¿No has leído LA MEJOR NOVELA JAMÁS ESCRITA?
Un texto de más de 1.000 paginas cuya lectura cambia la visión del mundo.
¡Vale! ¡Es cierto, no es una novela!. Es un tratado filosófico disfrazado de novela, pero imprescindible para comprender el siglo XX y este comienzo del XXI.
Pone de manifiesto la perversidad del Leviatán -el Estado- a través de un argumento sobre una huelga de emprendedores, maquinada por un tipo: John Galt; y, como no, una historia de amor. La trama más compleja y robusta que jamás he leído. El tratado de Filosofía más ameno, implacable, rotundo y sólido jamás escrito.
Ayn Rand, una mente privilegiada, que escapó de la Unión Soviética. Ludwig Von Mises, el economista más grande de todos los tiempos, que también consiguió escapar de otro totalitarismo, el de los nazis, escribió:
Ludwig von Mises
777 West End Avenue
New York 25, N.Y.
Enero 23, 1958
Señora Ayn Rand
36 East 36 Street
Nueva York, N.Y.
Estimada Sra. Rand;
No soy un crítico profesional y no me siento llamado a juzgar los méritos de una novela. Así que no quiero detenerme con la información de que disfruté mucho leer La Rebelión de Atlas y que estoy lleno de admiración por su magistral construcción de la trama.
Sin embargo, La rebelión de Atlas no es sólo una novela. También es -o mejor digo: primero que todo- un análisis convincente de los males que aquejan a nuestra sociedad, un rechazo justificado de la ideología de los autodenominados "intelectuales" y un desenmascaramiento implacable de la falta de sinceridad de las políticas adoptadas por los gobiernos y los partidos políticos. Se trata de una exposición devastadora de los "caníbales morales", los "gigolós de la ciencia” y de la "charla académica" de los creadores de la "anti-revolución industrial". Usted tiene el coraje de decirle a las masas lo que ningún político les dijo: que ellos son inferiores y que todas las mejoras en las condiciones, que simplemente dan por sentadas, se deben al esfuerzo de hombres mejores que ellos.
Si esto es arrogancia, cómo algunos de sus críticos observan, es una verdad que tenía que ser dicha en esta época del Estado del Bienestar.
La congratulo de corazón y estoy esperando con grandes expectativas su trabajo futuro.
Atentamente,
Ludwig Mises
AYN RAND Y LUDWIG VON MISES. PALADINES DE LA LIBERTAD |
Rand y Escuela Austriaca de Economía
Dos fragmentos de La Rebelión de Atlas
1º fragmento
—En la fábrica
donde estuve trabajando veinte años ocurrió algo extraño. Fue cuando el viejo
murió y sus herederos se hicieron cargo de la misma. Eran tres. Dos hijos y una
hija, y pusieron en práctica un nuevo plan para dirigir la empresa. Nos dejaron
votar sobre el mismo y todo el mundo, o casi todo el mundo, lo hizo
favorablemente, porque no sabíamos en realidad de qué se trataba y lo creímos
bueno. O mejor dicho, pensamos que se esperaba de nosotros que lo creyésemos
bueno. El plan consistía en que todo el mundo trabajara según sus condiciones,
siendo pagado de acuerdo con sus necesidades. Nosotros… pero ¿qué le ocurre,
señora? ¿Por qué me mira de ese modo?
—¿Cómo se llamaba
esa fábrica? —preguntó Dagny con voz apenas perceptible.
Twentieth
Century Motor Company
—La «Twentieth Century Motor Company», señora. En
Starnesville, Wisconsin.
—Continúe.
—Votamos por el
plan en una gran reunión a la que asistimos unos seis mil, es decir, todos
cuantos trabajábamos allí. Los herederos Starnes pronunciaron discursos que no
resultaron demasiado claros, pero nadie formuló* preguntas. Ninguno estaba
seguro de cómo funcionaría aquel plan, pero todos pensábamos que nuestros
compañeros sí lo habían comprendido. Si alguien abrigó dudas, no las quiso
expresar y se mantuvo en silencio porque quien se opusiera al plan hubiese
parecido un forajido al que no era justo considerar humano. Me dijeron que
aquel plan significaba la concreción de un ideal muy noble. ¿Cómo íbamos a
pensar en lo contrario? ¿No habíamos oído decir durante toda nuestra vida, a
nuestros padres y maestros, y a los ministros, y leído en todos los periódicos
y visto en todas las películas, y escuchado en todos los discursos públicos que
aquello era recto y justo? Quizá nuestra conducta en la reunión pueda resultar
comprensible hasta cierto punto. Votamos por el plan, y conseguimos lo
previsto. Quienes trabajamos durante los cuatro años del plan en la fábrica de
la «Twentieth Century» somos hombres marcados. ¿Qué se supone es el infierno?
