de Bruno Leoni dedicado específicamente a este tema y que publicó en 1965 con el título «Il problema del calcolo economico in una economia di piano», publicado en Il Politico, XXX (1965), pp. 415-460. 11 Véanse las referencias que hago a las consideraciones jurídicas de Leoni sobre el teorema de la imposibilidad del socialismo recogidas en Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, 4.ª ed., Unión Editorial, Madrid 2010, pp. 156-157.
11 Véanse las referencias que hago a las consideraciones jurídicas de Leoni sobre el teorema de la imposibilidad del socialismo recogidas en Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, 4.ª ed., Unión Editorial, Madrid 2010, pp. 156-157.
12 La influencia de la Escuela Austriaca sobre el pensamiento de Bruno Leoni ha sido poco tratada, con la excepción de los trabajos de mi amigo Raimondo Cubeddu, y en especial su artículo «Friedrich A. von Hayek e Bruno Leoni», Il Politico, 1992, año LVII, pp. 393-420. Igualmente debe consultarse su magnífico libro The Philosophy of the Austrian School, publicado por Routledge en Londres y Nueva York en 1993. También M. Stoppino, si bien de pasada, menciona en su artículo «L’individualismo integrale di Bruno Leoni», incluido como ensayo introductorio a la obra de Leoni Scritti di Scienza Politica e Teoria del Diritto, ya citada, la importante influencia que las teorías de la Escuela Austriaca tuvieron sobre el pensamiento de Bruno Leoni.
13 Efectivamente, fue Arnold Plant el que, cuando Hayek llegó a la London School of Economics, le sugirió que debía estudiar con detalle las aportaciones de Hume y su escuela, por la gran relación que las mismas tenían con la tradición mengeriana sobre la teoría del surgimiento de las instituciones. Es a partir de los años cincuenta cuando, gracias a la positiva influencia de Leoni, Hayek cambia el centro de gravedad de su teoría del liberalismo trasladándolo de Escocia hacia la Escuela de Salamanca (recordemos que es precisamente en el año 1952 cuando Hayek dirige la tesis de Marjorie Grice-Hutchinson sobre la Escuela de Salamanca, que hemos citado en la nota 6 anterior). Véase igualmente F.A. Hayek, Derecho, legislación y libertad, volumen II, Unión Editorial, Madrid, 2.ª ed., 1988, pp. 288-289.
14 La crítica detallada que Bruno Leoni hace a Hans Kelsen se encuentra recogida en su artículo «Oscurità ed incongruenze nella dottrina kelseniana del diritto», incluido en sus Scritti di Scienza Politica e Teoria del Diritto, obra ya citada. Sobre la posición antikelseniana de Bruno Leoni debe consultarse igualmente el trabajo de Norberto Bobbio titulado «Bruno Leoni di fronte a Weber e a Kelsen», publicado en Il Politico, XLVII, 1982, número 1, pp. 131 y siguientes.
15 Véase especialmente el trabajo de John Gray, Hayek on Liberty, Oxford University Press, Oxford 1986, p. 69, y también su libro Liberalisms: Essays in Political Philosophy, Routledge, Londres 1989, p. 94. También C. Kukathas recoge la profunda influencia que Leoni tuvo sobre Hayek, en su libro Hayek and Modern Liberalism, Oxford University Press, Oxford 1989, p. 157, en donde se indica que el mayor acento dado por Hayek a la common law y al derecho evolutivo en su obra Derecho, legislación y libertad frente al contenido de su anterior libro Los fundamentos de la libertad tiene su origen en que «arguably, Hayek changed his view because of the criticism made by Bruno Leoni in Freedom and the Law».
16 Existen otras muchas aportaciones de Bruno Leoni de gran interés que podrían señalarse, siendo, no obstante, de importancia secundaria en relación con la ya indicada en el texto. Baste aquí mencionar, y como botón de muestra, las observaciones críticas que Bruno Leoni hace al instrumentalismo metodológico de Milton Friedman, y que anteceden a los análisis más modernos que han puesto de manifiesto lo insostenible y la inanidad de la metodología positivista de Friedman para las ciencias sociales. No compartimos, sin embargo, la crítica que, de pasada y sin fundamentación alguna, Bruno Leoni hace del apriorismo metodológico de Mises, por las razones que expuse en «Crisis y método en la Ciencia Económica», publicado en el volumen I de mis Lecturas de Economía Política, Unión Editorial, 2.ª reimpresión, Madrid 2010, pp. 1-27.