La maldad, la maldad pura y simple, ¿verdad? Pues bien, eso es lo que vimos
allí y lo que ayudamos a construir. Creo que estamos condenados y quizá no se
nos perdone nunca…
»¿Sabe cómo
funcionó aquel plan y cuáles fueron sus efectos en nosotros? Intente verter
agua en un depósito en cuya parte inferior haya un escape por el que se vacía
con más rapidez de la que usted lo llena; cada cubo que echa dentro aumenta ese
desagüe, ensanchándolo un poco más; cuanto más duramente trabaja, más se le
exige, y termina laborando cuarenta horas semanales, luego cuarenta y ocho,
luego cincuenta y seis… unas veces para la cena del vecino, otras para la
operación de su mujer, otras para el sarampión del niño, o para el sillón de
ruedas de su madre o para la camisa de su tío, o la escuela del sobrino, o el
niño que ha nacido en la casa de al lado, o el que va a nacer; en fin para
cuantos le rodean, y que han de recibirlo todo, desde pañales a dentaduras
postizas, mientras uno trabaja desde el amanecer hasta la noche, un mes tras
otro y un año tras otro, sin nada más que el propio sudor; sin nada a la vista
sino la complacencia de los demás para el resto de su vida, sin descanso, sin
esperanza, sin fin… Dé cada uno según sus condiciones; para cada uno de acuerdo
con sus necesidades…
»Nos dijeron que
formábamos una gran familia, que todos participábamos en la empresa. Pero no
todos trabajábamos ante una luz de acetileno diez horas diarias, ni todos
padecíamos a la vez un dolor de vientre. ¿Cómo establecer de un modo exacto la
habilidad de unos y las necesidades de otros? Cuando todo se hace en común, no
es posible permitir que cualquiera decida sobre sus propias necesidades,
¿verdad? Si lo hace, pronto acabará pidiendo un yate, y si sus sentimientos son
lo único en que podemos basarnos, hará uso de ellos también. ¿Por qué no? Si no
tengo derecho a poseer un automóvil hasta yacer acabado en la sala de un
hospital, luego de proporcionar uno de tales automóviles a cada oportunista y a
cada salvaje del mundo, ¿por qué no ha de exigirme también un yate, si sigo en
pie sin desplomarme al suelo? ¿Por qué no? Y entonces, ¿por qué no exigirme
también que prescinda de la nata de mi café, hasta que él se haya pintado su
habitación…? ¡Oh, bien!… Acabamos decidiendo que nadie tenía derecho a juzgar
sus propias necesidades o sus propias convicciones, y que era mejor votar sobre
ello. Sí, señora; votábamos sobre ello en una reunión pública que se celebraba
dos veces al año. ¿De qué otro modo hacerlo? ¿Imagina lo que sucedía en
semejantes reuniones? Bastó la primera para descubrir que nos habíamos
convertido en mendigos, en podridos, gimientes y temblorosos mendigos, porque
nadie podía reclamar su salario como una ganancia lícita; nadie tenía derechos
ni salarios; su trabajo no le pertenecía; pertenecía a la familia, mientras que
ésta nada le debía a cambio, y lo único que podía reclamarle eran sus propias
«necesidades», es decir, suplicar en público un alivio a las mismas, como
cualquier pobre cuando enumera sus preocupaciones y miserias, desde los
pantalones remendados al resfriado de su mujer, esperando que «la familia» le
arrojara una limosna. Tenía que declarar sus miserias porque miserias eran y no
trabajo lo que se había convertido en moneda de aquel reino. Nos transformamos,
pues, en un inmenso grupo de pordioseros, cada uno de los cuales se esforzaba
en demostrar que su necesidad era mayor que la de sus hermanos. ¿Qué otra cosa
hacer? ¿Quiere saber lo que ocurrió? ¿Qué clase de hombres mantuvieron la
calma, sintiéndose avergonzados, y qué clase de ellos se aprovecharon de
aquella situación?
»Pero no fue eso
todo. En la misma reunión se descubrió otra cosa. El rendimiento de la fábrica
había disminuido en un cuarenta por ciento en aquel primer semestre, y se llegó
a la conclusión que alguien no había trabajado «de acuerdo con sus
condiciones». ¿Quién era? ¿Cómo averiguarlo? La «familia» votó también sobre
aquello. Quedó declarado qué hombres eran los mejores, y a éstos se les
sentenció a trabajar horas extras cada noche durante los siguientes seis meses.
Horas extras sin paga, porque no se pagaba de acuerdo con el tiempo trabajado,
ni por la tarea realizada, sino tan sólo por las necesidades.
»¿Quiere que le
cuente lo que sucedió después? ¿En qué clase de seres nos fuimos convirtiendo?
Empezamos a ocultar nuestras habilidades y conocimientos, a trabajar con
lentitud y a procurar no hacer las cosas con más rapidez o mejor que un colega.
¿Cómo obrar de otro modo, cuando sabíamos que rendir al máximo para «la
familia» no significaba que fueran a damos las gracias ni a recompensarnos,
sino recibir castigos? Como sabíamos que si un sinvergüenza estropeaba un grupo
de motores, originando gastos a la compañía, ya fuese por descuido o por
incompetencia total, seríamos nosotros quienes pagáramos con horas
extraordinarias y con trabajo los domingos, hicimos lo posible para no
sobresalir en ningún aspecto.
^Recuerdo a un
joven que empezó todo aquello lleno de ardor ante el noble ideal; un muchacho
brillante, sin estudios, pero con una inteligencia asombrosa. El primer año
ideó un plan de trabajo que nos ahorró miles de horas-hombres y lo entregó a
«la familia», sin pedir nada a cambio, aunque tampoco hubiera podido hacerlo.
Se portó bien. Obraba por un ideal. Pero cuando en una votación lo declararon
el más inteligente de todos, y lo sentenciaron a trabajar de noche, porque no
habíamos conseguido extraerle aún lo suficiente, cerró la boca y el cerebro. Le
aseguro que el segundo año no salió con ninguna idea nueva.
»¿Dónde quedaba
todo cuanto nos estuvieron diciendo acerca de la desleal competición del
sistema de ganancias, de acuerdo con el cual los hombres debían contender por
conseguir mejores empleos que sus colegas? Aquellas personas debieron haber
visto lo que ocurre cuando todos competen entre sí para trabajar lo peor
posible. No existe medio más seguro para destruir a un hombre que obligarle a
un puesto en el que no sólo se siente deseo alguno de mejorar, sino que, por el
contrario, día tras día se esfuerza en cumplir peor sus obligaciones. Dicho
sistema acaba con él mucho antes que la bebida o el ocio, o el vivir a salto de
mata. Pero no podíamos hacer otra cosa, excepto sentir una incapacidad total.
La acusación que más temíamos era la de resultar sospechosos de habilidad o
diligencia. Era una especie de hipoteca sobre nosotros mismos que nunca
podríamos liquidar. ¿Para qué esforzarnos? Sabíamos que el elemento básico se
nos entregaría del mismo modo, tanto si nos esforzábamos como si no. Se la
llamaba «asignación para casa y comida». No podíamos planear la compra de un
traje nuevo al año siguiente porque quizá nos entregaran una «asignación para
ropas» o quizá no. Dependía de si alguien se rompía una pierna, necesitaba una
operación o traía al mundo más niños. Y si no había dinero suficiente para
adquirir ropas nuevas para todos, tampoco lo habría para uno en particular.
»Recuerdo a
cierto hombre que había trabajado duramente toda su vida porque siempre deseó
que su hijo estudiara. El muchacho se graduó en el Instituto durante el segundo
año del plan, pero «la familia» no quiso entregar al padre ninguna asignación
para que continuara. Dijeron que su hijo no podía estudiar a menos de que
estudiasen todos. Y no había suficiente dinero para ello. El padre murió al año
siguiente, en una riña con otro en un bar. Una pelea sobre nada de particular,
en la que salieron a relucir navajas. Semejantes altercados se iban haciendo
muy frecuentes entre nosotros.
»Había un viejo
viudo y sin familia que tenía una afición: los discos fonográficos. Creo que
era todo cuanto pudo conseguir de la vida. En otros tiempos solía escatimar sus
comidas para poder comprar algún nuevo disco de música clásica. Pues bien; no
le dieron asignación para discos por considerarlo «un lujo personal». Durante
la misma reunión, una muchacha llamada Millie Bush, fea y desagradable, de
dieciocho años, consiguió un par de soportes de oro para sus dientes de oveja,
porque aquello constituía una «necesidad médica» según el psicólogo que la
visitó. Dicho especialista dijo que la pobre se vería agobiada por un complejo
de inferioridad muy acusado si sus dientes no eran objeto de aquella reforma.
El viejo amante de la música se dio a la bebida, hasta tal punto que rara vez
lo veíamos sereno. Pero había algo que no podía olvidar completamente. Cierta
noche, mientras bajaba haciendo eses por la calle, vio a Millie Bush y empezó a
darle puñetazos hasta dejarla sin un diente. Sin uno solo.
»La bebida era lo
único que nos proporcionaba algún consuelo y todos nos aficionamos a ella en
mayor o menor grado. No pregunte de dónde sacábamos el dinero. Cuando todos los
placeres decentes quedan prohibidos, existen siempre medios de, utilizar los
perniciosos. No se entra en un establecimiento luego de esperar a que sea de
noche ni se registran los bolsillos de un compañero para comprar sinfonías clásicas
o para adquirir aparejos de pesca, sino para emborracharse y olvidar. ¿Aparejos
de pesca? ¿Escopetas de caza? ¿Cámaras fotográficas? ¿Aficiones de este tipo?
No existían asignaciones para ello.
»La «diversión»
fue lo primero que quedó descartado. Se dio por descontado que uno se
avergonzaría al pretender no renunciar a algo que le proporcionara placer.
Nuestra «asignación para tabaco» quedó reducida a dos paquetes mensuales,
porque, según dijeron, el dinero debía emplearse en el fondo para leche infantil.
La producción de niños fue la única que no disminuyó, sino que, por el
contrario, se hizo cada vez mayor. La gente no tenía otra cosa que hacer y, por
otra parte, no habían de preocuparse de nada, puesto que los niños no eran una
carga para ellos, sino para «la familia». En realidad, la mejor posibilidad
para obtener un respiro durante algún tiempo, era una «asignación infantil». O
una enfermedad grave.
»No tardamos en
darnos cuenta de cómo funcionaba aquello. Quien quisiera jugar limpio, tenía
que privarse de todo. Perdimos el gusto hacia los placeres; aborrecimos fumar o
masticar goma, preocupados siempre por si alguien necesitaba aquellas monedas
más que nosotros. Nos avergonzaba la comida que tragábamos, preguntándonos
quién la habría pagado con sus horas extraordinarias. Sabíamos que aquella
comida no era nuestra por derecho propio y preferíamos ser engañados antes que
engañar. Podíamos ser unos aprovechados, pero no hasta el punto de chupar la
sangre a otro. Nadie se casaba ni ayudaba a los suyos en el hogar, ni quería
constituir una nueva carga para «la familia». Quien conservara cierto sentido
de la responsabilidad, no podía casarse y tener hijos, puesto que no le era
posible planear, prometer, ni contar con nada. Los desorientados y los irresponsables
se aprovecharon de ello. Trajeron niños al mundo, provocaron conflictos con
muchachas, y arrastraron tras sí a todos los indignos parientes que tenían por
el país, y a cada hermana encinta y sin casar con el fin de obtener «subsidios
por necesidad urgente». Contrajeron más enfermedades de las que cualquier
doctor podía atender. Estropearon sus ropas, sus muebles y sus casas, pero ¡qué
importa! «La familia» pagaba por ellos. Encontraron más modos de contraer
necesidades de lo que nadie hubiera podido imaginar. Desarrollaron una
habilidad especial, la única de que se mostraron capaces.