17 F.A. Hayek, «Bruno Leoni the Scholar» (v. arriba, n.2), incluido en el Omaggio a Bruno Leoni, editado por Pasquale Scaramozzino, Quaderni della Rivista «Il Politico», número 7, Milán, 1969 (A. Giuffrè, Milán 1969). Este artículo ha sido recientemente reeditado en el vol. IV de The Collected Works of F.A. Hayek, que hemos citado al final de la nota 2. Aparte de este magnífico libro de ensayos sobre Bruno Leoni, debe consultarse el número XI del verano de 1988 del Harvard Journal of Law and Public Policy, donde se incluye, entre otros, el trabajo de Peter H. Aranson titulado «Bruno Leoni in Retrospect», pp. 661-711, así como el de Leonard P. Liggio y Thomas G. Palmer titulado « Freedom and the Law: A comment on Professor Aranson’s article», pp. 713-723. También en la reunión regional de la Sociedad Mont Pèlerin que tuvo lugar en Saint Vincent, Italia, en septiembre de 1986, se dedicó una sesión monográfica a Bruno Leoni que estuvo a cargo de Arthur Kemp. Véase su artículo titulado «The Legacy of Bruno Leoni» y que fue comentado por el de Angelo Maria Petroni «On Arthur Kemp’s ‘The Legacy of Bruno Leoni’».
3. El enfoque económico de lo político
114 Irwin D.J. Bross, Dessign for Decision, Macmillan, Nueva
York 1953, p. 263.
115 Duncan Black, «The Unity of Political and Economic Science», Economic
Journal, 60/239, septiembre 1950.
116 Me parece que una de las tentativas recientes de reavivar
este tipo de supuesto es la idea de que puede lograrse una «función de
bienestar social» o una «elección social racional» mediante ardides matemáticos
como los analizados por Kenneth Arrow en su conocido ensayo Social
Choice and Individual Values, John Wiley and Sons, Inc., Nueva York
1951. En esta perspectiva, las computadoras se convierten en el sucedáneo
moderno del Volksgeist o el Verhunft.
117 Margaret MacDonald, «The Language of Political Theory», Logic
and Language (First
Series), ed. Anthony Flew, Basil Blackwell, Oxford 1955), pp. 167-186.
118 James M. Buchanan, «Individual Choices in Voting and the Market», Journal
of Political Economy, 62, 1954, p. 334. Existe una reimpresión de
este ensayo en Fiscal Theory and Political Economy: Selected Essays,
University of North
Carolina Press , Chapel Hill
1960.
119 Black parece hacerse eco aquí de una idea insinuada por Pigou
en dos artículos publicados —si no recuerdo mal— en los años 1901 y 1906 en el Economic
Journal, donde Pigou señalaba una analogía entre la oferta y la
demanda del mercado respecto a bienes de consumo, y la oferta y la demanda en
el ámbito político respecto a leyes y normas. Me vienen también a la memoria
las ideas expuestas por Arthur F. Bentley en The Process of Government, The Principia
Press, Bloomington 1935 [editado originariamente en 1908]), así como los
teóricos americanos cuyas ideas han sido, con bastante dureza, examinadas por
David Easton en The Political System: An Inquiry into the State of
Political Science, Alfred Knopf, Nueva York 1953.
120 Ludwig von Mises, Human Action, Yale University Press, New Haven 1949, p. 271.
121 Robert A. Dahl y Charles E. Lindblom, Politics, Economics and Welfare, Harper
and Brothers, Nueva York 1953, p. 241.
122 James M. Buchanan y Gordon Tullock, The Calculus of Consent, University of Michigan
Press, Ann Arbor
1962. Ciertos
comentarios de esta conferencia y de la siguiente se basan en una edición
mimeografiada de tirada limitada.
4. Voto frente a mercado
123 Véase Bruno Leoni, «Political Decisions and Majority Rule», Il
Politico, XXV/4, 1960, pp. 724-733.
124 Anthony Downs, In Defense of Majority Voting, University
of Chicago
Press, Chicago 1960. En un ensayo mimeografiado este autor hizo una especie de
crítica general de la ponencia de Gordon Tullock «Some Problems of Majority
Voting». Esta ponencia constituyó una primera versión del capítulo 10 de The
Calculus of Consent.
125 The Writings of Thomas Jefferson, vol. 15, editados por Andrew A. Lipscomb, Te Thomas Jefferson Memorial
Association of the United States, Washington 1904, p. 127
126 Véase Herbert Spencer, «The Great Political Superstition», The
Man versus the State, Liberty Fund Inc., Indianápolis 1981, p. 129.
127 A. Lawrence Lowell , Public
Opinion and Popular Government, Longmans,
Green & Co. , Nueva York 1913.
128 Frédéric Bastiat, Selected Essays on Political Economy, D.
Van Nostrand Co., Nueva York 1964, p. 144.
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