»¡El cielo nos
asista, señora! ¿Se da usted cuenta de lo que sucedió? Se nos había dado una
ley de acuerdo con la cual vivir y que llamaban ley moral; pero castigaban a quienes
la observaban. Cuanto más tratábamos de vivir de acuerdo con la misma, más
sufríamos; cuanto más nos burlábamos de ella, mayores recompensas obteníamos.
La honradez era como una herramienta puesta a merced de la maldad ajena. Los
honrados pagaban, mientras los deshonestos recogían. El honrado perdía y el
malvado ganaba. ¿Cuánto tiempo puede un hombre permanecer bueno con semejante
ley? Cuando empezamos, éramos gentes decentes y felices. No existía entre
nosotros demasiada gente ruin. Conocíamos bien nuestra tarea, nos sentíamos
orgullosos de ella, y trabajábamos para la mejor fábrica del país, propiedad
del viejo Starnes, que sólo admitía a lo más selecto de la clase obrera. Al
cabo de un año de regir el nuevo plan, no quedaba entre nosotros ni una persona
decente. Aquello sí era maldad; la clase de horrible e infernal maldad con la
que los predicadores solían asustamos, pero que uno nunca imaginó existiera. El
plan no favoreció a unos cuantos bastardos, sino que volvió a la gente decente
en bastardos, sin que se pudiera obrar de otra manera… I y a eso se le llamó
ideal moral!
»¿Con qué
propósito querían que deseáramos trabajar? ¿Por amor a nuestros hermanos? ¿Qué
hermanos? ¿Para los aprovechados, los sinvergüenzas, los holgazanes que veíamos
a nuestro alrededor? Si eran unos charlatanes y unos incompetentes, si no
querían trabajar o estaban incapacitados para ello, ¿qué nos importaba a
nosotros? Si quedábamos reducidos para toda la vida al nivel de su capacidad,
fingida o real, ¿para qué preocupamos? No teníamos medio alguno para saber
cuáles eran sus condiciones verdaderas; carecíamos de medios para controlar sus
necesidades. Todo cuanto sabíamos era que estábamos convertidos en bestias de
carga, contendiendo ciegamente, en un lugar medio hospital, medio almacén, sin
marchar hacia ningún objetivo, aparte de la incompetencia, el desastre y las
enfermedades. Éramos bestias colocadas allí como instrumentos de quien quisiera
dictaminar las necesidades de otro.
»¿Amor fraternal?
Es allí donde aprendimos a aborrecer a nuestros hermanos por vez primera en
nuestra vida. Los odiábamos por todas las comidas que ingerían, por los
pequeños placeres de que disfrutaban, por la nueva camisa de uno, por el
sombrero de la esposa de otro, por una excursión familiar, por la pintura de su
casa. Porque todo aquello nos era arrebatado a nosotros; era pagado con
nuestras privaciones, nuestras renuncias y nuestra hambre. Empezamos a espiamos
unos a otros, con la esperanza de sorprendemos en alguna mentira acerca de
nuestras necesidades y disminuir las asignaciones en la próxima reunión. Y
empezamos a servimos de otros espías, que informaban acerca de los demás,
revelando, por ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo, posiblemente
pagado con el producto del juego. Empezamos a metemos en las vidas ajenas,
provocamos peleas familiares para lograr la expulsión de algún intruso. Cuando
veíamos a alguien hablando en serio con una chica, le hacíamos la vida
imposible. De este modo dimos al traste con numerosos compromisos matrimoniales.
No queríamos que nadie se casara, no queríamos más gente a la que alimentar.
»En los viejos
tiempos, el nacimiento de un niño era celebrado con entusiasmo; por regla
general ayudábamos a las familias apuradas a pagar sus facturas de clínica.
Ahora, cuando nacía un niño, estábamos varías semanas sin dirigir la palabra a
sus padres. Para nosotros, los niños venían a ser lo que la langosta para los
agricultores. En otras épocas ayudábamos a quien tuviera enfermos en su casa;
ahora… Voy a contarle un solo caso. Tratábase de la madre de un hombre que
llevaba con nosotros quince años. Una anciana afable, alegre e inteligente, que
nos llamaba por nuestros nombres de pila, y con la que todos simpatizábamos.
Cierto día se cayó por la escalera del sótano, rompiéndose la cadera. Sabíamos
lo que ello significaba, a su edad. El médico dijo que tenía que ser internada
en una clínica a fin de someterla a un tratamiento costoso que se prolongaría
bastante tiempo. La anciana murió la noche antes de abandonar su casa. Nunca se
pudo establecer la causa del fallecimiento. No sé si fue asesinada. Todo cuanto
sé es que… y esto es lo que no puedo olvidar… es que yo también deseé que
muriera. ¡Que Dios nos perdone! Tal era la hermandad, la seguridad, la
abundancia que el plan nos procuraba.
»¿Qué motivo
existió para que esta clase de horror tuviera que ser predicado? ¿Sacó alguien
provecho del mismo? Sí. Los herederos Starnes. No vaya usted a replicar que
sacrificaron una fortuna y que nos entregaron la fábrica como regalo, porque
también en esto sufrimos un engaño. Sí; entregaron la fábrica, pero los
beneficios, señora, dependen de aquello que se quiere conseguir. Y lo que los
Starnes querían no podía comprarse con ningún dinero. El dinero es demasiado
limpio e inocente para ello.
»El más joven,
Eric Starnes, era una especie de medusa, sin valor ni energía. Fue, elegido por
votación, director del Departamento de Relaciones Públicas. No hacía nada y
tenía a sus órdenes a un personal ocioso; por tal motivo no le era preciso
siquiera holgazanear por la oficina. La paga que se le satisfacía, en realidad
no debería llamarla así, porque no se «pagaba» a nadie, la asignación que se
votó para él era muy modesta, cosa de diez veces mayor que la mía; pero a Eric
no le importaba el dinero, porque no hubiera sabido qué hacer con él. Pasaba el
tiempo entre nosotros, demostrándonos su compañerismo y su espíritu
democrático. Le encantaba que la gente le demostrase afecto. Su mayor empeño
consistía en recordarnos a cada instante que nos habían dado la fábrica.
Llegamos a no poder soportarlo.
»Gerald Starnes
era nuestro director de producción. Nunca pudimos averiguar el volumen total de
sus ganancias. Hubiéramos necesitado todo un equipo de contables. Y un equipo
de ingenieros para saber de qué modo todo aquel dinero pasaba directa o
indirectamente a su despacho. Sin embargo, nada figuraba como beneficio
particular, sino como medios con los que pagar los gastos de la compañía.
Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias y cinco teléfonos, y solía
celebrar fiestas a base de champaña y caviar, que ningún gran industrial que
pagara impuestos podía permitirse. Gastó más dinero en un año que el ganado por
su padre en los dos últimos de su vida. En su despacho encontramos un montón de
cuarenta kilos de revistas, llenas de artículos sobre nuestra fábrica y nuestro
noble plan, con grandes retratos de Gerald Starnes, en los que se le llamaba
«cruzado social». Por la noche le gustaba entrar en las tiendas vestido de
etiqueta, con gemelos de brillantes, del tamaño de monedas, desparramando la
ceniza de su puro por doquier. Un rico vulgar, sin otra cosa que exhibir aparte
de su dinero, ya es un tipo desagradable; pero al menos no se recata de
demostrarlo y uno puede contemplarlo con la boca abierta si lo desea, aunque en
la mayoría de los casos no suceda así. Pero cuando un bastardo como Gerald
Starnes se exhibe de ese modo y declara una y otra vez que no le preocupa la
riqueza material y que sólo sirve a «la familia», que todos aquellos lujos no
son para él sino en beneficio del bien común porque es preciso mantener el
prestigio de la compañía y del noble plan de la misma… entonces es cuando uno
aprende a aborrecer a esos seres como nunca se ha aborrecido a ningún
semejante.
»Su hermana Ivy
era peor. A ésta no le importaba verdaderamente la riqueza material. La
asignación que recibía no era mayor que la nuestra, y siempre iba con zapatos
planos y simples faldas y camisas, con el fin de demostrar su indiferencia.
Tenía el cargo de directora de Distribución. Era la encargada de nuestras
necesidades; la que, en realidad, nos tenía aferrados por la garganta. Se
suponía que la distribución se ejercía por voto: por la voz del pueblo; pero
cuando dicho pueblo 'posee seis mil roncas voces que tratan de decidir sin rasero
ni medida, cuando no existen reglas y cada uno puede pedir lo que quiera sin
tener derecho a nada, cuando cada cual ejerce derecho sobre la vida ajena pero
no sobre la suya, se acaba como sucedió allí, con que la voz del pueblo acabó
siendo la de Ivy Starnes. Al finalizar el segundo año abandonaron aquella farsa
de las «reuniones de familia» en favor de la «eficacia productora y de la
economía de tiempo», que solían durar diez días, y todas las peticiones fueron
enviadas simplemente al despacho de Miss Starnes. Mejor dicho, debían ser
expresadas ante ella en persona, por cada peticionario. Entonces elaboraba una
lista de distribución que nos leía, para su aprobación, en una reunión que
duraba tres cuartos de hora. Siempre votábamos afirmativamente. En el orden del
día figuraba un período de diez minutos para la discusión y las objeciones.
Pero no formulábamos ninguna. Habíamos aprendido mucho. Nadie puede dividir la
renta de una fábrica entre miles de obreros, sin un rasero o norma con que
medir el valor de cada cual. El de Miss Ivy era la sumisión y la obsequiosidad
ajenas. ¿Egoísmo? En los tiempos del fundador de la empresa todo el dinero de
éste no le hubiera permitido hablar al tipo más bajo como ella hablaba a
nuestros más hábiles obreros y a sus esposas. Tenía unos ojos pálidos, que
miraban vidriosos, fríos y muertos. Si se quería tener noción de la maldad
total, bastaba con observar cómo resplandecían al ver en la lista el nombre de
alguien que en cierta ocasión le hubiera contestado airadamente. Al observar
aquello, comprendíamos el motivo real de quienes en otros tiempos predicaron el
slogan: «Dé cada cual según su habilidad; a cada cual según sus necesidades».
»Allí residía el
secreto de todo. Al principio no cesaba de preguntarme cómo era posible que
hombres educados, justos y famosos, pudieran cometer un error semejante y
predicar como buena tal abominación, cuando cinco minutos de reflexión les
hubieran indicado lo que sucedería caso de que alguien pusiera en práctica
semejantes ideas. Pero ahora comprendo que no obraron así por error, porque
errores de este género no se cometen nunca de manera inocente. Si los hombres
se hunden en alguna forma de locura, imposible de llevar a la práctica con
buenos resultados, ni existiendo, además, razón que la explique, es porque
tienen motivos que no quieren revelar. Nosotros no éramos tampoco tan inocentes
cuando votamos en favor del plan, en la primera reunión. No lo hicimos sólo
porque creyéramos que la directriz fuera buena. Teníamos otra razón, pero la ocultamos
a nuestros semejantes y a nosotros. La directriz nos daba una posibilidad de
hacer pasar como virtud algo de lo que nos hubiéramos avergonzado. No existió
nadie que votara por la misma y que no pensara que bajo una organización de tal
clase participaría en los beneficios de quienes eran más diestros que él. Nadie
se consideró lo bastante rico y listo para no creer que alguien lo
sobrepasaría. Gracias al plan participaría de la riqueza y de la inteligencia
ajenas. Pero pensando conseguir beneficios de quienes estaban por encima de él,
se olvidó de que había seres inferiores que también opinaban igual. Se olvidó
de los inferiores que tratarían de explotarle del mismo modo que él pensaba
explotar a sus superiores. El obrero encariñado con la idea de que sus
necesidades le daban derecho a un automóvil como el de su jefe, olvidó que todo
pordiosero y vagabundo de la tierra empezaría a clamar que las suyas le daban
opción a un frigorífico. Ese fue nuestro motivo real cuando votamos. Tal es la
verdad; pero no nos gustaba recordarlo, y cuanto más lo lamentábamos, más alto
gritábamos nuestro amor hacia el bien común.
»Conseguimos lo
que nos habíamos propuesto. Pero cuando nos dimos cuenta de lo que aquello
representaba, era demasiado tarde. Estábamos atrapados y no podíamos ir a
ningún sitio. Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en la
primera semana del plan. Así perdimos excelentes ingenieros, superintendentes,
capataces y obreros especializados. Todo aquel que se respeta no gusta de verse
convertido en vaca lechera de la comunidad. Algunos intentaron impedir el
proyecto, pero no lo consiguieron. Los hombres huían de la fábrica como de un
núcleo de infección, hasta que no quedaron más que los necesitados, sin
habilidad ni condiciones.
»Si algunos de
nosotros, dotados de ciertas cualidades, optamos por quedarnos, fue porque
llevábamos allí muchos años. En los viejos tiempos, nadie abandonó
voluntariamente la «Twentieth Century» y no podíamos ha—.cernos a la idea de
que aquellas condiciones no existieran ya. Transcurrido algún tiempo nos fue
imposible marcharnos, porque ningún otro empresario nos habría admitido, cosa
natural. Los dueños de las tiendas donde comprábamos empezaron a abandonar
Starnesville a toda prisa, hasta que no nos quedaron más que los bares, las
salas de juego y los tenderetes de algunos aprovechados, que nos vendían
bazofia a precios abusivos. Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor
conforme el coste de la vida aumentaba. La lista de los necesitados se fue
alargando, al' tiempo que la de sus proveedores se acortaba. Cada vez era menor
la riqueza a dividir entre más y más gente. En los viejos tiempos solía decirse
que la «Twentieth Century Motors» era una marca tan buena como el oro. No sé
qué pensarían los herederos Starnes si es que pensaban algo; pero tengo la
impresión de que, igual que todos los planeadores sociales y los industriales
insensatos, estaban convencidos de que aquella marca era en sí misma una
especie de emblema mágico dotado de un poder sobrenatural que los mantendría
ricos, igual que a su padre. Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar
que no servíamos un pedido a tiempo, ni entregábamos un motor que no tuviera un
fallo, el mágico emblema empezó a operar en sentido contrario: la gente no
aceptaba un motor ni regalado si llevaba la marca «Twentieth Century». Llegó un
momento en que nuestros ¡micos clientes fueron los que nunca pagaban ni
pensaban pagar; pero Gerald Starnes, embrutecido y engreído por su propia
publicidad, empezó a ir de un lado para otro con aire de superioridad moral,
exigiendo que los industriales nos pasaran pedidos, no porque nuestros motores
fueran buenos, sino porque los necesitábamos urgentemente.
»Por aquel
entonces, cualquier tonto de pueblo hubiera visto claramente lo que generaciones
de profesores pretendieron no observar. ¿Qué beneficios podría reportar nuestra
necesidad a una central eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se detenían
a causa de un defecto en nuestras máquinas? ¿Qué beneficio reportaría a un
hombre tendido en una mesa de operaciones, si, de pronto, se apagaba la luz?
¿Qué bien haría a los pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo?
Y si adquirían nuestros productos no a causa de su mérito sino obligados por
nuestra necesidad, ¿la acción moral del propietario de la central eléctrica,
del cirujano y del fabricante del avión seria buena, justa y noble?
»Sin embargo, tal
era la ley que profesores, directivos y pensadores habían querido establecer en
la tierra. Si esto es lo que ocurría en una pequeña ciudad donde todos nos
conocíamos, ¿imagina lo que hubiera representado en una escala mundial?
¿Imagina lo que hubiera ocurrido si hubiéramos tenido que vivir y trabajar
sujetos a todos los desastres y a todos los inconvenientes de la tierra?
Trabajar pensando en que si alguien fallaba en un lugar cualquiera, era uno
quien debería solucionar el conflicto. Trabajar sin posibilidad alguna de
progreso personal; con las comidas, los vestidos, el hogar y las distracciones
pendientes de una estafa, una crisis de hambre o una peste en cualquier lugar
del mundo. Trabajar sin posibilidades de una ración extra, hasta que los
habitantes de Camboya tuvieran alimento suficiente o hasta que todos los
patagones hubieran pasado por la Universidad. Trabajar
con un cheque en blanco, exhibido por hombres a los que usted nunca vería,
cuyas necesidades no conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe no podría
usted observar nunca. Tan sólo trabajar, trabajar y trabajar, dejando que las
Ivys o los Geralds del mundo decidieran qué estómagos habrían de consumir el
esfuerzo, los sueños y los días de vuestra vida. ¿Era aquélla la ley moral a
aceptar? ¿Aquél un ideal moral?
»Lo intentamos y
aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera
reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que podía terminar: en
la ruina total. Durante la última reunión, Ivy Starnes fue la única que intentó
forcejear un poco. Pronunció un corto, desagradable y agresivo discurso en el
que dijo que el plan había fracasado porque el resto del país no lo aceptó; que
una sola comunidad no podía llevarlo a la práctica y triunfar en medio de un
mundo egoísta y avaro; que el plan era un ideal noble, pero que la naturaleza
humana no estaba a la altura del mismo. Un joven, el mismo castigado por
habernos dado una idea útil durante el primer año, se puso en pie, mientras
todos seguíamos sentados en silencio, y dirigióse a Ivy Starnes, que ocupaba el
estrado. No dijo nada. Le escupió en la cara. Y éste fue el fin del noble plan
de la "Twentieth Century".»
El desconocido
había estado hablando como si el fardo de sus años de silencio se hubiese
desprendido repentinamente de sus hombros. Dagny comprendió que era su tributo
hacia ella. No había demostrado reacción alguna ante su amabilidad; pareció
insensible a los valores humanos o a la esperanza, pero algo en su interior
había quedado al descubierto y la respuesta era su confesión; aquel largo y
desesperado grito de rebelión contra la injusticia, retenido durante años y
expresado ahora en reconocimiento a la primera persona frente a la cual su
llamamiento a la justicia no resultaba vano. Era como si la vida a la que había
estado a punto de renunciar hubiera vuelto a su ser, gracias a dos necesidades
esenciales satisfechas: la comida y la presencia de un ser racional.
—Pero ¿no iba a
hablarme de John Galt? —preguntó Dagny.
—¡Oh! —exclamó
él, recordando—. ¡Oh, sí!…
—Iba a explicarme
por qué la «gente» había empezado a formularse la famosa pregunta.
—Sí.
Miraba hacia la
lejanía como si contemplara algo que, luego de estudiar durante años, siguiera
invariable y sin solucionar. En su cara se pintaba una extraña e intrigante
expresión de terror.
—Pensaba contarme
a qué John Galt se referían… si es que existió.
—Confío en que
no, señora. Quiero decir, confío en que se trate sólo de una coincidencia, tan
sólo de una frase sin significado.
—Recuerda usted
algo, ¿verdad? ¿De qué se trata?
—De algo… de algo
sucedido en la primera reunión de la «Twentieth Century». Tal vez se tratara
del principio del fin. O tal vez no. No lo sé… Aquella reunión se celebró
cierta noche de primavera, hace doce años. Seis mil de nosotros nos
aglomerábamos en unos grádenos que se elevaban hasta casi el techo de la mayor
nave de la fábrica. Acabábamos de votar por el nuevo plan y nos sentíamos muy
nerviosos. Armábamos mucho ruido, vitoreando el triunfo del pueblo, amenazando
a ciertos desconocidos enemigos y ansiosos de lucha, igual que matones con la
conciencia intranquila. Estábamos iluminados por potentes luces blancas, y nos
sentíamos enérgicos y susceptibles. Una muchedumbre de feo aspecto, realmente
peligrosa. Gerald Starnes, que presidía la reunión, no cesaba de golpear la
mesa con su maza, imponiendo silencio. Nos tranquilizamos un poco, pero no
mucho. Podían observarse los movimientos de la muchedumbre como una marea, como
agua agitada en un recipiente. «¡Estamos viviendo momentos cruciales en la
historia de la Humanidad !
—gritó Gerald Starnes sobreponiéndose al barullo—. Recordad que a partir de
ahora ninguno de nosotros puede abandonar esta fábrica, porque todos nos
pertenecemos mutuamente, según la ley moral que acabamos de aceptar.» «¡Yo no
la acepto!», exclamó un hombre poniéndose en pie. Era uno de nuestros más
jóvenes ingenieros. Nadie le conocía demasiado porque casi siempre se mantuvo
aislado del resto. Al decir aquello, nos quedamos como petrificados. Nos
asombró el modo en que mantenía erguida la cabeza. Era alto y delgado, y
recuerdo haber pensado que cualquiera de nosotros le habría retorcido el
pescuezo sin dificultad. Pero, no obstante, sentimos miedo.
»Permanecía en
pie, como quien está convencido de su derecho. «Voy a poner fin a todo esto de
una vez para siempre», dijo. Su voz sonaba clara, sin inflexión alguna. Fue
todo cuanto dijo y dirigióse a la salida. Caminó a lo largo de la nave, bajo la
blanca claridad, sin apresurarse y sin fijarse en nadie. Ninguno se atrevió a
detenerlo. Gerald Starnes gritó de repente: «¿Cómo ha dicho?» El joven se
volvió y contestóle: «Detendré el motor del mundo». Salió, y nunca más hemos
vuelto a verle, ni hemos sabido de él. Pero años más tarde, cuando notamos cómo
se iban apagando las luces, una tras otra, en las grandes fábricas que durante
generaciones se mantuvieron sólidas como montañas, cuando vimos cerrarse las
puertas y detenerse las cintas transportadoras, cuando las carreteras fueron
quedando vacías y cesó la corriente de vehículos, cuando empezó a parecer como
si una silenciosa fuerza inmovilizara los generadores que mueven el mundo y
éste se fuera desplomando en silencio, como un cuerpo privado de espíritu…
empezamos a reflexionar y a formularnos preguntas acerca de aquel joven; Nos
preguntábamos unos a otros acerca de lo que le habíamos oído decir. Empezamos a
pensar que había mantenido su palabra y que quien había visto y conocido la
verdad que nosotros rehusábamos, constituía ahora el castigo que pendía sobre
nuestras cabezas; era el vengador, el hombre que imponía la justicia desafiada
por nosotros.
»Empezamos a
pensar que aquel hombre nos había maldecido, que no teníamos escapatoria para
su veredicto y que jamás lograríamos escapar a él. Todo aquello resultaba
todavía más horrible porque no nos perseguía, sino que éramos nosotros quienes
de repente lo andábamos buscando, luego de desaparecer sin dejar huella. No lo encontramos
en ningún lugar. ¿Gracias a qué imposible fuerza había podido realizar lo que
anunció? Pero tampoco había respuesta para esto. Nos acordábamos de él cada vez
que presenciábamos un nuevo colapso en el mundo, que nadie podía explicar;
cuando recibíamos un nuevo golpe, cuando perdíamos otra esperanza, cada vez que
nos veíamos atrapados en esa niebla gris y mortecina que ha descendido sobre
toda la tierra. Quizá algunos, al oírnos gemir formulándonos semejante
pregunta, no supieran a qué nos referíamos, pero lo que no ignoraban eran los
sentimientos que nos obligaban a ella. También estas personas sabían que algo
acababa de desaparecer en el mundo. Tal vez por ello empezaron a pronunciar la
frase cuando veían venirse abajo sus esperanzas. Me gusta pensar que pude
equivocarme, que aquellas palabras no significaban nada, que no existe
intención consciente ni afán vengador tras el final de la raza humana que
estamos viviendo. Pero cuando les oigo repetir la frase tengo miedo, y me
acuerdo del hombre que anunció detener el motor del mundo. Porque se llamaba
John Galt, ¿sabe usted?»
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2º fragmento
Situación: Todos los países de Occidente son Repúblicas Populares Socialistas. El desabastecimiento es absoluto. EEUU es el único país que todavía "tiene algo en la despensa". Gran parte de lo poco que produce, lo dona al resto de occidente. El gobierno de los EEUU mantiene la apariencia de que los medios de producción no han sido nacionalizados, pero toda la economía está completamente dirigida, es decir, es una economía tipo NAZI, nacionalsocialista o zwangswirschaft (LVM). El desabastecimiento total es inminente y entonces se promulga el:
El Decreto 10-289
—En nombre de la
riqueza general —leyó Wesley Mouch —y a fin de proteger la seguridad pública y
conseguir una total igualdad y absoluta estabilidad, se decreta lo que sigue,
para el período de duración del estado de urgencia nacional:
«Punto primero:
Todos los trabajadores, asalariados y empleados de cualquier clase quedarán, a
partir de ahora, sujetos a su tarea y no podrán abandonarla, ni ser despedidos,
ni cambiar de empleo, bajo pena de prisión. Dicha pena quedará determinada por la Oficina de Unificación.
Dicha oficina será nombrada por la
Oficina de Planificación Económica y Recursos Nacionales.
Toda persona que haya cumplido veintiún años deberá presentarse a la Oficina de Unificación,
quien le asignará el lugar donde a su entender sus servicios sirvan mejor los
intereses nacionales.
»Punto segundo:
Todos los establecimientos industriales o comerciales, o los negocios de
cualquier naturaleza, deberán, a partir de ahora, seguir funcionando y sus
propietarios no se retirarán, ni abandonarán, ni cerrarán, venderán o
transferirán sus negocios, bajo pena de la nacionalización de sus industrias y
de sus propiedades…»
Punto tercero:
Todas las patentes y copyrights pertenecientes a aparatos, invenciones,
fórmulas, procesos de trabajo y tareas de cualquier otra naturaleza, serán
transferidos a la nación como entrega patriótica de urgencia, por medio de
certificados de entrega que serán firmados voluntariamente por los propietarios
de dichas patentes y copyrights. La
Oficina de Unificación expenderá licencias para el uso de
tales patentes y copyrights a quienes las soliciten, de manera igual y sin
discriminación, con el fin de eliminar prácticas monopolísticas, desechar
productos anticuados y poner los mejores al alcance de la nación. No se usarán marcas,
sellos ni títulos protegidos por algún copyright. Todos los productos
anteriormente patentados serán conocidos por un nuevo nombre y vendidos por
todos los fabricantes bajo la misma denominación, designada por la Oficina de Unificación.
Todas las marcas de fábrica particulares, sellos y emblemas quedarán abolidos.
»Punto cuarto:
Ningún nuevo aparato, invento, producto o género de cualquier naturaleza que no
se halle actualmente en el mercado, será producido, inventado, fabricado o
vendido a partir de la fecha de esta directriz. Queda abolida la Oficina de Patentes y
Copyrights.
»Punto quinto:
Todo establecimiento, organización, corporación o persona dedicados a la
producción de cualquier producto, deberá, a partir de ahora, producir
anualmente la misma cantidad de géneros que durante el Año Básico; ni superior
ni inferior. El año conocido como Básico o Patrón será el que finalice la fecha
de esta directriz. El exceso o el defecto de producción serán objeto de multas
que quedarán determinadas por la
Oficina de Unificación.
»Punto sexto:
Toda persona, cualquiera que sea su edad, sexo, clase o volumen de ingresos,
deberá, a partir de ahora, gastar anualmente en la compra de géneros la misma
cantidad de dinero que en el Año Básico; ni superior ni inferior. Un volumen de
compras que no se atenga a ello será sancionado de acuerdo con lo que determine
la Oficina de
Unificación.
»Punto séptimo:
Todos los salarios, precios, dividendos, beneficios, intereses y formas de
ingreso de cualquier naturaleza quedarán congelados en sus cifras actuales, es
decir, en las de la fecha de esta directriz.
»Punto octavo:
Todos los casos y situaciones no específicamente mencionados en esta directriz,
serán solucionados y determinados por la Oficina de Unificación, cuyas decisiones deberán
considerarse concluyentes.»
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*Edito el post para añadir este reciente video (mayo 2015)
Discurso de John Galt
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